La batalla de Shah-i-Kot empezó mal y fue a peor. El comandante Carson, agregado a la SAD, debería haber estado de regreso a casa cuando su unidad recibió el aviso.
Había estado presente en Mazar-e-Sharif cuando los prisioneros talibanes se sublevaron, y los uzbekos y los tayikos de la Alianza del Norte los acribillaron a balazos. Había visto cómo los talibanes apresaban a su compañero de unidad Johnny «Mike» Spann y lo golpeaban hasta morir. Desde el otro extremo del enorme recinto había visto cómo los británicos del Special Boat Service salvaban a Dave Tyson, colega de Spann, de un destino similar.
Luego vino la ofensiva hacia el sur para invadir la antigua base aérea soviética de Bagram y tomar Kabul. Se había perdido los combates en el macizo de Tora Bora, cuando el señor de la guerra afgano pagado por los norteamericanos (pero no lo suficiente) los traicionó, dejando que Osama bin Laden y su séquito de guardias cruzaran la frontera hacia Pakistán.
Hacia finales de febrero fuentes afganas revelaron que seguía habiendo algunos fanáticos en el valle de Shah-i-Kot, en la provincia de Paktia. Una vez más la información era inexacta: no eran un puñado, sino centenares.
Al ser afganos los talibanes derrotados, tenían a donde ir: sus aldeas y pueblos natales. Allí podían escabullirse sin dejar rastro. Pero los miembros de Al Qaeda eran árabes, uzbekos y, los más feroces de todos, chechenos. No hablaban pastún y la gente del pueblo afgano los odiaba, de manera que solo podían rendirse o morir peleando. Casi todos eligieron esto último.
El mando estadounidense reaccionó al chivatazo con un plan a pequeña escala, la operación Anaconda, que fue asignada a los SEAL de la Armada. Tres enormes Chinook repletos de efectivos despegaron rumbo al valle, que se suponía vacío de combatientes.
El helicóptero que iba en cabeza se disponía a tomar tierra, con el morro levantado y la cola baja, la rampa abierta por detrás y a solo un par de metros del suelo, cuando los emboscados de Al Qaeda dieron el primer aviso. Un lanzagranadas hizo fuego. Estaba tan cerca que el proyectil atravesó el fuselaje del helicóptero sin explotar. No había tenido tiempo de cargarse, así que lo único que hizo fue entrar por un costado y salir por el otro sin tocar a nadie, dejando un par de boquetes simétricos.
Pero lo que sí hizo daño fue el incesante fuego de ametralladora desde el nido situado entre las rocas salpicadas de nieve. Tampoco hirió a nadie de a bordo, pero destrozó los controles del aparato al horadar la cubierta de vuelo. Gracias a la habilidad y la genialidad del piloto, pocos minutos después el moribundo Chinook ganaba altura y recorría cuatro kilómetros hasta encontrar un sitio más seguro donde proceder a un aterrizaje forzoso. Los otros dos helicópteros se retiraron también.
Pero un SEAL, el suboficial Neil Roberts, que se había desenganchado de su cable de amarre, resbaló en un charquito de fluido hidráulico y cayó a tierra. Resultó ileso, pero inmediatamente fue rodeado por miembros de Al Qaeda. Los SEAL jamás abandonan a uno de los suyos, esté vivo o muerto. Poco después de aterrizar regresaron en busca de Roberts, al tiempo que pedían refuerzos por radio. Había empezado la batalla de Shah-i-Kot. Duró cuatro días, y se saldó con la muerte del suboficial Neil Roberts y otros seis estadounidenses.
Había tres unidades lo bastante cerca como para acudir a la llamada: un pelotón de SBS británicos por un lado y la unidad de la SAD por el otro; pero el grupo más numeroso era un batallón del 75 Regimiento de Rangers.
Hacía un frío endemoniado, estaban a muchos grados bajo cero. La nieve, empujada por el viento incesante, se clavaba en los ojos. Nadie entendía cómo los árabes habían podido sobrevivir en aquellas montañas; pero el caso era que allí estaban, y dispuestos a morir hasta el último hombre. Ellos no hacían prisioneros ni esperaban serlo tampoco. Según testigos presenciales, salieron de hendiduras en las rocas, de grutas invisibles y nidos de ametralladoras ocultos.
Cualquier veterano puede confirmar que toda batalla degenera rápidamente en un caos, y en Shah-i-Kot eso sucedió más rápido que nunca. Las unidades se separaron de su contingente, los soldados de sus unidades. Kit Carson se encontró de repente a solas en medio de la ventisca.
Vio a otro estadounidense (pudo identificarlo por lo que llevaba en la cabeza: casco, no turbante) también solo, a unos cuarenta metros. Un hombre vestido con túnica surgió del suelo y disparó contra el soldado con su lanzagranadas. Esa vez la granada sí estalló; no dio en el blanco sino que explotó a los pies del soldado. Carson lo vio caer.
Carson abatió al del lanzagrandas con su fusil. Aparecieron dos enemigos más y se lanzaron sobre él al grito de «Allahu akhbar». Los derribó a ambos, al segundo de ellos cuando estaba a solo seis palmos de la punta de su cañón. Fue hasta donde había caído su compatriota. Estaba vivo, pero gravemente herido. Una astilla del proyectil le había cercenado prácticamente el tobillo izquierdo; el pie, dentro de la bota, colgaba de un par de tendones y un jirón de carne. Ni rastro del hueso. El soldado se hallaba en ese primer estado de shock que precede a la agonía.
Las ropas de ambos hombres estaban salpicadas de nieve, pero Carson distinguió una insignia de ranger. Intentó comunicarse con alguien por radio pero solo obtuvo interferencias. De la mochila que el herido llevaba a la espalda sacó el estuche de primeros auxilios y le inyectó en la pantorrilla la dosis entera de morfina.
El ranger empezó a sentir dolor y sus dientes rechinaron. Luego, al hacer efecto la morfina, quedó en un estado de semiinconsciencia. Carson sabía que si permanecían allí morirían los dos. Con la ventisca no se veía a más de veinte metros. Finalmente se echó al herido a la espalda, como si fuera un bombero, y se puso en marcha.
Caminaba por el peor de los terrenos posibles: rocas lisas gigantescas y bajo un palmo de nieve, sintiendo a cada momento el miedo de romperse una pierna. Aparte de sus propios ochenta kilos de peso más los veintisiete de la mochila, estaba cargando con ochenta kilos de ranger (la mochila de este la había dejado atrás); además de fusil, granadas de mano, munición y agua.
No supo, una vez a salvo, lo que había tardado en salir de aquel valle mortal. En un momento dado el efecto de la morfina pasó y tuvo que descargar al ranger y administrarle su propia dosis. Al cabo de una eternidad oyó el traqueteo de un motor. Con unos dedos que habían perdido ya el tacto, sacó su bengala, rasgó el envoltorio con los dientes y la sostuvo en alto apuntando en la dirección del ruido.
Más tarde los tripulantes del Blackhawk de rescate le dijeron que pensaron que les estaban disparando, tan cerca de la cabina llegó la luz. Luego, al mirar hacia abajo, vieron brevemente a dos hombres de las nieves, uno de ellos inconsciente y el otro agitando el brazo. Posarse en tierra era demasiado peligroso. El Blackhawk se mantuvo suspendido a unos dos palmos del suelo nevado mientras dos médicos provistos de una camilla sujetaban con correas al ranger herido y lo subían a bordo. Su compañero empleó las últimas fuerzas que le quedaban para montarse en el aparato y acto seguido perdió el conocimiento.
El Blackhawk los condujo hasta Kandahar, que por entonces no era todavía la enorme base aérea estadounidense en que se convertiría después. Pero había allí un pequeño hospital. Llevaron al ranger herido a triaje y a continuación a cuidados intensivos. Kit Carson supuso que ya no le vería nunca más. Al día siguiente el ranger, tumbado y sedado, hizo un largo viaje hasta la base estadounidense de Ramstein, en Alemania, que dispone de un hospital de primera.
Finalmente el teniente coronel Dale Curtis perdió el pie izquierdo. No hubo forma humana de salvarlo. Tras una limpia amputación —poco más que terminar el trabajo que había empezado la granada talibán—, Curtis se vio cojo, con un muñón en el pie, un bastón en una mano y la perspectiva de un final inminente a su carrera como ranger. Cuando estuvo en condiciones de viajar, fue trasladado al Walter Reed, a las afueras de Washington, para someterse a terapia posbélica y para que le colocaran una prótesis. El comandante Kit Carson no volvería a verle hasta muchos años después.
El jefe de la CIA en Kandahar solicitó órdenes a sus superiores y Carson fue trasladado en avión a Dubai, donde la agencia cuenta con una presencia muy numerosa. Carson era el primer testigo ocular del Shah-i-Kot y hubo de someterse a una larga sesión informativa ante un grupo de oficiales de alto rango. Había interrogadores de los marines, de la Armada y de la CIA.
En el club de oficiales conoció a un hombre de edad similar a la suya, un capitán de fragata destinado en Dubai, ciudad que cuenta asimismo con una base naval estadounidense. Cenaron juntos. El capitán le reveló que pertenecía al NCIS, el servicio de investigación criminal de la Marina.
—¿Por qué no te unes a nosotros cuando vuelvas a casa? —le preguntó a Carson.
—¿Hacer de poli? No creo. Pero gracias.
—Somos más importantes de lo que piensas —insistió el capitán—. No somos un hatajo de marinos con ganas de prolongar su permiso de estancia en tierra. Estamos hablando de crímenes mayores, de seguir la pista a delincuentes que han robado millones. Hay diez grandes bases navales en lugares donde se habla árabe. Sería todo un reto para ti.
Fue la palabra «reto» lo que convenció a Kit Carson. Los marines pertenecen al ámbito de la Armada, así que sería como entrar a servir en un organismo mayor. Cuando regresara a Estados Unidos, probablemente le pondrían otra vez a analizar material en árabe en el edificio N.º 2 de Langley. Así pues, solicitó entrar en el NCIS y lo reclutaron.
De este modo abandonó la CIA para volver al seno de los marines. Consiguió un destino en Portsmouth, Newport News, Virginia, donde a Susan no tardaron en hacerle un hueco en el hospital de la Armada para que pudieran estar juntos.
Portsmouth le permitió asimismo hacer visitas frecuentes a su madre, sometida a terapia por el cáncer de mama que tres años más tarde la llevaría a la tumba. Y cuando su padre, el general Carson, se retiró poco después de enviudar, Kit pudo estar cerca de él también. El general se mudó a un pueblo de jubilados cerca de Virginia Beach, en la costa, donde podía jugar al golf y departir con otros marines retirados.
Durante los cuatro años que estuvo en el NCIS, Carson persiguió y llevó a los tribunales a diez importantes fugitivos con cargos pendientes. En 2006 consiguió reintegrarse al Cuerpo con el rango de teniente coronel y fue destinado a Camp Lejeune, en Carolina del Norte. Cuando Susan atravesaba Virginia en coche para reunirse con él, murió en un accidente provocado por un conductor borracho que perdió el control de su vehículo y chocó frontalmente contra el de ella.
En la actualidad
El tercer asesinato en un mes acabó con la vida de un veterano oficial de la policía de Orlando, Florida. Había salido de su casa un bonito día de primavera y estaba inclinándose para abrir la puerta de su coche cuando alguien lo apuñaló por la espalda y le atravesó el corazón. Antes de morir, el policía logró sacar su pistola y disparar dos veces contra su agresor, que falleció en el acto.
Las pesquisas subsiguientes identificaron al asesino como un joven nacido en Somalia al que también se le había concedido asilo político por razones humanitarias, y que trabajaba en la brigada municipal de limpieza.
Algunos miembros de su equipo testificaron que en los dos últimos meses había cambiado mucho, mostrándose cada vez más reservado y distante, y muy crítico con el estilo de vida estadounidense. Al final se había vuelto tan intratable que sus compañeros del camión de la basura lo condenaron al ostracismo, atribuyendo su estado de ánimo a un sentimiento de añoranza por su país de origen.
No era así. La causa, como reveló el registro efectuado en su vivienda, fue su conversión al yihadismo radical, aparentemente derivada de su obsesión por una serie de sermones que su casera pudo oír a través de la puerta. Un informe completo enviado a la sucursal del FBI en Orlando fue remitido posteriormente al edificio Hoover en Washington DC.
Allí nadie se sorprendió. Era la misma historia de siempre: una conversación privada e íntima tras la escucha de horas y horas de sermones online pronunciados por un predicador de Oriente Próximo que hablaba un inglés impecable, y luego el impredecible y caprichoso asesinato de un destacado ciudadano de la comunidad; era la cuarta vez (que ellos supiesen) que sucedía en Estados Unidos, a lo que se sumaban dos casos similares ocurridos con anterioridad en Reino Unido.
Los datos habían sido cotejados ya con la CIA, el Centro Nacional Antiterrorista y el departamento de Seguridad Nacional. Todas las agencias estadounidenses que luchaban, siquiera remotamente, contra el terrorismo islámico habían incorporado la información, pero ninguna pudo aportar la menor pista. ¿Quién era aquel hombre? ¿De dónde procedía, cuál era su nacionalidad? ¿Dónde grababa sus sermones? Se le puso el apodo del Predicador, y al poco tiempo estaba ya en la lista de objetivos más buscados.
Estados Unidos había sido el destino de una diáspora de más de un millón de musulmanes procedentes, ellos mismos o sus padres, de Oriente Próximo y Asia central. Era una enorme reserva de conversos en potencia al yihadismo radical del Predicador, cuyos sermones llamaban implacablemente a que asestaran un único golpe contra el Gran Satanás para así poder gozar de la dicha eterna junto a Alá.
Al fin se habló del Predicador en una de las habituales reuniones de los martes por la mañana en el Despacho Oval, y de ahí pasó a la lista de la muerte.
La gente afronta la aflicción de diversas maneras. Para algunos, solo la histeria y los alaridos demostrarán la sinceridad de su dolor. Otros reaccionan sumiéndose en público en un llanto callado e impotente. Pero hay quienes sufren su dolor en la intimidad, como un animal herido.
Penan a solas, o con algún pariente próximo o compañero a quien abrazarse, y comparten sus lágrimas con la pared. Kit Carson fue a ver a su padre a su nuevo hogar de jubilado, pero Lejeune quedaba lejos y no pudo quedarse mucho tiempo.
A solas en la base, en su casa vacía, se entregó de lleno al trabajo y puso su cuerpo al límite con solitarias carreras campo traviesa y sesiones de máquinas en el gimnasio hasta que el dolor físico embotó el dolor interno, y fue el propio oficial médico de la base quien tuvo que decirle que se lo tomara con tranquilidad.
Carson fue uno de los cerebros del programa Combat Hunter, un cursillo donde los marines aprendían técnicas de búsqueda y persecución en entornos salvajes, rurales y urbanos. El lema era: ser siempre el cazador, nunca convertirse en presa. Pero mientras él estaba en Portsmouth y Lejeune, estaban sucediendo cosas muy importantes.
El 11-S había provocado un cambio radical en las Fuerzas Armadas estadounidenses y en la actitud del gobierno ante cualquier posible amenaza, por pequeña que fuese, contra el país. El grado de alerta nacional estaba dando paso a la paranoia. El resultado fue una inaudita expansión del mundo de la «inteligencia». De las dieciséis agencias existentes en Estados Unidos se pasó a más de un millar.
Se calcula que en 2012 el número de estadounidenses con acceso a información supersecreta rondaba los 850 000. Más de mil doscientas organizaciones gubernamentales y dos mil compañías privadas estaban trabajando en proyectos de alto secreto relacionados con el antiterrorismo y la seguridad nacional en unas diez mil ubicaciones repartidas por todo el país.
En 2001, el objetivo era que ninguna de las agencias básicas de inteligencia volviera a negarse a compartir sus datos con las otras, lo cual había permitido que diecinueve fanáticos se infiltraran a través de las grietas para cometer asesinatos en masa. Pero diez años más tarde, y a un coste que llevó al colapso de la economía nacional, el resultado apenas si había variado. La enorme y compleja maquinaria de autodefensa originaba unos cincuenta mil informes secretos al año, demasiados para ser leídos, y mucho menos analizados, entendidos, sintetizados o cotejados. ¿Qué se hacía con todo ese material? Archivarlo.
El crecimiento más espectacular se produjo en el J-SOC, el mando conjunto de operaciones especiales, una agencia que ya existía antes del 11-S, pero como estructura básicamente defensiva y muy poco conocida. Dos hombres iban a convertirla en el más numeroso, agresivo y mortífero ejército privado del mundo.
La palabra «privado» está justificada, ya que se trata de un instrumento personal del presidente y de nadie más. Puede llevar a cabo operaciones de guerra encubierta sin necesidad de solicitar la aprobación previa del Congreso; su presupuesto de muchos miles de millones de dólares queda al margen del Comité de Gastos del Senado, y tiene licencia para matar a quien sea sin levantar el menor revuelo en la oficina del fiscal general. Todo se hace en el máximo secreto.
El primero en reinventar el J-SOC fue el secretario de Defensa Donald Rumsfeld. Este político implacable y ambicioso estaba resentido por los privilegios y el poder de la CIA. Según su carta fundacional, la CIA necesitaba ser responsable única y exclusivamente ante el presidente de la nación, no ante el Congreso. Con sus unidades SAD podía llevar a cabo operaciones encubiertas y letales en el extranjero con el visto bueno de su director. Eso era poder, poder con mayúsculas, y Rumsfeld ansiaba tener otro tanto. Pero el Pentágono está sujeto en gran medida al Congreso y a su ilimitada capacidad para interferir.
Rumsfeld necesitaba un arma libre de la supervisión del Congreso si realmente quería rivalizar con George Tenet, el director de la CIA. Esa arma fue el J-SOC, solo que completamente transformado.
Con la aquiescencia del presidente George W. Bush, el J-SOC fue ampliándose, no únicamente en tamaño sino también en presupuesto y poderes. De entrada absorbió a todas las Fuerzas Especiales del Estado. Eso incluía al Team Six de los SEAL (los comandos que posteriormente acabarían con Osama bin Laden), la DELTA Force nacida de los Boinas Verdes, el 75 Regimiento de Rangers y el Regimiento de Operaciones Especiales de la fuerza aérea (llamados Night Stalkers, helicópteros de largo alcance), entre otros. Y también incorporó la unidad TOSA.
En el verano de 2003, mientras Irak ardía de punta a punta y prácticamente todas las miradas estaban pendientes de lo que ocurría allí, sucedieron dos cosas que culminaron la transformación del J-SOC. El general Stanley McChrystal fue nombrado nuevo comandante en jefe. Si alguien pensó que el J-SOC seguiría desempeñando un papel de puertas adentro y poco más, estaba equivocado. Y luego, en septiembre de ese mismo año, el secretario Rumsfeld consiguió el beneplácito del presidente, quien firmó la O. E.
La Orden Ejecutiva era un documento de ochenta páginas, y muy escondido entre ellas había algo parecido a un decreto presidencial, el decreto más importante de Estados Unidos, pero sin términos concretos. Lo que venía a decir la orden era esto: «Tenéis carta blanca».
Más o menos por las mismas fechas un coronel de los rangers llamado Dale Curtis estaba terminando su año sabático y de convalecencia a resultas de las heridas recibidas en combate. Había logrado dominar de tal manera la prótesis que llevaba donde antes estuvo su pie izquierdo, que apenas si se le notaba la cojera. A pesar de ello, el 75 de Rangers no era para hombres con prótesis: su carrera militar parecía acabada.
Pero al igual que los SEAL, un ranger jamás deja a otro en la estacada. El general McChrystal era también ranger, del 75 Regimiento, y oyó hablar del coronel Curtis. Acababa de tomar posesión del cargo de todo el J-SOC y eso incluía a la TOSA, cuyo comandante en jefe estaba a punto de retirarse. El puesto de oficial al mando no tenía por qué ser un destino de combate; podía ser un trabajo de despacho. La reunión fue muy breve, y el coronel Curtis no se lo pensó dos veces.
En el mundo del espionaje se dice que si quieres mantener algo en secreto es mejor no intentar esconderlo, porque algún reptil de la prensa lo olerá. Ponle un nombre inofensivo y describe el trabajo como algo aburrido. Así pues, TOSA son las siglas en inglés para la unidad de actividades de soporte para operaciones técnicas. Ni «agencia» ni «administración» ni nada parecido. Una actividad de soporte podía significar desde cambiar una bombilla hasta eliminar a incómodos políticos del Tercer Mundo. En este caso, se trata más bien lo segundo.
La TOSA existía ya mucho antes del 11-S. Capturó, entre otros, al famoso narcotraficante colombiano Pablo Escobar. A eso se dedica. Es el brazo cazahombres al que acudir cuando los demás no saben qué hacer. No son más de doscientas cincuenta personas en total y su sede está en el norte de Virginia, en un recinto camuflado como laboratorio químico. No se admiten visitas.
Para que sea aún más secreto, cambia de nombre a menudo. Se ha llamado simplemente «la Actividad», pero también Grantor Shadow, Centra Spike, Torn Victor, Cemetery Wind y Gray Fox. Este último, «Zorro Gris», tuvo bastante éxito y finalmente quedó como nombre en clave del comandante en jefe. En cuanto tomó posesión de su cargo, el coronel Dale Curtis desapareció para convertirse en Zorro Gris. Más adelante la unidad volvería a cambiar de nombre, Actividad de Apoyo a Inteligencia, pero cuando la última palabra empezó a llamar demasiado la atención, cambió de nuevo… a TOSA.
Zorro Gris llevaba ya seis años en su cargo cuando en 2009 su mejor cazahombres se jubiló, y con la cabeza llena de los secretos más confidenciales se fue a vivir a una cabaña en Montana para dedicarse a pescar truchas. El coronel Curtis solo podía cazar o pescar sentado a una mesa, pero un ordenador y todos los códigos de acceso a la maquinaria de defensa del país le dan a uno una buena ventaja. Al cabo de una semana de búsqueda apareció en la pantalla una cara que le hizo saltar del asiento: el teniente coronel Christopher «Kit» Carson, el hombre que lo había sacado del infierno de Shah-i-Kot.
Leyó su historial. Soldado en primera línea de combate, estudios universitarios, arabista, políglota, cazahombres. Se dispuso a hacer una llamada telefónica.
Kit Carson no quería abandonar el Cuerpo por segunda vez, pero por segunda vez la decisión no dependió de él.
Una semana más tarde hacía su entrada en el despacho que Zorro Gris ocupaba en un edificio de escasa altura situado en medio de un bosque del norte de Virginia. Se fijó en que el hombre que se acercaba para saludarlo cojeaba, en el bastón apoyado en un rincón, en las insignias del 75 de Rangers.
—¿Se acuerda de mí? —dijo el coronel.
Kit Carson recordó aquel viento helado, las enormes rocas bajo sus botas de combate, el peso casi sobrehumano que cargaba a la espalda, el cansancio que le pedía rendirse a la muerte.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo.
—Sé que no quiere dejar el Cuerpo, pero le necesito. Por cierto, dentro de este edificio solo utilizamos nombres de pila. Para los demás, el teniente coronel Carson ha dejado de existir. Para el mundo entero, fuera de este complejo, usted es simplemente el Rastreador.
A lo largo de esos años, seis de los enemigos más buscados de Estados Unidos fueron localizados personal o indirectamente por el Rastreador. Para empezar Baitullah Mehsud, talibán paquistaní, liquidado por un drone en una granja del Waziristán meridional en 2009; Abu al-Yazid, fundador de Al Qaeda que había financiado el ataque a las Torres Gemelas, abatido por otro drone en Pakistán un año más tarde.
Fue el Rastreador quien identificó a Al-Kuwaiti como el emisario personal de Bin Laden. Aviones espía siguieron su largo trayecto en coche a través de Pakistán hasta que, sorprendentemente, en lugar de dirigirse hacia las montañas lo hizo en dirección contraria, para identificar unas instalaciones en Abbottabad.
A continuación Anuar al-Awlaki, el americano-yemení que predicaba en inglés en la red. Lo encontraron porque invitó a su colega norteamericano Samir Khan, director de la publicación yihadista Inspire, a reunirse con él en el Yemen septentrional. Y por último Al-Quso, rastreado hasta su pueblo natal en el sur del Yemen. Otro drone disparó un misil Hellfire que entró por la ventana de su alcoba mientras él dormía.
Las yemas de los árboles empezaban a brotar cuando en 2014 Zorro Gris entró en la oficina del Rastreador con un decreto presidencial que un mensajero había traído por la mañana desde el Despacho Oval.
—Otro predicador cibernético, Rastreador. Pero es un caso muy raro: ni nombre ni cara. Escurridizo al máximo. Es todo tuyo. Cualquier cosa que necesites, solo tienes que pedirlo. El decreto lo autoriza todo.
Y se marchó cojeando.
Había un dossier muy fino. El primer sermón online databa de hacía dos años, poco tiempo después de que el primer ciberpredicador muriera con sus compañeros en una cuneta en el norte del Yemen, el 2 de septiembre de 2011. Mientras que Awlaki, nacido y criado en Nuevo México, tenía un claro acento norteamericano, el Predicador parecía más bien inglés.
Dos laboratorios lingüísticos habían tratado de identificar el acento para localizar su procedencia. Uno de esos laboratorios se encuentra en Fort Meade, Maryland, sede de la enorme NSA, la agencia de seguridad nacional. En él están los escuchas que pueden intervenir cualquier retazo de conversación vía móvil, fijo, fax, correo electrónico o radio en cualquier parte del mundo. Pero, además, hacen traducciones de un millar de idiomas y dialectos y descifran todo tipo de códigos.
El otro laboratorio pertenece al ejército y está en Fort Huachuca, Arizona. Ambos centros llegaron a similares conclusiones: se trataba probablemente de un paquistaní de familia culta y con estudios superiores. En los finales de ciertas palabras el Predicador hacía unos cortes bruscos que evidenciaban un origen colonial británico. Pero había un problema.
A diferencia de Awlaki, que hablaba a cara descubierta y mirando a cámara, el nuevo orador no mostraba nunca el rostro. Llevaba puesto un shemagh árabe tradicional, pero se cubría la cara remetiendo el extremo de la tela por el otro lado. Solo se veían los ojos, centelleantes. Según el informe, la tela podía distorsionar ligeramente la voz, lo cual hacía aún más difícil concretar. Echelon, nombre en clave del ordenador capaz de identificar todo tipo de acentos, se negaba a hacer afirmaciones categóricas sobre el origen de la voz.
El Rastreador pasó el aviso habitual a todas las comisarías y agencias para recabar cualquier información, por insignificante que fuera. Su llamamiento lo recibirían fuera del continente veinte servicios de espionaje implicados en la lucha contra el fundamentalismo islámico. Empezando por los británicos. Especialmente los británicos. Ellos habían gobernado Pakistán y conservaban allí buenos contactos. El SIS, el servicio secreto británico, estaba muy bien implantado en Islamabad y colaboraba estrechamente con la aún más voluminosa maquinaria de la CIA. Todos recibirían el mensaje.
El segundo paso era reunir toda la biblioteca de sermones de la página web yihadista. Eso supondría haber de escuchar durante horas y horas los sermones que el Predicador había estado lanzando al ciberespacio a lo largo de casi dos años.
El mensaje era muy simple, y tal vez por esa razón el Predicador sumaba tantos conversos a la causa de su yihadismo extremista. Para ser un buen musulmán, decía a la cámara, uno tenía que amar sincera y profundamente a Alá, loado sea su nombre, y a su profeta Mahoma, descanse en paz. Pero las palabras solas no bastaban. El creyente verdadero debía sentir el impulso de convertir su amor en actos concretos.
Unos actos que solo podían consistir en castigar a los que hacían la guerra a Alá y su pueblo, la umma musulmana. Y los mayores enemigos de Alá eran el Gran Satanás (Estados Unidos) y el Pequeño Satanás (Reino Unido). Merecían ser castigados por lo que habían hecho y hacían a diario, y ejercer ese castigo era un mandato divino.
El Predicador instaba a sus oyentes y espectadores a que evitasen confiar en los demás, ni siquiera en quienes afirmaban pensar igual que ellos. Incluso dentro de la propia mezquita había traidores dispuestos a denunciar al creyente verdadero a cambio del oro de los kuffar.
Por consiguiente, el creyente verdadero debía convertirse al islam verdadero en la intimidad de su propia conciencia y no confiar en nadie. Debía rezar a solas y no escuchar a nadie más que al Predicador: este le mostraría el camino verdadero. Y ese camino pasaba porque cada converso asestara un duro golpe contra el infiel.
Advertía contra acciones muy complejas en las que intervinieran muchos cómplices y sofisticados productor químicos, pues alguien podía detectar la compra o el almacenamiento de componentes para una bomba, o uno de los conspirados podía traicionarlos. Las cárceles de los infieles estaban repletas de hermanos que habían sido vigilados, espiados o traicionados por gente supuestamente de fiar.
El mensaje del Predicador era tan simple como letal. Todo creyente verdadero debía identificar a un destacado kaffir de la sociedad en la que se encontrara viviendo y mandarlo al infierno, mientras que él mismo, bendecido por Alá, debía morir con la certeza de alcanzar el paraíso para toda la eternidad.
Era una ampliación de la filosofía simplista del «Just do it» de Awlaki, solo que mejor expresada y más persuasiva. Su premisa era tan sencilla que hacía mucho más fácil decidir y actuar en solitario. El aumento de asesinatos inesperados en los dos países señalados demostraba que, aunque el mensaje calara únicamente en un escaso uno por ciento de los musulmanes jóvenes, seguía habiendo un ejército de millares.
El Rastreador esperó reacciones por parte de las agencias estadounidenses y sus homólogas británicas, pero nadie había oído hablar de ningún «Predicador» en tierras musulmanas. El apelativo se lo había adjudicado Occidente, a falta de otro nombre con el que llamarle. Pero de alguna parte había tenido que salir, eso era obvio. En algún sitio tenía que vivir, desde algún sitio emitía sus sermones, algún nombre tenía que tener.
Al final se convenció de que las respuestas estaban en el ciberespacio. Pero los expertos informáticos de Fort Meade, todos ellos de altísimo nivel, se habían dado por vencidos. Quienquiera que estuviese lanzando sermones al ciberespacio conseguía que fueran imposibles de rastrear y localizar, cambiando constantemente su lugar de procedencia y diseminándolos por todos los rincones del planeta en un centenar de posibles ubicaciones… todas ellas falsas.
Aunque la gente de seguridad diera su visto bueno, el Rastreador descartaba llevar a nadie a su escondite en el bosque. El secretismo que impregnaba a toda la unidad había calado en él también. Tampoco le gustaba tener que ir a otras oficinas del área de Washington, y procuraba evitarlo. Prefería ser visto únicamente por la persona con la que quería hablar. Sabía que estaba ganándose fama de raro y poco convencional, pero prefería los bares o restaurantes de carretera. Anónimos y sin rostro, tanto los establecimientos como sus clientes. En uno de esos locales, en la carretera de Baltimore, se reunió con el informático número uno de Fort Meade.
Se sentaron a una mesa frente a sendos cafés imbebibles. Se conocían de anteriores investigaciones. El hombre a quien el Rastreador había citado tenía fama de ser el mejor detective informático de la agencia de seguridad nacional, que no es decir poco.
—¿Cómo es que no lo encontráis? —preguntó el Rastreador.
El hombre de la NSA frunció el entrecejo y negó con la cabeza mientras la camarera permanecía cerca, dispuesta a llenarle la taza otra vez. Finalmente se alejó. Cualquiera que hubiese estado observando habría visto a dos hombres de mediana edad, uno atlético y el otro con la palidez del que trabaja en oficinas sin ventanas, y con varios kilos de más.
—Porque es un tipo muy listo —respondió finalmente. Detestaba que se le escaparan.
—Explícate —dijo el Rastreador—. En cristiano, si puede ser.
—Probablemente graba los sermones con una videocámara digital o un ordenador portátil. Hasta ahí, todo normal. Emite a través de una página web llamada Hejira, que es como se denomina la huida de Mahoma desde La Meca hasta Medina.
El Rastreador mantuvo el semblante serio. No necesitaba explicaciones sobre el islam.
—¿Puedes localizar la fuente de Hejira?
—No es necesario. No es más que un canal. Se lo compró a una pequeña empresa de Nueva Delhi que ya ha cerrado. Cuando quiere retransmitir un nuevo sermón al mundo lo envía a través de Hejira, pero mantiene secreta la localización haciendo que salga siempre desde un lugar de origen distinto, en diferentes puntos del globo terráqueo, y rebotándolo desde un centenar de ordenadores cuyos propietarios no saben absolutamente nada del papel que juegan en esto. Resumiendo: el sermón podría provenir de cualquier parte.
—¿Y cómo impide que se lo localice siguiendo la línea de desviaciones?
—Mediante un servidor proxy para crear una falsa IP. La IP es como tu dirección con el código postal. Luego, en el servidor proxy, ha introducido un malware o una botnet para rebotar el sermón por todo el mundo.
—Traduce.
El hombre de la NSA suspiró. Se pasaba la vida hablando en jerga informática con personas que sabían exactamente a qué se refería en todo momento.
—Malware. «Mal» lo dice todo. Un virus. «Bot» viene de robot, una cosa que se ocupa de todo sin hacer preguntas ni revelar para quién trabaja.
El Rastreador meditó sus palabras.
—Entonces ¿la poderosa NSA se ha dado por vencida?
Al superinformático del gobierno no le hizo gracia la pregunta, pero asintió con la cabeza.
—Seguiremos intentándolo, por supuesto.
—El tiempo corre. Quizá tendré que probar en otro sitio.
—Como quieras.
—Te voy a pedir un favor. Trata de controlar tu lógico disgusto. Y ahora imagina que tú fueras el Predicador. ¿Quién no querrías para nada que estuviera siguiéndote los pasos? ¿Quién haría que te echaras a temblar de preocupación?
—Alguien que fuese mejor que yo.
—¿Existe ese alguien?
El hombre del NSA suspiró.
—Puede. En alguna parte ahí fuera. Seguramente alguien de la nueva generación. Tarde o temprano los veteranos acaban siendo superados por un chaval imberbe en todos los ámbitos de la vida.
—¿Conoces a algún imberbe de esos? ¿Se te ocurre alguno en concreto?
—Bueno, conocerle, no, pero hace poco oí hablar en un congreso de un jovencito. Es de aquí, de Virginia. Mi informador me dijo que no había acudido porque vive con sus padres y no sale nunca de casa. Y nunca quiere decir nunca. Es un bicho raro. Apenas habla. Y se pone hecho un manojo de nervios cuando tiene que tratar con este mundo, pero en el suyo se mueve con la habilidad y el arrojo de un piloto de caza.
—¿Qué mundo es el suyo?
—El ciberespacio.
—¿Algún nombre? ¿Dirección?
—Supuse que me lo preguntarías. —Sacó un papel del bolsillo y se lo pasó. Después se puso de pie—. Si resulta que no sirve, la culpa no es mía. Fue solo un rumor, chismorreos entre frikis informáticos.
Una vez a solas el Rastreador se terminó los muffins y el café. En el aparcamiento de la cafetería echó un vistazo al papel. Roger Kendrick. Y una dirección en Centreville, Virginia, una de las muchas pequeñas ciudades satélite surgidas en las dos décadas anteriores y que, a raíz del 11-S, se llenaron de gente que solo iba a la gran ciudad a trabajar.
Todo rastreador, todo detective, sea cual sea la presa, dondequiera que tenga lugar la cacería, necesita un golpe de suerte. Uno al menos. Kit Carson fue afortunado. Iba a tener dos.
El primero vendría de un extraño adolescente a quien le daba miedo abandonar el desván de la casa que sus padres tenían en un barrio pobre de Centreville, Virginia; y el otro de un viejo campesino afgano cuyo reumatismo le estaba obligando a dejar el fusil y bajar de las montañas.