Después de meditarlo con detenimiento, Daniel había decidido encargarle el trabajo a Lucas y su manada. Sabía que podía confiar en ellos y que protegerían a Sebastian y a su familia con sus propias vidas si llegaba el momento.
Estaba inquieto, en parte por la necesidad de cazar que sentía desde hacía un par de días, y en parte por su conciencia intranquila. Estaba dividido entre la lealtad y el buen juicio, pero, en este caso, estaba seguro de que el segundo era el acertado. Llamó a Lucas desde la cocina, mientras se preparaba un café que estaba seguro iba a saberle a rayos, porque lo que su cuerpo le pedía era el sabor de la adrenalina en la sangre de una presa.
Entró en su estudio con la taza oscilando sobre un montón de documentos financieros que debía revisar. Todo su cuerpo se tensó, olía a vampiro, a vampiro cabreado.
—Buenos días, William.
William estaba sentado en el sillón de Daniel, con los pies en el escritorio y los brazos cruzados sobre el pecho, su imagen parecía tranquila. Solo sus ojos anunciaban la tormenta que había estallado en su interior.
—Buenos días, ¿has dormido bien? —saludó William con un siseo.
Daniel asintió, esbozando una leve sonrisa. La máscara inexpresiva y cenicienta que cubría el rostro de William lo puso en alerta. El vampiro estaba al corriente de todo.
—Ha pasado algo en la mansión Crain —dijo William con una calma premeditada—, atacaron los aposentos de mi hermana, simularon un intento de secuestro para captar la atención de los guardias y así poder acceder a la cámara acorazada. Se llevaron todo lo que había sobre el suero. Aunque tú ya lo sabías, ¿no es así?
—Le prometí a tu padre que no te diría nada —comentó Daniel. Sus ojos no se apartaron del vampiro mientras dejaba el papeleo y el café sobre la mesa.
—¡Maldita sea, Daniel, somos amigos, hermanos! —empujó la mesa con fuerza y se puso en pie—. ¿Cómo has podido ocultarme algo así?
—Para protegerte.
—No necesito que me protejas —escupió entre dientes—. No soy un niño, ni uno de tus hijos, aunque te empeñas en tratarme como tal. Has cambiado —dijo a modo de reproche.
—Le hice una promesa a tu padre —insistió en ese detalle, como si eso lo explicara todo.
William rodeó la mesa y se acercó amenazante a Daniel hasta quedar a solo unos centímetros de él. Sus rostros frente a frente, echando chispas.
—¿Y qué hay de la promesa que me hiciste a mí?
—La estoy cumpliendo, William, no dejaré que te hundas en la oscuridad.
—¿Y cómo vas a hacerlo, si dejo de confiar en ti? Miénteme de nuevo y no volverás a verme —siseó las palabras con rabia y sus ojos le lanzaron una advertencia.
—William. —Puso la mano sobre el hombro del vampiro, pero este se retiró con una mueca de desagrado al sentir su contacto y abandonó el estudio como una exhalación.
William salió de la casa con la sed quemando su interior, sus ojos estaban encendidos, los puños apretados por la furia. Se sentía como un león enjaulado, limitado por unos barrotes invisibles que no le permitían alcanzar la libertad. La rabia le estaba provocando náuseas, teñía de rojo sus propios pensamientos e instaló en su pecho un terrible deseo de destrozar todo lo que encontrara a su paso.
Marie había estado en peligro por su culpa, por culpa de lo que él era, y ni siquiera se encontraba junto a ella para protegerla. Para colmo, se sentía traicionado por todos aquellos en los que confiaba. Se habían unido, tratando de mantenerlo apartado de todos los acontecimientos que habían tenido lugar, sucesos que comprometían su propia vida. Subió al coche y desapareció por la carretera a gran velocidad, necesitaba liberarse de la sensación que lo ahogaba, consciente de lo peligroso que era en ese momento para cualquiera que se cruzara con él. Una sola mirada extraña y arrancaría la cabeza de su propietario sin dudar.
Susurró una maldición y aceleró aún más. En algún rincón perdido de su mente sabía que él habría hecho lo mismo, hasta cierto punto, podía entender a Daniel, a Cyrus, a su padre. Pero eso no aliviaba el sentimiento de haber sido traicionado.
Una sonrisa desfigurada apareció en su rostro. Allí fuera, en alguna parte, había un loco. Alguien tan desesperado como para querer enfrentarse a él, arrebatarle su sangre e intentar encontrar una cura al sol para los renegados. «Bien, que lo intente», pensó con rabia.
Condujo como un loco durante más de dos horas, con la temeridad de un suicida, con verdaderos problemas para recuperar la calma. Otro de los inconvenientes de sus nuevos cambios.
Su teléfono móvil comenzó a sonar. Era Keyla.
—¡Maldita sea, lo olvidé! —farfulló.
Dio un volantazo y giró en sentido contrario. No estaba de ánimo para ver a nadie, pero necesitaba distraerse a toda costa o acabaría por volverse loco.
A última hora de la tarde, William acompañó a Keyla a casa. Sostuvo la puerta y le ofreció su mano libre para ayudarla a descender del coche.
—Siento haber estado tan ausente —dijo él en tono culpable. Sus pasos resonaban con fuerza sobre el suelo de piedra—, hoy no he sido la mejor compañía.
—¡No digas tonterías! —exclamó ella, dándole un apretón cariñoso en la mano. Se las había arreglado para no soltarlo mientras se acercaban a la entrada de su casa—. Para mí ha sido una tarde perfecta. No lo digo por decir, William —le aseguró al ver su triste sonrisa—. Pero si te sientes mal, puedo dejar que me compenses, aún no ha terminado el día.
Keyla se sentía terriblemente atraída por él. No era de su casta, pero conectaban, compartían intereses, aficiones y… secretos. Jamás habría imaginado que tendría tales sentimientos hacia un chico y, mucho menos, si este era un vampiro. A pesar del pacto, sus especies parecían condenadas a no entenderse.
—Nada me gustaría más, pero también estropearía tu noche, de verdad, no estoy de humor.
—¿Y si vamos al cine? —sugirió Keyla, deteniéndose junto a la puerta.
—¿Al cine? —repitió él considerando la oferta.
En el fondo no deseaba volver a la residencia de los Solomon y encontrarse con Daniel. Aún estaba demasiado enfadado con él y se sentía raro, descolocado, porque nunca antes se habían enfrentado.
—Sí, solo sentarnos en una butaca y distraernos con una película —esbozó una sonrisa que era pura tentación. De forma inconsciente inclinó su cuerpo hacia William, tan cerca que sus ojos oscuros reflejaban la luz azulada de los de él—. ¿Qué dices?
—De acuerdo —dijo al fin, tras vacilar unos segundos.
El rostro de Keyla se iluminó con una sonrisa tan brillante que hubiera rivalizado con el mismísimo sol.
—Genial, me doy una ducha y paso a buscarte en unos veinte minutos, ¿vale? —sugirió ella.
—No es necesario, puedo esperarte aquí.
—De eso nada, te vas derechito a casa. Necesitas una ducha mucho más que yo, estás cubierto de polvo y briznas de hierba —dijo, sacudiéndole con cuidado las pajitas de algunos mechones de su pelo.
William recorrió sus ropas con un vistazo rápido. Su camiseta y sus tejanos estaban manchados de hierba, y sus zapatillas salpicadas de barro. Habían pasado la tarde caminando por el bosque, por los senderos cubiertos de zarzas y maleza. Allí habían pasado la mayor parte del tiempo, tumbados sobre el suave manto de musgo que crecía bajo los árboles. Unos minutos conversando, otros contemplando en silencio el paisaje. Keyla incluso había dormido una pequeña siesta acurrucada junto a William, que con un gesto fraterno la había atraído hacia su cuerpo, para que su cabeza reposara cómodamente sobre su pecho.
—Tienes razón, necesito una ducha.
—Sip.
Cinco minutos después, William entraba en casa de los Solomon. Pensaba darse una ducha rápida, cambiarse de ropa y volver a salir. Con un poco de suerte, nadie se daría cuenta de su presencia. Todo quedó en el deseo. Las voces, a un volumen demasiado alto, llenaban cada rincón de la casa.
William se quedó inmóvil al pie de la escalera, intrigado por lo que parecía una fuerte discusión entre Jerome y Shane. El vampiro se acercó lentamente, preocupado por la intensidad de la trifulca.
—No permitiré que dejes la universidad. Le prometí a tu madre que os daría una vida normal y por Dios que lo haré —dijo Jerome bastante exaltado.
—No puedes obligarme a que siga con esta pantomima, yo no quiero esto —replicó Shane.
—Piensa en lo que quería tu madre, Shane.
—No intentes chantajearme con eso. Es rastrero por tu parte —gritó, sintiendo cómo su entereza se deshacía bajo el recuerdo de su madre.
—Pues entonces piensa en Matt, en cómo se sentiría si también perdiera a su hermano.
—Voy a ser un Cazador con o sin tu consentimiento —replicó Shane tragando saliva con dificultad por culpa del nudo que le oprimía la garganta.
—Eso ya lo veremos.
Una oleada de calor brotó del cuerpo de Shane, apretó los puños con fuerza a la vez que sus dientes rechinaban por la tensión de la mandíbula. Si en lugar de su padre, allí, frente a él, hubiera habido otro, ya estaría aferrado a su garganta.
—Déjalo ya, Shane, o al final te arrepentirás de decir algo que en realidad no sientes —musitó Carter a su lado, cogiéndolo suavemente del brazo para sacarlo de la cocina.
—¡Díselo a él! —escupió Shane, sin apartar sus ojos feroces de su padre.
Jerome dio un paso con agresividad contenida hacia su hijo.
—Ya está bien por hoy, Jerome —dijo Rachel, cortándole el paso—, es mejor para los dos que pospongáis esta conversación para cuando estéis más calmados.
Unas fuertes pisadas resonaron en la escalera y William tuvo que apartarse de la puerta para que Evan no lo arrollara a su paso.
—Me tienes harto, Carter —bramó Evan mientras arrojaba una toalla húmeda a la cara de su hermano—. Estoy harto de que no respetes mi espacio, ese dormitorio también es mío, ¿sabes? No vuelvas a dejar tus cosas tiradas por ahí o te juro que tendrás que buscarlas en la basura.
—¿Pero tú de qué vas? —inquirió Carter, y tiró la toalla al suelo con malos modos.
—¿Qué pasa aquí? —Daniel acababa de entrar por la puerta trasera, sus ojos se posaron sobre William e inmediatamente se dirigió hacia él—. ¡No, William, espera! —exclamó cuando vio al vampiro darse la vuelta.
—Déjame en paz, Daniel.
—¡Vamos, no puedes pasarte la eternidad molesto conmigo!
—¡Molesto! ¿De verdad crees que solo estoy molesto?
La estancia vibraba con el estruendo de las voces masculinas. Jerome y Shane seguían enzarzados en su batalla personal, las cosas entre Carter y su hermano no iban mucho mejor y, ahora, William y Daniel se habían unido a la violenta confusión con sus reproches.
Rachel los miraba a todos de hito en hito. Con las manos en las caderas, dudaba entre salir de allí corriendo o poner paz entre ellos. Se sintió tentada por la primera idea, pero el ambiente estaba demasiado caldeado como para dejarlos solos. Con decisión se llevó un par de dedos a los labios y silbó con fuerza. Nadie pareció darse cuenta, así que, sin dudar, agarró una pila de platos del fregadero y los arrojó con fuerza contra el suelo, haciéndolos añicos.
El silencio reinó de golpe en la cocina, todos los rostros se giraron hacia ella.
—¡Rachel! ¿Estás bien? —Daniel corrió al encuentro de su esposa. Un gesto airado de ella le hizo detenerse en seco.
—¡Todos fuera! —gritó ella, señalando la puerta trasera de la cocina.
—¿Qué? —preguntaron Carter y Shane a la vez.
—En esta cocina hay demasiada testosterona.
Todos la miraron desconcertados.
—¿Os obligo a salir? —un brillo dorado iluminó los ojos de Rachel con una advertencia.
—Haced caso, chicos —sugirió Daniel sin apartar los ojos de Rachel, él mejor que nadie sabía cómo las gastaba. Y si se enfadaba de verdad, acabarían viviendo en una tienda de campaña en el jardín el resto de la semana.
Abandonaron la cocina a regañadientes y farfullando por lo bajo, con ella pisándoles los talones.
—Ninguno de vosotros entrará en esta casa hasta que hayáis solucionado vuestras diferencias —dijo, cruzando los brazos sobre el pecho. Los chicos la miraron con el ceño fruncido, desviando la vista rápidamente. Nadie parecía dispuesto a dar su brazo a torcer—. Está bien. —Entró en la casa, un segundo después aparecía con un balón de fútbol en las manos—. ¿Queréis machacaros? ¡De acuerdo! Pero no voy a permitir peleas en mi casa y, mucho menos, entre mi familia. Vais a solucionar esto de forma civilizada.
Rachel arrojó el balón, Evan lo atrapó al vuelo. Al chico comenzaba a gustarle la sugerencia. Lanzó una mirada interrogante a Shane y este asintió con una sonrisa siniestra. Después fijó su atención en William, el vampiro se encogió de hombros con indiferencia, pero sus ojos brillaron a la expectativa.
Daniel, Jerome y Carter se posicionaron frente a ellos sin necesidad de invitación.
—¡Creo que no ha sido una buena idea! —dudó Rachel, al percibir el aura de agresividad que los rodeaba. Ella solo pretendía que el aire libre y algo de juego aligerara los ánimos.
—Es la mejor que has tenido, mamá —señaló Jared. Apoyó la espalda perezosamente sobre una de las columnas del porche, observando divertido la escena—. Van a zurrarse de lo lindo. Diez pavos a que papá muerde el polvo.
Rachel lanzó una mirada asesina a su hijo.
—Tú si que vas a morder el polvo como no te calles.
Jared borró de golpe la sonrisa de su cara, pero en cuanto Rachel desvió la mirada, empezó a reír a carcajadas.
—Quien antes consiga diez puntos, gana —informó Carter.
Evan se dobló hacia abajo, su mano aferró firmemente el balón sobre el césped; un movimiento rápido y el juego comenzó. Corrió hacia atrás buscando con la mirada a uno de sus compañeros, William se había desmarcado, lanzó el balón y el vampiro lo atrapó, saltando en el aire.
Justo cuando los pies de William tocaron el suelo, Daniel lo embistió, hundiendo el hombro en su estómago. Ambos rodaron por el suelo.
—Lento, chico, muy lento —dijo Daniel, poniéndose en pie, y ofreció su mano a William.
El vampiro la aceptó, solo para poder estrujarla con fuerza entre sus dedos mientras se levantaba.
Ahora era el turno de Carter. Con el balón en la mano comenzó a correr, se lo pasó a su padre con rapidez, evitando perderlo ante el inminente placaje de Evan. Consiguió sortear a su hermano a la vez que Daniel le devolvía el balón. Shane apareció como un obús en su dirección, el choque parecía inevitable, mas en el último momento Carter saltó a tiempo. Pisó sobre el muslo de su primo, el otro pie encontró apoyo en el hombro y, con una agilidad sobrenatural, se impulsó por encima de la cabeza, apretando el balón contra su pecho. Sintió cómo dos de sus costillas se partían y el aire de sus pulmones escapaba con un grito de dolor. William lo había cazado en el aire, como un halcón lo haría con su presa. Tumbado de espaldas sobre el suelo, esperó un par de segundos con los dientes apretados, mientras sus costillas volvían a unirse. Inmediatamente después, se puso en pie con su habitual sonrisa de suficiencia y apuntó a William con el dedo a modo de aviso. El vampiro sonrió de forma maliciosa y se encogió de hombros, retándolo con la mirada.
Tras media hora de juego, estaban empatados a falta de un solo punto para ganar. Los lobos resoplaban con fuerza despojados de sus camisas, el sudor empapaba cada centímetro de su piel, extenuados a causa del esfuerzo del juego y de la energía que sus cuerpos consumían al regenerarse tras las heridas sufridas.
William no se encontraba mucho mejor. Él no jadeaba a causa de la falta de aire, ni su cuerpo sudaba por el calor; pero sus fuerzas disminuían cada vez más, el desgaste físico alimentaba su sed y con ella aparecía la debilidad.
—Hola, ¿qué hacéis? —preguntó Keyla. Acababa de aparecer en el porche con un precioso vestido negro y una chaqueta corta de cuero marrón.
—Vaya, ¿y tú a dónde vas? —curioseó Jared, admirando la belleza de su prima.
—He quedado con William, vamos a salir.
—Pues ahora está un poco ocupado —dijo el chico, señalando con el dedo al grupo que volvía a alinearse para una nueva jugada, y por sus caras parecían estar pasándolo en grande.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Keyla, desconcertada.
—Arreglar sus diferencias —respondió Rachel con un suspiro. Los chicos eran tan competitivos que ahora estaban más descontrolados que al principio.
Un gruñido y el balón volaba por el aire. Las manos de Shane lo atraparon, lo lanzó hasta la posición de Evan antes de que Jerome lo abrazara por las caderas y le hiciera rodar por el suelo. Evan solo pudo rozarlo con los dedos, porque en ese momento Carter lo aferraba por las rodillas haciéndole caer de bruces sobre la hierba. Daniel capturó el balón, corrió como un rayo llevándose por delante a Evan y a Shane. William surgió de la nada frente a él, como si simplemente se hubiera materializado allí, con un rugido se lanzó contra el licántropo y ambos cayeron con un golpe sordo y violento.
Todos contuvieron el aire, el choque había sido brutal. De repente, una risa ronca surgió de la garganta de Daniel, que estaba tendido de espaldas sobre el suelo con William encima. Otra risa dulce y cristalina se unió a la de Daniel. El vampiro giró su cuerpo sin parar de reír, dejando libre de su peso al licántropo, y permaneció tendido a su lado. Las risas aumentaron hasta transformarse en fuertes carcajadas. El balón estaba entre ellos hecho pedazos.
Con un movimiento rápido y elegante, William se puso en pie. Ofreció una mano a Daniel y estela aceptó dejando que el vampiro tirara de él hacia arriba. Se miraron con una disculpa dibujada en el rostro y acabaron fundiéndose en un abrazo.
—Lo siento, hermano —dijo Daniel con sinceridad.
—Yo también lo siento.
William dio gracias de que apenas hubiera gente en Lou’s Cafe. Tras el terapéutico partido, los Solomon habían organizado una salida familiar para cenar, y él se había visto arrastrado a ir con ellos. Rachel y Keyla, que no se resignaba a terminar la noche sin su compañía, habían insistido hasta la saciedad y, como siempre, él no había sido capaz de negarse.
El olor de la comida saturaba su sensible olfato. La cebolla rivalizaba con el aroma ácido de los pepinillos y la mostaza, y con el penetrante perfume que la camarera acababa de ponerse. Probablemente se rociaba con él cada pocos minutos, tratando de disimular el olor del aceite requemado que impregnaba cada centímetro de su cuerpo.
La puerta se abrió con el estridente sonido de las campanillas, dejando que un poco de aire limpio penetrara en el interior del viciado local.
Los ojos de William se clavaron en la mesa, se puso tenso y un jadeo inaudible escapó de su garganta. El olor cálido y dulzón de las tartas de manzana llegó hasta él con un sinuoso serpenteo. Contuvo el aliento sin pensar. Protegiéndose instintivamente de su presencia, porque ella estaba allí, el sonido de su corazón la delataba. Cerró los ojos durante un segundo, masajeando con nerviosismo el puente de su nariz. Todo a su alrededor se desvaneció, las voces, los ruidos, las personas; solo el latido de su corazón y la suave cadencia de sus pasos al acercarse existían para él.
Kate cruzó el largo pasillo que formaban las mesas y la barra y, con cuidado, colocó una caja sobre el mostrador.
—Oh, muchas gracias por traer las tartas, Kate, yo no habría podido ir a por ellas, y con el horno estropeado, adiós al desayuno —dijo la camarera con una sonrisa cargada de gratitud.
—No te preocupes, Mary, tenía que hacer unas compras —respondió, le temblaba la voz y se sintió incómoda por esa debilidad. Encontrar allí a William estaba a punto de provocarle un infarto. Lo miró de reojo, seguía con la cabeza inclinada sobre la mesa, ladeándola de vez en cuando para cruzar alguna palabra con sus amigos. Su aspecto era impresionante, incluso sentado en aquella mesa de color rosa. De repente sus miradas se encontraron un instante y ambos desviaron la mirada como si les quemara el contacto.
El olor intenso y picante de la sangre de Kate llegó hasta William como una ráfaga de aire caliente. No necesitaba verla para saber que el rubor enrojecía sus mejillas. Podía oír su corazón latiendo desbocado, resonando en cada rincón de su mente. Lanzó otra mirada fugaz a la barra, captando en su retina el momento en el que Kate, ojeando descuidadamente el menú, se cortaba el dedo con la esquina del papel.
—Qué torpe —musitó Kate entre dientes y se llevó el dedo a la boca.
El olor a sangre fresca colmó el ambiente. William agachó la cabeza y se llevó las manos a la cara, intentando detener el flujo de aire a sus sentidos, pero ya era tarde, casi podía paladear la suave esencia. Un dolor insoportable empezó a desgarrarle el interior.
—¡Qué bien huele! —susurró Carter, mirando por encima de su hombro para localizar la fuente. La sangre alteraba a su bestia, aunque no de la misma forma que a un vampiro. Miró a William—. ¿Todo bien?
William asintió.
Mary volvió para devolverle a Kate los paños que cubrían las tartas.
—¿Te has cortado? —preguntó, frunciendo el ceño—. Déjame ver —cogió la mano de Kate y tiró hacia ella para ver mejor la herida.
—No es nada, ya no sangra —dijo Kate con una sonrisa.
—Hace tiempo que le digo a Lou que hay que cambiar el plastificado de esas cartas, son como guillotinas —comentó Mary con auténtico disgusto—. ¿Quieres que te traiga una tirita?
—No, gracias, estoy bien. Tengo que irme, Mary —indicó nerviosa. Las piernas le temblaban solo con pensar que debía pasar junto a William para poder salir del local.
—Ten cuidado, cariño, y dale un beso a tu abuela de mi parte.
—Lo haré.
William apretó los dientes con fuerza, jamás había deseado algo tanto como deseaba la sangre de Kate en ese momento. Apenas conseguía mantener la compostura con la sed arañando su estómago. Las últimas horas le habían pasado factura, debilitándolo. Cerró los ojos, pero no sirvió de nada. Podía ver en su mente cada movimiento que ella hacia, tal y como le había sucedido la noche anterior, mientras corría por el bosque. La vio acercarse y su cuerpo se estremeció con un rugido ahogado en el pecho, pidiendo desesperado lo que necesitaba, la necesitaba a ella. Se levantó de golpe, arrastrando la silla, y sin despegar los ojos del suelo salió como un rayo de la cafetería, bajo la mirada atónita de Kate.
«Genial, como si hubiera visto al diablo», pensó ella.
Avanzó hacia la puerta, que todavía batía de un lado a otro. Saludó de pasada a Evan y abandonó la cafetería. En el exterior no había ni rastro de William. Se limitó a respirar hondo, tratando de deshacerse de la terrible sensación de opresión en el pecho. Estaba tan deprimida que se le hizo un nudo en la garganta por culpa de las lágrimas que intentaba contener. Sacudió la cabeza, preguntándose dónde estaba el problema. Pues bien, si lo había, estaba claro que era por parte de él.