Si le hubieran preguntado, Jerry Dermott podría haber jurado con la mano en el corazón que jamás había hecho daño a nadie conscientemente en toda su vida y que no merecía morir. Pero eso no le salvó.
Era mediados de marzo en Boise, Idaho, y el invierno se resistía a emprender la retirada. Había nieve en las cumbres que rodeaban la capital del estado y el viento que soplaba procedente de las montañas aún era helado. Los transeúntes paseaban arrebujados en sus abrigos cuando el congresista salió de la sede del gobierno estatal, situada en el número 700 de West Jefferson Street.
Dejando atrás la suntuosa entrada y los muros de piedra arenisca del Capitolio, empezó a bajar la escalinata en dirección al coche que le esperaba. Saludó con su amabilidad habitual al agente que estaba junto a la garita y vio que Joe, su fiel chófer desde hacía muchos años, rodeaba la limusina para abrir la puerta trasera. No se fijó, en cambio, en el individuo bien abrigado que se levantaba de un banco de la acera y se ponía en movimiento.
El hombre llevaba un abrigo largo y oscuro sin abrochar, pero que mantenía cerrado con las manos hundidas en los bolsillos. Lucía una especie de gorro con dibujos geométricos y la única cosa rara para quien hubiera estado mirando, que no fue el caso, era que debajo del abrigo no llevaba vaqueros sino una especie de túnica blanca. Más adelante se determinó que la prenda era una dishdasha árabe.
Jerry Dermott estaba casi a la altura de la puerta abierta del coche cuando oyó que alguien decía: «Congresista». Él se volvió, y lo último que vio antes de morir fue un rostro oscuro con una expresión ausente, como si mirara un punto en la lejanía. El abrigo se abrió y la escopeta de cañones recortados apareció de debajo de la prenda.
La policía determinaría más adelante que ambos cañones fueron disparados simultáneamente y que los cartuchos contenían perdigones de gran calibre, no los pequeños para matar pájaros. El alcance era de unos tres metros.
Debido a la escasa longitud de los cañones, los proyectiles se dispersaron en un amplio radio. Varias bolitas de acero fueron más allá del blanco y algunas alcanzaron a Joe, haciéndolo girar y tambalearse hacia atrás. Él llevaba una pistola debajo de la americana, pero se cubrió instintivamente la cara con las manos y no llegó a usarla.
El agente que estaba en los escalones lo vio todo, sacó su revólver reglamentario y bajó corriendo. El agresor levantó los brazos (la mano derecha sujetaba todavía la escopeta) y gritó algo. El agente no podía saber si el segundo cañón había sido utilizado, así que disparó tres veces. A seis metros, y puesto que hacía prácticas de tiro con regularidad, difícilmente podía fallar.
Las tres balas impactaron en el pecho del hombre que gritaba, el cual salió despedido hacia atrás, chocó contra el maletero de la limusina, rebotó y cayó de bruces, muerto, junto a la acera. Varias personas aparecieron en el pórtico y vieron los dos cuerpos abatidos, al chófer mirándose las manos ensangrentadas y al policía en pie junto al agresor, apuntándolo con su revólver sujeto con ambas manos. Entraron corriendo en el edificio para pedir refuerzos.
Los dos cadáveres fueron trasladados al depósito de la ciudad, y Joe al hospital para ser atendido por los tres perdigonazos que le habían alcanzado en la cara. El congresista había fallecido a consecuencia de las más de veinte bolas de acero que habían penetrado en sus pulmones y su corazón. El agresor también estaba muerto.
El cadáver de este último, una vez desnudo sobre la losa del depósito, no aportó pistas sobre su identidad. No llevaba encima ninguna documentación y, extrañamente, no tenía más vello en el cuerpo que la barba. Sin embargo, dos personas reconocieron su fotografía en los periódicos vespertinos: el decano de un centro universitario en las afueras de la ciudad lo identificó como un alumno de origen jordano, y la patrona de una pensión lo reconoció como uno de sus inquilinos.
Los inspectores pusieron patas arriba su habitación y se llevaron muchos libros en árabe y un ordenador portátil. Una vez en el laboratorio técnico, la policía de Boise descargó el disco duro y se encontró con algo que ninguno de ellos había visto antes: una serie de discursos, o sermones, pronunciados por una figura enmascarada que predicaba en un inglés perfecto mirando a cámara con ojos centelleantes.
El mensaje era tan simple como despiadado. El «creyente verdadero» debía llevar a cabo su propia conversión, renegar de la herejía y abrazar la verdad musulmana; en la intimidad de su alma, sin confiarse ni confiar en nadie, debía convertirse a la yihad e incorporarse al ejército de soldados leales a Alá. Debía entonces buscar alguna persona importante al servicio del Gran Satanás, acabar con ella y luego morir como un shahid, un mártir, a fin de subir y habitar eternamente en el paraíso de Alá. Esa era la consigna de los sermones que transmitían todos el mismo mensaje.
La policía remitió las pruebas a la oficina local del FBI, y esta a su vez envió el expediente a la central de Washington en el edificio J. Edgar Hoover. Nadie se sorprendió en el cuartel general del FBI: ya habían oído hablar del Predicador.
1968
La señora Lucy Carson se puso de parto el 8 de noviembre y la llevaron directamente a la maternidad del Hospital de la Marina en Camp Pendleton, California, donde ella y su marido estaban destinados. Dos días más tarde nació su primero y el que sería su único hijo varón.
Le pusieron Christopher por el abuelo paterno, pero como al veterano oficial de marines todo el mundo lo llamaba Chris, para evitar confusiones se decidieron por el apodo Kit. La alusión al legendario Kit Carson de los tiempos de la frontera era pura coincidencia.
Fortuita fue también la fecha de nacimiento: 10 de noviembre, día de la fundación del Cuerpo de Infantes de la Marina de Estados Unidos en 1775.
El capitán Alvin Carson se encontraba entonces en Vietnam, donde los combates eran feroces y lo seguirían siendo durante casi cinco años más. Pero como le faltaba poco para terminar su período de servicio, obtuvo permiso para reunirse en Navidad con su mujer y sus dos hijas pequeñas y así conocer a su hijo recién nacido.
Tras Año Nuevo regresó a Vietnam hasta que, finalmente, en 1970 volvió a la base en creciente expansión de Pendleton. Su siguiente destino fue, de hecho, en el mismo Pendleton, donde se quedaron tres años, tiempo en el cual su hijo aprendió a andar y cumplió cuatro años y medio.
Lejos de la peligrosa jungla vietnamita, el matrimonio Carson llevó la clásica vida castrense entre la zona de viviendas de los casados, el despacho del capitán, el club de la base, el economato y la iglesia. Y Carson pudo enseñar a su hijo a nadar en el puerto deportivo Del Mar. A veces rememoraba aquellos años en Pendleton como una época dorada.
En 1973 fue transferido a otro destino «en familia», esa vez a Quantico, justo a las afueras de Washington DC. En aquel entonces Quantico no era más que un lugar agreste infestado de mosquitos y garrapatas, donde un niño podía dedicarse a perseguir ardillas y mapaches en el bosque.
Los Carson estaban todavía allí cuando Henry Kissinger y el norvietnamita Le Duc Tho se reunieron cerca de París y sellaron los acuerdos que pondrían oficialmente punto final a la década de matanzas que ahora conocemos como guerra de Vietnam.
Carson regresó por tercera vez al Sudeste asiático, recién ascendido a comandante. En la región seguía latente la amenaza del ejército norvietnamita, que se disponía a invadir el sur del país y quebrantar así los acuerdos de París. Pero Carson fue repatriado al poco tiempo, justo antes de la huida en desbandada desde la azotea de la embajada para coger el último avión que salía del aeropuerto.
Durante aquellos años su hijo Kit pasó por las fases normales de un chaval estadounidense: liga infantil de béisbol, boyscouts, colegio. En el verano de 1976 el comandante Carson y su familia fueron destinados a una tercera y enorme base de marines: Camp Lejeune, en Carolina del Norte.
En su calidad de segundo oficial al mando de un batallón, el comandante Carson abandonó el cuartel general del Octavo de Marines en la calle «C» para ir a vivir con su mujer y sus hijos a la zona residencial para oficiales casados. En ningún momento hablaron acerca de qué le gustaría ser de mayor al pequeño Kit. Había crecido en el seno de dos familias: los Carson y el Cuerpo de Marines. Se daba por sentado que seguiría los pasos del abuelo y del padre: iría a la escuela de oficiales y vestiría el uniforme.
De 1978 a 1981 el comandante Carson fue por fin destinado a un puesto marítimo largamente ansiado: Norfolk, la gran base conjunta de la Armada y los marines en el lado sur de la bahía de Chesapeake, en el norte de Virginia. La familia vivía en la base, y el comandante se embarcó como oficial de marines a bordo del Nimitz, orgullo de la flota de portaaviones. Allí fue testigo del fracaso de la operación Eagle Claw (o Desert One, como se la conoce también), el intento frustrado de rescatar a los diplomáticos estadounidenses secuestrados en Teherán por «estudiantes» al servicio del ayatolá Jomeini.
Desde el puente del Nimitz, a través de sus prismáticos de largo alcance, el comandante Carson observó los ocho enormes helicópteros Sea Stallion que se alejaban hacia la costa para reforzar a los boinas verdes y los rangers encargados de rescatar a los rehenes y transportarlos a un lugar seguro.
Y también vio cómo la mayoría de ellos, regresaban en condiciones penosas. Primero los dos helicópteros que se averiaron sobrevolando la costa iraní porque no disponían de filtros para la arena y se habían topado con una tormenta de polvo. Luego los que volvían con los heridos de cuando uno de los choppers había chocado contra el parabrisas de un Hercules y explotado en una gran bola de fuego. Ese recuerdo, y la insensata estrategia que fue la causa de todo, le dejarían un mal sabor en la boca para siempre.
Desde el verano de 1981 hasta 1984 Alvin Carson, ahora teniente coronel, estuvo destinado en Londres con su familia como agregado de los marines en la embajada de Grosvenor Square. Kit ingresó en la American School de St. John’s Wood. Más adelante el muchacho recordaría con agrado aquellos tres años en Londres. Era la época de la pareja Margaret Thatcher y Ronald Reagan y su poderosa asociación.
Se produjo la invasión y la liberación de las islas Malvinas. Una semana antes de que los paracaidistas británicos entraran en Port Stanley, Reagan hizo una visita de Estado a Londres. Charlie Price fue nombrado embajador y se convirtió en el norteamericano más popular de la ciudad. Todo eran fiestas y bailes, y en una recepción en la embajada Carson y su familia fueron presentados a la reina Isabel. Kit, que entonces tenía catorce años, se enamoró por primera vez de una chica; y su padre cumplió los veinte años en el Cuerpo de Marines.
Ascendido a teniente coronel, Carson se hizo cargo del Segundo Batallón, Tercer Regimiento de marines, y la familia fue trasladada a Kaneohe Bay, en las islas Hawai, un lugar radicalmente opuesto a Londres. Además de practicar surf, buceo de superficie, saltos de trampolín y pesca, el muchacho empezó a interesarse cada vez más por las chicas.
A los dieciséis años se había convertido en todo un atleta, y sus notas evidenciaban que poseía además un cerebro muy despierto. Cuando un año más tarde su padre fue ascendido a la división de Operaciones y enviado de nuevo al continente, Kit Carson había alcanzado el rango de Águila en los scouts y había ingresado en el Centro de Adiestramiento de Oficiales de la Reserva. Lo que esperaban sus padres de él se había cumplido: Carson hijo seguía los pasos de su padre para convertirse en oficial de marines.
De vuelta en Estados Unidos sintió la llamada universitaria. Lo enviaron a estudiar al Centro William and Mary de Williamsburg, Virginia, donde estuvo interno durante cuatro años y se especializó en historia y química. Y hubo también tres largas vacaciones de verano que dedicó a la escuela de paracaidismo, la de buceo y la de Candidatos a Oficiales de Quantico.
Se graduó en la primavera de 1989 con veinte años y obtuvo, simultáneamente, su licenciatura y su galón de subteniente en el Cuerpo. Sus progenitores asistieron orgullosos a la ceremonia. Carson padre era ya general de una estrella.
El primer destino de Kit Carson fue la Escuela Básica, hasta Navidad, y luego la Academia de Oficiales de Infantería hasta marzo de 1990, donde se licenció. El siguiente paso fue la Escuela de Rangers de Fort Benning, Georgia, y con su título de ranger fue enviado a Twentynine Palms, California.
Allí asistió al Centro de Combate Tierra/Aire, siendo destinado al Primer Batallón, Séptimo Regimiento, en la misma base. Entonces, el 2 de agosto de 1990, un tal Sadam Husein invadió Kuwait. Los marines estadounidenses volvieron a la guerra, y con ellos el teniente Kit Carson.
1990
En cuanto se decidió que la invasión de Kuwait por parte de Sadam Husein era inaceptable, una gran coalición dispuso sus efectivos a lo largo de la desértica frontera que separa Irak de Arabia Saudí, desde el golfo Pérsico en el este hasta la frontera jordana en el oeste.
Los marines intervinieron como fuerza expedicionaria comandada por el general Walter Bloomer, dentro de la cual estaba la Primera División al mando del general Mike Myatt. Mucho más abajo en el escalafón se hallaba el teniente segundo Kit Carson. La división fue destinada al extremo oriental del frente de la coalición; a su derecha solo tenían las azules aguas del Pérsico.
El primer mes, un agosto de calor indescriptible, fue de una actividad febril. La división entera, con sus blindados y su artillería, tuvo que desembarcar y desplegarse a lo largo del sector que debía cubrir. Una gran flota de buques mercantes arribó al hasta entonces puerto petrolífero de Al-Jubail a fin de descargar lo necesario para equipar, alojar y mantener pertrechada a toda la división. Hasta septiembre Kit Carson no conoció su primera misión. La entrevista fue con un mordaz comandante cuyo rango y veteranía seguramente habían sido pasados por alto y al que no se veía demasiado contento por ello.
El comandante Dolan leyó con calma el historial del nuevo oficial, hasta que encontró algo chocante. Levantó la vista.
—¿Vivió de pequeño en Londres?
—Sí, señor.
—Qué raros son, los cabrones. —Dolan terminó de leer detenidamente el historial y cerró la carpeta—. Aquí al lado, hacia el oeste, tenemos a la Séptima Brigada Blindada. Se hacen llamar Ratas del Desierto. Ya le digo, son muy raros. Mira que llamar ratas a sus propios soldados.
—En realidad es un jerbo, señor.
—¿Un qué?
—Un jerbo. Es un pequeño mamífero parecido a la mangosta. Ese apodo se lo ganaron combatiendo a Rommel en el desierto libio durante la Segunda Guerra Mundial. Él era el Zorro del Desierto. El jerbo es más pequeño, pero muy escurridizo.
El comandante Dolan no dio muestras de estar impresionado.
—No se haga el listo conmigo, teniente. Sea como sea, resulta que hemos de llevarnos bien con esas ratas. Le he propuesto al general Myatt enviarlo a usted como uno de nuestros oficiales de enlace. Puede retirarse.
Las tropas de la coalición hubieron de pasar cinco meses más achicharrándose en aquel desierto mientras las fuerzas aéreas aliadas se encargaban de «degradar» al ejército iraquí en un cincuenta por ciento, una estrategia que el general Norman Schwarzkopf, al mando de la operación conjunta, había exigido para pasar a la ofensiva. Durante una parte de esos meses, y tras presentarse al general británico Patrick Cordingley, que mandaba la Séptima Acorazada, Kit Carson sirvió de enlace entre ambos contingentes.
Muy pocos soldados estadounidenses lograron desarrollar un mínimo interés, o sentir cierta empatía, respecto a la cultura nativa de los saudíes. Carson, que era de natural curioso, fue una excepción. Entre los británicos encontró a dos oficiales que sabían un poco de árabe y se aprendió de memoria unas cuantas frases y expresiones. Cuando iba a Al-Jubail escuchaba las cinco llamadas diarias a la oración y se fijaba en cómo la gente se postraba una y otra vez, con la frente pegada al suelo, para cumplir el ritual.
Carson acostumbraba a saludar a los saudíes a los que tuvo ocasión de conocer con un «Salaam alaikhum» (la paz esté contigo), a lo que ellos respondían: «Alaikhum as-salaam» (contigo esté la paz). Todos se sorprendían de que un extranjero se tomara esa molestia; a partir de ahí, la simpatía estaba asegurada.
Al cabo de tres meses la brigada británica aumentó hasta convertirse en una división y el general Schwarzkopf la desplazó más hacia el este, para gran disgusto del general Myatt. Cuando las fuerzas terrestres se movieron por fin, la batalla fue breve, intensa y cruenta. Los blindados iraquíes fueron machacados por los tanques Challenger II británicos y los Abrams estadounidenses. La superioridad aérea fue absoluta, como venía sucediendo desde hacía meses.
La infantería de Sadam había sido pulverizada a base de bombardeos masivos de los B-52 norteamericanos; los soldados salían en manada de las trincheras con las manos en alto. Para los marines la ofensiva consistió en una carga sobre Kuwait, donde fueron recibidos con vítores, y una última escaramuza en la frontera iraquí, que el alto mando les ordenó no traspasar. La campaña por tierra duró apenas cinco días.
El teniente Carson debía de haber hecho las cosas bien. A su regreso, en el verano de 1991, tuvo el honor de ser transferido al Pelotón 81 mm en calidad de mejor teniente del batallón. Carson, que a todas luces parecía destinado a seguir subiendo en el escalafón, hizo entonces —por primera vez, aunque no sería la última— algo bastante fuera de lo común. Pidió, y le fue concedida, una beca Olmsted. Cuando le preguntaron por el motivo de su solicitud, dijo que quería que lo enviaran al Instituto de Lenguas Extranjeras, un centro del departamento de Defensa situado en el Presidio de Monterey, California. Tras ser preguntado más a fondo por sus motivaciones, acabó reconociendo que su deseo era aprender bien el árabe. Fue una decisión que más adelante le cambiaría por completo la vida.
Sus superiores se quedaron un tanto estupefactos, pero accedieron a la petición. Con la beca bajo el brazo, Carson pasó su primer año en Monterey y los dos siguientes como interno en la Universidad Americana de El Cairo. Una vez allí descubrió que era el único marine y el único militar que había entrado en combate. Durante su estancia en la capital egipcia, el 26 de febrero de 1993 un yemení de nombre Ramzi Yousef intentó volar una de las torres del World Trade Center de Manhattan. No lo consiguió, pero, sin que el gobierno norteamericano fuera consciente de ello, había prendido la mecha de la yihad islámica contra Estados Unidos.
En aquel tiempo no había prensa digital, pero el teniente Carson pudo seguir la investigación desde el otro lado del Atlántico por radio. Se quedó tan perplejo e intrigado que finalmente fue a hacer una visita a la persona más sabia de cuantas había conocido en Egipto. Jaled Abdulaziz era profesor en la Universidad de Al-Azhar, uno de los grandes centros del mundo islámico dedicado al estudio del Corán. Recibió al joven norteamericano en sus dependencias del campus.
—¿Por qué lo han hecho? —preguntó Kit Carson.
—Porque os odian —dijo el anciano con serenidad.
—Pero ¿cuál es la razón? ¿Qué les hemos hecho?
—¿A ellos personalmente? ¿A sus países? ¿A sus familias? Nada, salvo quizá distribuir dólares. Pero eso no es la cuestión. Con el terrorismo esa nunca es la cuestión. Con el terrorismo, sea Al-Fatah o Septiembre Negro o la nueva ola supuestamente religiosa, lo primero es la rabia y el odio. Luego viene la justificación. Para el IRA es el patriotismo; para las Brigadas Rojas, la política; para el yihadismo salafista, la piedad. O una presunta piedad.
Jaled Abdulaziz estaba haciendo té para dos en su hornillo portátil.
—Pero ellos afirman seguir las enseñanzas del sagrado Corán. Sostienen que están obedeciendo al profeta Mahoma, que están sirviendo a Alá.
El anciano profesor sonrió mientras el agua rompía a hervir. Se había fijado en la inclusión de la palabra «sagrado» antes de Corán. Una muestra de cortesía, pero sin duda bienvenida.
—Joven, yo soy lo que se llama un hafiz, un término utilizado para referirse a aquel que ha memorizado los 6236 versículos del libro sagrado. A diferencia de la Biblia, que fue escrita por centenares de autores, nuestro Corán lo escribió (mejor dicho, lo dictó) una sola persona. Y, sin embargo, existen pasajes que parecen contradecirse.
»Lo que hacen los yihadistas es sacar de contexto una o dos frases, distorsionarlas un poco más y así fingir que tienen una justificación divina. Pues no. En ninguna parte de nuestro libro sagrado se dice que haya que masacrar a mujeres y niños para complacer a aquel que llamamos Alá, el Misericordioso, el Compasivo. Todos los extremistas lo hacen, e incluyo a cristianos y judíos. Que no se nos enfríe el té. Hay que tomarlo muy caliente.
—Pero, profesor, esas contradicciones… ¿Nadie las ha analizado, explicado, racionalizado?
El anciano sirvió más té al joven norteamericano. Tenía sirvientes, pero le gustaba hacerlo él mismo.
—Constantemente —dijo—. Durante mil trescientos años muchos eruditos han estudiado y redactado comentarios sobre el libro del que estamos hablando. Se los conoce colectivamente como el Hadith. Hay unos cien mil comentarios.
—¿Los ha leído usted?
—No todos. Harían falta unas diez vidas para ello. Pero sí he leído muchos. Y he escrito dos.
—Uno de los terroristas, el jeque Omar Abdul Rahman, al que llaman el clérigo ciego, era… bueno, es también un estudioso del Corán.
—Un estudioso que se equivoca. En todas las religiones los hay.
—Déjeme que se lo pregunte otra vez. ¿Por qué odian?
—Porque ustedes no son ellos. Todo cuanto les es ajeno les produce una profunda ira: judíos, cristianos, aquellos a quienes llamamos kuffar, los infieles que no quieren convertirse a la única religión verdadera. Pero también odian a aquellos que no son lo bastante musulmanes. En Argelia los yihadistas arrasan aldeas de fellagha o campesinos, incluidos mujeres y niños, en su guerra santa contra Argel. No lo olvide nunca, teniente: primero la rabia y el odio; después la justificación, la pose de una gran piedad, pura farsa.
—¿Y usted, profesor?
El anciano suspiró.
—Los detesto y los desprecio, teniente. Porque cogen el rostro de mi amado islam y lo presentan al mundo contorsionado por la rabia y el odio. Pero el comunismo murió, y Occidente es débil e interesado, se mueve por el placer y la codicia. Habrá muchos que presten oídos al nuevo mensaje.
Kit Carson miró el reloj. Pronto sería la hora de la oración para el profesor. Se puso de pie. El anciano se dio cuenta y sonrió. Se levantó también y acompañó al joven hasta la puerta. Cuando ya se marchaba, lo llamó.
—Teniente, mucho me temo que mi amado islam haya entrado en una larga y oscura noche. Usted es joven y verá cómo acaba todo, inshallah. Yo rezo para no ser testigo de ello.
Tres años más tarde el viejo profesor moría en su cama. Pero los asesinatos en masa habían dado comienzo en Arabia Saudí con la explosión de una bomba de gran potencia en un bloque de pisos ocupado mayormente por estadounidenses. Un tal Osama bin Laden había abandonado Sudán y regresado a Afganistán en calidad de invitado de honor del nuevo régimen talibán, que había arrasado el país. Y Occidente continuaba sin tomar medidas para defenderse, y seguía disfrutando de los años de la langosta.
En la actualidad
En verano la pequeña población rural de Grangecombe, en el condado inglés de Somerset, atraía a unos pocos turistas que paseaban por sus adoquinadas calles del siglo XVII. Por lo demás, aparte de las carreteras que iban a las playas y calas del sudoeste, era un lugar bastante tranquilo. Pero tenía su historia y una cédula real y un ayuntamiento y un alcalde. En abril de 2014 quien estaba al frente del consistorio era el señor Giles Matravers, un sastre retirado a quien ese año le tocaba por turno ocupar la alcaldía y tener el privilegio de lucir el collar, la capa ribeteada de pieles y el tricornio propios del cargo.
Y así ataviado inauguraba una nueva Cámara de Comercio justo detrás de High Street cuando un individuo se separó del grupito de espectadores, salvó rápidamente los diez o doce metros que lo separaban de él y, sin que nadie pudiera reaccionar a tiempo, le clavó un cuchillo de carnicero en el pecho.
Había allí dos agentes de policía, aunque ninguno de ellos iba armado. El alcalde moribundo fue atendido por el secretario del ayuntamiento y algunos de los presentes, pero fue en vano. Los policías redujeron al asesino, que no hizo el menor intento por escapar. Se limitó a gritar algo que nadie entendió pero que, posteriormente, expertos reconocieron como la frase «Allahu akhbar» (Alá es grande).
Uno de los policías recibió una cuchillada en la mano al intentar desarmar al agresor, quien finalmente fue reducido por los dos agentes uniformados. Poco después llegaban varios inspectores desde Taunton, la capital del condado, y procedían a abrir una investigación. En la comisaría, el agresor se negó obstinadamente a responder las preguntas. Como iba vestido con una dishdasha hasta los pies, hicieron venir de la jefatura del condado a un agente que hablaba árabe, pero tampoco logró gran cosa.
El hombre fue identificado: trabajaba de reponedor en el supermercado local y vivía en un pequeño cuarto en una pensión. Su casera reveló que el individuo era iraquí. Al principio se pensó que el atentado podía ser fruto de la rabia ante lo que estaba sucediendo en su país, pero desde el Ministerio del Interior informaron de que había llegado al país como refugiado y había solicitado asilo político. Algunos jóvenes de la localidad declararon que, hasta hacía tres meses, Farouk, a quien llamaban Freddy, iba a fiestas, bebía alcohol y salía con chicas, pero que luego había cambiado, se volvió muy callado y renegó de su anterior manera de vivir.
En su habitación apenas encontraron nada, aparte de un ordenador portátil cuyo contenido habría resultado de lo más familiar a la policía de Boise, Idaho. Sermones y más sermones de un enmascarado sentado delante de una especie de telón de fondo con inscripciones coránicas, instando al devoto a acabar con los kuffar. Los desconcertados policías de Somerset visionaron una docena de esos sermones, ya que el predicador hablaba un inglés prácticamente desprovisto de acento alguno.
Mientras el asesino, todavía mudo, comparecía ante el juez, el expediente y el portátil fueron enviados a Londres. La policía metropolitana remitió los detalles al Ministerio del Interior, que hizo una consulta al MI5, el servicio de seguridad británico. Habían recibido ya un informe de su enlace en la embajada de Reino Unido en Washington en relación con un incidente ocurrido en Idaho.
1996
A su regreso a Estados Unidos, el capitán Kit Carson estuvo destinado durante tres años en Camp Pendleton, el lugar donde nació y pasó los cuatro primeros años de su vida. Durante ese tiempo su abuelo paterno, un coronel retirado que había combatido en Iwo Jima, murió en su casa de Carolina del Norte, si bien tuvo el orgullo de presenciar, poco antes de fallecer, el ascenso a general de una estrella de su hijo.
Kit Carson conoció y se casó con una enfermera de la Armada que trabajaba en el mismo hospital donde él había nacido. Susan y él intentaron tener un hijo, pero al cabo de tres infructuosos años los análisis mostraron que ella era estéril. Decidieron adoptar, pero no por el momento. Luego, en el verano de 1999, Carson fue asignado a la escuela militar de Quantico y ascendido a comandante un año más tarde. Poco después de la graduación, él y su mujer fueron trasladados de nuevo, esa vez a Okinawa, en Japón.
Fue allí, muchas franjas horarias al oeste de Nueva York, mirando el último telediario antes de acostarse, cuando, sin dar crédito a sus ojos, contempló las imágenes de lo que al poco tiempo se conocería como el 11-S de 2001.
Junto con otros oficiales se pasó toda la noche viendo, en silencio, una y otra vez, los planos a cámara lenta de los dos aviones estrellándose contra la torre norte primero, y la torre sur después, del World Trade Center.
A diferencia de quienes lo acompañaban, él sabía árabe, conocía el mundo árabe y las complejidades de la religión islámica, a la que pertenecían más de mil millones de habitantes de este planeta.
Se acordó del profesor Abdulaziz, de sus pausados ademanes al servir el té, de cómo profetizó una larga y oscura noche para el orbe islámico. Y para el mundo en general. A su alrededor oyó comentarios cada vez más airados según se iban conociendo detalles del atentado terrorista. Diecinueve árabes —entre ellos, quince saudíes— habían sido los autores. Recordó la franca sonrisa de los comerciantes de Al-Jubail cuando él los saludaba en árabe. ¿Eran la misma gente?
El regimiento formó al alba para escuchar las palabras de su comandante. Fue un mensaje escueto. Estaban en guerra y el Cuerpo de Marines, como siempre, defendería a la nación cuando, donde y como el mando lo creyera necesario.
El comandante Kit Carson pensó amargamente en los años perdidos, cuando ataques reiterados contra intereses estadounidenses en África y Oriente Próximo habían conducido a toda una semana de indignación por parte de los políticos, pero no a una admisión radical de la magnitud de la matanza que se estaba preparando en una red de cuevas afganas.
Calibrar el trauma que el 11-S significó para Estados Unidos y su ciudadanía es tarea imposible. Todo había cambiado, nada volvería a ser como antes. En cuestión de veinticuatro horas, el gigante despertó por fin.
Habría venganza, Carson era consciente de ello, y quería participar; pero le quedaban varios años por delante en aquella isla japonesa.
Sin embargo, lo que cambió para siempre la historia de Estados Unidos iba a cambiar también la vida de Kit Carson. Lo que él no sabía era que en Washington uno de los funcionarios más antiguos de la CIA, un veterano de la Guerra Fría llamado Hank Crampton, estaba hurgando en los archivos de las Fuerzas Armadas a la caza de una clase especial de hombre. La operación recibió el nombre de Scrub, y lo que Crampton andaba buscando eran oficiales en activo que supieran árabe.
En su oficina del edificio N.º 2, complejo de la CIA en Langley, Virginia, los datos fueron introducidos en una serie de ordenadores capaces de examinarlos con muchísima más rapidez que la vista o el cerebro humanos. Nombres e historiales fueron desplegándose en la pantalla, la mayoría de ellos para ser descartados, y solo unos cuantos pasaron el filtro.
Un nombre en particular hizo que apareciera una estrellita intermitente en la esquina superior de la pantalla. Comandante de marines, beca Olmsted, Instituto de Lenguas Extranjeras de Monterey, dos años en El Cairo, dominio del árabe. ¿Dónde está?, preguntó Crampton. En Okinawa, respondió el ordenador. Pues le necesitamos aquí, sentenció Crampton.
Requirió tiempo y unos cuantos gritos. El Cuerpo opuso resistencia, pero la CIA llevaba las de ganar. El director de la agencia responde solo ante el presidente, y George Tenet gozaba de la confianza de George W. Bush. El Despacho Oval rechazó las protestas del Cuerpo de Marines. Carson fue transferido, de manera sumaria aunque temporal, a la CIA. Él no deseaba cambiar de Cuerpo, pero de ese modo podría salir de Okinawa, así que juró reincorporarse a los marines en cuanto le fuera posible.
El 20 de septiembre de 2001 un Starlifter despegó de la isla rumbo a California. En la parte de atrás viajaba un comandante de marines. Él sabía que el Cuerpo cuidaría de Susan; más adelante se encargarían de alojarla en su base de Quantico, no muy lejos de Langley, donde él iba a estar.
Desde California, el comandante Carson fue trasladado a la base Andrews de la Fuerza Aérea, cerca de Washington, de donde partió para dirigirse al cuartel general de la CIA a fin de recibir órdenes.
Hubo entrevistas, hubo exámenes de árabe, hubo un cambio obligado a ropa de paisano y, por último, un despachito en el edificio N.º 2, a años luz de los cargos importantes de la agencia, que ocupaban las plantas superiores del edificio N.º 1 original.
Le dieron un montón de papeles con mensajes en árabe emitidos por radio, para que los leyera y comentara. Eso irritó a Carson. Era un trabajo para la Agencia de Seguridad Nacional con sede en Fort Meade, Maryland, en la carretera de Baltimore. Ellos eran los especialistas en escuchas clandestinas y en criptología. Él no se había hecho marine para analizar partes informativos de Radio El Cairo.
Pero entonces corrió un rumor por el edificio. Por lo visto el mulá Omar, líder del gobierno talibán, se negaba a entregar a los culpables del atentado contra la Torres Gemelas. Osama bin Laden y todo su movimiento, Al Qaeda, permanecerían a salvo en Afganistán. Y el rumor era: vamos a invadir.
Los detalles eran escasos pero precisos en varios puntos. La Armada desplegaría su flota en el golfo Pérsico a fin de proporcionar apoyo aéreo masivo. Pakistán cooperaría, pero a regañadientes y poniendo un montón de condiciones. Sobre el terreno, Estados Unidos solo tendría a las Fuerzas Especiales. Sus homólogos británicos estarían también allí.
La CIA, aparte de contar con espías, agentes y analistas, tenía una sección dedicada a lo que en el oficio se conoce como «medidas activas», un eufemismo para denominar el peliagudo asunto de matar personas.
Kit Carson decidió dar un paso al frente, y no se anduvo con rodeos. Fue a ver al jefe de la SAD, la división de actividades especiales, y le dijo sin más: «Me necesitan».
—Señor, yo no sirvo de nada sentado todo el día en esta especie de gallinero. Puede que no hable pastún ni dari, pero nuestros verdaderos enemigos son terroristas de Bin Laden, todos ellos árabes. Puedo escuchar lo que dicen. Puedo interrogar a prisioneros, leer sus notas e instrucciones escritas. Me necesitan con ustedes en Afganistán, aquí no hago ninguna falta.
Había conseguido un aliado. Lo transfirieron. Cuando el presidente Bush anunció formalmente la invasión el día 7 de octubre, las primeras unidades de la SAD estaban ya en camino para reunirse con la Alianza del Norte antitalibán. Y Kit Carson iba con ellos.