La única cosa fuera de lo normal o audaz que había hecho en su vida el teniente coronel Musharraf Ali Shah, del ejército regular paquistaní, había sido casarse. Y no por el matrimonio en sí, sino por la chica a la que desposó.
En 1979, con veinticinco años y soltero, había estado brevemente destinado en el glaciar de Siachen, una región agreste y salvaje en el extremo septentrional del país, justo en la frontera con la India, el enemigo mortal de Pakistán. Más adelante, entre 1984 y 1999, tendría lugar una pequeña pero enconada guerra fronteriza en el Siachen; sin embargo, en aquella época era solo un lugar frío e inhóspito, un destino duro para cualquier militar.
El entonces teniente Ali Shah era punjabí, como la mayoría de sus compatriotas, y daba por hecho, al igual que sus padres, que se casaría «bien», probablemente con la hija de un oficial de alto rango (un empujoncito en su carrera) o de un rico comerciante (un empujoncito en su cuenta corriente).
En cualquiera de los dos casos habría tenido suerte, dada su falta de carisma. Ali Shah era de los que obedecen las órdenes al pie de la letra, un hombre muy convencional, ortodoxo, sin la menor imaginación. Pero en aquellas escarpadas montañas conoció y se enamoró de una chica del lugar, una belleza deslumbrante llamada Soraya. Y, sin la autorización ni la bendición de su familia, se casó con ella.
Por el contrario, la familia de ella se alegró, pensando que el matrimonio con un oficial del ejército regular traería consigo un ascenso social a las grandes ciudades de la llanura. Tal vez una casa grande en Rawalpindi o incluso en Islamabad. Pero, ay, Musharraf Ali Shah no era ninguna lumbrera, aunque su empeño lo llevaría, al cabo de treinta años, a alcanzar el grado de teniente coronel. En 1980 tuvieron un hijo, al que llamaron Zulfikar.
El teniente Ali Shah estaba en la infantería blindada cuando obtuvo el grado de oficial en 1976, a los veintidós años. Al término de su primer destino en Siachen regresó a casa con su nueva esposa ya en avanzado estado de gestación, y fue nombrado capitán. Le asignaron una modesta casita en la zona para oficiales de Rawalpindi, en el complejo militar situado a escasos kilómetros de la capital, Islamabad.
No iba a haber más comportamientos chocantes. Como cualquier oficial del ejército paquistaní, cada dos o tres años Ali Shah tenía un destino nuevo, que podía ser «duro» o «suave». Un destino en ciudades como Rawalpindi, Lahore o Karachi se consideraba suave y era «con familia». Que a uno lo enviaran a la guarnición de Multan, o a Kharian, o a Peshawar en la embocadura del paso Jáiber hacia Afganistán, o al valle del Swat infestado de talibanes, se consideraba un destino duro y era para oficiales sin acompañamiento. Durante todos esos destinos, el pequeño Zulfikar empezó a ir a la escuela.
Cada plaza fuerte paquistaní cuenta con una escuela para los hijos de los oficiales, pero las hay de tres niveles. En el inferior están las del gobierno; luego vienen las públicas del ejército; y, para gente con medios, están las escuelas privadas de élite. La familia Ali Shah no tenía dinero aparte del muy humilde salario del padre, así que Zulfikar estudió en escuelas del ejército. Tienen fama de ser bastantes buenas, muchas esposas de oficiales ejercen como maestras, y además son gratuitas.
El chico aprobó el examen de ingreso a la universidad del ejército a los quince años, y se matriculó en ingeniería por orden de su padre. Así se aseguraría un empleo y/o un puesto de oficial. Eso fue en 1996. Pero, en su tercer año universitario, los padres empezaron a notar cambios en su hijo.
El entonces comandante Ali Shah era, por supuesto, musulmán, practicante pero no exageradamente devoto. Le resultaba inconcebible no asistir a la mezquita todos los viernes o saltarse la hora de la plegaria. Pero hasta ahí llegaba su devoción. Solía vestir de uniforme por razones de prestigio, pero si tenía que ir de paisano recurría a la indumentaria masculina nacional: los pantalones ceñidos y la chaqueta larga abotonada que conforman el salwar kameez.
Reparó en que su hijo empezaba a dejarse una barba descuidada y a llevar el bonete calado de los devotos. Se postraba las cinco veces diarias de rigor, y no se privaba de censurar a su padre y salir hecho una furia de la habitación cuando lo veía tomarse un whisky, la bebida de rigor del cuerpo de oficiales. Sus padres pensaron que aquel fervor religioso sería una fase pasajera.
Zulfikar empezó a interesarse por obras que hablaban de Cachemira, el disputado territorio fronterizo que venía envenenando las relaciones entre Pakistán y la India desde 1947. Fue derivando después hacia el extremismo violento de Lashkar-e-Taiba, el grupo terrorista que más tarde sería responsable de la matanza de Bombay.
Su padre intentó consolarse pensando que el muchacho acabaría los estudios en un año e ingresaría en el ejército, o bien encontraría trabajo como ingeniero cualificado, una profesión muy solicitada en Pakistán. Pero en el verano de 2000 Zulfikar suspendió los exámenes finales, un desastre que su padre achacó a las horas de estudio perdidas para dedicarlas al Corán; a eso y a aprender árabe, la única lengua permitida para el estudio del libro sagrado.
Fue la primera de una serie de acaloradas discusiones entre padre e hijo. El comandante recurrió a todos los contactos que tenía a mano, alegando que el chico había estado enfermo y que merecía la oportunidad de repetir los exámenes. Y entonces llegó el 11-S.
Como prácticamente todo el mundo que tenía en casa un aparato de televisión, la familia al completo contempló horrorizada cómo los aviones se estrellaban contra las Torres Gemelas. Todos menos Zulfikar, quien demostró vehementemente su júbilo mientras la cadena de televisión pasaba una y otra vez las imágenes. Fue entonces cuando sus padres se percataron de que, además de su inflamado fervor religioso, la lectura constante de los primeros propagandistas de la yihad, Sayyid Qutb y su discípulo Azzam, y el odio hacia India, su hijo había desarrollado también un intenso odio contra Norteamérica y Occidente.
Aquel invierno Estados Unidos invadió Afganistán y, al cabo de seis semanas, la Alianza del Norte, con la ayuda de las Fuerzas Especiales y la aviación estadounidenses, había derrocado al régimen talibán. Mientras Osama bin Laden, huésped de los talibanes, cruzaba la frontera con Pakistán en una dirección, el extravagante líder tuerto mulá Omar huía hacia la provincia paquistaní de Beluchistán y establecía su gran consejo, la shura, en la ciudad de Quetta.
Para el gobierno paquistaní esto distó mucho de ser un grave dilema ético. En el ejército y, de hecho, en todas las Fuerzas Armadas paquistaníes, quien mandaba realmente era la rama Inter-Services Intelligence, más conocida como ISI. No había un solo militar en Pakistán que no temiera al ISI. Y también fue el ISI quien creó el movimiento talibán.
Es más, un porcentaje altísimo de los oficiales de dicho servicio de inteligencia pertenecían al ala extremista del islam y de ningún modo iban a abandonar a los talibanes, ni a sus compinches de Al Qaeda, para mostrar su lealtad a Estados Unidos. Por mucho que trataran de fingir lo contrario. De ahí nació la herida abierta que ha enturbiado desde entonces las relaciones entre Pakistán y Estados Unidos. No era solo que el alto mando del ISI supiera que Bin Laden se escondía en aquel recinto amurallado de Abbottabad; es que ellos mismos lo construyeron para él.
A principios de la primavera de 2002, una importante delegación del ISI viajó hasta Quetta para entrevistarse con el mulá Omar y su shura local. En circunstancias normales no se habrían molestado en invitar al modesto comandante Ali Shah, pero es que había un pequeño problema: los dos generales del ISI no hablaban palabra de pastún, mientras que el mulá y sus seguidores no tenían ni idea de urdu. El comandante Ali Shah tampoco hablaba pastún, pero su hijo sí.
La esposa del comandante era patán, una etnia de las montañas del norte, y su lengua materna era el pastún. Su hijo, que hablaba correctamente ambos idiomas, acompañó a la delegación del ISI henchido de orgullo por semejante honor. De vuelta en Islamabad tuvo la última de aquellas acaloradas trifulcas con su padre, quien permaneció muy rígido mirando por la ventana mientras su hijo se marchaba hecho una furia. Jamás volvieron a verlo.
La persona que se encontró el señor Kendrick padre cuando fue a abrir la puerta de su casa iba vestida de uniforme. No de gala, sino con ropa de camuflaje bien planchada y un gran surtido de galones, insignias y condecoraciones. El hombre se quedó muy impresionado.
Eso era lo que buscaba. Al trabajar en la TOSA, el Rastreador casi nunca se ponía todas sus galas por no llamar la atención, y en su nuevo entorno eso era algo que evitaba a toda costa. Pero el señor Jimmy Kendrick era conserje de una escuela local. Se ocupaba del mantenimiento de la calefacción y de barrer los pasillos. No estaría acostumbrado a que llamara a su puerta un coronel de marines. Era lógico que se quedara boquiabierto.
—¿Señor Kendrick?
—Sí, soy yo.
—Coronel Jackson. ¿Está Roger en casa? —James Jackson era uno de los alias que el Rastreador más utilizaba.
Por supuesto que estaba en casa. Nunca salía. Su hijo único era para Jimmy Kendrick una dolorosa decepción. Sufría de agorafobia aguda y le aterrorizaba abandonar el nido de su escondite en el desván y la compañía de su madre.
—Claro. Arriba, en su cuarto.
—¿Podría hablar un momento con él, por favor?
Kendrick acompañó al marine uniformado al desván. No era una casa grande; dos habitaciones en la planta baja, dos arriba y una escalera de aluminio que conducía a una zona abuhardillada. El padre llamó en dirección al desván.
—Roger, hay una persona que desea verte. Baja.
Se oyeron pasos y un rostro apareció en el hueco de arriba. Era una cara pálida, de criatura nocturna habituada a la penumbra; joven, vulnerable, ansioso. Tendría unos dieciocho o diecinueve años, aspecto nervioso, y evitaba establecer contacto visual. Parecía mirar a un punto de la moqueta entre los dos hombres de abajo.
—Hola, Roger. Me llamo Jamie Jackson. Necesito que me asesores. ¿Podemos hablar un momento?
El muchacho pareció meditarlo muy seriamente. No parecía sentir la menor curiosidad, tan solo asimilar la presencia de un extraño que le hacía una petición.
—Bueno —dijo—. ¿Quiere subir?
—Ahí arriba no hay sitio —murmuró el padre. Luego, alzando la voz, añadió—: Baja tú, hijo. —Y al Rastreador—: Será mejor que hablen en su habitación. No le gusta bajar al salón cuando su madre no está en casa. Trabaja de cajera en la tienda de comestibles.
Roger Kendrick descendió por la escalera de aluminio, entró en su cuarto y se sentó en el borde de la cama, mirando al suelo. El Rastreador acercó la única silla que había. Aparte de un pequeño armario y una cómoda, eso era todo. Roger vivía realmente en el desván. El Rastreador miró un momento al padre y este se encogió de hombros.
—Síndrome de Asperger —dijo.
Estaba claro que se sentía superado por la enfermedad del muchacho. Otros tenían hijos que salían con chicas y aprendían el oficio de mecánico de coches.
El Rastreador hizo un gesto de cabeza cuyo significado fue muy claro.
—Betty no tardará. Le pediré que prepare café —dijo el señor Kendrick. Y salió.
El informático de Fort Meade le había contado que el chaval era peculiar, pero sin especificar hasta qué punto ni en qué sentido. Previamente a su visita, el Rastreador se había informado sobre el síndrome de Asperger y la agorafobia, el miedo a los espacios abiertos.
Al igual que en el síndrome de Down y la parálisis cerebral, aquellos dos trastornos también presentaban casos graves y casos leves. Tras unos minutos de charla trivial con Roger Kendrick, quedó claro que no era necesario tratarle ni hablarle como a un crío.
El muchacho era presa de una invencible timidez en presencia de otras personas, intensificada por su miedo al mundo exterior. Pero el Rastreador pensó que, si podía llevar la conversación al terreno en que el adolescente se sentía cómodo —esto es, el ciberespacio—, su carácter podía cambiar mucho. Y no se equivocaba.
Se acordó del hacker británico Gary McKinnon. Cuando el gobierno de Estados Unidos quiso llevarlo a juicio, Londres insistió en que era una persona demasiado frágil para viajar, mucho menos para ir a la cárcel. Pero McKinnon había penetrado en las entrañas más profundas de la NASA y el Pentágono, atravesando los más sofisticados cortafuegos como un cuchillo corta la mantequilla.
—Roger, en alguna parte, escondido en el ciberespacio, hay un hombre que odia nuestro país. Lo llaman el Predicador. Da sermones a través de la red, en inglés, pidiendo a la gente que se convierta a su credo y mate a ciudadanos estadounidenses. Mi trabajo consiste en encontrarlo y detenerlo. —Hizo una pausa—. Pero no puedo. Ahí fuera, en el ciberespacio, es mucho más listo que yo. De hecho se considera más listo que nadie.
Reparó en que el chico había dejado de arrastrar los pies. Por primera vez levantó la vista y le miró. Estaba considerando regresar al único mundo al que la cruel madre naturaleza lo había destinado a habitar. El Rastreador abrió una bolsa pequeña y sacó un lápiz de memoria.
—Ese hombre transmite a través de la red, Roger, pero mantiene totalmente en secreto su IP; nadie conoce su paradero. Si lográramos averiguar dónde está, podríamos pararle los pies.
El muchacho jugueteó con el lápiz de memoria entre sus dedos.
—El motivo de mi visita, Roger, es pedirte que nos ayudes a dar con él.
—Podría intentarlo —dijo por fin.
—Dime, Roger, ¿qué equipo tienes ahí arriba?
El joven se lo explicó. Sin ser de lo peor del mercado, era material normal y corriente, comprado en tienda.
—Si alguien viniera y te preguntara, ¿qué te gustaría tener? ¿Cuál sería el equipo de tus sueños, Roger?
El chico pareció revivir. Sus facciones delataron su repentino entusiasmo. Volvió a establecer contacto visual.
—Lo que más me gustaría —dijo— sería un sistema de procesador de seis núcleos con 32 gigas de RAM para alimentar una distribución Red Hat Enterprise Linux, versión seis o más alta.
Al Rastreador no le hizo falta tomar nota. El diminuto micrófono disimulado entre sus condecoraciones lo estaba grabando todo. Suerte de eso, porque no tenía ni idea de qué le estaba diciendo el chaval. Pero los cerebritos seguro que sí.
—Veré qué se puede hacer —añadió poniéndose de pie—. Echa un vistazo al material. Es posible que no consigas descifrarlo, pero te agradeceré que lo intentes.
Al cabo de dos días una furgoneta con tres hombres y cargada con equipo informático del más caro y sofisticado llegaba al barrio pobre de Centreville y aparcaba frente a la casa. Apretujados en el desván, lo instalaron todo y luego se marcharon, dejando a un muy vulnerable chico de diecinueve años pegado a un monitor con la sensación de que acababan de transportarlo al cielo cibernético.
Después de visualizar una docena de sermones de la web yihadista, empezó a teclear.
El asesino se agachó junto a su escúter fingiendo que examinaba el motor, mientras un poco más abajo el senador salía de su casa, metía los palos de golf en el maletero y se sentaba al volante. Eran las siete de una espléndida mañana de principios de verano. El senador no se fijó en el hombre de la motocicleta que lo seguía.
Al asesino no le hacía falta mantenerse cerca pues había hecho el recorrido otras dos veces, no vestido como iba en ese momento sino con vaqueros y una cazadora con capucha, mucho menos llamativo. Siguió al coche del senador los ocho kilómetros hasta el campo de golf de Virginia Beach. Esperó hasta ver cómo aparcaba, cogía los palos y entraba en el club.
El asesino cruzó la entrada, torció a la izquierda por Linkhorn Drive y se internó en la arboleda. Doscientos metros más allá giró de nuevo a la izquierda por Willow Drive. Otro vehículo venía en sentido contrario, pero no se fijó en él a pesar de su atuendo.
Llevaba puesta una dishdasha blanca como la nieve, larga hasta los pies y, en la cabeza rapada, un gorro también blanco de ganchillo. Tras dejar atrás varias casas residenciales, emergió de la arboleda en el punto en que el tee de salida del quinto hoyo, conocido como Cascade, se cruza con Willow Drive. Abandonó la calzada y tiró la moto a la crecida maleza lindante con la calle del cuarto hoyo, llamado Bald Cypress.
En otros hoyos había ya personas jugando, pero estaban absortas en sus partidas y no repararon en él. El joven vestido de blanco echó a andar despacio por la calle Bald Cypress hasta llegar a la altura del puente sobre el riachuelo, se adentró en los arbustos hasta quedar fuera de la vista y esperó. Por sus anteriores observaciones sabía que quién estuviera jugando un round tendría que acercarse por la calle del hoyo cuatro y cruzar el puente.
Llevaba agazapado ya una media hora. Dos parejas habían completado la calle antes de continuar hacia el tee de Cascade. Los observó pasar sin salir al descubierto. Entonces lo vio. El senador estaba jugando un partido a dos con un hombre mayor, más o menos de su misma edad. En el club se había puesto una cazadora verde, muy parecida a la que llevaba su oponente.
En el momento en que los dos ancianos procedían a cruzar el puente, el joven de blanco salió de la espesura. Ninguno de los dos golfistas aminoró el paso, si bien ambos le miraron con cierto interés. Fue por cómo iba vestido, y quizá también por su aire de serena indiferencia. Avanzó hacia los dos norteamericanos hasta que, cuando se encontraba a unos diez pasos de distancia, uno de ellos dijo: «¿Necesitas ayuda, hijo?».
Fue entonces cuando el joven sacó la mano derecha del interior de su dishdasha y alargó el brazo como quien ofrece algo. Ese «algo» era una pistola. Los golfistas no tuvieron la menor oportunidad. El joven, un tanto confuso por la semejanza de las cazadoras y de las gorras de visera larga, disparó dos veces contra cada uno de ellos, casi a quemarropa.
Una bala erró el tiro y nunca fue encontrada. Dos impactaron en el pecho y la garganta del senador, matándolo al instante. El otro proyectil penetró a la altura del esternón del segundo hombre. Ambos golfistas se desplomaron, uno detrás de otro. El agresor levantó la vista hacia el cielo matutino de un azul desvaído, murmuró «Allahu akhbar», se introdujo el cañón del arma en la boca y disparó.
Las dos parejas de la partida a cuatro estaban abandonando el green del cuarto hoyo. Según declararon más tarde, al volverse tras oír los disparos pudieron ver la sangre que salía despedida de la cabeza del suicida antes de que este se desplomara en el suelo. Dos de ellos acudieron a la carrera. Un tercero, que estaba ya montado en el carrito, dio media vuelta y aceleró el silencioso motor eléctrico en dirección a la escena del crimen. El cuarto jugador se quedó mirando unos segundos, boquiabierto, y luego sacó un móvil y llamó a la policía.
La llamada fue recibida en el centro de comunicaciones situado detrás de la jefatura de policía en Princess Anne Road. El operador de servicio anotó los detalles básicos y avisó a jefatura y al departamento de servicios médicos de urgencia. En ambos casos el personal conocía sobradamente el club de golf Princess Anne y no hicieron falta indicaciones.
El primero en llegar al lugar fue un coche policial que estaba patrullando por la calle Cincuenta y cuatro. Desde Linkhorn Drive los agentes pudieron ver la multitud que empezaba a congregarse en la calle del cuarto hoyo, y sin pensárselo dos veces atravesaron el césped en el vehículo. Diez minutos después llegaba desde jefatura el inspector Ray Hall para hacerse cargo del caso. Los agentes habían acordonado ya la escena del crimen para cuando llegó una ambulancia del Pinehurst Centre en Viking Drive, situado a unos cinco kilómetros de distancia.
El inspector determinó que dos de los hombres estaban muertos. Al senador lo reconoció porque su foto salía de vez en cuando en los periódicos y por una ceremonia de entrega de condecoraciones a policías celebrada hacía seis meses.
El joven de la poblada barba negra, que los aterrorizados testigos presenciales identificaron como el asesino, yacía muerto a unos veinte pasos de sus víctimas, con el arma todavía en la mano derecha. El segundo golfista, con un disparo en el pecho, parecía estar gravemente herido, pero respiraba. El inspector se apartó para que los sanitarios hicieran su trabajo. Eran tres, más el conductor de la ambulancia.
Les bastó una ojeada para saber que solo uno de los cuerpos tendidos en la hierba aún cubierta de rocío necesitaba cuidados. Los otros dos podían esperar hasta que se los llevaran al depósito. Y tampoco había motivo para intentar una reanimación, como con un ahogado o un intoxicado por gas. En la jerga de los sanitarios, aquel era un caso de «cargar y para casa».
Llevaban a bordo el ALS, el equipo de soporte vital avanzado y lo necesitarían para estabilizar al herido y conseguir que aguantara el trayecto a toda pastilla hasta el Hospital General Virginia Beach. Lo subieron a la ambulancia y partieron con la sirena aullando.
Cubrieron los casi cinco kilómetros hasta First Colonial Road en menos de cinco minutos. Era temprano y fin de semana, no había mucho tráfico. La sirena apartó a los pocos vehículos que circulaban por la carretera y el conductor mantuvo el acelerador a fondo hasta el final.
En la parte trasera de la ambulancia dos sanitarios estabilizaron lo mejor que pudieron al hombre que agonizaba, mientras informaban por radio de todos los detalles de su estado. Un equipo de trauma los esperaba ya en la entrada de urgencias.
Una vez dentro pusieron a punto un quirófano y el personal médico se dispuso a operar. El cirujano cardiovascular Alex McCrae llegó a toda prisa del comedor del hospital, donde había dejado su desayuno a medias.
Mientras tanto, en la calle del cuarto hoyo el inspector Hall se enfrentaba a dos cadáveres, una muchedumbre de perplejos y aterrorizados ciudadanos de Virginia Beach y un buen puñado de enigmas. Mientras su compañero Lindy Mills se encargaba de anotar nombres y direcciones, él se ocupó de comprobar los pocos datos de que disponían. En primer lugar, todos los testigos oculares insistían en que solo había un asesino y que este se había suicidado tras el doble crimen. No parecía que hubiera que molestarse en buscar un cómplice. Cerca de allí acababan de descubrir un escúter tirado entre los arbustos.
En segundo lugar, todos los testigos eran gente madura y sensata, con la cabeza bien amueblada y por lo tanto fiables. A partir de ahí empezaban los misterios, siendo el primero de ellos: ¿qué demonios acababa de pasar y por qué?
Lo que estaba claro era que en la tranquila y aburrida Virginia Beach, donde nunca ocurría nada, jamás había pasado nada parecido. ¿Quién era el asesino, y quién era el hombre que en ese momento estaba luchando por su vida?
El inspector abordó primero la segunda de las cuestiones. Quienquiera que fuese el herido, debía de vivir en alguna parte, quizá tendría mujer y familia esperando, algún pariente tal vez. Teniendo en cuenta el orificio que había visto en su pecho, lo más probable era que hubiese que requerir la presencia de algún familiar esa misma noche.
Ninguna de las personas al otro lado de la cinta que rodeaba la escena del crimen parecía saber quién era el hombre que había estado jugando con el senador. La cartera y la billetera, a menos que estuviesen en el club, debían de haber partido con la ambulancia. Ray Hall dejó a Lindy Mills y a los dos agentes de uniforme ocupados con la rutina de la investigación y pidió que lo llevaran en un carrito hasta el club. Allí, el encargado, que estaba blanco como la cera, le resolvió uno de los enigmas. El compañero de juego del difunto senador era un general retirado. Estaba viudo y vivía solo en una comunidad privada para jubilados situada a pocos kilómetros. Una rápida consulta a la lista de miembros del club sirvió para conocer las señas del general.
Hall llamó a Lindy por el móvil. Le pidió que uno de los agentes se quedara en el campo de golf y que el otro fuera a buscarlo con el coche patrulla.
De camino, el inspector llamó por radio a su capitán. Jefatura se ocuparía de los medios de comunicación, que empezaban ya a llegar con una batería de preguntas para las que aún no había respuesta. Jefatura se encargaría también de la triste tarea de comunicar la muerte del senador a su esposa, antes de que se enterara por la radio o la televisión.
Le dijeron también que una segunda ambulancia, con un equipamiento más básico, estaba en camino para recoger los dos cadáveres y llevarlos al depósito, donde el forense estaba preparándose ya para examinarlos.
—La prioridad es el asesino, capitán —dijo Hall por el micrófono—. Esa prenda que lleva me suena a fundamentalista islámico. Al parecer actuaba solo, pero podría haber otros. Necesitamos saber quién era, si actuaba en solitario o si pertenecía a algún grupo.
Mientras él investigaba en casa del general, quería que tomaran las huellas dactilares del asesino y las cotejaran con el sistema automatizado de identificación de huellas, AFIS, y que comprobaran la matrícula del escúter en el registro estatal de vehículos. Sí, lo sabía, era fin de semana; habría que sacar a unas cuantas personas de la cama y ponerlas a trabajar. Cortó la conexión.
Estaba claro que en el complejo residencial cuya dirección constaba en los archivos del club de golf nadie conocía aún lo sucedido en la calle del cuarto hoyo, conocida como Bald Cypress. Habría unos cuarenta bungalows dispuestos entre jardines y zonas arboladas, con un pequeño lago en el centro y la vivienda del encargado de la comunidad de jubilados.
El conserje acababa de desayunar y se disponía a cortar el césped de su jardín. Se quedó blanco de la impresión y tuvo que sentarse en una butaca de exterior, mientras murmuraba: «Dios mío, Dios mío». Pasada la primera impresión, fue a coger una llave que guardaba en el vestíbulo y acompañó al inspector Hall hasta el bungalow del general.
Era una vivienda de aspecto muy cuidado, rodeada de césped en perfecto estado y con arbustos floridos en vasijas de terracota; todo de buen gusto sin resultar excesivo. Dentro reinaba el orden y la pulcritud; se notaba que allí vivía un hombre amante de la disciplina y las cosas bien hechas. Hall procedió a llevar a cabo la desagradable tarea de hurgar en las pertenencias de otra persona. El encargado hizo lo que pudo por ayudar.
El general de marines había llegado a la comunidad cinco años atrás, después de que su mujer muriera de cáncer. ¿Familia?, preguntó Hall mientras rebuscaba en su mesa cartas, pólizas de seguro, algún dato sobre posibles parientes. Al parecer el general guardaba sus documentos más personales en un banco o en el bufete de un abogado. El encargado decidió llamar al mejor amigo del general entre los vecinos de la comunidad, un arquitecto jubilado que vivía allí con su esposa y que solía invitar al militar a degustar auténtica comida casera.
El arquitecto atendió personalmente la llamada y escuchó la noticia conmocionado y horrorizado. Quería ir enseguida al hospital de Virginia Beach, pero el inspector se puso al teléfono y le convenció de que no fuera porque no le dejarían ver al herido. ¿Sabía si el general tenía algún familiar?, le preguntó. El arquitecto dijo que tenía dos hijas que vivían en el oeste, y también un hijo, oficial de marines, concretamente teniente coronel, pero que desconocía su paradero.
De regreso en la jefatura, Hall se reencontró con Lindy Mills y con su propio coche sin distintivos. Había novedades. El escúter pertenecía a un estudiante de veintidós años cuyo nombre sonaba claramente árabe, o a alguna variante del árabe. Era ciudadano estadounidense, de Dearborn, Michigan, y en la actualidad estudiaba ingeniería en un centro superior situado unos veinticinco kilómetros al sur de Norfolk. Del registro estatal de vehículos le habían enviado una fotografía.
El individuo de la imagen no llevaba una barba poblada y su rostro estaba intacto, a diferencia del que Ray Hall había visto sobre la hierba del campo de golf. Aquella cara pertenecía a una cabeza sin la parte de atrás y distorsionada por la presión del proyectil al explotar. Aun así, se le parecía bastante.
Llamó al cuartel general del Cuerpo de Marines, situado junto al cementerio de Arlington, enfrente de Washington DC, en la otra orilla del Potomac. Se mantuvo a la espera hasta que por fin le pasaron con un comandante de Asuntos Públicos. Hall le explicó quién era, desde dónde telefoneaba y, brevemente, lo sucedido en el campo de golf Princess Anne hacía cinco horas.
—No —dijo—. No pienso esperar todo el fin de semana. Me da igual dónde esté. Necesito hablar con él de inmediato, comandante, ahora mismo. Será un milagro si su padre vuelve a ver la luz del día.
Hubo una larga pausa. Finalmente, la voz se limitó a añadir:
—No se aleje del teléfono, inspector. Yo mismo u otra persona nos pondremos en contacto con usted lo antes posible.
Fueron tan solo cinco minutos. Una voz diferente, otro comandante, pero esta vez de Expedientes Personales. Dijo que el oficial con quien quería hablar no estaba localizable.
Hall empezaba a echar humo.
—Oiga, a menos que esté en el espacio exterior o en el fondo de la fosa de las Marianas, estoy seguro de que se le puede localizar. Usted y yo lo sabemos. Ya tiene el número de mi móvil. Hágame el favor de pasárselo a él y decirle que me llame, y cuanto antes.
Dicho esto, colgó. Ya todo dependía de ellos, de los marines.
Salió de jefatura con Lindy camino del hospital; el almuerzo consistiría en una barrita energética y un refresco. Una comida de lo más sana. Al llegar a First Colonial tomó la calle lateral, extrañamente conocida como Will o Wisp Drive, y rodeó el edificio hasta la entrada de ambulancias en la parte de atrás. Su primera parada fue el depósito de cadáveres. El forense estaba terminando su trabajo.
Había dos cuerpos tendidos en sendas camillas metálicas, cubiertos con sábanas. Un ayudante se disponía a introducirlos en la cámara frigorífica. El forense le dijo que esperara y retiró una de las sábanas. El inspector miró aquel rostro; estaba desfigurado y cubierto de cicatrices, pero sí, era el mismo joven de la foto del registro de vehículos. La negra barba apuntaba hacia lo alto, los ojos estaban cerrados.
—¿Ha averiguado quién es? —preguntó el forense.
—Sí.
—Pues ya sabe más que yo. Aunque tal vez se va a llevar una sorpresa.
Bajó la sábana hasta los tobillos del muerto.
—¿Ve algo raro?
Ray Hall tardó en responder.
—Que no tiene vello. Aparte de la barba, claro.
El forense volvió a subir la sábana e hizo una seña a su ayudante para que retirase la camilla y la metiera en la cámara.
—En persona no lo he visto nunca, pero sí en un documental. Hace dos años, en un seminario sobre fundamentalismo islámico. Es un signo de purificación ritual, un paso previo antes de entrar en el paraíso de Alá.
—¿Un terrorista suicida?
—Sí, pero no con bomba —respondió el forense—. Elimina a un elemento importante del Gran Satanás y las puertas de la felicidad eterna se abren para todo aquel que pueda cruzarlas como shahid, como mártir. Aquí no lo vemos muy a menudo, pero es muy corriente en Oriente Próximo, Pakistán y Afganistán. Nos dieron una conferencia sobre eso en el seminario.
—Ya, pero este había nacido aquí —dijo el inspector.
—Pues está claro que alguien lo convirtió a la causa. A propósito, los del laboratorio ya le han tomado las huellas dactilares. Aparte de eso, el asesino no llevaba nada más encima. Bueno, aparte del arma, que creo que ya está en balística.
La siguiente parada del inspector Hall fue en el piso de arriba. Encontró al doctor Alex McCrae en su despacho, almorzando tarde un sándwich de atún y queso fundido de la cafetería.
—¿Qué quiere saber, inspector?
—Todo —respondió Hall.
Y el cirujano se lo explicó.
Cuando el general llegó gravemente herido a urgencias, el doctor ordenó de inmediato una solución intravenosa. Después comprobó las constantes vitales: saturación de oxígeno, pulso y presión sanguínea.
Su anestesista buscó y encontró un buen acceso venoso a través de la yugular, en la que introdujo una cánula de gran calibre e inmediatamente puso en marcha un suero salino seguido de dos unidades de sangre tipo cero negativo para mantenerlo con vida. Por último envió una muestra de sangre del paciente al laboratorio para una prueba cruzada.
Después de estabilizar al herido, aun de manera provisional, la preocupación más urgente del doctor McCrae era averiguar el estado del interior de la cavidad torácica. Era evidente que tenía alojada una bala, pues el orificio era claramente visible, pero no se veía la salida.
Se debatió entre los rayos X o un escáner, pero optó por no mover al paciente y hacer una radiografía deslizando la placa bajo el cuerpo inconsciente, y luego tomando la imagen desde arriba.
Pudo ver así que la bala había alcanzado el pulmón y que estaba alojada muy cerca del hilio, la raíz del pulmón. Había tres opciones. Un bypass cardiopulmonar era una de ellas, pero se corría el riesgo de dañar todavía más el órgano.
La segunda alternativa consistía en una intervención quirúrgica invasiva e inmediata para extraer la bala. Pero eso era muy arriesgado también, pues se desconocía el verdadero alcance de los daños.
Optó por la tercera opción: dejar pasar veinticuatro horas sin hacer nada, con la esperanza de que, si bien la reanimación había supuesto para el viejo general una importante merma de energías, tal vez se lograra una recuperación parcial a base de ir reanimando y estabilizando al herido. Eso permitiría realizar después una intervención invasiva con mayores probabilidades de éxito.
Así pues llevaron al general a cuidados intensivos, y para cuando el inspector fue a hablar con el médico, ya estaba completamente rodeado de tubos.
Uno salía de la yugular, en un lado del cuello, y en el otro estaba la cánula intravenosa. Luego estaban los tubos de ambas fosas nasales, para asegurar un suministro constante de oxígeno. La presión sanguínea y el pulso podían controlarse en un monitor situado junto a la cabecera de la cama.
Por último, por debajo de la axila izquierda, entre la quinta y la sexta costillas, tenía un drenaje. Era para interceptar la constante pérdida de aire del pulmón dañado y dirigirlo a un recipiente de cristal que estaba colocado en el suelo, lleno de agua en su tercera parte. El aire expelido podía así abandonar la cavidad torácica para entrar bajo el agua y emerger en forma de burbujas a la superficie.
Pero luego no podía volver al espacio pleural, pues ello habría colapsado los pulmones y matado al paciente. De momento continuaría inhalando oxígeno por los tubos de las fosas nasales.
El inspector Hall se marchó cuando le dijeron que no habría forma humana de hablar con el general en los próximos días. En el aparcamiento, detrás de la entrada de ambulancias, le pidió a Lindy que se pusiera al volante. Quería hacer unas llamadas.
La primera fue al Willoughby College, donde el asesino, Mohammed Barre, había estudiado. Le pasaron con la encargada de admisiones. Cuando preguntó si era cierto que el señor Barre había estudiado allí, la encargada respondió que sí sin dudarlo un instante. Y cuando le contó lo que había pasado en el campo de golf, el silencio subsiguiente fue de perplejidad.
Los medios de comunicación no tenían aún los datos sobre la identidad del asesino de aquella mañana. Hall dijo a la encargada que tardaría unos veinte minutos en llegar al college. Iba a necesitar los expedientes de todo el alumnado y libre acceso a las habitaciones de los estudiantes. Y le pedía que no informara a nadie, en especial a los padres del alumno en cuestión, que vivían en Michigan.
La siguiente llamada fue al equipo de identificación de huellas dactilares. Sí, habían recibido un juego completo y acababan de pasarlas por el AFIS. No había coincidencias; el estudiante muerto no estaba en la base de datos.
De haber sido extranjero, habrían tenido sus datos en Inmigración, por la solicitud de visado. Cada vez estaba más claro que el tal Barre era ciudadano norteamericano de padres inmigrantes. Sí, pero ¿de qué país? ¿La familia era musulmana, o acaso él era un converso y se había cambiado el nombre?
La tercera llamada fue a balística. El arma era una Glock 17 automática, de fabricación suiza, con el cargador lleno y cinco balas disparadas. Estaban intentando localizar al propietario que constaba en el registro; no se apellidaba Barre y vivía cerca de Baltimore, Maryland. ¿Robada? ¿Comprada? En ese momento llegaron al college.
El estudiante muerto era de ascendencia somalí. Los que lo conocían afirmaron haberlo visto cambiar en los últimos seis meses; de ser un alumno normal, abierto y espabilado, había pasado a no hablar apenas con nadie, siempre a la suya. El motivo de fondo parecía ser religioso. Había otros dos estudiantes musulmanes en el centro, pero ellos no habían experimentado semejante metamorfosis.
El asesino y suicida había dejado de usar cazadoras y vaqueros y empezado a llevar túnicas. Luego pidió que le dejasen tiempo para rezar cinco veces al día, algo que le fue concedido sin el menor reparo. La tolerancia religiosa era absoluta. Y poco después se dejó crecer una barba negra y poblada.
Por segunda vez ese mismo día, Ray Hall se vio rebuscando entre las pertenencias de otra persona, aunque por un motivo totalmente diferente. Aparte de libros de texto de ingeniería, el resto de los papeles eran textos islámicos en árabe. El inspector no entendió nada, pero se los guardó. La clave estaba en el ordenador. Al menos ahí Ray Hall sabía qué terreno pisaba.
Encontró sermones y más sermones, no en árabe sino en un inglés muy correcto y persuasivo. Rostro encapuchado, dos ojos centelleantes, llamadas a la sumisión y a la entrega absoluta para servir a Alá, pelear por él, morir por él. Y, sobre todo, matar por él.
Hall, que nunca había oído hablar del Predicador, cerró el portátil y se lo incautó. Firmó el formulario donde constaban todos los artículos confiscados y abandonó el college dando autorización para informar a los padres, pero pidió que lo avisaran en el momento en que decidiesen ir a recoger los efectos personales de su hijo. Él, mientras tanto, pondría al corriente personalmente a la policía de Dearborn. Regresó a jefatura, con dos bolsas de basura repletas de libros, papeles y el portátil.
Había más datos en el ordenador, por ejemplo una búsqueda en Craigslist de alguien que vendiera una pistola. Seguro que no habían firmado ningún recibo, cosa que podía acarrear al vendedor una acusación muy grave. Pero ya habría tiempo para eso.
A las ocho de la tarde le sonó el móvil. Una voz se identificó como el hijo del general gravemente herido. No dijo desde dónde llamaba, solo que había recibido la noticia y que se dirigía hacia allá en helicóptero.
Era ya de noche. Detrás de jefatura había un espacio abierto, pero los reflectores no estaban encendidos.
—¿Cuál es la base de la Armada más cercana? —preguntó la voz.
—La de Oceania —respondió Hall—. ¿Puede conseguir permiso para aterrizar allí?
—Puedo, sí —dijo la voz—. Estaré ahí dentro de una hora.
—Iré a recogerle.
En el transcurso de la primera media hora, Hall consultó los archivos policiales buscando asesinatos similares ocurridos recientemente, y le sorprendió comprobar que había habido cuatro. El del campo de golf era el quinto. En dos de los anteriores, el asesino se había quitado la vida en el acto. En los otros dos, el autor había sido arrestado y estaba a la espera de juicio por homicidio en primer grado. Todos actuaron en solitario. Y todos se habían convertido al extremismo islámico escuchando sermones online.
Recogió al hijo del general en Oceania a las nueve en punto y lo llevó en coche al hospital de Virginia Beach. Por el camino le explicó lo que había sucedido desde las siete y media de la mañana.
El hombre lo acribilló a preguntas en relación con lo encontrado en la habitación de Mohammed Barre, y luego murmuró: «El Predicador». Ray Hall pensó que se refería a una profesión, no a un nombre en clave.
—Eso parece —dijo.
No volvieron a cruzar palabra hasta llegar al hospital.
La recepcionista avisó a alguien de que había llegado el hijo del general que estaba en la UCI y Alex McCrae bajó de su despacho. Mientras se dirigían a la planta de cuidados intensivos, el doctor explicó que la gravedad de la herida había excluido toda posibilidad de operar.
—Existe una pequeña probabilidad de que se recupere —dijo—, pero la situación es crítica.
El hijo entró en la habitación en penumbra, arrimó una silla y contempló el rostro envejecido de su padre, aislado en una zona especial y conectado a una máquina. Estuvo allí sentado toda la noche, cogiéndole de la mano.
Eran casi las cuatro de la madrugada cuando los ojos del general se abrieron. Su pulso se aceleró. Lo que el hijo no podía ver era el recipiente de cristal que había en el suelo, detrás de la cama. Estaba llenándose rápidamente de roja sangre arterial. En alguna parte, dentro de aquel pecho, se había producido la rotura de un conducto mayor. El general se desangraba demasiado rápido como para sobrevivir.
El hijo notó una leve presión en las manos. Su padre, con la vista fija en el techo, movió los labios.
—Semper Fi, hijo —musitó.
—Semper Fi, papá.
La línea del monitor dejó de dibujar picos irregulares para convertirse en una raya horizontal. El sonido intermitente se transformó en un gemido continuo. Un equipo de emergencia hizo su entrada en la habitación. El doctor McCrae, que iba con ellos, pasó junto al hijo del general, sentado todavía al lado de la cama, y miró el frasco de detrás de la cama. Hizo un gesto con el brazo al equipo de emergencia al tiempo que negaba con la cabeza. Los hombres se marcharon.
Pocos minutos más tarde el hijo se puso de pie y salió de la habitación. No dijo nada, tan solo se despidió del cirujano con un movimiento de cabeza. En la UCI una enfermera cubrió el rostro del difunto con la sábana. El hijo bajó las cuatro plantas por la escalera hasta el aparcamiento.
El inspector Hall, que estaba en su coche a unos veinte metros de allí, oyó algo y despertó de su ligero sueño. El hijo del general cruzó a pie el aparcamiento, se detuvo y levantó la vista. Faltaban aún dos horas para que amaneciera. El cielo estaba negro, no había luna. Allá en la lejanía titilaban las estrellas: duras, brillantes, eternas.
Esas mismas estrellas, invisibles en un cielo azul claro, estarían contemplando desde lo alto a otro hombre, un hombre oculto en un agreste paraje de arena.
El hijo, con la cabeza vuelta hacia las estrellas, dijo algo. El inspector Hall no llegó a entenderlo. Lo que el Rastreador dijo fue:
—Has convertido esto en un asunto personal, Predicador.