En el oscuro y desconocido corazón de Washington hay una lista breve y secreta. En ella constan los terroristas considerados tan peligrosos para Estados Unidos, sus ciudadanos y sus intereses, que han sido condenados a muerte sin mediar intento alguno de detenerlos o juzgarlos o procesarlos como se debe. La llaman «la lista de asesinables».
Cada martes por la mañana se reúnen en el Despacho Oval el presidente y seis hombres, ni uno más, ni uno menos, para estudiar posibles enmiendas a esta lista. Entre ellos se encuentran el director de la CIA y el general de cuatro estrellas al mando del mayor y más peligroso comando de operaciones especiales del mundo: el J-SOC, que se supone que no existe.
Una fría mañana de primavera de 2014 un nuevo nombre fue añadido a la lista de la muerte. Se trataba de un hombre tan escurridizo que ni siquiera se conocía su verdadera identidad, y la enorme maquinaria antiterrorista estadounidense no disponía de ninguna fotografía. Al igual que Anuar al-Awlaki, el fanático estadounidense de origen yemení que predicaba el odio a través de internet y que estuvo en la lista hasta que fue eliminado en 2011 en el norte de Yemen por un misil disparado desde un drone, el nuevo elemento predicaba asimismo online. Sus sermones eran tan convincentes que muchos jóvenes musulmanes de la diáspora estaban convirtiéndose al islam ultrarradical y asesinando en su nombre.
Igual que Awlaki, el nuevo elemento hablaba también un inglés perfecto. A falta de nombre, se le conocía como el Predicador.
La misión fue asignada al J-SOC, cuyo comandante en jefe la encomendó a la TOSA, una unidad tan en la sombra que el noventa y ocho por ciento de los oficiales estadounidenses en activo no había oído hablar nunca de ella.
La TOSA, de hecho, es una sección muy pequeña con base en el norte de Virginia encargada de perseguir a terroristas que intentan escabullirse de la justicia retributiva estadounidense.
Aquella tarde el director de la TOSA, conocido como Zorro Gris en todas las comunicaciones de carácter oficial, entró en el despacho de su cazador de hombres más experto y le dejó un papel encima de la mesa. Simplemente decía:
El Predicador. Identificar. Localizar. Destruir.
Justo debajo estaba la firma del comandante en jefe, el presidente de la nación, lo que la convertía en una Orden Ejecutiva. Una «O. E.».
El hombre que contemplaba fijamente la orden era un enigmático teniente coronel de cuarenta y cinco años perteneciente al Cuerpo de Marines de Estados Unidos, también conocido, tanto dentro como fuera del edificio, por un nombre en clave: el Rastreador.