4

Cuando amaneció, William ya estaba instalado en su nueva habitación. La ropa colgaba del armario y el portátil, conectado a Internet, recibía el correo de la última semana. Se sentó frente al ordenador y le echó un vistazo a los mensajes. Muchos eran de Marie, su hermana, contándole los días que había pasado en la villa que él poseía en Laglio. Había uno bastante largo del bufete de abogados de la familia, en el que le insistían que viajara a Londres cuanto antes para ultimar algunos temas pendientes y facilitarle nueva documentación, a fin de evitar problemas innecesarios con las autoridades. Y por último, uno bastante escueto de Cyrus, el jefe de seguridad de los Crain y una especie de general de los Guerreros, un grupo de soldados vampiros encargados de proteger a la raza.

Durante años, Cyrus le había enseñado a William todos sus conocimientos. Había hecho de él un guerrero letal e implacable, conocedor de muchas artes, artes muy antiguas que se remontaban a la época de los cruzados. Cyrus había sido uno de ellos, y también un sajón, su verdadero origen: señor de una de las primeras tribus germanas que habían llegado a las islas Británicas, era uno de los vampiros más viejos que William conocía, a pesar de que su aspecto era el de un eterno adolescente.

Sonaron unos golpes en la puerta y William cerró el ordenador.

—Pasa, Carter.

Había notado su olor desde la otra punta del pasillo.

Carter entró bostezando, con el pelo revuelto y vistiendo tan solo un pantalón corto. Se apoyó en la pared y se frotó la barba incipiente.

—¿Vienes? Ya están todos abajo.

—Dentro de un rato, quiero darme una ducha.

—No tardes, mi madre ha preparado una lista de tareas bastante larga y tú no te vas a librar —dijo con una sonrisita socarrona mientras le apuntaba con el dedo, y salió de la habitación.

William sacudió la cabeza y se puso en pie. Recogió del suelo la ropa que había llevado el día anterior y se dirigió al baño. De repente se quedó inmóvil, lentamente se llevó la camiseta al rostro e inspiró. Aún olía a ella: a su pelo, a su piel y a esa calidez que circulaba por sus venas. El olor se había registrado en su cerebro con una precisión absoluta. Volvió a inspirar y un escalofrío le recorrió el cuerpo acelerando el reflejo de su respiración, convirtiendo sus ojos en fuego líquido. Se sintió desconcertado, no conseguía entender por qué recordarla lo turbaba tanto, ni por qué su sangre lo llamaba de que aquella forma tan desesperada. Ella era muy hermosa, con su extrema palidez y un cuerpo de líneas perfectas; había que estar ciego para no verlo. Toda una invitación a sus instintos y a sus sentidos. Pero ya había conocido a otras mujeres hermosas y ninguna de ellas había despertado en él aquel torbellino de emociones que ahora lo abrumaban, sensaciones a las que se había cerrado desde que Amelia desapareció.

«Kate», pensó. Entonces se dio cuenta de que no había hecho otra cosa que pensar en ella durante toda la noche. Mientras deshacía el equipaje, leía o escuchaba música, había estado pensando en ella. Apretó la camiseta en su mano y, por un momento, pensó en guardarla tal y como estaba para conservar el recuerdo. Sacudió la cabeza e ignoró la idea como el disparate que era, y cortó abruptamente cualquier pensamiento que tuviera que ver con la humana. Lanzó la prenda al cesto de ropa en el baño y entró en la ducha.

Terminó de secarse el pelo con la toalla, y se vistió con un pantalón gris y una camisa negra. De forma meticulosa dobló las mangas por encima de las muñecas y se puso el reloj. Guardó sus gafas de sol en uno de los bolsillos, sin ellas los días soleados se convertían en una tortura para sus ojos demasiado sensibles.

Respiró hondo, inmóvil frente a la puerta del dormitorio. De pronto no estaba seguro de si iba a poder con lo que pretendía. Llevar una vida humana parecía sencillo para los Solomon, pero él no era como ellos, se había convertido en un ser solitario y amargado, demasiado arisco e impaciente para tratar con los humanos.

Oyó ruidos en el exterior y miró por la ventana, a través de la cortina, a tiempo de ver como Jerome, seguido de sus dos hijos varones, se acercaba al porche trasero.

Las voces que ascendían desde la cocina empezaron a cobrar intensidad.

—¡Hum, qué bien huele eso! —comentó Jerome.

—Siéntate, te serviré un poco —le dijo Rachel mientras le daba la vuelta a unas salchichas.

Jerome se acercó a Daniel y recorrió con la mirada toda la sala, como si buscara algo.

—El coche que hay fuera… ¿está aquí? —le susurró al oído.

—¿Te refieres a mí? —preguntó una voz tras él.

Una enorme sonrisa se dibujó en el rostro de Jerome, se pasó una mano por el pelo y se giró hacia el vampiro.

—¡Por todos los demonios del infierno, me alegro de verte! —Abrazó a William con fuerza y lo alzó en el aire mientras reía a carcajadas—. Sigues igual de canijo que siempre —bromeó. Lo dejó en el suelo y le palmeó la espalda, con tanta energía que William trastabilló hacia delante.

—¡No puedo decir lo mismo de ti! —replicó William, señalando una incipiente barriga bajo la sudadera del licántropo.

Jerome se masajeó el estómago y le hizo un guiño al vampiro.

—Comer sigue siendo una de mis pasiones. —Tomó el plato que Rachel había dejado sobre la mesa, cogió una salchicha y la engulló de un solo bocado—. Deliciozas —dijo con la boca llena.

Todos empezaron a reír a carcajadas. Y esta vez fue William quien le palmeó la espalda a Jerome, cuando este empezó a toser medio atragantado.

—Vamos a tener que ponerte en forma, abuelo.

—¡Mira quién fue a hablar, Matusalén!

Rompieron a reír de nuevo.

—¿Qué pasa aquí?

William se dio la vuelta para ver a la dueña de aquella voz y se encontró con una chica de piel dorada y una larga melena tan oscura como el ébano. Tenía unos ojos grandes y negros, ligeramente rasgados, que despedían un brillo azulado.

—¡Hola, Keyla! —dijo April con la boca llena de cereales.

Keyla le dedicó un guiño a la niña, y clavó una mirada asesina en Jerome.

—Papá, tú ya has desayunado en casa. —Se acercó a su padre y le quitó el plato de las manos, dejándolo en la mesa bien lejos de él.

—Tiene el carácter de su madre —susurró Jerome, y rodeó con el brazo los hombros de William—. Ven, te la presentaré. Esta belleza…

—¡Papá! —replicó la chica, avergonzada.

—¡Vale! Esta torturadora que me mata de hambre es Keyla.

William se acercó a Keyla y le tendió la mano. Jerome tenía razón, era toda una belleza. Una belleza que en ese momento se había ruborizado hasta las orejas y que fulminaba con la mirada a su padre. Inclinó la cabeza para esconder una carcajada, pero no a tiempo, y ella se percató de su apuro. La miró a los ojos y la chica, lejos de molestarse, empezó a reír también.

—Veo que vosotros dos vais a llevaros bien —dijo Jerome.

Keyla arqueó las cejas y puso los ojos en blanco. William imitó su gesto.

—Si te sirve de algo, es así desde que le conozco —le susurró a Keyla.

La sonrisa de ella se ensanchó.

Jerome se acercó a la mesa y le revolvió el pelo a su hijo pequeño. También se lo presentó a William. A continuación, entornó los ojos y miró con cierta preocupación a Shane, su hijo mayor. Shane era un chico corpulento y bastante atractivo, con el pelo negro, algo largo y despeinado, y unos ojos dorados como el ámbar.

—Y este es Shane —informó Jerome—. Ahora se le ha metido en la cabeza que quiere dejar la universidad para formar parte de los Cazadores.

Todos intercambiaron miradas de sorpresa al escuchar el comentario, todos menos Shane, que mantuvo la cabeza inclinada tratando de ocultar su enfado. La noche anterior le había pedido a su padre que lo dejara ir a vivir con su tío Samuel, para poder prepararse y formar parte de un grupo de licántropos encargado de mantener a raya a los lobos y vampiros que sobrepasaban el límite establecido por el antiguo pacto entre las dos razas. Pero su padre se había negado, no quería que un hijo suyo se convirtiera en Cazador.

—¡Chicos, hay que organizarse! —intervino Rachel, tratando de aligerar la tensión que se había instalado en el ambiente—. La lista de tareas es bastante larga y tenemos poco tiempo. Apenas faltan dos días para la inauguración y quedan demasiadas cosas por hacer. —Tomó aire y soltó un suspiro—. Daniel, tú y Jerome terminareis las estanterías que necesito para los libros de jardinería, y por favor, ¡qué estén listas para hoy! Carter, tú lleva a tus hermanos al instituto y después ve a la librería con Shane, hay que mover unas cuantas cajas.

A Carter se le escapó una risita nerviosa y le guiñó un ojo a William.

—¿Qué te dije? —le susurró al vampiro al pasar por su lado con un montón de platos sucios en las manos.

William se limitó a sacudir la cabeza.

April apareció cargada con su mochila y Rachel le entregó una fiambrera.

—Mamá, ¿puede llevarnos William al colegio? —preguntó la niña en tono suplicante.

—Si él no tiene inconveniente —respondió. Desvió la mirada hacia William y levantó las cejas con gesto interrogante, a la vez que se encogía de hombros a modo de disculpa.

—No hay problema, yo los llevaré —contestó él, dibujando una sonrisa. Tomó una bocanada de aire a pesar de que no lo necesitaba. En ese mismo instante, empezaba su nueva vida. Ahora tenía que aparentar ser un joven humano de diecinueve años e intentar vivir como tal.

Keyla observó a William. De golpe, las facciones del vampiro se habían endurecido y su mirada se había vuelto más sombría. Apareció tras él y acercó los labios a su oído.

—Gracias por llevar a los pequeños, le habría tocado a Carter y conduce como un loco —confesó con un hilo de voz, y le dedicó una cálida sonrisa.

William ladeó la cabeza para mirarla.

—No tienes que dármelas —respondió. De repente, se le pasaron por la cabeza un millón de buenas razones por las que no debería seguir con aquel experimento social. Y deseó volver a la tranquilidad de su dormitorio, tumbarse en el sofá, escuchar un poco de música y esperar a que llegara la noche. Entonces podría salir y sumergirse en su acostumbrada y plácida soledad, amparado por las sombras y el silencio.

—¿Vamos? —sugirió ella.

William parpadeó y la miró. Keyla era encantadora y le estaba dedicando una sonrisa que rivalizaba con el mismísimo sol; no le quedó más remedio que apartar sus oscuros pensamientos y salir tras ella. Desde el porche contempló el cielo de un azul puro. Se pasó una mano por el pelo y estuvo unos segundos sin moverse. El sol apareció de golpe sobre los árboles, inundando con su brillante e insidiosa luz cada rincón de la explanada. William buscó a toda prisa las gafas y se las puso.

Rachel se paró a su lado y lo miró preocupada, podía percibir su estado de ánimo. Era evidente la tensión, la inquietud que lo sacudía, incapaz de relajarse incluso con ellos.

—No tienes que hacerlo, puedes quedarte en casa y descansar —susurró ella, acariciándole el brazo.

—Estar solo no forma parte del plan —dijo William con una sonrisa—. Tengo que intentarlo.

Se ajustó las gafas y se encaminó al coche. De pronto, un rugido atronador que provenía del garaje le taladró los tímpanos; un segundo después, Carter aparecía marcha atrás al volante de un Hummer H3 descapotable de color amarillo. Pisó el freno, el coche derrapó y, girando sobre sí mismo, se detuvo a escasos centímetros de William. Una nube de polvo envolvió los pies del vampiro y ascendió pegándose a su ropa.

—¿Qué te parece? —preguntó Carter con entusiasmo.

William enarcó las cejas, pensando en una respuesta apropiada. Sin lugar a dudas, aquel coche le iba que ni pintado al chico.

—¡Es perfecto… para ti! —exclamó al fin, todavía alucinado.

Carter soltó una carcajada, orgulloso. Le gustaba llamar la atención y con aquel coche y su aspecto de chico duro era algo que conseguía con facilidad. Volvió a acelerar y tocó el claxon. Shane salió de la casa y de un salto ocupó el lugar del copiloto sin decir una palabra, de hecho, aún no había dicho nada. Lo seguían Evan y Jared, que se acomodaron en la parte de atrás.

William agarró el volante e intentó prepararse mentalmente para la prueba a la que se tendría que enfrentar en pocos minutos: decenas de molestos humanos, ruidosos y apetecibles, se moverían a su alrededor como moscas; y él tendría que fingir ser uno más. Movió la cabeza de un lado a otro y rotó los hombros con lentitud para aliviar la tensión de su cuerpo. Estiró la espalda y se acomodó en el asiento, llenó sus pulmones de aire con una profunda inhalación y, muy despacio, lo soltó por la nariz. Funcionó, y el nudo de su estómago desapareció.

Una leve sonrisa se dibujó en su rostro, que poco a poco se fue haciendo más grande; quizá, porque se estaba contagiando de la risa de Keyla, o por las muecas que los niños hacían a su espalda. No importaba el motivo, empezaba a sentirse bien.

—¿Y esa tal Ashley, es tan mala como decís? —preguntó Keyla bastante divertida por la conversación que mantenían los niños.

—¡Es peor! —contestó April—. Como es la hija del alcalde, cree que todos los niños del colegio deben hacer lo que a ella se le antoje. —Matthew asentía con la cabeza, completamente de acuerdo con su prima—. Siempre está insultando a todo el mundo y, como yo soy la niña nueva, la tiene tomada conmigo. Ayer quiso que le diera un dólar por usar el baño.

—¿Se lo diste? —Los ojos de Keyla se abrieron como platos. No entendía cómo los niños humanos podían ser a veces tan mezquinos.

—¡No, esa niña no me asusta!

—¿Quieres que hable con ella? —preguntó William, mostrándole con una mueca un leve indicio de las puntas afiladas de sus colmillos.

—¡No! —gritó April con una risita tonta, y durante un instante sus ojos brillaron como el oro líquido—. Puedo arreglármelas yo sola.

Aquello sorprendió a William, no era normal que alguien tan joven experimentara ya las primeras señales de transformación.

Dejaron atrás la carretera y recorrieron las calles del pueblo abarrotadas de coches a esas horas de la mañana. Carter se detuvo frente a un edificio de ladrillo rojo con un gran cartel en el que se leía: «Escuela Elemental Heaven Falls», en grandes letras azules. William aparcó justo detrás y esperó pacientemente a que Keyla llevara a los niños dentro del edificio. Unos minutos más tarde, salía acompañada por un hombre que vestía un traje marrón, algo pequeño para su cuerpo entrado en kilos. El hombre movía los labios muy rápido, poniendo mucho énfasis en sus palabras, o al menos eso le pareció a William, ya que el tipo no dejaba de gesticular frente al rostro de Keyla. Se despidieron con un ligero apretón de manos y ella se encaminó al coche, dibujando en su cara muecas burlonas.

William no pudo contener la risa y su rostro se iluminó contemplándola. Le caía bien, tenía carácter y era muy guapa. Y no era el único que parecía darse cuenta de sus encantos. La chica lucía unos vaqueros blancos bastante ajustados y una camisa del mismo color que marcaban su figura morena, atrayendo a su paso multitud de miradas y alguna mandíbula desencajada. Subió al coche con rapidez, provocando al entrar una ligera brisa perfumada. William reconoció notas de pachulí y canela, y un ligero toque de aceite de rosas que enmascaraba el olor propio de su raza.

—Ayer, durante el almuerzo, April le dio un puñetazo a una niña de su clase. Ese era el director del colegio —explicó ella con el rostro muy serio.

—¿Por qué iba a hacer algo así? —preguntó William, sorprendido.

Keyla se encogió de hombros.

—Quizá, porque no quería pagar un dólar por usar el baño —contestó.

William trató de contener una risa maliciosa.

—Hablaré con ella esta tarde —suspiró Keyla—. Pero ese gordinflón dice que la expulsará si vuelve a repetirse.

William lanzó una mirada agresiva y despectiva a aquel hombre sudoroso que todavía los contemplaba. «Humanos», pensó, molesto.

—No todos son así —comentó Keyla, intuyendo sus pensamientos.

William se limitó a apretar los labios y a poner el coche en marcha, sumergiéndose de nuevo en el tráfico caótico del centro. Los humanos habían dejado de ser algo familiar para él. Ahora solo veía sus defectos: envidiosos, injustos, inseguros, traicioneros con sus semejantes… efímeros, algo de lo que no parecían ser conscientes, ya que perdían el poco tiempo que duraban sus vidas alimentando sus miedos y los de los demás.

—No te he dado las gracias por… la sangre —dijo William al cabo de unos segundos, y las palabras vacilaron en su garganta.

Se sentía agradecido y, a la vez, cortado. Keyla había sido muy amable consiguiendo esa sangre para él, pero también había corrido un gran riesgo al robarla. En Europa los vampiros habían conseguido tener sus propios laboratorios y centros de donantes, que abastecían sin problema toda la demanda. Pero en Norteamérica no había una sociedad vampírica organizada, no había ningún sistema que se preocupara de sus necesidades; y la sangre humana de calidad, libre de enfermedades, solo se podía conseguir en el mercado negro, previo pago de grandes sumas con las que acallar las preguntas.

—No tienes por qué agradecerme nada. Volveré a hacerlo en cuanto necesites más —admitió Keyla, dando un ligero apretón a la mano de William que reposaba sobre el volante. Lo hizo sin pensar y la retiró al notar cómo se tensaba el brazo del vampiro.

—No es necesario, en serio, encontraré a alguien que pueda conseguirla en caso de emergencia. Mientras tanto, seguiré cazando animales.

—De verdad, no me supone ningún problema. Soy yo quien se encarga de analizarla y catalogarla, una simple C en la bolsa y la hago desaparecer sin preguntas —aclaró, se giró en el asiento y clavó sus grandes ojos en él.

—¿C? —repitió William.

—Sí —asintió Keyla sonriendo—. Contaminada.

—¿Tan sencillo?

—Para mí sí, mi superior está más interesado en la ropa interior de su ayudante que en comprobar si hago bien mi trabajo.

—Aun así…

—Aun así nada. Deja de darle vueltas —replicó ella, dibujando una sonrisa desprovista de cualquier preocupación. Alzó la mano y señaló un punto a través del parabrisas—. Ahí es, ya hemos llegado.

El instituto de Heaven Falls era un edificio de ladrillo marrón, repleto de grandes ventanales por los que la luz entraba iluminando por completo el interior, incluso en los días más grises y lluviosos. Estaba rodeado de césped, con bancos de madera llenos de alumnos que conversaban aguardando la hora de entrar a clase. Decenas de estudiantes cargados con sus mochilas llegaban en autobús o en coche, atestando la entrada. Faltaba muy poco para la graduación, y todas las conversaciones giraban en torno a ese acontecimiento, y a las respuestas que los chicos esperaban recibir de las universidades.

William descendió del coche e inmediatamente sintió dos profundos aguijonazos sobre los ojos. Ajustó las gafas oscuras sobre el puente de su nariz y lanzó una rápida y censuradora mirada al cielo despejado. Caminó al encuentro de los Solomon, con Keyla muy cerca de él, casi se rozaban al andar. Ella despertaba las miradas ansiosas de algunos chicos, podía leer en los rostros sus pensamientos, eso lo irritó y, con gesto protector, se pegó a ella. Su hombro tras el hombro de Keyla, marcando su ritmo al andar.

Formaron un pequeño círculo junto al Hummer, conversando para matar el tiempo, tratando de mantenerse ajenos al interés que despertaban a su alrededor.

Un grupo de chicos, todos con cazadoras azules y blancas, pasaron junto a ellos, mirándolos con descaro y lanzando algún que otro comentario sarcástico que provocó una cascada de risas maliciosas. Eran del equipo de fútbol, y no les hacía ninguna gracia que el Nuevo, así era como llamaban a Evan, hubiera desplazado a su quarterback.

Evan les sostuvo la mirada con gesto desafiante, apretando los puños hasta que sus nudillos estuvieron tan blancos como la pálida piel de William.

—Evan, no debemos llamar la atención, tenemos que parecer normales. Así que nada de meterse en líos, ¿de acuerdo? —exigió Carter de forma severa. Pasó un brazo alrededor del cuello de su hermano y lo estrechó contra él. Sentía el esfuerzo que el chico hacía por contenerse y el sordo gruñido que vibraba en su pecho—. ¡Evan!

—De acuerdo —contestó el chico, alargando la palabra con desgana.

—Hace tiempo que piden a gritos que alguien les dé una lección —susurró Shane con desprecio.

William lo miró con curiosidad, era la primera vez que escuchaba su voz grave. El joven lobo tenía la vista clavada en el grupo de humanos y apretaba los puños.

—Nosotros cuatro podríamos con todos ellos sin sudar una gota —continuó el chico—. Unos cuantos huesos rotos y se les quitarían las ganas de reír.

—Me presento voluntario —intervino Evan dando un paso al frente.

—Ponte a la cola —masculló Jared con voz ronca—. Yo también les tengo ganas.

—¡Pues que corra la sangre! —exclamó Carter medio en broma—. Yo también necesito dar algún bocadito.

William los observaba en silencio, algo desconcertado por el pulso que estaba teniendo lugar entre los dos grupos.

—¿Qué pasa con esos? —preguntó.

—Nada, que son unos cretinos —respondió Jared—. Van a por Evan desde que entró en el equipo, y si van a por él, van a por nosotros.

—¿De verdad estáis pensando en perder el tiempo con esos humanos? —inquirió Keyla mientras sacudía la cabeza—. Los únicos huesos que corren peligro son los vuestros si Rachel os pilla en una pelea.

Todos esbozaron una sonrisa y la tensión del ambiente se relajó un poco, excepto para Shane, que permanecía con la vista clavada en los futbolistas. Keyla se acercó a él y le rodeó el cuello con el brazo, empezó a hablarle al oído. Al final, el chico bajó la mirada y asintió con la cabeza.

—No son solo esos idiotas. Es que no soporto que la gente siempre nos mire como si fuéramos una atracción de feria —susurró Evan con malestar.

—Solo son las primeras semanas —dijo Keyla, acariciando el brazo de su primo—. Siempre seremos los nuevos vecinos, los nuevos estudiantes, los nuevos compañeros de trabajo. Ya deberías haberte acostumbrado.

—Lo sé, es que en este pueblo la concentración de idiotas supera la media —replicó el muchacho de mal humor. Cogió dos mochilas de la parte trasera del Hummer y le tendió una de ellas a Jared—. Vamos, tío, o llegaremos tarde.

—Vendré a recogeros en cuanto acaben las clases, ¿vale? Y no me hagáis esperar —les dijo Carter mientras golpeaba con el puño el hombro de Evan y le alborotaba el pelo a Jared. No tenía ningún problema a la hora de manifestar el afecto que sentía por sus hermanos.

—¡Eres peor que mamá! —exclamó Jared, con los ojos en blanco.

—¡Yo también te quiero, cachorrito! —replicó Carter, y se sentó frente al volante—. Vamos, Shane, no van a explotar por más que los mires.

Shane volvía a observar al grupo de futbolistas, mientras reían y hacían posturitas rodeados por el equipo de animadoras. Soltó un gruñido y subió al coche de un salto.

—¿Nos vamos? —sugirió Keyla, enlazando su brazo con el de William.

William asintió esbozando una sonrisa. Le sostuvo la puerta del coche con cortesía, cerrándola tras ella en cuanto se hubo acomodado en el asiento. Rodeó el vehículo con paso elegante, tratando de hacerlo tan despacio como lo haría un humano.

Un grupo de chicas, que no contaban con más de dieciséis años, pasó junto a él lanzándole miradas descaradas y cuchicheando entre risas. Un intenso rubor coloreó sus mejillas y sus respiraciones se convirtieron en un suspiro entrecortado cuando él curvó su boca con una sonrisa traviesa. Había empezado a relajarse, aliviado de que allí su mayor problema fuera que unos adolescentes lo miraran con mala cara o que un grupo de chiquillas hiciera comentarios subidos de tono sobre él.

Sus ojos se encontraron con los de Keyla y rompió a reír. La chica lo miraba a través del parabrisas, sacudiendo la cabeza con los ojos en blanco. «Presumido», pudo leer en sus labios.

Se agitó una brisa fresca y suave, que arrastraba ligeras notas aromáticas: perfumes, cremas de baño, sangre tibia, y una casi imperceptible por la que se sintió atraído de forma inconsciente. Su cuerpo se tensó al identificar el olor a violetas y alzó la mirada por encima del coche con urgencia. Sus ojos verdes estaban fijos en él. Su pelo castaño ondeaba al viento y la luz del sol se reflejaba en él arrancándole destellos cobrizos. Llevaba el tobillo vendado y se apoyaba sobre unas muletas. Jill estaba a su lado, cargada con los libros de ambas mientras charlaba animadamente con un chico alto y rubio. El muchacho parecía muy interesado por el estado de Kate, pero ella no le prestaba atención, solo tenía ojos para William. Ninguno de los dos bajó la mirada, contemplándose sumidos en una especie de trance.

William tragó saliva para deshacer el nudo doloroso que se le había formado en el estómago. Sintió el impulso de saltar por encima del coche y correr hasta ella. El deseo de volver a sentirla cerca se estaba convirtiendo en una necesidad imposible de ignorar, y a punto estuvo de hacerlo.

—¿Ocurre algo? —preguntó Keyla, sin entender qué había hecho cambiar tan deprisa el ánimo del vampiro.

William tuvo que hacer un gran esfuerzo para apartar la mirada y contestar.

—No, nada.

Subió al coche con el rostro inexpresivo. Meneó la cabeza. La atracción que sentía por aquella humana era peligrosa, ponía de manifiesto deseos e instintos que bloqueaban su razón. Intentó recordar si alguna vez había sentido aquel tipo de atracción por otra persona, pero no lo logró, ni siquiera por Amelia. Con ella todo había ido despacio. La atracción, los sentimientos, habían crecido poco a poco en aquellas tardes de largos paseos y meriendas, rodeados de institutrices y doncellas de compañía. Pero con Kate, le asustaba lo cautivado que se sentía por ella. Simplemente mirarla, le hacía desear acercarse… tocarla… conocerla más.

Keyla colocó su mano sobre la de William, que aferraba con fuerza el volante, y le dio un ligero apretón.

—Es por la sangre, ¿verdad? Debe de ser difícil controlarse cuando se está rodeado de tantos humanos —afirmó repentinamente seria.

William suspiró y se recostó sobre el asiento con la mirada perdida en el cristal; durante un instante, estuvo tentado de contarle lo que le estaba pasando, pero se arrepintió de inmediato. Hablar de sí mismo no se le daba bien, sobre todo cuando se pasaba la vida fingiendo ser otra persona. Keyla le tomó la mano y se la acercó a la boca, depositando un tierno beso en ella. William la miró con los ojos abiertos de par en par, aún sentía el cosquilleo de sus labios en la mano, una sensación dulce y agradable. No apartó la mano, al contrario, se llevó la de Keyla a su boca y le devolvió el beso sin pensar. No recordaba lo agradable que era el dulce contacto de otra persona, esos gestos afectuosos que podían borrar hasta la mancha más oscura, si provenían de la persona adecuada.

—Sí, es muy difícil —susurró, intentando controlar las ganas de volver la vista hacia Kate.