4

El Rastreador, acostumbrado a un universo de identidades ocultas y nombres en clave, había adjudicado a su nuevo ayudante el seudónimo de Ariel. Le pareció gracioso recurrir al duendecillo de La tempestad de Shakespeare, aquel que podía volar sin ser visto y hacer todas las travesuras que le vinieran en gana.

Porque aunque Roger Kendrick lo pasara mal en el mundo real, se transformaba y era feliz sentado frente al valiosísimo equipo informático de última generación que le habían proporcionado los contribuyentes. Como le había dicho su enlace en Fort Meade, el chico se convertía en un piloto de caza, ahora a los mandos del mejor y más caro interceptor que existía.

Invirtió dos días enteros en analizar la estructura que el Predicador había montado para ocultar su dirección IP y en identificar su ubicación. Visionó también unos cuantos sermones y se convenció enseguida de una cosa: el genio informático que había preparado aquello no era aquel individuo encapuchado que predicaba el odio. Había otra persona, su rival directo, el piloto enemigo: experto, escurridizo, capaz de detectar el menor error que pudiera cometer y luego eliminarlo.

Su ciberenemigo, algo que solo Ariel sabía, era Ibrahim Samir, de nacionalidad británica y ascendencia iraquí, con estudios en el UMIST, el Instituto de Ciencia y Tecnología de la Universidad de Manchester. Kendrick lo bautizó mentalmente como el Troll.

Era él, el Troll, quien había inventado un servidor proxy para crear la falsa dirección IP que permitía a su jefe ocultar su verdadera ubicación. Pero tenía que haber habido una dirección IP real, al menos una vez, en el inicio de la campaña, y si Ariel daba con ella podría situar el origen de los sermones en cualquier punto del globo terráqueo.

También descubrió enseguida que existía una especie de base de admiradores; los discípulos entusiastas podían publicar mensajes dirigidos al Predicador. Decidió apuntarse.

Se dio cuenta de que no lograría engañar al Troll a menos que inventara un álter ego perfecto en todos sus detalles. Ariel creó a un joven norteamericano de nombre Fahad, hijo de inmigrantes jordanos, nacido y criado en el área de Washington. Pero primero investigó.

Buscó los antecedentes del difunto terrorista Al-Zarqawi, un jordano que fue jefe de Al Qaeda en Irak hasta que los cazas de las Fuerzas Especiales acabaron con él. En internet encontró infinidad de datos biográficos. Había nacido en la aldea jordana de Zarqa. Ariel se inventó unos padres que eran del mismo poblado y vivían en la misma calle. Si alguien le preguntaba, podía recurrir a la información disponible en internet.

Se creó, o recreó, a sí mismo. Había nacido dos años después de que sus padres llegasen a Estados Unidos. Podía utilizar el mismo colegio donde había estudiado realmente, ya que en él había varios alumnos musulmanes.

Y también estudió el islam en cursos internacionales online, e identificó la mezquita a la que presuntamente habrían ido él y sus padres, así como el nombre del imán. Después solicitó registrarse en la base de admiradores del Predicador. Hubo preguntas, no por parte del Troll en persona sino de un discípulo californiano. Las respondió. Pasaron unos días. Y finalmente fue aceptado. A todo esto, Ariel tenía su propio malware, su virus, a punto para ser utilizado.

En la oficina de ladrillo visto en la aldea próxima a Ghazni, capital de la provincia afgana del mismo nombre, había cuatro combatientes talibanes. Estaban sentados en el suelo, como preferían, no en sillas.

Iban arrebujados en sus túnicas y capas pues, aunque era ya el mes de mayo, un viento helado bajaba de las montañas y el edificio propiedad del gobierno no disponía de calefacción.

Sentados también se hallaban tres funcionarios de Kabul y los dos oficiales feringhee de la OTAN. Los talibanes no sonreían. Nunca sonreían. La única vez que habían visto con sus propios ojos a un soldado feringhee (extranjero, blanco) había sido a través de la mira de un Kaláshnikov. Pero si estaban en la aldea era porque habían decidido bajar de las montañas y dejar atrás esa vida.

En Afganistán existe un programa poco conocido que responde al nombre de Reintegración. Se trata de una empresa conjunta del gobierno de Kabul y la OTAN, dirigida sobre el terreno por un general de división británico llamado David Hook.

Los expertos en inteligencia militar son conscientes desde hace tiempo de que para vencer a los talibanes no basta con conseguir un gran número de bajas. En cuanto los mandos angloamericanos se congratulan por haber «eliminado» a doscientos o trescientos enemigos, aparecen otros tantos talibanes dispuestos a todo.

Algunos son campesinos. La mayoría de estos se ofrecen voluntarios porque algún familiar (y en la sociedad afgana una familia puede abarcar hasta trescientos miembros) ha resultado muerto por un misil mal dirigido o a causa de un error de elección del blanco por parte de un caza o un mortero. Otros, en cambio, son obligados a combatir por los ancianos de su tribu. Pero todos ellos son muy jóvenes, apenas unos críos.

Jóvenes son también los estudiantes paquistaníes que llegan a docenas procedentes de las madrasas, donde durante años no hacen otra cosa que estudiar el Corán y escuchar a los imanes extremistas, hasta que están listos para combatir y morir.

Pero el ejército talibán era distinto a cualquier otro. Sus unidades son extremadamente endogámicas y están formadas por miembros de la misma zona donde actúan. Y el respeto, por los jefes veteranos, es absoluto. Si se elimina a estos, se reconvierte a los jefes del clan y se involucra a los dirigentes tribales, una comarca entera puede abandonar la lucha de un día para otro.

Durante años, miembros de las Fuerzas Especiales tanto de Estados Unidos como británicas se han hecho pasar por gente de las montañas que se han escondido en las colinas para asesinar a los líderes talibanes de medio y alto rango. Opinan que los pobres lugareños no son el verdadero problema.

Paralelamente a los cazadores de la noche, el programa Reintegración busca «convencer» a veteranos para que acepten la rama de olivo que les tiende el gobierno de Kabul. Aquel día, en la aldea de Qala-e-Zai, el general Hook y su ayudante, el capitán australiano Chris Hawkins, representaban a la ISAF, la fuerza internacional de asistencia a la seguridad en Afganistán. Habían convencido a los cuatro jefes talibanes sentados en cuclillas contra la pared a que abandonaran las montañas y volvieran a la vida pacífica en su aldea.

Pero, como en toda pesca, tiene que haber un cebo. El «reintegrado» debe asistir a un cursillo de desadoctrinamiento. A cambio recibe una casa gratis, unas cuantas ovejas que le permitan reanudar las labores de pastoreo, una amnistía y el equivalente afgano a cien dólares semanales. El propósito de la reunión, aquella luminosa pero fría mañana de mayo, era intentar convencer a los veteranos de que la propaganda religiosa que les había sido inculcada durante años se basaba en falsedades.

Su lengua era el pastún, de modo que no podían leer directamente el Corán; y, como todos los terroristas no árabes, se habían convertido gracias a lo que habían oído decir a sus instructores yihadistas, muchos de los cuales se hacían pasar por imanes o mulás cuando no lo eran en absoluto. Así pues, un maulvi, o mulá pastún, se hallaba presente para explicar a los veteranos el engaño del que habían sido objeto, y que el Corán era en realidad un libro que abogaba por la paz, cuyos escasos pasajes en los que se hablaba de «matar» habían sido sacados de contexto por los terroristas.

Y en un rincón había un televisor, objeto que ejercía en los montañeses una gran fascinación. No emitía un programa de televisión normal, sino el contenido de un DVD de un reproductor conectado al televisor. El hombre que hablaba en la pantalla lo hacía en inglés, pero el mulá disponía de un mando para detener la reproducción, explicar lo que acaba de decir el predicador y demostrarles que, según el libro sagrado, aquello no eran más que disparates.

Uno de los hombres acuclillados en el suelo se llamaba Mahmud Gul y ya era un mando importante en la época del 11-S. No había cumplido los cincuenta, pero trece años en las montañas le habían pasado factura; su rostro bajo el turbante negro estaba arrugado como una nuez, y sus manos, aquejadas de artritis incipiente, se retorcían como zarpas.

Había sido adoctrinado desde muy joven, aunque no para combatir contra británicos y norteamericanos, que como él sabía los habían ayudado a liberarse de los rusos. Lo poco que conocía de Bin Laden y sus árabes no le gustaba. Había tenido noticias de lo ocurrido en el centro de Manhattan años atrás, y no lo aprobaba. Él se había hecho talibán para luchar contra los tayikos y los uzbekos de la Alianza del Norte.

Pero los norteamericanos no comprendían la ley del pashtunwali, la norma sagrada entre anfitrión y huésped que prohibía al mulá Omar entregar a sus huéspedes de Al Qaeda en tan misericordiosas manos. De ahí que invadieran Afganistán. Por esa razón Mahmud Gul había combatido contra ellos. Y había seguido haciéndolo. Hasta ahora.

Se sentía viejo y cansado. Había visto morir a muchos hombres. Él mismo había librado de su sufrimiento a algunos con su propia arma, cuando las heridas eran tan graves que la única perspectiva era agonizar entre terribles dolores unas horas o unos días más.

Había matado a muchachos británicos y norteamericanos, pero no recordaba a cuántos. Le dolían los huesos, sus manos parecían cada vez más unas garras. La cadera, medio destrozada desde hacía muchos años, le hacía sufrir durante los largos inviernos en la montaña. La mitad de su familia había muerto y no veía a sus nietos más que durante alguna escapada nocturna antes de regresar a las cuevas.

Quería dejarlo. Trece años eran suficientes. Se acercaba el verano. Ansiaba disfrutar del calor y jugar con los niños. Quería que sus hijas le llevaran de comer, como es propio cuando uno se hace viejo. Había decidido, pues, aceptar la oferta del gobierno (amnistía, una casa, ovejas, un subsidio) incluso si eso implicaba escuchar a un mulá exaltado y a un predicador enmascarado en la televisión.

Una vez apagado el televisor, el mulá siguió perorando y Mahmud Gul susurró algo en pastún. Chris Hawkins estaba sentado junto a él y conocía la lengua, pero no el dialecto rural de Ghazni. Creía haber oído bien, pero no estaba del todo seguro. Cuando la perorata llegó a su fin y el mulá regresó precipitadamente a su coche con sus guardaespaldas, tomaron té. Era un té negro, fuerte, y los oficiales feringhee habían traído azúcar, lo cual estaba bien.

El capitán Hawkins se acuclilló al lado de Mahmud y bebieron en callada camaradería. Después, el australiano preguntó:

—¿Qué es eso que has dicho cuando acabó de hablar el predicador?

Mahmud Gul repitió la frase. Despacio, de forma alta y clara. Solo podía significar una cosa.

«Conozco esa voz», había dicho.

Hawkins tenía que permanecer dos días más en Ghazni y luego debía asistir a otra reunión de reintegración en otra aldea. Después regresaría a Kabul. Tenía un amigo en la embajada británica que, si no se equivocaba, estaba metido en el MI6, el servicio secreto de inteligencia británico. Pensó que debía comentárselo.

Ariel estaba en lo cierto con respecto al Troll. Aquel iraquí de Manchester estaba poseído por una desmesurada arrogancia. En el ciberespacio era el mejor, y lo sabía. Todo lo que tocaba tenía el sello de la perfección. Ponía todo su empeño en ello. Era su seña de identidad.

No solamente grababa los sermones del Predicador, sino que se ocupaba de hacerlos circular por el ciberespacio para que los visionaran desde sabe Dios cuántos monitores. Y controlaba también la base de admiradores, cada vez más numerosa. Sometía a los aspirantes a intensas comprobaciones antes de aceptar un comentario o dignarse emitir una respuesta. Con todo, no detectó el pequeño virus que se infiltraba en su programa desde un diminuto y oscuro desván de Centreville, Virginia. Tal como estaba previsto, el virus empezó a hacer efecto una semana más tarde.

Lo único que hizo el malware de Ariel fue ralentizar la página web del Troll, de forma periódica aunque poco significativa. El resultado fueron breves pausas en la transmisión de la imagen mientras el Predicador hablaba. El Troll detectó enseguida las minúsculas deficiencias que privaban a su trabajo de la perfección acostumbrada. No podía aceptarlo de ningún modo. Aquello le irritó, y acabó enfureciéndolo.

Intentó corregirlo, pero el efecto seguía allí. Decidió que, si la web había desarrollado una anomalía, crearía una segunda página y asunto concluido. Y eso hizo. El siguiente paso era transferir la base de admiradores a la nueva web.

Antes de crear el servidor proxy para generar una falsa dirección IP, el Troll tenía una dirección real, la que le servía como correo electrónico. Para trasladar toda la base de admiradores de la primera página web a la segunda, tenía que volver a pasar por la verdadera IP. Sería cosa de una centésima de segundo, puede que menos.

Sin embargo, en el curso de esa transferencia, la IP original quedó expuesta durante un nanosegundo antes de volver a desaparecer. Pero Ariel estaba al acecho en espera de que se abriese esa minúscula ventana. La IP le proporcionó un país, pero había conseguido además un servidor: France Telecom.

Si los superordenadores de la NASA no iban a suponer ningún obstáculo para Gary McKinnon, la base de datos de France Telecom tampoco iba a detener a Ariel por mucho tiempo. Al día siguiente había entrado ya en ella, sin ser visto ni detectado. Como un ladrón experto, volvió a salir sin dejar el menor rastro. Ahora tenía ya una latitud y una longitud: una ciudad.

Debía enviar un mensaje al coronel Jackson, pero no sería tan tonto de hacerle llegar la noticia por correo electrónico. Había oídos por todas partes, allí también.

El capitán australiano acertó en dos cosas: el comentario del veterano talibán era, en efecto, digno de ser mencionado; y su amigo sí formaba parte de la nutrida y activa unidad del SIS en la embajada británica. La reacción al chivatazo fue inmediata. Convenientemente encriptada, la información fue enviada a Londres, y de allí a la TOSA.

Por un lado, Reino Unido había sufrido también tres asesinatos inducidos por el Predicador anónimo. Por otro, ya se había divulgado un aviso a todas las agencias amigas. Dado que se sospechaba que el misterioso Predicador procedía de Pakistán, los centros del SIS en Islamabad y la vecina Kabul estaban especialmente en alerta.

Antes de veinticuatro horas, un Grumman Gulfstream 500 del J-SOC con un solo pasajero había despegado del aeródromo de Andrews, a las afueras de Washington. Repostó en Fairford, la base que las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos tenían en Gloucestershire, Reino Unido, y más tarde en la de Doha, Qatar. La tercera parada fue en la base que Estados Unidos mantenía aún en la enorme conurbación de Bagram, al norte de Kabul.

El Rastreador decidió no entrar en la capital afgana. No le hacía falta, y su transporte estaba más seguro y vigilado en Bagram que en el aeropuerto internacional de Kabul. Pero todo lo que necesitaba había llegado antes que él. Si el programa de Reintegración tenía algún tipo de restricción presupuestaria, eso afectaba al J-SOC. El dólar imponía su ley. El capitán Hawkins fue traído en helicóptero hasta Bagram. Después de repostar, el mismo aparato los llevó, junto con una unidad de protección perteneciente a una compañía de rangers, hasta Qala-e-Zai.

Hacia el mediodía, bajo un agradable sol de primavera, tomaron tierra cerca del poblado. Encontraron a Mahmud Gul haciendo lo que desde hacía años deseaba hacer: jugar con sus nietos sentado al sol.

Al ver el Blackhawk que se cernía rugiendo sobre la era comunal y a los soldados que bajaron del aparato, las mujeres se metieron rápidamente en casa y cerraron puertas y postigos. Los hombres, silenciosos y con rostro adusto, permanecieron en la única calle del lugar observando cómo los feringhee entraban en su aldea.

El Rastreador ordenó a los rangers que permanecieran junto al aparato. Acompañado únicamente por el capitán Hawkins, para que lo presentara y le hiciera de intérprete, avanzó por la calle saludando con la cabeza a un lado y a otro mientras pronunciaba el tradicional «Salaam». Varios lugareños le respondieron, reacios. El australiano sabía cuál era la casa de Mahmud Gul. El veterano estaba sentado fuera. Varios niños echaron a correr alarmados. Solo una niñita de tres años, más curiosa que asustada, se agarró a la túnica de su abuelo y los miró con unos ojos grandes como platos. Los dos blancos se sentaron cruzando las piernas frente al veterano soldado y le ofrecieron sus saludos. Este les correspondió.

El afgano miró hacia uno y otro lado de la calle. No había militares a la vista.

—¿No tienen miedo? —les preguntó.

—Me consta que he venido a ver a un hombre pacífico —dijo el Rastreador.

Hawkins lo tradujo al pastún. Mahmud Gul asintió y luego gritó algo hacia la calle.

—Le está diciendo a la gente de la aldea que no hay peligro —susurró Hawkins.

Con solo las pausas necesarias para traducir, el Rastreador le recordó a Mahmud Gul la sesión con el equipo de Reintegración el viernes anterior después de los rezos. Los ojos del afgano no pestañearon siquiera. Finalmente hizo un gesto de asentimiento.

—Aunque han pasado muchos años, la voz era la misma.

—Pero por la televisión hablaba en inglés, y usted no entiende el inglés. ¿Cómo lo supo?

Mahmud Gul se encogió de hombros.

—Por su forma de hablar —dijo, como si no hicieran falta más explicaciones.

En el caso de Mozart lo llamaron «oído absoluto», la capacidad de registrar y recordar sonidos con total exactitud. Gul tal vez fuera un campesino analfabeto, pero él también poseía oído absoluto, y resultó que estaba en lo cierto.

—Cuénteme cómo sucedió, por favor.

El viejo desvió la mirada hacia el paquete que el estadounidense había traído consigo.

—Es el momento de los regalos —dijo el australiano en voz baja.

—Perdón —dijo el Rastreador.

Aflojó el cordel y extendió lo que el paquete contenía. Dos pieles de bisonte compradas en una tienda de souvenirs de indios americanos. Forradas de borreguillo.

—Hace mucho tiempo, la gente de mi país cazaba bisontes por su carne y su piel. Es el cuero más caliente que se conoce. Envuélvase en una de estas cuando llegue el invierno. Por la noche, ponga una debajo, y tápese con la otra. No volverá a tener frío.

En el arrugado rostro del veterano afloró una sonrisa, la primera que el capitán Hawkins le había visto. Solo le quedaban cuatro dientes, pero bastaron para componer una amplia sonrisa. Pasó las yemas de los dedos por la piel de bisonte. No habría sido más feliz ni con el joyero de la reina de Saba. Así pues, les contó la historia.

—Fue luchando contra los americanos justo después de que nos invadieran para derrocar al gobierno del mulá Omar. Tayikos y uzbekos salían a docenas de su enclave en el nordeste. Hubiéramos podido con ellos, pero tenían americanos entre ellos, y los feringhee dirigían a los aviones que lanzaban bombas y cohetes desde el cielo. Los soldados podían hablar con los aviones y decirles dónde estábamos, así que casi todas las bombas dieron en el blanco. Fue horrible.

»Al norte de Bagram, mientras nos retirábamos del valle de Salang, quedé al descubierto y un avión enemigo abrió fuego contra mí. Conseguí esconderme detrás de unas rocas, pero luego, cuando se alejó, vi que me había dado en la cadera. Mis hombres me transportaron hasta Kabul. Una vez allí me subieron a un camión y continuamos hacia el sur.

»Dejamos atrás Kandahar y atravesamos la frontera de Pakistán en Spin Boldak. Los paquistaníes eran amigos y nos dieron refugio. Llegamos a Quetta. Y allí por fin un médico pudo examinarme la cadera y hacerme una primera cura.

»Llegada la primavera ya podía andar otra vez. Entonces era joven y fuerte, el hueso roto soldó rápido y bien. Pero me dolía mucho y tenía que llevar una muleta bajo el brazo. Por aquella época me invitaron a la shura de Quetta y tuve ocasión de participar en el consejo con el mulá Omar.

»Aquella primavera vino también a Quetta una delegación de Islamabad para entrevistarse con el mulá. Había dos generales, pero no hablaban pastún, solo urdu. Uno de los oficiales había traído a su hijo para que les hiciera de intérprete. Aunque era apenas un crío, hablaba muy bien el pastún, con un ligero acento de la región del Siachen. Los generales punjabíes nos dijeron que fingirían estar colaborando con los americanos pero que nunca nos abandonarían, que jamás les permitirían acabar con el movimiento talibán. Y así ha sido.

»Conversé un poco con el muchacho de Islamabad, el mismo que hablaba en esa pantalla blanca. Era él, el enmascarado. Por cierto, tiene los ojos de color ámbar.

El Rastreador le dio las gracias y se alejó por la calle en dirección a la era. Los hombres, sentados o de pie, le vieron pasar en silencio. Las mujeres atisbaban tras los postigos. Los niños se escondían detrás de sus padres y tíos. Pero nadie interrumpió su marcha.

Los rangers estaban desplegados en círculo en torno al Blackhawk. Abrieron paso a los dos oficiales y subieron al aparato. El helicóptero despegó entre una nube de polvo y paja rumbo a Bagram. En la base había habitaciones más o menos cómodas para oficiales, y también buena comida, pero nada de alcohol. El Rastreador necesitaba una sola cosa: dormir diez horas. Mientras recuperaba el sueño perdido, su mensaje llegó a la estación de la CIA en la embajada de Kabul.

Antes de partir de Estados Unidos le habían asegurado al Rastreador que la CIA, a pesar de las rivalidades interdepartamentales, estaría «de su lado» para ofrecerle la máxima cooperación. Eso le sería muy útil por dos motivos.

El primero era que la agencia estaba muy bien implantada en Kabul y en Islamabad, ciudad en la que era muy probable que cualquier estadounidense de visita fuera vigilado muy de cerca por la policía secreta; el segundo era que en su central de Langley la CIA disponía de una inmejorable infraestructura para crear documentación y pasaportes falsos.

Para cuando despertó, el subjefe de la estación de la CIA había llegado ya en avión desde Kabul, tal como él había solicitado. El Rastreador tenía una lista de peticiones, de las que el agente tomó debida nota. Los detalles serían encriptados previamente a su envío a Langley, le aseguró el hombre de la CIA. Una vez que los documentos solicitados estuvieran disponibles, un correo se los traería personalmente desde Estados Unidos.

Cuando el hombre de la CIA hubo regresado a Kabul, volando en helicóptero desde los barracones de Bagram hasta la embajada en la capital, el Rastreador subió a bordo del jet privado del J-SOC que lo estaba esperando y viajó hasta la base estadounidense en Qatar, a orillas del golfo Pérsico. En ningún archivo oficial quedaría constancia de que alguien apellidado Carson había puesto jamás un pie en el país.

Y lo mismo ocurría en Qatar. Podría pasar los tres días que tardarían en prepararle en Langley los documentos que necesitaba dentro del perímetro de la base militar. En cuanto aterrizaron a las afueras de Doha, el Rastreador despidió al Grumman V para que regresara a Estados Unidos. Y una vez en el interior de la base, reservó dos billetes de avión.

Uno era de una línea local de bajo coste para cubrir el trayecto hasta Dubai, y estaba a nombre del señor Christopher Carson. El otro, solicitado desde una agencia de viajes diferente ubicada en un hotel de cinco estrellas, era un billete de British Airways en clase preferente para ir de Dubai a Washington haciendo escala en Londres, a nombre de un tal John Smith. Cuando recibió el mensaje que estaba esperando, el Rastreador tomó el avión para hacer el breve recorrido hasta el aeropuerto internacional de Dubai.

Una vez en tierra fue directamente a la sala de tránsito. Dubai era el principal núcleo aeroportuario de todo Oriente Próximo, y su enorme centro comercial libre de impuestos estaba repleto de pasajeros. Sin necesidad de molestar a nadie de la ventanilla de asistencia, entró en la sala de tránsito para clase turista.

El mensajero de Langley estaba esperando donde habían acordado, junto al servicio de caballeros. Intercambiaron las convenidas contraseñas en voz baja. Un método pasado de moda, con más de cien años de antigüedad, pero que sigue funcionando. Buscaron un rincón tranquilo y se sentaron en sendas butacas.

Ambos llevaban únicamente equipaje de mano. Los trolleys no eran idénticos, pero eso importaba poco. El mensajero llevaba consigo un pasaporte estadounidense auténtico a nombre de John Smith, así como el billete con destino al continente americano a ese mismo nombre ficticio. Recibirá la tarjeta de embarque en la ventanilla correspondiente de British Airways de la planta inferior. John Smith, llegado en un vuelo de Emirates, partiría hacia Estados Unidos tras una escala extraordinariamente breve y en una compañía aérea distinta, pero nadie iba a enterarse.

Se estrecharon la mano. Lo que el Rastreador le dio al mensajero en ese intercambio era irrelevante. Lo que recibió fue una maleta de ruedas con camisas, trajes, artículos de aseo, zapatos y la parafernalia habitual en un viajero de corta estancia. Entre la ropa y las novelas de intriga adquiridas en el aeropuerto había dinero, recibos y cartas confirmando que su portador era un tal Daniel Priest.

El Rastreador le pasó al mensajero todos los papeles que tenía a nombre de Carson, y que también regresarían a Estados Unidos de forma inadvertida. A cambio recibió una cartera con los documentos que la CIA había tardado tres días en preparar.

Había un pasaporte a nombre de Daniel Priest, periodista del Washington Post, así como un visado en regla expedido por el consulado paquistaní en Washington que permitía al señor Priest la entrada en Pakistán. Eso quería decir que la policía paquistaní estaría al corriente de su llegada y esperándole. Para todo gobierno conflictivo, los periodistas son personas de sumo interés.

Había una carta del director del Post confirmando que el señor Priest estaba preparando una importante serie de artículos bajo el título: «Islamabad: la creación de una próspera ciudad moderna». Y había también un billete de regreso vía Londres.

Había tarjetas de crédito, un permiso de conducir, los papeles y las tarjetas plastificadas de rigor en un ciudadano estadounidense respetuoso de la ley y profesional serio, además de la confirmación de su reserva en el hotel Serena de Islamabad, y de que el coche del hotel le estaría esperando.

El Rastreador sabía muy bien que no debía salir por el vestíbulo de aduanas del aeropuerto al impresionante caos humano del exterior para verse obligado a tomar algún taxi destartalado.

El mensajero le había entregado también el resguardo de su tarjeta de embarque del vuelo Washington-Dubai y el billete no utilizado para ir de Dubai a «Slammy», como se conoce a Islamabad entre las Fuerzas Especiales.

Un registro a fondo de su habitación, cosa que podía darse casi por segura, solo revelaría que el señor Priest era un corresponsal extranjero procedente de Washington, que su visado estaba en regla y que tenía un motivo válido para estar en Pakistán; más aún, que su intención era permanecer unos cuantos días en el país y posteriormente regresar a su hogar.

Completado el intercambio de identidades y «claves», el Rastreador y el mensajero se dirigieron hacia los diferentes mostradores en el piso de abajo a fin de conseguir la tarjeta de embarque para sus respectivos vuelos.

Era cerca de medianoche, pero el vuelo EK612 del Rastreador no despegaba hasta las 3.25 de la madrugada. Decidió volver a la sala de tránsito para hacer tiempo, pero cuando fue a la puerta de salidas le quedaba aún una hora por delante, de modo que se dedicó a observar a los otros pasajeros. Si se había producido algún soplo, debía estar prevenido para adelantarse a los acontecimientos.

Tal como sospechaba, los pasajeros de clase turista eran casi todos peones de albañil paquistaníes que regresaban de los obligados dos años de trabajos prácticamente forzados. La mafia de la construcción tiene por costumbre confiscar el pasaporte del obrero a su llegada y solo se lo devuelve al término del contrato.

Durante ese tiempo los peones viven en tugurios infames, trabajando hasta el agotamiento bajo un calor infernal a cambio de un mísero salario, parte del cual procuran enviar a casa. Mientras se apretujaban para subir al avión, le llegó un primer tufillo a sudor rancio aromatizado al curri, parte fundamental de la dieta paquistaní. Por suerte, los pasajeros fueron enseguida separados según el billete —clase turista y clase business— y el Rastreador pudo relajarse cómodamente instalado en una butaca bien tapizada, en compañía de hombres de negocios paquistaníes y del golfo de Arabia.

El vuelo duró poco más de tres horas. El Boeing 777 de Emirates aterrizó a las 7.30 de la mañana, hora local. Mientras se deslizaban por la pista vio pasar el C-130 Hercules de los militares y el Boeing 737 presidencial.

En el área de pasaportes se separó del enjambre de paquistaníes y se puso en la cola para extranjeros. Su flamante pasaporte a nombre de Daniel Priest, donde apenas si había unos cuantos sellos europeos de entrada y salida además del visado paquistaní, pasó un meticuloso examen, página a página. El interrogatorio fue somero y cortés; las preguntas, fáciles de responder. El Rastreador les mostró que tenía habitación reservada en el Serena. Los hombres de paisano se apartaron y lo observaron pasar.

Cogió su maleta y se abrió paso entre la masa de seres humanos que se empujaban, se gritaban y alborotaban en la zona de equipajes, consciente de que, comparado con lo que le esperaba en el exterior, aquello era de un orden germánico. En Pakistán no existen colas.

Fuera brillaba el sol. Millares de personas, familias al completo, parecían haber acudido a recibir a los que volvían del Golfo. El Rastreador observó los carteles hasta que vio uno donde ponía «Priest», que sostenía un joven con el uniforme del hotel Serena. Se presentó y fueron hacia la limusina aparcada en el pequeño espacio VIP, a la derecha de la terminal.

Como el aeropuerto se encuentra dentro de la conurbación de la antigua Rawalpindi, la carretera desemboca en la autopista de Islamabad y sigue hasta la capital. Y dado que el hotel Serena, el único a prueba de seísmos en toda Islamabad, está en las afueras, el Rastreador se sorprendió cuando el coche tomó una curva cerrada a la derecha y luego otra a la izquierda, pasó una barrera (que habría estado bajada para cualquier otro vehículo salvo la limusina del hotel) y subió una breve pero pronunciada cuesta hasta la entrada principal.

En la recepción le dieron la bienvenida dirigiéndose a él por su apellido. Había una carta esperándolo arriba, en su habitación, con el logotipo de la embajada de Estados Unidos. Sonrió al botones y le dio propina, fingiendo en todo momento no haber notado que el contraespionaje paquistaní ya había puesto micrófonos y abierto la carta. La misiva era del agregado de prensa, dándole la bienvenida al país e invitándolo a cenar aquella misma noche en su casa. Firmaba la nota Gerry Byrne.

Pidió a centralita del hotel que le pusieran con la embajada, preguntó por Gerry Byrne, le pasaron con él e intercambiaron las frases de rigor. Sí, el viaje muy bien, el hotel y la habitación también, y sí, aceptaba encantado la invitación.

Gerry Byrne dijo que estupendo. Vivía en la ciudad, zona F=7, calle Cuarenta y tres. Era un poco complicado llegar, así que le enviaría un coche. Sería una velada agradable. Solo un reducido de amigos, algunos americanos y otros paquistaníes.

Ambos eran conscientes de que había un tercero escuchando la conversación y que probablemente estaría muerto de aburrimiento. Estaría sentado frente a una consola en el sótano de un grupito de edificios de adobe situados entre jardines y fuentes, que a simple vista hace pensar en una universidad o un hospital y no en el cuartel general de la policía secreta. Pero eso es lo que parece el complejo que hay en Khayaban-e-Suhrawardy, sede del ISI.

El Rastreador colgó el aparato. Hasta el momento, bien, pensó. Fue a darse una ducha, y luego se afeitó y se vistió. Era casi mediodía. Decidió almorzar temprano y echar una siesta para compensar las horas de sueño perdidas la noche anterior. Antes de comer pidió que subieran una cerveza fría. Firmó la declaración confirmando que él no era mahometano. Pakistán, por su islamismo estricto, es un país «abstemio», pero el Serena gozaba de autorización para servir alcohol a los huéspedes.

El coche estaba allí a las siete en punto. Era un turismo de cuatro puertas y fabricación japonesa, de lo más corriente. Y por una buena razón: en las calles de Slammy había millares así, no llamaría la atención. Conducía un empleado de la embajada.

El chófer conocía el camino: subir por la avenida Ataturk, cruzar la avenida Jinnah y girar a la izquierda por Nazim-ud-din. También el Rastreador estaba al tanto de la ruta, pero porque la tenía anotada en el papel que le había dado el correo de Langley en el aeropuerto de Dubai. Era solo una precaución. Divisó el coche del ISI a una manzana del hotel, que los siguió diligentemente más allá de los grandes bloques de pisos y luego por Marvi Road hasta la calle Cuarenta y tres. Ninguna sorpresa, pues. Las únicas sorpresas que le gustaban al Rastreador eran las que él causaba.

En la puerta no decía «Propiedad del Gobierno», pero podría haber sido así. La casa era agradable, espaciosa, como el resto de las doce o quince residencias asignadas al personal de la embajada que vivía fuera del recinto. Lo recibieron Gerry Byrne y su esposa, Lynn, y pasaron directamente a la terraza de la parte de atrás, donde le ofrecieron una copa.

Salvo por unos pocos detalles, podría haber sido la típica casa de las afueras de una ciudad de Estados Unidos. Todas las de esa calle tenían alrededor muros de hormigón de dos metros diez y verjas de acero de la misma altura. La verja se había abierto sin mediar comunicación, como si alguien desde dentro hubiera estado controlando. El portero lucía uniforme oscuro, gorra de béisbol y pistola en la cadera. Como en cualquier urbanización normal.

Había ya allí una pareja de paquistaníes, un médico y su esposa. Llegó más gente. Otro coche de la embajada entró en el recinto, a diferencia de la mayoría, que aparcaron en la calle. Había también una pareja de una organización humanitaria, que explicaron las dificultades que habían tenido para convencer a los fanáticos religiosos de Bajaur de que los dejaran vacunar a los niños contra la polio. El Rastreador sabía que ya estaba allí uno de los hombres a los que había ido a ver y que el otro no había llegado todavía. El resto de los invitados eran una «tapadera», como la propia velada.

El que faltaba llegó con sus padres. El padre era un hombre jovial y campechano. Tenía concesiones en minas de piedras semipreciosas, tanto en Pakistán como en Afganistán, y fue muy prolijo a la hora de detallar los problemas que estaba teniendo por culpa de la situación actual.

El hijo, que rondaba los treinta y cinco años, se limitó a decir que era militar, aunque llevaba ropa de civil. Al Rastreador ya le habían informado sobre él.

Le presentaron al otro diplomático estadounidense, Stephen Dennis, el agregado cultural. Era una tapadera perfecta, ya que era de lo más normal que el agregado de prensa ofreciera una cena a un destacado periodista norteamericano e invitara también al agregado cultural de la embajada.

El Rastreador sabía que Dennis en realidad era el número dos del puesto de la CIA, un espía «declarado», es decir, que la agencia no ocultaba en absoluto su identidad ni sus actividades. En toda embajada en territorio conflictivo, la gracia está en descubrir quiénes son en realidad los «no declarados». El gobierno anfitrión suele sospechar de este o aquel, y a veces acierta, pero nunca puede poner la mano en el fuego. Los que espían son los no declarados, normalmente por mediación de ciudadanos locales que se dejan «convencer» para plegarse a los deseos de un nuevo patrón.

Fue una velada amena, corrió el vino durante la cena y luego se sirvieron copas de Johnnie Walker Etiqueta Negra, que parece ser la bebida y la marca favoritas de todo el cuerpo de oficiales, dentro y fuera del islam. Mientras los invitados departían tomando café, Steve Dennis hizo una seña al Rastreador y se dirigió hacia la terraza. El Rastreador lo siguió poco después. El tercero en salir fue el joven paquistaní.

Bastaron unas pocas frases para darse cuenta de que no solo era militar, sino también del ISI. Gracias a la educación occidentalizada que su padre había podido darle, el joven había sido elegido para infiltrarse en la comunidad norteamericana y británica de la ciudad e informar de cualquier cosa interesante que pudiera llegar a sus oídos. Pero, de hecho, había ocurrido justo lo contrario.

Steve Dennis se había fijado rápidamente en él y llevado a cabo un reclutamiento inverso. Así, Javad se convirtió en topo de la CIA dentro del ISI. La petición del Rastreador fue dirigida a él. Javad había entrado en el departamento de archivos con un pretexto cualquiera para buscar los informes sobre el mulá Omar referentes al año 2002.

—Fuera quien fuese su fuente, señor Priest —murmuró en la terraza—, tiene buena memoria. En efecto, hubo una visita encubierta a Quetta el año 2002 para entrevistarse con el mulá. La encabezó el entonces general de una estrella Shawqat, actual jefe supremo de las fuerzas armadas.

—¿Y el chico que hablaba pastún?

—Sí, claro, pero no se hace ninguna mención a él. Solo pone que entre la delegación estaba un comandante de la infantería mecanizada llamado Musharraf Ali Shah. En la distribución de asientos a bordo del avión, y compartiendo luego habitación en Quetta con su padre, consta su hijo: Zulfikar.

Sacó un papel y se lo entregó al Rastreador. Había una dirección de Islamabad.

—¿Alguna otra referencia al muchacho?

—Varias. Busqué su nombre y su patronímico en los archivos. Parece que el chico se descarrió y se marchó de casa para unirse a Lashkar-e-Taiba en las Áreas Tribales. Tenemos varios agentes muy bien infiltrados allí desde hace años. Informaron acerca de un joven con ese nombre, un yihadista fanático y ansioso de entrar en acción.

»Consiguió ser aceptado en la Brigada 313.

El Rastreador había oído hablar de esa brigada. Se llamaba así por los 313 guerreros, ni uno más ni uno menos, que lucharon con el profeta Mahoma contra cientos de enemigos.

—Después de eso desapareció de nuevo. Nuestras fuentes oyeron rumores de que se había unido al clan Haqqani, lo cual no le habría sido difícil teniendo en cuenta que ellos solo hablan pastún. Pero ¿dónde? Seguramente en algún punto de las tres Áreas Tribales: Waziristán norte y sur, o bien Bajaur. Y luego nada, silencio. Ni rastro de Ali Shah.

Salió más gente a la terraza. El Rastreador se guardó la nota en el bolsillo y le dio las gracias a Javad. Una hora después un coche de la embajada lo dejaba a la puerta del hotel Serena.

Una vez de vuelta en su habitación, comprobó los tres o cuatro indicios que había dejado para revelar cualquier intrusión: cabellos humanos pegados con saliva en cajones y en la cerradura de su maleta. Ya no estaban. La habitación había sido registrada.