Cuando William detuvo el Porsche frente a la librería, Kate ya lo esperaba en la acera. Tenía aspecto de tener frío, con los hombros caídos y los brazos cruzados sobre el pecho. La temperatura había descendido bastante, y la blusa de gasa que llevaba no era suficiente para protegerla del fresco nocturno.
—¿Tienes frío? —se interesó William al bajar del vehículo. Hizo el gesto de quitarse la chaqueta, pero de inmediato se dio cuenta de que no la llevaba, la había dejado en la librería.
Ella asintió. Sus labios habían adquirido un tono violeta.
—Vamos, te llevaré a casa. En el coche llevo una sudadera que puedes ponerte.
—No creo que esto sea buena idea. Tu novia no deja de mirarnos y parece molesta —susurró algo cortada.
—¿Mi novia? —preguntó William, desconcertado, y ladeó la cabeza buscando aquello que Kate miraba con disimulo. Encontró a Keyla, los ojos de la chica estaban clavados en ellos con una expresión indescifrable; al darse cuenta de que William también la miraba, bajó los ojos con rapidez y continuó recogiendo las mesas—. ¡No, Keyla no es mi…! Es una amiga. Solo se preocupa por mí —se estaba justificando sin saber muy bien por qué, y guardó silencio antes de parecer un idiota.
—Lo siento, el otro día os vi y me pareció que vosotros… Que entre ella y tú, había algo más… —dijo bastante nerviosa.
—No sabía que dábamos esa impresión —reconoció algo tenso, y se sorprendió de que le preocupara lo que Kate pudiera pensar a ese respecto.
—Bueno, es que ella parecía estar… —Soltó una risita nerviosa y se recogió el pelo tras la oreja—. No me hagas caso, son imaginaciones mías.
—Lo son, solo somos amigos —ratificó él sin dudar.
Frunció el ceño y miró a Keyla con un nuevo sentimiento de inquietud. No, era imposible, ella no tenía ese tipo de sentimientos hacia él. Keyla era muy efusiva, cariñosa, y no tenía ningún reparo en demostrarlo. Y lo era con todos, sin excepción. Para ella la familia era importante y él pertenecía a la familia. ¡Por Dios, se había arriesgado a conseguirle la sangre, incluso antes de conocerle! Ella era así. Apartó esos pensamientos.
—Tienes frío —se recordó a sí mismo al percatarse de que Kate se estremecía con un ligero siseo.
Cogió una chaqueta de algodón del asiento trasero y se la ofreció alargando el brazo.
—Gracias —dijo ella.
William puso el coche en marcha y el motor ronroneó con suavidad. La luz del salpicadero iluminaba su pálida piel con un tono azulado, tan brillante como sus ojos que, en ese momento, parecían de neón. Y Kate se descubrió a sí misma sin poder apartar la vista de ellos. Se dio cuenta de que él también la observaba. Enrojeció, y el calor subió hasta sus orejas. Intentó hacer como si nada y fijó toda su atención en la calle vacía que había tras el parabrisas, rezando para que la penumbra del interior disimulara su rubor.
Dejaron atrás los ruidos de la ciudad y se sumergieron en un silencio hipnótico. El coche circulaba a gran velocidad por la carretera, iluminada tan solo por la luz de los faros. Allí el bosque era muy espeso, y no dejaba paso a la mortecina claridad de la luna, por lo que la oscuridad era absoluta.
Kate observó a William con el rabillo del ojo, sus manos sobre el volante se movían con suavidad, sus ojos estudiaban la carretera, pendientes de cada curva, de cada rasante; y a pesar de la velocidad con la que discurría, el coche avanzaba de forma suave.
—El próximo desvío a la izquierda —indicó Kate, rompiendo el incómodo silencio en el que se hallaban sumidos desde que comenzara el viaje.
William asintió con la cabeza. Ahora estaba a solas con ella, no había música, ni personas que distrajeran su atención. Ahora era plenamente consciente de su presencia, del olor de su pelo, del calor de su piel, del latido acelerado de su corazón. Seguía nerviosa, aún no confiaba en él. «Hace bien en no fiarse de mí», pensó.
Desde que se convirtió en vampiro, solo había convivido con un humano, con Amelia. Durante meses se estuvo preparando para mantener la sed bajo control, para no poner en peligro a la mujer que amaba y a la que era incapaz de abandonar. Se alimentaba más de lo necesario para evitar tentaciones y, aun así, le resultaba difícil y doloroso vivir de aquella manera. Se recordaba continuamente que él no era malo, apelando a su conciencia y al temor a convertirse en un monstruo, para no rendirse al instinto salvaje que le devoraba el alma; si es que aún tenía una. Tantos esfuerzos no fueron suficientes, sucumbió, aunque no fue por la sed, al menos eso era un pequeño consuelo para él. Pero al margen de la naturaleza de sus motivos, la realidad era bien clara, convirtió a Amelia condenándola al infierno. Desde entonces había procurado mantenerse alejado de los humanos, cerrando su corazón a cualquier posibilidad de sentir algo por uno de ellos.
Una sonrisa irónica se dibujó en sus labios. Tanto esfuerzo, para volver a caer en el mismo error. Allí estaba, a solas con aquella humana, en plena noche y al amparo de las sombras; consciente del peligro que esa circunstancia entrañaba, sobre todo para ella. Anhelaba su compañía, contemplar su rostro y, por qué no reconocerlo, también deseaba su sangre, ardía en deseos de tomarla. Esos sentimientos lo irritaban. ¿Qué tenía aquella chica para atraerle tanto? ¿Que era una criatura hermosa? Él no era tan simple.
Kate miraba por la ventanilla, arrebujada bajo la chaqueta con sus sentidos puestos en él. Percibía su estado de ánimo, mucho más serio y distante que en la fiesta, y empezó a sentirse cada vez más insegura. Preguntándose cómo había podido ser tan ingenua como para albergar esperanzas respecto a él. Se encogió en el asiento con un estremecimiento, deseando llegar a casa cuanto antes.
—¿Aún tienes frío? —preguntó William.
Ella negó con la cabeza, sin apartar los ojos de la ventanilla.
—¿Quieres que suba la calefacción? —insistió.
—Estoy bien, gracias —aseguró en voz baja.
La casa de huéspedes apareció iluminada a lo lejos. Era un edificio grande de forma cuadrada, con dos plantas y una buhardilla. A pesar de la distancia pudo ver con claridad que estaba pintada de azul celeste, con los marcos de las puertas y ventanas en blanco, algo más propio de un paisaje marítimo que de aquel profundo bosque.
Una vez que se detuvo, vio que una galería acristalada con vistas al lago ocupaba todo el ancho de la fachada. En el interior, varias mesitas de diferentes estilos rodeadas de sillas, un par de mecedoras y un diván enorme que hacía de sofá, eran el estrambótico mobiliario. Marie, su hermana, habría pensado que era demasiado kitsch, pero a él le gustó.
La casa estaba a unos treinta metros de la orilla, donde se había construido un pequeño muelle flotante en el que se habían colocado unas sillas para pescar.
Todo el suelo estaba cubierto por un suave manto de hierba pulcramente cortada. Bajo algunos de los árboles más cercanos habían situado bancos de madera, atiborrados de cojines, junto a pequeñas mesitas auxiliares. En una de ellas aún reposaban un par de tazas de café y un plato con restos de tarta.
William bajó del coche, lo rodeó con rapidez y abrió la puerta para ayudar a Kate. Ella descendió, evitando cargar el peso de su cuerpo sobre el tobillo lesionado, donde había comenzado a sentir unas leves punzadas.
—¿Eres tú, cielo?
—Sí, abuela.
Una mujer de unos sesenta y tantos años apareció en el porche acristalado. Era alta, delgada, con el pelo castaño recogido con un pasador a la altura de la nuca. Llevaba puesto un delantal cubierto de harina y, por el olor que salía de la casa, estaba preparando tartas de manzana.
—¡Hola! —saludó a William en cuanto se percató de su presencia.
—Abuela, este es William, se ofreció a acompañarme. —«Lo obligaron a acompañarme», pensó.
La mujer se acercó hasta ellos, limpiándose las manos en el mandil.
—Hola, William, soy Alice, la abuela de Kate —dijo la mujer extendiendo el brazo con una gran sonrisa en el rostro.
—Es un placer —contestó William, estrechando su mano.
—¡Dios mío, estás helado! —exclamó Alice, estremecida por el contacto de su piel.
—No se preocupe, estoy bien —replicó él, retirando con algo de brusquedad la mano de entre las de ella.
—¿Por qué no pasas y te preparo algo caliente? —sugirió Alice en tono maternal.
—No, no es necesario, gracias —musitó algo cortado.
—¿Seguro que no te apetece un poco de chocolate caliente? Hay tarta recién hecha —insistió de forma cariñosa.
—¡Abuela! —protestó Kate ante la insistencia de su Alice.
—Se lo agradezco, pero debo marcharme —aseguró William con impaciencia, la obstinación de la mujer empezaba a ponerle nervioso.
Alice sonrió y se pasó las manos por las mejillas, para descubrir que también las llevaba cubiertas de harina.
—De acuerdo, si tienes que marcharte no insistiré. Pero prométeme que volverás otro día para probar mis dulces. ¡Hace dos años me dieron el primer premio a la mejor tarta del condado! —dijo henchida de orgullo, y añadió—: Y los amigos de Kate siempre son bienvenidos aquí.
—Gracias. Haré todo lo posible —respondió él, esbozando una leve sonrisa.
Alice frunció el ceño sin apartar la vista de William.
—Hay algo en ti que me resulta familiar. No eres americano, ¿verdad?
—¡Abuela, eso no es asunto tuyo! —musitó Kate entre dientes. Iba a matar a su abuela después de aquello.
—No, señora, soy irlandés —aclaró William con cierto recelo.
—¡Lo sabía, es tu acento lo que me resulta conocido! —exclamó entusiasmada—. Mi padre, el bisabuelo de Kate, era irlandés. ¡Qué coincidencia! ¿Verdad, cariño? —se dirigió a su nieta, sonriendo encantada.
—Sí, pero no creo que a William le interese nuestra historia familiar —respondió, y forzó una sonrisa demasiado tensa.
—Mi padre era de New Ross, ¿lo conoces? —continuó sin hacer caso al comentario de Kate.
—Sí —respondió algo más relajado—. New Ross se encuentra a pocos kilómetros del lugar donde nací.
—¿Has oído, Kate? ¡Lo conoce, es maravilloso! —señaló con un entusiasmo que escapaba a la comprensión de William.
—Abuela ¿no hueles a quemado? —intervino Kate en tono severo, a la vez que le lanzaba una mirada asesina.
—¿Eh?… Sí, ahora que lo dices parece que algo se está quemando —intentó parecer convincente. Sonrió de oreja a oreja—. Me ha encantado conocerte, William, espero que vuelvas pronto a visitarme, y así podrías contarme cosas sobre New Ross.
William asintió, agradecido por la oportuna intervención de Kate, y observó con alivio cómo la mujer regresaba a la casa. No es que tuviera algo en contra de ella, pero no estaba acostumbrado a mantener conversaciones con humanos que duraran más de dos segundos, y mucho menos tan efusivas.
Kate suspiró avergonzada y se cubrió la cara con las manos. Inspiró un par de veces llenando sus pulmones por completo y miró a William a través de los dedos.
—No sabes cuánto lo siento —se disculpó con pesar—. Siempre es así, como un torbellino que lo arrasa todo a su paso.
—No tienes que disculparte, no me ha molestado.
Kate sintió deseos de abrazarlo por ser tan comprensivo y volvió a suspirar.
—A mí sí —reconoció de forma casi inaudible.
William contempló su rostro un instante, seguía encogida bajo la chaqueta, con aspecto cansado. Estaba muy pálida y unas manchas violáceas habían aparecido bajo sus ojos. Pero continuaba estando preciosa.
—Me gusta este sitio —dijo apartando la vista de ella. Dio un paso hacia el lago y metió las manos en los bolsillos de su pantalón mientras contemplaba cómo unos puntos brillantes se movían en el agua—. ¿Son peces? —preguntó asombrado.
—Sí, en esta época del año salen a la superficie durante la noche y, cuando hay luna, la luz se refleja en sus escamas dándoles ese aspecto —explicó Kate con un débil temblor en la voz—. Son un poco raros, un amigo de mi abuelo trajo un par de ellos hace muchos años y ahora los hay a centenares.
—¡Es precioso! —dijo William con una expresión mezcla de fascinación y tristeza—. ¡Tanto tiempo en este mundo y nunca había visto algo así! —dijo para sí mismo.
Kate arqueó las cejas, preguntándose a qué se referiría con lo de tanto tiempo en este mundo, porque no aparentaba más de veintiuno o veintidós años.
—Esto no es nada, después de medianoche habrá muchos más —dijo ella a media voz.
—Debe de ser todo un espectáculo.
—Sí, lo es. —Hubo una pausa incómoda—. Puedes quedarte si quieres y… verlos un rato. Merece la pena —sugirió vacilante.
William se volvió para mirarla a los ojos, con la esperanza de que ella no advirtiera lo difícil que le resultaba observarla como si le fuera indiferente.
—¿Tú quieres que me quede?
Kate desvió la mirada.
—No… bueno, sí, solo si a ti te apetece, claro —repuso con la voz entrecortada—. Porque… puede que no quieras… porque… no sé, puede que haya alguien esperándote. —Inspiró hondo, intentando recuperar el aliento y un poco de dignidad.
—Nadie me espera —respondió él muy serio, aunque sus ojos la contemplaban risueños. Alzó el rostro para contemplar el cielo estrellado y la luna incidió directamente en su cara—. Acepto tu invitación —dijo sin más.
Kate asintió, aún contenía la respiración y soltó el aire de golpe ante el primer síntoma de asfixia.
—¿Quieres entrar en casa o que nos sentemos en la galería? Desde allí las vistas…
—Prefiero quedarme aquí, si no te importa —contestó interrumpiéndola. Al menos, el aire fresco haría más soportable el olor de su sangre. Un aroma que no se parecía a ningún otro que hubiera conocido. Un aroma que abrasaba su garganta como si de un sorbo de lava se tratara.
—No, claro que no me importa… Iré a cambiarme de ropa, así podré devolverte tu chaqueta —dijo ella algo vacilante, mientras señalaba con torpeza la casa.
—De acuerdo. Estaré por aquí —aceptó con una leve sonrisa.
Kate tardó unos segundos en reaccionar. Aún estaba sorprendida de que quisiera quedarse, y no dejaba de preguntarse por qué querría hacerlo. La trataba con indiferencia, incluso había apreciado en su rostro algún que otro gesto tenso y exasperado cuando conversaban; si bien era él el que se había acercado a ella en la fiesta. Sacudió la cabeza para despejarse, si seguía dándole vueltas, acabaría volviéndose loca.
Entró en la casa como un rayo y fue directamente a la cocina.
—Abuela, William va a quedarse un rato para ver los peces, ¿te importa si le acompaño?
—No, por supuesto que no. Esto ya está terminado —contestó mientras vertía sirope en un cuenco—. Pero dime una cosa. —Se giró con una sonrisa traviesa, estudiando con atención el rostro de su nieta—. ¿Por qué no me dijiste que salías con un chico tan guapo?
—No salgo con él —negó con impaciencia.
—Pues deberías. Es educado, guapo, viste bien y creo que le gustas —confesó encantada, y se puso a buscar el azúcar entre los múltiples tarros que atiborraban la mesa.
—Ni siquiera le conoces. Además, si sigue aquí es por los peces. Todo el mundo viene aquí por esos peces —repuso mientras le pasaba el azúcar. Alice se encogió de hombros con una sonrisa misteriosa—. ¿Qué? —replicó Kate molesta.
—¡Nada! Solo es un presentimiento.
—Nunca aciertas con tus presentimientos.
—Pero esta vez es diferente, las vibraciones son muy fuertes —aseguró con una nota de misterio. Añadió azúcar al sirope y comenzó a batirlo con un tenedor.
—Sabes que ese curso de brujería por correspondencia era un timo, ¿verdad? —preguntó con evidentes dudas sobre la respuesta. Alice le acercó el cuenco. Kate cogió un poco con el dedo y se lo llevó a la boca—. Le falta azúcar.
Alice añadió otras dos cucharadas.
—No hay que ser bruja para darse cuenta de que ese chico te comería si pudiera —contestó con picardía y probó la mezcla que estaba batiendo.
Kate soltó un bufido y se dirigió a la escalera.
—Tú siempre tan sutil, abuela —gritó mientras subía los peldaños de dos en dos.
Entró en su cuarto. Se quitó la chaqueta y la sostuvo unos segundos en las manos. La acercó despacio a su rostro e inspiró hondo, el olor que desprendía era delicioso. Una punzada le atravesó el pecho y su corazón se aceleró de forma dolorosa. No conseguía acostumbrarse a aquellas emociones, y si alguien le hubiera preguntado en ese momento que cómo definiría el sentimiento de la atracción, ella habría contestado sin dudar que muy doloroso, un dolor físico y real.
Se desprendió de la blusa y rebuscó en el armario hasta encontrar una camiseta gris y una chaqueta blanca de punto. Se colocó ambas prendas y echó un vistazo rápido al espejo, quedaban bien con los vaqueros que llevaba puestos. Pasó por el baño antes de salir, se cepilló el pelo con rapidez y, durante unos segundos, permaneció inmóvil frente al lavabo, intentando controlar la respiración. Buscó en el estante un tarrito de hidratante labial y se puso un poco con el dedo.
Cuando bajó la escalera, Alice la esperaba en el primer peldaño con una taza de té humeante en la mano.
—Esta vieja entrometida se va a dormir —dijo con gesto cansado.
—Abuela, tú no eres entrometida. Solo eres… tú —añadió en tono cariñoso.
—Estás preciosa —le susurró Alice al oído, y la besó en la mejilla—. Buenas noches.
—Buenas noches, abuela.
Kate la observó mientras subía la escalera, y una tierna sonrisa asomó a sus labios. Le resultaba imposible enfadarse con ella. Abandonó la casa y se encaminó hacia el roble bajo el que había visto sentarse a William desde la ventana de su dormitorio, pero el banco estaba vacío. Lo buscó con la mirada y su respiración se agitó de nuevo. Quizás lo había pensado mejor y había decidido marcharse. No, el coche aún estaba allí. Suspiró de alivio.
Lo encontró de pie, sobre el muelle, con las manos en los bolsillos. Tenía los hombros caídos y la cabeza inclinada, estaba contemplando el agua.
William se giró al oír los pasos de Kate sobre la hierba húmeda. Una sonrisa jugueteó en sus labios y la invitó a acercarse con un gesto.
A Kate le flojearon las piernas y estuvo a punto de estrellarse contra el suelo.
«Si vuelve a sonreírme así, me muero», pensó aturdida. Recompuso su equilibrio como pudo y avanzó por el muelle hasta situarse junto a él.
—Este sitio es precioso, debéis detener muchos clientes —comentó William, mirando por encima de su hombro para contemplar la casa.
—No tantos como quisiera —reconoció ella con cierto pesar.
—¿Tienes más familia además de Alice?
—Sí, una hermana mayor, Jane. Vive en Boston.
—¿Y tus padres?
—Murieron cuando yo tenía tres años —contestó mirándose los pies, y una sombra cruzó por su rostro.
—Lo siento, no pretendía…
—¡No, no te preocupes! Apenas tengo recuerdos de ellos, eso es lo que me entristece —reconoció.
William se puso muy serio, miró a lo lejos como si contemplara un paisaje que solo existía para él.
—¿Tienes novio? —preguntó sin apenas articular las palabras.
—No, no salgo con nadie —respondió con una sonrisa que tembló ligeramente, y millones de mariposas se agitaron en su estómago—. ¿Por qué lo preguntas?
—Ese chico de esta noche, el que conducía el todoterreno rojo, parecía tener un interés especial en ti. No te quitaba los ojos de encima —dijo algo tenso.
—¿Te refieres a Justin? —gorjeó una risita nerviosa—. Lleva algún tiempo intentando que salgamos juntos, nada más.
—¿Tú no deseas lo mismo?
—¡No! —exclamó, negando con la cabeza para darle más énfasis a su respuesta—. Jamás funcionaría.
—¿Por qué? —preguntó. Dio un paso hacia ella con evidente curiosidad, percibiendo los latidos de su corazón, cada vez más acelerado.
—Él es el chico popular, guapo y deportista con el que todas quieren salir. Y yo soy la chica rara que solo quiere ser invisible —dijo con sinceridad—. ¿Y tú, sales con alguien?
—No.
—¿Alguna ex-novia?
William apretó los puños por un acto reflejo y durante un segundo pensó en no contestar.
—Hubo alguien… pero de eso hace mucho tiempo —contestó al fin—. ¿Y tú, has roto algún corazón? —preguntó, forzando una sonrisa para aliviar la expresión tensa de su rostro. Recordar a Amelia le hacía perder los estribos. Se esforzó por apartarla de su mente. Esa noche, lo único importante era Kate, quería conocerla.
—No, que yo sepa, nunca he salido con nadie en serio —respondió, se frotó las palmas de las manos contra el pantalón, las mejillas le ardían y un ligero hormigueo adormecía sus dedos.
—¿Nunca? ¿De verdad? —preguntó sorprendido.
Kate sacudió la cabeza, un poco incómoda por sus dudas.
—Nunca —admitió—. Él aún no ha llegado.
—¿Él?
—El chico del que pueda enamorarme de verdad —contestó ruborizada.
—¡Vaya, eres una romántica que cree en el amor! —exclamó sin poder evitar que su voz sonara mordaz.
—Creo en el amor. Creo que todos estamos destinados a una persona a la que amar para siempre, solo tenemos que encontrarla, y eso es lo realmente difícil. Creer o no en el amor, supongo que depende de las experiencias de cada uno. ¿Tú no crees en el amor verdadero?
—No —dijo sin dudar, pero la miró a los ojos y ya no estuvo tan seguro—. Pero puede que sea porque… ella aún no ha llegado —utilizó las palabras de Kate para contestar.
—Por tu respuesta, intuyo que tus experiencias no han sido muy buenas.
—Creí que sería para siempre, pero no duró tanto —respondió.
Kate parpadeó, sorprendida por la frialdad de las palabras de William, en las que se atisbaba cierto resquemor.
—Lo siento, parece que te afecta bastante. ¿Aún la quieres?
—No, ya no.
—Entonces ella, la de verdad, sigue ahí, esperándote.
William guardó silencio y se giró de nuevo hacia el lago. Miraba a Kate furtivamente a través de sus ojos entrecerrados, mientras observaba cómo los peces trazaban estelas plateadas sobre la masa oscura que formaba el agua. Deseaba saberlo todo sobre ella. Desde su plato preferido, hasta qué tipo de películas le gustaba. Si había tenido perro o dónde había pasado las últimas vacaciones. Deseando desde lo más profundo de su corazón encontrar algo en ella que le resultara molesto, desagradable. Algo que pudiera romper el hechizo que lo tenía sujeto. Pero no fue capaz de despegar los labios. El interior de la humana parecía tan transparente como su pálida piel.
Durante unos minutos continuaron en silencio, inmersos en sus propios pensamientos. Evaluándose mutuamente, cada uno desde su propia perspectiva.
Un movimiento en una de las ventanas llamó la atención de William. Alice espiaba a través de las cortinas del segundo piso.
—¡Creo que tu abuela no se fía de mí! —susurró con una risa traviesa.
Kate siguió la dirección de su mirada y un sonido de disgusto escapó de su garganta al ver la silueta de Alice recortada contra la ventana.
—Te aseguro que esa no es la razón —dijo, molesta—. ¡Ya podía haber apagado la luz! —sugirió con resignación.
La lámpara del cuarto estaba encendida y hacía que el cuerpo de Alice pareciera una sombra chinesca sobre la cortina.
William rompió a reír a carcajadas, no quería hacerlo por Kate, pero la escena era de lo más cómica.
Kate lo miró con el ceño fruncido, para ella la situación no era tan divertida, más bien vergonzosa, y empezó a mover la cabeza exasperada.
—No te enfades, tiene su gracia —dijo William, incapaz de dejar de reír.
—Sí, para morirse —masculló ella sin apartar la vista de William. Poco a poco su expresión se fue relajando y una media sonrisa curvó sus labios, hasta que acabó por transformarse en una risa alegre y sonora. No podía despegar los ojos de él, de su rostro de ángel. Era la primera vez que lo veía reír así y aquella imagen le pareció de lo más atractiva. Un dolor agudo en el tobillo rompió la magia del momento—. Necesito descansar este pie o mañana tendré que usar de nuevo las muletas. ¿Te importa si nos sentamos?
William adaptó el paso a su leve cojera y caminó muy pegado a ella por si perdía el equilibrio o necesitaba ayuda. Aunque esperaba que ninguna de esas circunstancias se diera, no quería tocarla. Se moría de ganas de sentir su calidez, pero ya había experimentado los sentimientos que esas sensaciones provocaban en él, y no estaba dispuesto a correr el riesgo de que sus deseos acabaran poniéndola en peligro. Se conformaría con aquel encuentro y nada más, después desaparecería de su vida.
—¿Y tú, qué, tienes familia? —preguntó Kate, intentando entablar conversación.
—Sí —contestó sin más.
—¿Viven en Irlanda?
—No… —Hizo un esfuerzo por mostrarse natural y continuó—. Están en Inglaterra, nos trasladamos allí cuando yo era niño.
—¿Tienes hermanos?
—Dos, Robert y Marie.
—¿Y a qué se dedica tu familia? —insistió con el interrogatorio. Tenía la oportunidad de saber algo sobre él y no iba a desaprovecharla.
—Mi familia se dedica a la compraventa.
—¡Vaya, suena interesante! Y… ¿Con qué tipo de productos comerciáis?
—Empresas —respondió. Una leve sonrisa se dibujó en sus labios, Kate lo miraba con la boca abierta y cara de susto. Y aclaró—: Compramos pequeñas empresas y se las vendemos a otras más grandes, también tenemos algunas galerías de arte repartidas por Europa, un par de viñedos en Francia…
Mientras seguían caminando, Kate miró de soslayo a su acompañante con una gran curiosidad; estaba claro que William no era de los que se preocupaba de hacer números para llegar a fin de mes. «Está a otro nivel», recordó las palabras de Jill y no le quedó más remedio que reconocer que tenía razón. Se sentó en un banco de madera descolorida por el sol, bajo un viejo roble. Deslizó las manos por su pierna hasta llegar al tobillo y lo masajeó con cuidado. Había vuelto a hincharse, podía sentirlo bajo la venda.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal? —preguntó Kate con timidez.
—Supongo que sí —contestó William, de repente tenso. No estaba seguro de poder aguantar otra dosis de aquel interrogatorio, sobre todo si las preguntas eran un tanto comprometidas.
—¿Cuántos años tienes?
—Diecinueve —respondió, y una sonrisa misteriosa curvó sus labios. «Desde hace ciento cincuenta y cinco años», pensó.
—¡Vaya, pareces mayor! —exclamó Kate sorprendida.
—¡Lo tomaré como un cumplido! —dijo William, relajándose un poco—. ¿Y tú?
—Dieciocho, cumpliré diecinueve en octubre.
—Entonces, este año te gradúas —comentó asumiendo de nuevo el control de las preguntas—. ¿Vas a ir a la universidad?
—He solicitado una plaza en Harvard, quiero estudiar Derecho.
—¡Una futura abogada! —dijo él con tono irónico. Toda su vida había estado rodeado de ellos. Eran los mejores guardianes que un vampiro podía desear, aunque bastante caros—. ¿Por qué Harvard? —preguntó. Ya conocía esa universidad, durante años había donado grandes cantidades de dinero a sus arcas, a cambio de algún que otro favor.
—Bueno, es una de las mejores universidades del país y no está muy lejos, podría ir y volver…
—¿Piensas ir y volver todos los días? —preguntó sorprendido, intuyendo cuáles eran sus pensamientos.
—No lo sé, puede que sí —admitió nerviosa, alzando un poco la voz—. ¿Sabes lo que cuesta una residencia en Cambridge? Ni siquiera podría permitirme alquilar una habitación en el peor barrio de Boston. Y aunque me concedieran la beca, seguiría siendo complicado…
Kate enmudeció con la vista clavada en el suelo. Si no conseguía la maldita beca, tendría que olvidarse de estudiar ese año. Sus ahorros ascendían a unos pocos miles de dólares. Había sacrificado todo el tiempo libre de los últimos cuatro años para conseguir ese dinero, y no tenía ni para empezar. Apoyó los codos sobre las rodillas y la barbilla entre las manos. Suspiró con tristeza, presa de una realidad aplastante; quizá sus expectativas eran demasiado altas.
—¿Has solicitado una beca? —se interesó él.
—Una completa.
William se agachó junto a ella, pero manteniendo la distancia de seguridad. Podía sentir el desánimo de la chica y la tristeza que sus pensamientos le provocaban. Sucumbió a la tentación de acercarse y se arrodilló un poco más cerca.
—Estoy seguro de que vas a conseguir esa beca —musitó agachando la cabeza, buscando sus ojos—. No creo que en Harvard sean tan estúpidos como para rechazar a alguien tan inteligente como tú.
—No me conoces, puede que sea de las que aprueban por los pelos.
—Lo dudo, debes estar muy segura de ti misma y de lo que puedes conseguir para haberla solicitado.
Kate sonrió con timidez.
—Puede que demasiado —había una nota de resignación en su voz. Se mordió el labio inferior tal y como hacía siempre que se ponía nerviosa, y trató de sonreír para aligerar el ambiente.
—Eso no es malo.
De forma inconsciente, William levantó la mano para acariciarle la mejilla, pero se detuvo a medio camino y con disimulo la llevó hasta su nuca masajeando su cuello con gesto cansado. La tristeza de Kate lo obligaba a consolarla y el deseo de protegerla se instaló en su pecho, pugnando contra el deseo de tomarla. Pero no podía correr el riesgo de intimar con ella. Con lo que no contaba era con la reacción de Kate a sus palabras.
Ella estiró el brazo de forma vacilante y acarició el rostro de William, dando rienda suelta al deseo que llevaba reprimiendo toda la noche. Acercó su rostro al de él, y una tímida sonrisa apareció en sus labios.
—Gracias, de vez en cuando me viene bien que me animen —dijo en voz baja, agradeciendo de verdad el comentario. Había algo en la voz de William que hacía que creyera en sus palabras. Esa gente de Harvard no sabía lo que se perdía si le negaban la beca. Deslizó los dedos con suavidad hasta su mandíbula.
William soltó un gemido ahogado. La tenía tan cerca que podía ver las máculas doradas de su iris y sentir la humedad de su aliento. Tuvo que contener la respiración, tenía su muñeca demasiado cerca de la boca, sentía su pulso y el olor de la sangre a través de la piel penetrando en su cerebro. Su cuerpo se tensó y cada uno de sus músculos se contrajo adquiriendo la solidez del granito. Apretó la mandíbula haciendo rechinar los dientes, sujetó con fuerza el brazo de Kate y lo alejó de su cara de forma brusca. Se puso en pie apartándose de ella e intentó sonreírle, pero en su rostro solo apareció una mueca extraña.
Kate se enderezó contrariada, con el brazo dolorido. Él había rechazado su gesto de forma brusca y no entendía el porqué. Se quedó quieta, sin saber cómo reaccionar, con los ojos como platos aún clavados en su rostro, que mantenía aquella expresión de disgusto. Sintió que un vacío enorme se abría entre ellos, y apartó la vista cuando notó las lágrimas asomando a sus ojos.
En ese momento un coche se aproximó a la casa deteniéndose frente a la entrada, y una pareja de mediana edad salió del vehículo.
—¿Estás seguro de que es aquí? —preguntó la mujer a su acompañante.
—Sí, he seguido todas la indicaciones —dijo el hombre armándose de paciencia.
La mujer frunció el ceño, sin estar muy convencida. Se percató de la presencia de los chicos y alzó la mano.
—Será mejor que me vaya —comentó William, aliviado por la interrupción.
Kate asintió sin atreverse a mirarlo a la cara. Se sentía ridícula por haber pensado que podría despertar su interés, cuando era más que evidente que pasaba de ella hasta el punto de molestarle el roce de su mano. Entonces, ¿qué demonios hacía allí? Se repitió esa pregunta varias veces y halló la respuesta en algo que había dicho la señora Jones. Porque era un buen chico, y un buen chico no dejaría que ella cogiera un taxi sola por la noche, ni despreciaría su desesperada invitación.
—Gracias por acompañarme a casa —dijo con voz frágil y, sin despegar los ojos del suelo, se encaminó hacia los recién llegados, reuniendo la poca voluntad que le quedaba para dedicarles una sonrisa de bienvenida.
William permaneció de pie, observándola con aprensión mientras desaparecía dentro de la casa seguida por los nuevos visitantes.
—Soy un estúpido, un maldito estúpido —susurró enfadado consigo mismo.