Summerside 1860.
La sangre caliente goteaba desde la barbilla hasta su pecho desnudo. William alzó el rostro para contemplar el cielo y cerró los ojos inspirando con lentitud el aire frío de la noche. La luna se abrió paso entre las nubes y, bajo aquella luz mortecina, pudo ver con más claridad el cuerpo inerte de su presa sobre la nieve recién caída. Se limpió los labios con el dorso de la mano y observó distraído cómo se desvanecía el vaho que emanaba de la boca del ciervo, cómo exhalaba los últimos restos de calor que quedaban en su cuerpo maltrecho.
Sintió oleadas de fuego corriendo por sus venas y la sensación de alivio fue inmediata. El dolor que le causaba la sed había desaparecido, dando paso a un hormigueo placentero. Movió la cabeza en círculos, tratando de aflojar los hombros y el cuello, y se arrodilló junto al animal mientras reprimía una mueca de desagrado; sorprendido por la agresividad con la que se había alimentado. Así se lo recordó el enorme desgarro en el cuello del animal. Pensó durante un segundo en cómo habría quedado el cuerpo de un humano si lo hubiera atacado con esa violencia, y su estómago se encogió con una mezcla de ansiedad y repulsa. Apartó el pensamiento y comenzó a limpiarse la sangre, derritiendo primero la nieve entre sus manos.
Un leve crujido captó su atención, y con el rabillo del ojo pudo ver cómo una silueta surgía a su espalda proyectando una enorme sombra oscura sobre él. Un escalofrío le recorrió la espalda, lanzando oleadas de adrenalina por todo su cuerpo. Cada uno de sus músculos se tensó, apretó los puños con fuerza y un brillo salvaje dio vida a sus ojos azules. Aquel olor acre que llegaba a su olfato era inconfundible: licántropos. Podía oír la respiración entrecortada de la bestia y los gruñidos amenazantes que vibraban en su garganta. Se levantó muy despacio, y giró sobre los talones hasta quedar frente al enorme lobo de pelo negro.
—No quiero problemas, esta noche no —dijo con calma. Sus ojos de un azul eléctrico se convirtieron en dos ascuas ardientes.
El lobo no se movió, se encontraba apenas a cinco metros del vampiro y sus ojos de un amarillo brillante estaban clavados en él. Aquella bestia era tan grande como un oso pardo, y su pelo negro brillaba bajo la luna dándole un aspecto sobrecogedor. Volvió a gruñir, dejando los dientes al descubierto.
William intentó dar un paso atrás, pero la posición de ataque que el licántropo adoptó le hizo vacilar, dando un traspié.
—En serio, no tengo intención de pelear. —Levantó las manos a modo de tregua—. Así que me iré por donde he venido.
No tuvo tiempo de intentarlo. Las patas traseras de la bestia se arquearon y con un potente salto cruzó el espacio que los separaba. El choque fue brutal, rodaron golpeándose contra las rocas y los restos de árboles caídos que ocultaban el manto blanco de la primera nevada.
Las mandíbulas del lobo intentaban cerrarse sobre su garganta. Sentía en la cara su fuerte aliento y las gotas de saliva que le salpicaban la piel con cada dentellada. Consiguió zafarse del abrazo, giró sobre sí mismo sin tocar el suelo y, con la agilidad de un puma, aterrizó de pie. El lobo aún rodaba por la nieve. Aprovechó la ventaja sin dudar y se lanzó contra él. Saltó y adelantó las piernas golpeándolo en el estómago cuando intentaba ponerse en pie. El impactó empotró al lobo contra el tronco de un viejo roble, que acabó partiéndose en dos; pero el sonoro crujido que se escuchó no era el de la madera, sino el de los huesos al partirse. La bestia cayó al suelo, inmóvil.
La desconfianza hizo a William aproximarse con cautela al cuerpo desplomado, le dio un ligero golpe con el pie desnudo. El licántropo abrió los ojos un instante y de su garganta escapó un gemido; pero no se movió. El pánico lo golpeó de lleno, transformando su rostro con una expresión fantasmal y, con un nudo en el estómago, se arrodilló junto a la bestia que comenzaba a transformarse en un ser humano.
—¡Daniel, Daniel! —Le palmeó varias veces el rostro, en un intento frustrado por espabilarlo—. ¡Vamos, no me hagas esto! —exclamó asustado.
La idea de que estuviera herido por su culpa le oprimía la garganta. Aquel juego había llegado demasiado lejos, y solo era cuestión de tiempo que alguno de los dos resultara herido.
Lo sujetó entre los brazos y acercó el rostro para sentir su aliento, no notó nada. Fijó la vista en el torso desnudo de Daniel, esperando ver el ritmo acompasado de su respiración, pero su pecho no se movía. Una dolorosa realidad se abrió paso a través de su cerebro. Sacudió la cabeza, furioso, apartando de su mente el mal presagio. De forma obstinada posó la mano sobre el pecho de su amigo, tratando de encontrar algún signo de vida. Cerró los ojos y escuchó con atención. Captó un débil latido y, al cabo de unos segundos, otro aún más atenuado, contuvo la respiración y aguardó. No hubo un tercero. El corazón de Daniel se había detenido.
Se puso en pie sin dar crédito a lo que acababa de ocurrir, con los ojos desenfocados contempló el cuerpo caído. Se dio la vuelta con las manos en la cabeza, destrozado, sin saber qué hacer ni a dónde ir.
De repente escuchó una risita contenida. Un brillo de comprensión le iluminó los ojos, aquel perro sarnoso le había tomado el pelo. Suspiró aliviado y sus labios se curvaron hacia arriba. Dio media vuelta y miró a Daniel tumbado de espaldas sobre el suelo. Su cuerpo desnudo se convulsionaba por la risa escandalosa que brotaba de su garganta.
La risa de Daniel se transformó en fuertes carcajadas cuando pudo ver, a través de las lágrimas que le enturbiaban los ojos, el rostro enojado de su amigo. Por más que intentaba controlarse, no podía, y a duras penas fue capaz articular una disculpa.
—Perdona… perdóname… ¡ay!… me… muero. —Empezaba a sentir un dolor agudo en el costado—. Si te hubieras visto la cara. —Levantó una mano temblorosa—. ¡Vamos, William, ayúdame, me estoy quedando helado!
Daniel acababa de cumplir diecisiete años, y ya era mucho más alto y fuerte que sus dos hermanos mayores. Tenía el pelo azabache plagado de rizos hasta los hombros, y un rostro anguloso en el que destacaban unos ojos grandes y oscuros que ahora brillaban divertidos.
William cruzó los brazos sobre el pecho sin intención de ofrecerle su ayuda, apretó los dientes esforzándose por parecer mas enfadado de lo que en realidad estaba, y funcionó. Daniel ya no estaba tan seguro de que la broma hubiera resultado igual de divertida para William.
—¡Vamos, hombre, no es para tanto! —Se levantó de un salto, sacudiéndose la nieve del pelo—. Puede que me haya excedido un poco con el final. ¡Pero hoy he conseguido sorprenderte! —exclamó entusiasmado, y se aproximó con su encantadora sonrisa a William—. Nunca me había acercado tanto sin que te dieras cuenta, y vaya placaje.
El rostro de William mantenía una expresión fría, sus ojos seguían teñidos de rojo y sus labios adoptaron una mueca siniestra, peligrosa.
«Esto no pinta bien», pensó Daniel.
—¡Está bien, lo siento! —se disculpó en tono aburrido—. Me he sobrepasado con la broma.
William miró fijamente a Daniel, sin parpadear. Un gruñido bajo de advertencia retumbó en su garganta. Paseó su mirada desafiante sobre él y abrió la boca con un siseo.
—Debería matarte, me has dado un susto de muerte —dijo entre dientes. El tono de su voz era duro, tan duro como su mirada—. Creí que estabas muerto. ¡Por Dios, Daniel! Me dan ganas de… de… arrancarte la piel a tiras. —Lo aferró por el cuello, abrazándolo con fuerza mientras le alborotaba el pelo con la mano que le quedaba libre. Su expresión se suavizó un poco y empezó a reír divertido—. Tienes suerte de ser mi mejor amigo porque, si no lo fueras, ahora estaría escondiendo tu cadáver en un profundo agujero.
—Dirás tu único amigo —replicó Daniel, intentando soltarse, y su sonrisa se ensanchó.
—¿De verdad estás bien? A veces me cuesta controlar mi fuerza, sobre todo cuando un hombre lobo intenta destrozarme la garganta.
—Tranquilo, estoy bien. Solo tengo un par de costillas magulladas. —Se palpó el costado, justo donde asomaba un gran moratón—. En unos minutos habrá desaparecido. Mi cuerpo puede regenerarse, ¿recuerdas? —dijo con una sonrisa amable al ver el gesto de culpabilidad de William.
El vampiro le devolvió la sonrisa y le dio una palmada en el hombro.
—Busquemos tus ropas.
Caminaron en silencio durante un rato.
William iba absorto en sus propios pensamientos, sus labios se habían convertido en una fina línea y el entrecejo fruncido marcaba con profundas arrugas su pálida frente.
Daniel lo observaba con miradas fugaces, era evidente que aquello que le rondaba por la cabeza lo tenía muy preocupado. Guardó silencio, no quería entrometerse con preguntas indiscretas y sabía que, antes o después, acabaría contándole aquello que lo inquietaba. No hacía mucho tiempo que conocía al vampiro, pero ya sabía casi todo lo que se podía saber de él.
William había nacido en 1838 en Irlanda, en un pequeño pueblo costero llamado Waterford. Era el único hijo de Aileen Farrell, una joven profesora de música que había quedado viuda antes de que él naciera.
Cuando William aún era muy pequeño, apareció en sus vidas Sebastian Crain, un noble inglés cuya misteriosa y atractiva personalidad, unida a su enorme fortuna, lo habían convertido en una de las personas más ricas e influyentes de Inglaterra. No le costó mucho convencer a Aileen para que se trasladara con él a su palacio. La contrató como institutriz de su hija Marie, una jovencita de la misma edad que William, a la que había acogido cuando quedó huérfana.
Nadie se sorprendió cuando Sebastian se casó con Aileen y adoptó a William, el amor que sentía por ellos había sido manifiesto desde el primer día. Todos hablaban de cómo el joven aristócrata había vuelto a la vida al conocer a su flamante esposa, y de la hermosa familia que formaban; incluido Robert, el hijo que Sebastian había tenido con su primera esposa, un muchacho solitario y temperamental que acogió a William como a un verdadero hermano, protegiéndolo, incluso en exceso, de todo y de todos.
Entonces ocurrió.
Era la Nochevieja de 1857, y también el día en el que William cumplía diecinueve años. Todo estaba preparado para la cena. Aileen y Marie correteaban alrededor de la mesa colocando los últimos detalles, mientras Robert y Sebastian conversaban al lado de la chimenea, haciendo planes para la siguiente cacería. El único que parecía ajeno a todo aquello era William.
Se había situado junto a una de las ventanas y, con los ojos cerrados, trataba de guardar en su memoria cada detalle de esa última tarde del año, cuando por primera vez había besado a Amelia. Si se concentraba un poco, aún podía sentir el sabor a vainilla de sus labios. Por eso no los vio venir.
Cinco hombres cruzaron el jardín, ocultándose entre los arbustos hasta llegar a la casa. Atravesaron las ventanas del salón como si fueran de papel. Uno de ellos embistió a William propinándole un fuerte golpe en el estómago, cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra el suelo de forma violenta; quedó aturdido, sin comprender qué pasaba a su alrededor, solo pequeños retazos conseguían llegar hasta su mente. Cuando despertó, ya no era el mismo.
—Voy a decírselo —dijo William de repente—. Lo he pensado mucho y, si ella supiera la verdad sobre mí, todo sería más fácil. Es mi esposa y no debería haber secretos entre nosotros.
—¿Estás seguro? —preguntó Daniel.
—Sí, llevo bastante tiempo dándole vueltas a este asunto. Ella me quiere y me conoce mejor que nadie, sé que lo va a entender —su tono de voz no era tan seguro como intentaba aparentar. Miró a Daniel con ojos suplicantes—. Es el momento, el tiempo no juega a mi favor. Desea tener hijos y yo no puedo dárselos. Empieza a culparse por no quedar embarazada e insiste en ir a un médico, en pocos años se dará cuenta de que solo ella envejece; y ya no sé qué hacer para que no note que no como —se le quebró la voz—. Antes o después la mentira no se sostendrá, y es mejor que lo sepa por mí y no por un descuido.
—No sé, William, creo que todavía es pronto. —Forzó una sonrisa para tranquilizarlo—. Además, ¿cómo estás tan seguro de que no puedes darle hijos? Ya ha habido casos entre tu gente.
—Solo los hijos de Lilith eran capaces de engendrar, y esa estirpe desapareció hace siglos, se supone que el último vampiro puro nació hace más de mil años. Yo no soy más que un humano convertido. No puedo vivir a la espera de que ocurra un milagro… —no terminó la frase porque Daniel levantó la mano con impaciencia, haciéndolo callar.
—Tendrías que ser el primero en creer en los milagros. Nadie mejor que tú debería entender eso. —Se detuvo para mirarlo a los ojos—. William, tú eres uno de esos milagros, caminas bajo el sol, ¿recuerdas? Deberías tener más confianza.
William bajó la mirada, desarmado, y guardó silencio. En eso Daniel tenía razón. Era el único vampiro que podía salir bajo la luz del sol sin acabar consumido por las llamas, y nadie sabía el porqué.
—Aunque así fuera, no sé si quiero tener un hijo. Condenarlo a vivir en la oscuridad, que nunca pueda ver el color del mar o del cielo azul…
—Podría heredar tu don —aventuró Daniel.
—¿Don? —repitió William con desprecio, y guardó silencio, volviendo a sumergirse en sus pensamientos. Para él no era un regalo, al contrario, era una carga. Demasiadas esperanzas puestas en él, cuando ni siquiera sabía por qué era diferente.
Caminaron uno al lado del otro, serpenteando entre los árboles. El cielo había vuelto a cubrirse de nubes y pequeños copos comenzaron a caer arremolinándose entre sus pies. Aceleraron el paso y no tardaron en alcanzar el claro. Daniel se adelantó, perdiéndose entre la maleza para poco después aparecer con la camisa sobre el hombro y terminando de anudarse los pantalones. Encontró a William sentado sobre un tronco, ensimismado, con una ramita entre las manos con la que garabateaba en el suelo. Se sentó a su lado, contemplando el dibujo que tomaba forma en la nieve sucia, y reconoció las facciones de Amelia, la esposa de William.
—Siento si te he molestado —dijo Daniel. Pensó durante unos segundos las palabras adecuadas y continuó—: Sabes que está prohibido mostrar a los humanos nuestra auténtica naturaleza, pero tú me salvaste la vida una vez, y mi familia y yo te debemos una compensación. Si de verdad quieres hacerlo hablaré con mi hermano, estoy seguro de que te dará su bendición.
William levantó la mirada y se encontró con los ojos de Daniel fijos en él.
—No te ofendas, Daniel, pero no necesito la bendición de tu hermano para romper el pacto.
—Lo sé, pero estás en nuestro territorio y, si no quieres que haya problemas entre los clanes, tendrás esa deferencia con él. Le pedirás permiso —su tono no admitía discusión.
—Pero si rechaza mi petición, yo…
—Créeme. No lo hará, es un hombre justo.
—Está bien, habla con él.
—Lo haré, pero te pido un poco de tiempo. Espera unas semanas, piénsalo bien. Y si entonces aún lo deseas, te ayudaré.
—No voy a cambiar de opinión —dijo William, categórico—. Amo a Amelia desde antes de convertirme en vampiro, y si he soportado lo que soy es por ella. Para que podamos tener un futuro juntos, debe saber que soy diferente.
—Espero que estés en lo cierto —musitó Daniel, y dejó escapar un largo suspiro. Se puso en pie y señaló con un gesto el cuerpo del ciervo que comenzaba a desaparecer bajo la nieve—. Tú ya has cenado, pero yo tengo un hambre feroz. ¿Crees que Amelia me prepararía una de esas tartas de calabaza tan dulces?
—Amelia debe llevar horas durmiendo. Pero queda estofado de ayer, si no te da miedo morir envenenado —señaló con ironía—. Creo que eres la única persona en el mundo a la que le gustan sus platos.
Daniel soltó una sonora carcajada.
—Tal y como cocina mi hermano, hasta una mofeta carbonizada me parece apetitosa.
La nieve caía de forma más copiosa y un viento gélido comenzó a soplar. Mantenían un paso rápido, acompañado del sordo crepitar del hielo bajo sus pies, y no tardaron en salir del espeso bosque, dirigiéndose hacia la pequeña casa que William había comprado cerca de los acantilados. Otro capricho de Amelia al que él no pudo negarse.
Amelia era muy hermosa, con un pequeño rostro, fino y delicado, y unos ojos grandes y dorados enmarcados por una espesa melena rubia como el trigo. Extremadamente ambiciosa, no había dudado en utilizar todas sus armas para enamorar a William, futuro heredero de Sebastian Crain y de su fortuna; y el único que no parecía darse cuenta de cómo era ella en realidad.
—¿Qué hacías en el bosque tan tarde? —preguntó William con curiosidad.
—Buscaba un rastro.
—¿Nunca dejas de comer? ¿Qué es esta vez, ciervos, renos…? —bromeó.
—No, nada de eso —el rostro de Daniel se oscureció y tensó la mandíbula al apretar los dientes—. Anoche estuve en el pueblo con mis hermanos. Necesitábamos provisiones y fuimos a la tienda del viejo Hopper; allí nos encontramos con dos tipos bastante raros —comentó sin apenas alterarse—. Al principio no lo percibimos. Entre tantas especias, queroseno y alcohol, era imposible oler nada. Pero en la calle… —Hizo una mueca de asco—. En la calle apestaban a muerte, se les podía olfatear a kilómetros.
William se detuvo y clavó sus ojos en Daniel. El significado de aquellas palabras no podía ser más peligroso.
—¿Estás seguro? —preguntó, cruzando los brazos sobre el pecho.
Daniel asintió con la cabeza.
—Sí, eran chupasan… —no terminó la frase—. Lo siento, William, no quería ofenderte.
—No lo has hecho. —Su cara no reflejaba ninguna emoción.
—Creemos que son renegados, y mis hermanos están preocupados por si intentan cazar en esta zona. Les perdimos la pista en las afueras, hacia el norte —admitió muy inquieto—. Desde entonces buscamos su rastro sin resultado. Puede que se hayan marchado.
—Sí, es posible —comentó William sin mucha convicción, mientras una extraña sacudida le oprimía el pecho.
Dejaron atrás la última línea de árboles y se adentraron en la planicie que se extendía hasta los acantilados. Allí la nieve había dado paso a una intensa lluvia, y el cielo comenzó a iluminarse en el horizonte. El viento soplaba cada vez más fuerte, arrastrando un profundo olor a salitre; las olas golpeaban contra las rocas del acantilado con un sonido ensordecedor, que vibraba a través de la tierra bajo sus pies. Tras ellos, los árboles del bosque se agitaban ruidosamente, las rachas de aire sacudían de forma violenta sus ramas, que amenazaban con partirse.
—Démonos prisa, esa tormenta estará aquí en pocos minutos —advirtió Daniel mientras se frotaba las manos, eliminando los pequeños trozos de hielo que se habían pegado a sus dedos.
William escrutó las sombras durante un momento, y siguió al joven lobo que se alejaba a paso ligero. Estaban empapados, con las ropas pegadas al cuerpo. El pelo de Daniel parecía empeñado en caer como una pesada cortina sobre su cara, y él lo apartaba constantemente, intentando ver dónde pisaba.
—Debemos asegurarnos de que no siguen por aquí. Los renegados son muy peligrosos y podrían matar a muchos humanos antes de que consiguiéramos pararles los pies —dijo William. Había dado alcance a Daniel y caminaba a su lado, hablando con rapidez, impaciente—. Tengo que ver a tus hermanos, no es fácil vencer a un vampiro y hay cosas que debéis saber.
—¡No me subestimes! Tú eres uno de ellos y he podido vencerte en muchas ocasiones, ¿cierto? —replicó Daniel, molesto.
—No te estoy subestimando, sé de lo que eres capaz; pero estoy hablando de renegados. —Lo agarró del brazo para que se detuviera—. Daniel, no dejes que el orgullo te ciegue, un lobo no tiene nada que hacer contra un vampiro experimentado que se alimenta de humanos. Solo la manada tiene posibilidades de vencer, por eso tengo que hablar con Samuel y Jerome. ¿Sabes dónde están?
—Sí —afirmó todavía molesto—. Samuel fue a buscarlos hacia el este y Jerome al norte, aunque ya deben estar de vuelta. Acordamos vernos en tu casa, Sam quería contártelo en persona y hacerte algunas preguntas.
—Bien, démonos prisa entonces —dijo muy serio.
La casa apareció a lo lejos. Había sido un pequeño refugio de pescadores y estaba en ruinas cuando William la compró. La reconstruyó desde los cimientos, y ahora era una vivienda amplia y luminosa. Tenía un porche de madera cubierto de rosales trepadores y un extenso jardín que durante la primavera se cubría por completo de flores. En la parte de atrás había levantado un establo donde criaba algunos caballos; animales que Amelia adoraba.
William frunció el ceño, algo inquieto. Las contraventanas estaban abiertas, dando golpes de un lado a otro por culpa del viento, y las velas del interior continuaban encendidas a pesar de que era bastante tarde. Amelia estaba despierta. Se sintió culpable por haberla dejado sola con aquel tiempo, aunque ella no solía asustarse por nada y mucho menos por una tormenta. Quizá estaba preocupada porque él se retrasaba, o habría descubierto que, en realidad, no estaba en casa de los Kent, unos adorables ancianos con un tejado lleno de goteras que él tardaría bastante en reparar. Esa era la excusa que le había dado esta vez para poder salir de caza. De ser así, estaría furiosa, pensando en un sinfín de disparates. La confianza en la fidelidad de William no era una de sus virtudes.
William odiaba mentir a su esposa, pero no tenía otra opción. Había pasado varios días sin alimentarse, y la sed y la debilidad que torturaban su cuerpo convertían a cualquier humano que estuviera cerca en una jugosa tentación; incluida Amelia.
Esa mañana la había acompañado a la prueba de unos vestidos. Se sentó en un rincón, alejado del grupo de señoras que abarrotaba la tienda, mientras observaba con adoración cada mohín coqueto que el rostro de Amelia reflejaba en el espejo.
En un descuido, la costurera se pinchó con un alfiler. Una pequeña gota de sangre asomó a su dedo que, con gesto rápido, se llevó a la boca, succionándolo. William apenas pudo controlarse, el olor de la sangre llenaba cada rincón. Sintió cómo sus colmillos se alargaban, presionando contra la lengua. La cabeza le daba vueltas, las voces se fueron apagando y un único sonido tronaba en su cabeza: el corazón de aquella mujer bombeando sangre. Clavó los ojos en su cuello y en la línea azulada que se intuía bajo la piel. Solo tenía que levantarse y tomarla, saciando así el hambre que sentía. Se puso en pie, muy despacio, con la mirada fija en la garganta de la costurera. Ya no percibía nada de lo que ocurría a su alrededor, todos sus sentidos estaban centrados en aquel latido.
Las campanillas de la puerta lo sacaron del trance en el último segundo. Había faltado poco, un segundo más, y se habría abalanzado sobre ella para beberse hasta su última gota de sangre; y todo habría ocurrido bajo la mirada Amelia. Se dijo a sí mismo que esa noche iría al bosque, necesitaba alimentarse. Aún era un vampiro demasiado joven, y su voluntad frágil.
Iba tan absorto en aquellos pensamientos que no vio a Daniel detenerse, chocó contra su espalda y una queja asomó a sus labios sin que llegara a pronunciarla.
El licántropo no se movía, tenía la cabeza levantada y olfateaba el aire.
—¿Qué ocurre? —preguntó William. De manera instintiva, su cuerpo se puso en tensión.
Daniel no contestó, las aletas de su nariz se movían intentando captar los detalles del olor que arrastraba el viento. Inclinó el cuerpo hacia delante y emitió un gruñido bajo y hosco.
William se estremeció con un mal presentimiento.
—¿Qué pasa, Daniel?
—Están en la casa, reconozco el olor —respondió. Giró la cabeza para mirar a William. Sus ojos eran ahora de un amarillo intenso, y resoplaba a través de la boca entreabierta—. Los vampiros están en tu casa.
William necesitó un segundo para comprender lo que Daniel acababa de decir.
—¡Amelia! —exclamó. Se lanzó a la carrera, aterrado por lo que hubiera podido ocurrirle, y ese miedo le provocó un dolor agudo que le perforaba el pecho a la altura del esternón.
—¡Espera, primero tenemos que asegurarnos de a qué nos enfrentamos! —le gritó Daniel, al tiempo que conseguía agarrarlo por las piernas y derribarlo. Después, concluyó—: No podrás ayudarla si dejas que te maten.
—¡Suéltame, podrían hacerle daño! —ordenó con vehemencia. Intentó zafarse, agitando las piernas con fuerza, pero Daniel no lo soltaba.
—¡O puede que ya esté muerta! —replicó el lobo sin sutilezas. Le costaba hablar, estaba haciendo un esfuerzo sobrenatural, incluso para él, intentando sujetar por todos los medios aquel cuerpo que le pateaba el pecho—. Usa la cabeza, necesitamos un plan.
William dejó de ofrecer resistencia, en el fondo sabía que su amigo tenía razón. Se sentaron sobre la hierba. Daniel jadeaba con la respiración entrecortada, se pasó una mano por el pelo y dejó los brazos descansando sobre las rodillas; una de sus muñecas se había dislocado y, tras reunir fuerzas, apretó los labios y la colocó en su sitio. La lluvia amainaba, pero los relámpagos, seguidos de unos truenos ensordecedores, cobraban fuerza sobre ellos.
—Debemos saber cuántos hay y en qué parte de la casa están. Así podremos idear una forma de entrar y sorprenderlos —dijo Daniel tras recuperar el aliento.
—Lo único que quiero es sacar a Amelia de ahí, con vida —comentó desesperado. Mantenía la mirada fija en la casa, mientras un temblor descontrolado le sacudía los hombros.
—Y lo haremos cueste lo que cueste —aseguró Daniel—. ¿Qué diantres les habrá traído hasta aquí? —No esperó a que el vampiro le contestara. Se puso en pie, estiró los hombros y movió el cuello de un lado a otro haciendo crujir los huesos. Miró a William y un destello salvaje le iluminó los ojos—. A cazar.
Amelia entró en la sala con una cafetera humeante entre las manos. La seguía un hombre con el pelo recogido en una larga coleta y unos rasgos asiáticos que parecían esculpidos en mármol, sujetando una bandeja en la que bailaban unas pequeñas tazas de porcelana y un plato repleto de galletas.
—Gracias, puede dejarla sobre la mesa —indicó Amelia—. Aunque no debería haberse molestado.
El hombre depositó la bandeja donde ella indicó y se retiró a un rincón con expresión malhumorada.
—¡Oh, no se preocupe, para él ha sido todo un placer! ¿No es cierto, Sean? —intervino un segundo hombre con una voz demasiado empalagosa. El aludido asintió, curvando los labios con una mueca que pretendía ser una sonrisa—. Discúlpele, querida, las tormentas le ponen nervioso. Humm… ¿eso que huelo son galletas?
El dueño de aquella voz condescendiente se encontraba sentado en un sillón frente al fuego. El amplio respaldo mantenía su figura oculta, solo una mano apoyada en el reposabrazos delataba su presencia. Se incorporó con elegancia. No tendría más de treinta años. Lucía un traje negro que contrastaba en exceso con la palidez de su piel, su pelo era tan rubio que casi parecía albino, y lo llevaba perfectamente peinado con una marcada raya en el lado derecho.
—Son de… de manzana —tartamudeó ella. La mirada de aquel hombre la aturdía.
—No solo es una dama encantadora y bellísima, también es usted una estupenda cocinera. Su esposo es un hombre afortunado.
Amelia bajó la cabeza para ocultar que se había ruborizado.
El hombre se acercó a la mesa y cogió el plato de galletas. Lo sostuvo durante unos segundos mientras movía el dedo de un lado a otro, como si intentara echar a suertes cuál de ellas escoger. Lo devolvió a su sitio sin haberlas tocado y levantó la vista hacia Amelia.
—¡Querida, no se quede ahí de pie, acérquese!
Se aproximó a ella, tendiéndole la mano, y la condujo hasta el asiento que él había ocupado unos segundos antes, instándola con un suave gesto a que se sentara. Apoyó el codo sobre la chimenea y permaneció mirándola fijamente, casi con descaro.
Ella comenzó a sentirse incómoda. Era un hombre educado, muy atractivo, y el trato que le dispensaba era exquisito. Si bien había algo en él que la ponía nerviosa, como si aquella galantería escondiera en realidad otra naturaleza menos amable.
—Bueno, señor… perdone, he olvidado su nombre.
—Puede llamarme Andrew.
—Andrew —repitió, e intentó que su voz pareciera natural—. Así que… conoce a mi esposo.
—No personalmente —admitió, y sonrió con suficiencia—, pero su reputación como magnífico inversionista es por todos conocida, y me gustaría contar con su inestimable ayuda en un nuevo proyecto que deseo iniciar.
—Estoy segura de que William se sentirá halagado por su interés —comentó. Sonrió para parecer tranquila—. ¿Y cómo nos ha encontrado? Desde que llegamos de Inglaterra, muy pocos son los que conocen nuestro paradero.
—Ha sido por casualidad —intervino Andrew, emocionado—. Estábamos de paso por este precioso pueblo cuando oí mencionar su nombre, y pensé: Vaya suerte la mía, justo la persona que jamás hubiera imaginado encontrar, y tan cerca; demasiado fácil para ser verdad. —Parecía disfrutar con algún pensamiento oculto—. ¿Sabes? Tengo grandes planes, y con la colaboración de William van a ser perfectos.
Amelia forzó una sonrisa, él había comenzado a tutearla y aquello le molestó.
—Es bastante tarde y mi esposo se retrasa. Deberían regresar al pueblo y volver por la mañana —señaló Amelia.
Intentaba mantener la calma, pero el temblor de sus manos sobre la falda indicaba lo contrario. En su interior estaba despertando un presentimiento, aquellos hombres no eran lo que aparentaban y el interés que demostraban por William no parecía sincero. Una idea tomó forma en su cabeza. ¿Y si en realidad eran malhechores? ¿Y si habían averiguado que William pertenecía a una familia adinerada? Ella no había sido muy prudente a ese respecto.
—Gracias, pero prefiero esperar —dijo Andrew con un mohín de niño caprichoso—. Mañana debemos continuar nuestro viaje, y no quiero perder la oportunidad de conocer al señor Crain. Estoy seguro de que el negocio que pienso proponerle despertará su interés.
Amelia forzó una sonrisa y alisó las arrugas de su falda con manos temblorosas. Sintió un hormigueo en la nuca, miró hacia atrás y dio un respingo sobre el asiento; unos ojos de color gris, fríos como el hielo, estaban clavados en ella.
Un joven que no contaba con más de quince años se había unido al grupo. Su pelo, del color de la cebada en verano, le caía desgreñado sobre la espalda, su piel era tan pálida como la de los otros dos, y en el rostro tenía reflejada la inocencia que solo los niños poseen; mas el aura que lo envolvía revelaba otra condición menos ingenua. Aquel chico era peligroso.
Amelia bajó la vista, intimidada.
—¡Mi querido hermano! —Andrew palmeó las manos con una efusividad exagerada—. Has llegado justo a tiempo, por un momento creí que te perderías la diversión.
—¡Perderme yo la cena! —exclamó el joven sin apartar la vista de la mujer.
Andrew soltó una carcajada que a Amelia le provocó escalofríos. Ya no era la risa amable de hacía unos minutos, ahora era la risa de un demente.
—Todo a su tiempo, querido, todo a su tiempo —aseguró, suspirando de placer ante las expectativas que prometía la noche.
William y Daniel se encontraron en el establo. Los caballos resoplaban y pateaban el suelo nerviosos, asustados por la presencia de aquel hombre de ojos amarillos.
—Tranquilos, no me gusta la carne de penco —les susurró Daniel con agresividad.
William le tocó el hombro para que se tranquilizara.
—Hay tres, todos en el salón —masculló el vampiro. Su amigo asintió y él continuó en tono apremiante—. Amelia parece estar bien, pero sé que está muy asustada. Creo que me buscan a mí, si solo estuvieran de caza ya la habrían desangrado.
—¿Y por qué motivo te pueden buscar a ti? —preguntó en tono grave.
—No lo sé. Quizá hayan advertido mi presencia y la curiosidad les ha traído hasta aquí o… —Dudó un segundo—. Saben quién soy y la mantienen viva para asegurarse de que iré a buscarla. Mi familia tiene muchos enemigos, incluso en esta tierra.
Daniel sacudió la cabeza, y una expresión letal transformó su cara.
—Lo cierto es quela razón no importa. Hay que deshacerse de ellos.
—Voy a entrar —dijo el vampiro, levantándose de golpe, pero Daniel lo agarró por la muñeca.
—No puedes entrar tú solo —masculló tajante. «Tres contra uno, no tienes ninguna posibilidad», pensó, aunque no se lo dijo.
—Pues ven conmigo, seguro que presentarme con un hombre lobo a mi lado ayuda bastante —William arrastró las últimas palabras con un atisbo de desprecio.
Un músculo de la mandíbula de Daniel se tensó mientras resoplaba.
—Tienes razón.
—No quiero enfrentamientos mientras ella esté dentro. No quiero que le ocurra nada —su voz era amarga y sus ojos suplicaban comprensión.
—De acuerdo, pero si percibo lo más mínimo, entraré. —Le tendió la mano a modo de despedida y William se la estrechó con fuerza—. Estaré vigilando —aseguró, y un gruñido vibró en su pecho.
Daniel se alejó un par de metros y alzó la cabeza; se estiró, sacudido por las convulsiones mientras su cuerpo comenzaba a cubrirse con un negro pelaje. Su espalda se arqueó y unas fuertes patas ocuparon el lugar de sus brazos y piernas. Cuando acabó la transformación, Daniel había desaparecido y, en su lugar, un enorme lobo, del tamaño de un gran oso pardo, arañaba el suelo con las uñas. Los caballos enloquecieron, contagiándose unos a otros de un frenesí desesperado.
—Vete o acabaran por destrozar el establo —dijo el vampiro con apremio.
El lobo asintió y desapareció por una de las ventanas.
William salió del establo. El viento había devuelto la tormenta al mar. Las olas seguían batiendo con fuerza contra las rocas, y jirones de nubes dejaban paso a un cielo estrellado en el que la luna rezumaba sangre roja. Un presagio. Se dirigió a la casa, hacia la puerta principal, intentó caminar despacio para que los renegados pudieran verlo aproximarse.
—¡Tenemos visita! —canturreó el vampiro más joven. Se había colocado junto a una de las ventanas, vigilando tras las cortinas.
Amelia dio un respingo al oír aquellas palabras e intentó levantarse, pero una mano en su hombro se lo impidió. El hombre asiático se había posicionado a su lado sin que ella se percatara.
—¡Estupendo! —dijo Andrew con fingida alegría—. Esta espera me aburría sobremanera.
William llegó a la entrada, giró la cabeza y miró atrás, intentando adivinar en cuál de aquellas sombras estaría agazapado su amigo. Giró el pomo, entró en el recibidor y se dirigió a la izquierda, al salón.
Entró buscando con la mirada a Amelia. La encontró sentada en el sillón junto a la chimenea. El vampiro de rasgos orientales estaba a su lado, era enorme. William lo evaluó con la mirada, midió sus fuerzas y tamaño, y enseguida se percató de lo de difícil que le iba a resultar tumbar esa mole de huesos y músculos. El joven de aspecto desaliñado se apoyaba sobre el marco de la ventana más apartada, y sonreía con descaro; ese no le daría problemas. Por último, el tipo del traje negro ocupaba un sitio junto a la mesa, y había tenido la precaución de sentarse en el lado opuesto al que William se encontraba. Apoyaba los pies sobre la mesa, mientras se mecía en la silla con un ligero vaivén; sobre este no sabía qué esperar.
—Llevamos largo rato esperándole, señor Crain —se quejó Andrew—. Aunque no debe preocuparse por ello, su esposa ha sido una compañía de lo más agradable.
William lo ignoró, centrándose únicamente en el estado de Amelia.
—¿Te han hecho daño? —le preguntó mientras avanzaba hacia ella, pero se detuvo en seco cuando el vampiro la aferró por el cuello—. ¡Suéltala! —rugió.
—Sean, suelta a la dama —intervino Andrew con parsimonia.
Sean obedeció y William advirtió que era el albino quien daba las órdenes.
Amelia negó con la cabeza mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—¡Vamos, no hay necesidad de ponerse nerviosos! —señaló el cabecilla. Le dedicó una sonrisa a William—. Creo que debemos presentarnos: mi nombre es Andrew Preiss, este jovencito es mi hermano Anthony, y ya conoces a Sean.
—¿Qué queréis? —masculló William en tono airado.
—Saludar al hijo de un viejo amigo, nada más —respondió Andrew, fingiendo ofenderse. Bajó los pies de la mesa y se inclinó sobre la madera apoyando los codos; entrelazó las manos bajo su barbilla y estudió a William con interés—. Puede que no lo creas, pero tu padre y yo éramos grandes amigos. ¡Qué pena que eligiera el camino equivocado! —en su voz se advertía una nota de melancolía.
—Os agradezco el detalle, y os aseguro que comunicaré a Sebastian el gesto que habéis tenido. Ahora marchaos —dijo William sin apartar los ojos de Amelia.
—Muy amable por tu parte, desde luego has heredado su condescendencia…
—¡Déjate de juegos, hermano, no hemos venido para charlar! —lo interrumpió Anthony. Había cambiado su sonrisa por un rictus de enojo, estaba impaciente—. ¿Sabes una cosa, encanto? —se dirigió a Amelia—. Voy a decapitar a tu maridito y me bañaré en su sangre, pero antes quiero que vea lo que he pensado para ti. —Avanzó un par de pasos hacia ella.
Amelia ahogó un grito con las manos y William emitió un gruñido de advertencia.
—¡No te acerques a ella!
—Si lo que quieren es dinero, se lo daremos, pero no nos hagan daño —suplicó Amelia, sus palabras se atropellaban unas a otras. Se dirigió a Andrew con la mirada llorosa—. Si sabe quién es mi suegro, se hará una idea de la cantidad que puede conseguir.
Los vampiros estallaron en carcajadas, incluso Sean dibujó una leve sonrisa en su rostro.
—¿Dinero? —preguntó Andrew, sorprendido, meneó la cabeza sin dar crédito—. ¡No sabe nada! Dime, William, ¿cómo has conseguido engañarla? Sé que ese pequeño«detalle» de la luz del sol debe haberte ayudado pero… ¿y todo lo demás? —Se puso en pie y se acercó a la ventana que tenía justo detrás. Un brillo malévolo cruzó por sus ojos, reflejándose en el cristal—. Estoy sorprendido, tiene que ser muy difícil aparentar durante tanto tiempo una humanidad de la que careces. Me parece enfermizo que uno de los nuestros se rebaje tanto para parecerse a un ser tan insignificante. —Señaló a Amelia con un gesto de desprecio.
William apretó los dientes. «Así no, así no», pensó angustiado. No quería que ella averiguase de ese modo la verdad.
—¡Cállate! —gritó en tono amenazante. Su pecho subía y bajaba agitado por la rabia—. Deja que ella se vaya, esto es entre nosotros. ¡Amelia, no le escuches! —le rogó.
Los ojos de Amelia iban de un rostro a otro, aquella conversación ya no tenía sentido. Las palabras llegaban a sus oídos, pero no cobraban forma en su mente. Por el contrario, William sí parecía saber de qué iba todo aquello.
—¿De qué está hablando? —interrogó a su marido.
—No hagas caso de nada, confía en mí. No dejaré que te hagan daño.
—No deberías prometer lo que no puedes cumplir —dijo Anthony, soltando una risita socarrona. Le dedicó un guiño a Amelia mientras le lanzaba un beso. Detrás de aquella cara infantil se escondía un ser malévolo y perverso.
—¡Entonces, es por ella, la amas de verdad! —exclamó Andrew. Estaba sorprendido por el descubrimiento, porque desde un principio había supuesto que ella era su sierva, una tapadera para que William pasara desapercibido ante los humanos; a cambio de algún beneficio, por supuesto. Nunca hubiera imaginado los sentimientos que les unían. Para él, los humanos eran seres inferiores que le proporcionaban alimento y algún que otro placer, nada más—. Esto sí que tiene gracia, una humana como compañera —dijo para sí mismo.
—¡Está loco! Nada de lo que dice tiene sentido —estalló Amelia, aterrorizada.
Andrew le tendió la mano con desgana.
—Acércate, querida.
Ella no se movió, pero el asiático la agarró del brazo y la levantó, empujándola hasta donde su jefe mantenía la mano alzada.
—No la toques —masculló William, apretando los puños.
Los pies de Amelia se enredaron en el bajo de su falda y a punto estuvo de caer, pero unos brazos la sujetaron con fuerza, sosteniéndola; y negándose a soltarla por el momento. Un frío aliento le recorrió el rostro y se sintió mareada, apenas había espacio entre su cara y la de él.
—No me había fijado en lo hermosa que eres en realidad —susurró Andrew mientras le rozaba la mejilla con el dorso de la mano.
—¡Déjala en paz! —William escupió las palabras con rabia, no soportaba ver cómo la tocaba. Sus ojos, que ya no eran azules sino fríos y oscuros como un rubí, destellaron.
Andrew sonrió con desdén y continuó acariciando el rostro de Amelia, recreándose en cada movimiento. La rodeó hasta colocarse a su espalda y la abrazó por la cintura apoyando la barbilla sobre su hombro. Posó sus ojos en William, retándolo con la mirada mientras una sonrisa de suficiencia se dibujaba en su cara.
—Parece que tu querido William tiene algunos secretos que no te ha contado, y eso no está bien, nada bien —su voz era perversa. Suspiró de forma exagerada a la vez que depositaba un beso en su cuello—. Porque eso me lleva a pensar que no confía en ti, y que no te quiere lo suficiente para compartir sus secretos contigo.
—Eso no es cierto —musitó William de forma amarga.
Andrew fingió escandalizarse.
—¡Vaya, empiezo a comprender, se siente inseguro! Cree que tu amor no es tan fuerte como para seguir a su lado, si supieras que él y su asquerosa familia son en realidad vampiros, aparecidos… ¡O como quieras llamarnos! —La soltó con desdén y bastante irritado.
Amelia no se movió, tenía los ojos cerrados. Intentaba concentrarse en su respiración para no vomitar. Aquellos tipos estaban locos y los iban a matar; esa idea martilleaba en su cabeza y le revolvía el estómago. Abrió los ojos y vio a William frente a ella, cabizbajo y con los hombros caídos, parecía derrotado y no lo culpaba. Quiso llamarlo, aunque no pudo despegar los labios. Entonces, como si hubiera oído sus pensamientos, él alzó la cabeza del suelo, solo un poco, pero lo suficiente para que pudiera ver aquellas dos pupilas negras rodeadas de un mar de sangre clavadas en el albino. Amelia se olvidó de respirar, aquel hombre tenía el rostro de William, pero no era su William. No parecía humano, sino un ser sobrenatural, el más hermoso que jamás había visto, pero también el más aterrador. Y entonces supo que aquellos hombres no mentían, que la locura que hasta ahora solo formaba parte delos libros y de su imaginación era tan real como ella misma.
Faltaban pocas horas para el amanecer y Andrew se movía nervioso, estaba cansado de aquel juego de palabras y no tenía intención de desaprovechar la oportunidad que se le había presentado de improviso. Por culpa de Sebastian Crain, él y muchos de los suyos eran ahora proscritos. Sus estúpidas leyes iban contra la naturaleza de los vampiros, y todo aquel que las quebrantaba perecía a manos de sus sicarios. Ahora iba a poder vengarse, arrebatándole lo que más amaba: su hijo.
Anthony inició lo que parecía una protesta, pero Andrew levantó una mano exigiendo silencio al tiempo que lo fulminaba con la mirada. Anthony se retiró a un rincón, sabía que era mejor no cruzarse en el camino de su hermano cuando se desquiciaba de esa manera.
—Tu padre ha traicionado a su pueblo —dijo Andrew—. Nos obliga a vivir escondidos ignorando nuestra auténtica naturaleza, y persigue y asesina a todo aquel que no está de acuerdo con su idílico mundo. Los vampiros nos alimentamos de sangre, y eso es un hecho. Osos, ovejas, hasta ratas; he comido de todo, te lo aseguro —admitió sin reservas—. Pero la única que calma nuestra sed y nos mantiene fuertes es la humana, la de los animales únicamente nos permite seguir vivos.
—Y está claro que para ti no es suficiente —intervino William con desprecio.
—Por supuesto que no —aseguró rotundo—. Somos depredadores, y ellos nuestras presas. —Se acercó de nuevo a Amelia, se colocó tras ella y le acarició el pelo con lentitud—. Somos lo que somos, William, y aunque tu padre se empeñe en fingir lo contrario, hay cosas que nunca podrá cambiar.
—Por primera vez estoy de acuerdo contigo. Eres un asesino al igual que todos los que piensan como tú, y eso nunca podrá cambiar.
Andrew soltó un bufido cargado de odio.
—No estoy aquí para convencerte de nada, el sueño de tu padre se desvanecerá. Sé que hay muchos que lo apoyan y confían en ese mañana que promete, pero cada vez somos más los que queremos volver a los viejos tiempos; y encontraremos la forma, no lo dudes. Y como si Dios atendiera mis súplicas, te cruzas en mi camino, dándome la oportunidad de golpear a Sebastian donde más le duele.
Los dos vampiros que acompañaban a Andrew se habían adelantado desde sus posiciones, y ahora estaban a pocos pasos de este, uno a cada lado.
Andrew guardó silencio durante unos segundos, seguía manoseando el cabello de Amelia, disfrutando de la rabia que ese gesto despertaba en William. Deslizó la mano entre su pelo, rozándole la nuca con las yemas de los dedos, y recorrió el contorno de su cuello hasta la garganta.
Ella no se movió, tenía la mirada perdida y carente de toda vida, como si su alma hubiera abandonado el cuerpo. Ahogó un gemido cuando aquellos dedos fríos la estrangularon sin apenas dejarla respirar.
—Tienes razón en algo, William, soy un asesino y voy a disfrutar quitándole la vida a tu esposa. Pero antes quiero que observes cómo mi hermano se divierte con ella. La desea. ¿No te has dado cuenta de cómo la mira? —señaló de forma vil.
—¡No te atrevas! —gritó William, angustiado.
Andrew apretó un poco más el cuello de Amelia.
—Quieto, joven Crain, o puede que se me ocurra algo mucho peor.
—Suéltala y haz conmigo lo que quieras —suplicó William. Cayó de rodillas al suelo y, escondiendo la cara entre las manos, se rindió desesperado—. Por favor.
—¡Por supuesto que haré contigo lo que quiera! Voy a pedirle a Sean que te arranque la cabeza y después se la enviaré a tu padre con unas bonitas flores y una nota de condolencia. Lo único que lamento es no poder ver su cara cuando reciba mi pequeño obsequio. —Soltó una carcajada diabólica y miró a William con odio—. Acabemos cuanto antes.
Amelia estaba a punto de desmayarse por la falta de aire, el vampiro lo notó al oír sus bajas pulsaciones y aflojó la presión sobre su cuello.
—Por favor, Anthony, cuida de la dama —continuó Andrew sin molestarse en disimular lo mucho que disfrutaba con todo aquello—. ¡Ah, y no olvides comportarte como un caballero!
Andrew empujó a Amelia en la espalda, y Anthony rompió a reír mientras abría los brazos para recibirla.
—¡No! —gritó William. Se levantó de un salto y se lanzó a por ella, pero Sean fue más rápido y sus brazos lo sujetaron con una fuerza extraordinaria.
—Sean, encárgate de él —ordenó Andrew.
Entonces, todo ocurrió muy deprisa. Dos de las ventanas del salón saltaron en mil pedazos, a la vez que la puerta de entrada salía despedida y se estrellaba contra la pared. Tres figuras irrumpieron en la sala a gran velocidad, cogiendo a los vampiros desprevenidos. La primera, un enorme lobo de pelo gris, embistió a Anthony lanzándolo a través dela habitación con tanta rapidez que este ni siquiera tuvo tiempo de rozar a Amelia con los dedos. La segunda, de un color gris plateado, apresó con sus mandíbulas uno de los brazos del tipo que sujetaba a William, quien consiguió zafarse aprovechando la confusión. La tercera, negra como la noche y de mayor tamaño, enfrentó a Andrew.
William corrió hasta donde se encontraba Amelia, la cogió en brazos y la llevó a una esquina, parapetándola con su cuerpo.
—No te preocupes —dijo él, tomándole el rostro entre las manos—, nadie va a hacerte daño. —La besó fugazmente y se giró mientras abría los brazos, intentando ocultarla tras él. Y le advirtió—: Será mejor que cierres los ojos.
Ella no escuchó una sola palabra, ni sintió el contacto de sus labios. Respiraba tan deprisa que jadeaba ruidosamente, y un brillo desquiciado apareció en su mirada. La delgada línea que separaba su sano juicio de la locura estaba a punto de desaparecer. Las criaturas que habían surgido de la nada parecían lobos, pero solo lo parecían, porque su tamaño era descomunal y sus ojos amarillos reflejaban una inteligencia demasiado racional para un simple animal. Aunque lo que más aterrorizaba a Amelia era la actitud de William. No estaba asustado, ni siquiera sorprendido, al contrario, se sentía aliviado por su presencia.
El sonido de las dentelladas y de los golpes invadió la casa. Y, unos minutos después, los cuerpos decapitados de Anthony y Sean ardían en la chimenea.
Los tres lobos alzaron la cabeza lanzando un aullido salvaje y estremecedor, y comenzaron a cambiar de forma.
Amelia se tapó los oídos en un intento por impedir que aquel sonido feroz penetrara en su cerebro. Luchó por mantenerse en pie, pero las piernas se le doblaban como si fueran de mantequilla. Su rostro se había desdibujado hasta convertirse en un reflejo demente del horror que estaba contemplando.
Los lobos desaparecieron y, en su lugar, surgieron los cuerpos tensos y sudorosos de tres hombres. Incluso en el estado caótico en que se encontraba, Amelia reconoció a los hermanos Solomon. A ella siempre le habían caído bien; pero, ahora, ya nada importaba. Aquellas personas a las que creía conocer no existían, sus vidas solo eran el telón que ocultaba una oscura y monstruosa realidad. Eran una aberración, demonios escapados del infierno; al igual que William. Se estremeció, pero esta vez por el asco que le contraía la boca del estomago solo de pensar que lo había besado y acariciado.
Los hermanos Solomon ocuparon posiciones frente al vampiro que quedaba con vida. Daniel miró por encima de su hombro a William en busca de heridas.
—¿Estás bien?
—Sí.
—¿Y ella?
—No la han tocado, aparecisteis justo a tiempo. Gracias. —Le sonrió agradecido.
—Tardaban demasiado y fui a buscarles. Debimos acudir antes —dijo en tono de disculpa.
William seguía con los brazos extendidos de forma protectora sobre Amelia. Deseaba con impaciencia que toda aquella pesadilla terminara de una vez. Entonces, trataría de explicarle la verdad.
—Está bien, terminemos con esto —dijo William. Su rostro estaba carente de expresión, su piel parecía más pálida que nunca; solo los ojos, del color de la sangre, anunciaban la implacable tormenta que se formaba en su interior.
Avanzó con paso felino hacia Andrew, que intentó retroceder. Lo agarró por el cuello y, con una fuerza sobrenatural, lo levantó en el aire, aplastándolo contra la pared.
—Has entrado en mi casa alterando la tranquilidad de mi hogar, mis amigos han tenido que arriesgar sus vidas para salvar la mía, y has amenazado a mi esposa. Le has causado un sufrimiento que no podrás compensar en toda tu mísera existencia. —Hizo una mueca de desprecio—. ¡Mírala! —gritó.
Andrew desvió la vista hacia ella y por primera vez en su vida sintió miedo, miedo de aquel joven que lo aferraba por la garganta con un odio intenso. Podía sentir el poder que encerraba el vampiro, emergiendo como un aura oscura que doblegaba su voluntad.
William también posó sus ojos en ella y lo que vio lo dejó paralizado.
Amelia estaba encogida en el suelo. El pelo despeinado le confería una expresión desquiciada a su rostro bañado por las lágrimas, y sus ojos enrojecidos e inyectados en sangre lo miraban con terror.
—Amelia —la llamó.
Daniel y sus hermanos también la observaron preocupados.
Andrew sintió cómo la presión de su cuello se aflojaba, percibió la contrariedad de William y aprovechó ese segundo. Con un movimiento rápido y preciso, propinó un fuerte empujón a William, consiguiendo que este lo soltara y cayera de espaldas. Logró llegar al hueco de una de las ventanas rotas y escapó.
Los licántropos se lanzaron tras el proscrito y se perdieron en la oscuridad, mientras el eco de sus gruñidos aún resonaba en la casa.
Amelia gritaba como una posesa, moviendo la cabeza de un lado a otro, intentando borrar cada imagen de su cabeza. William se acercó para abrazarla, pero ella empezó a patear el aire a la vez que retrocedía en vano, porque la pared se lo impedía.
—¡No te acerques, no quiero que te acerques! —chilló enloquecida.
—Amelia, soy yo.
—¡No, tú eres un monstruo! —gritó, sacudiendo la cabeza compulsivamente—. ¡No me toques, no acerques tus asquerosas manos hacia mí!
William se agachó frente a ella y le tendió la mano.
—Por favor, Amelia, estamos solos, se han ido —rogó destrozado, sin saber qué más decir para tranquilizarla—. Cálmate y deja que te explique. Te lo suplico.
—No quiero oírte, demonio —le espetó con desprecio y rabia—. Me siento sucia, eres una abominación que debería estar en el infierno y no entre los vivos. —Se frotó la boca y el cuello como si intentara limpiar alguna mancha—. Siento asco cada vez que pienso en tus manos sobre mí.
William se retiró, despacio. Aquellas palabras habían calado hondo en su corazón y sintió cómo se partía. Siempre pensó que el amor que sentían el uno por el otro superaría cualquier dificultad, se había convencido de que ella aceptaría su naturaleza. Quizá con un poco de reticencia al principio, pero que acabaría por aceptar al ser en el que se había convertido; simplemente porque le amaba, porque le conocía mejor que nadie, y sabía que era un buen hombre que estaba loco por ella.
Sentado en el suelo, hundió la cabeza entre las rodillas y dejó escapar un profundo suspiro.
—Entiendo lo duro que debe resultarte, comprender lo que ha sucedido esta noche —arrastraba las palabras casi susurrándolas. La oyó moverse, pero no alzó los ojos; pensó que ella se sentiría mejor así—. No es fácil aceptar, para mí no lo fue, que todas esas historias de miedo que cuentan los libros son ciertas, pero… —Guardó silencio un segundo y tragó saliva para deshacer el nudo de su garganta—. Yo sigo siendo el mismo de esta mañana, nada ha cambiado en mí, ni en el amor que siento por ti. Y tienes que creerme cuando te digo que jamás te haría daño.
Levantó la mirada alentado por su silencio, al menos lo escuchaba. De haber estado vivo, su corazón habría dado un vuelco al comprobar que Amelia no estaba, en el rincón solo quedaban sus zapatos. Se levantó con un único movimiento y corrió a través del hueco de la ventana hacia el porche.
—¡Amelia! —gritó con desesperación—. ¡Amelia, por Dios!
Se movió de un lado a otro, intentando adivinar qué dirección había tomado. Alzó la cabeza e inspiró profundamente en un intento por captar algún efluvio suyo, era capaz de oler su sangre entre decenas de personas; pero en aquel momento, ni siquiera podía concentrarse. Entonces la vio. Una pequeña mancha de color blanco, apenas visible bajo la luz de la luna, se alejaba hacia el oeste.
«¡Va al acantilado!», pensó, y se lanzó tras ella en una carrera desenfrenada, con un mal presentimiento que le oprimía el pecho.
La alcanzó en pocos segundos y, aunque su deseo era sacarla de allí a rastras antes de que se lastimara, se mantuvo a una distancia prudente para no atemorizarla más de lo que ya estaba. Percibía el miedo que emanaba de su cuerpo indefenso y aquel sentimiento le traspasó el alma.
—Detente, te lo suplico —rogó William con la voz rota.
Amelia llegó hasta el borde del precipicio y tuvo que esforzarse por mantener el equilibrio y no caer. Quedó de espaldas a William, mirando al vacío. Un temblor incontrolado recorría su cuerpo, a la vez que su respiración agitada hacia subir y bajar su pecho de forma exagerada.
—No te acerques —le espetó dando otro traspiés. Miraba de reojo hacia él y de nuevo al abismo que se abría ante ella.
—Está bien, no me moveré de aquí, pero aléjate del borde, te lo ruego. —El miedo atenazaba su garganta, convirtiendo su voz en un susurro lastimero. Le tendió la mano con lentitud—. Por favor, volvamos a casa, te prometo que recogeré mis cosas y me iré. Te daré todo el tiempo que necesites, te lo juro, pero apártate de ahí.
—Eres un monstruo. ¿Cuándo pensabas matarme, William? ¿Cuándo ya te hubieras cansado de jugar conmigo? —preguntó ella con rabia, y su rostro marchito volvió a inundarse de lágrimas mientras sus labios temblaban por los nervios.
Él negó con la cabeza, torturado por sus palabras, que se le clavaban como puñales. ¿Cómo era posible que la mujer que tanto amaba pensara de ese modo sobre él?
—Jamás te haría daño —contestó.
—Eres un hijo de Satanás —le escupió—. Un monstruo —repitió aquella palabra con desprecio.
William dio un paso, y su voz se hizo un susurro.
—Sí, es posible que lo sea, pero no del modo que tú crees.
El viento volvía a soplar con fuerza. Agitaba el cuerpo de Amelia haciendo que su pelo y su vestido ondearan con violentas sacudidas.
—¿Del modo que yo creo? ¡Solo hay un modo! —le grito histérica—. Eres… eres un vampiro que se alimenta de sangre y… estás muerto. —Se llevó las manos a la cara como si quisiera arrancarse la piel con las uñas.
—Sí, es lo que soy. Pero te juro que me conociste siendo humano, era humano cuando te di el primer beso y me convierto en humano cada minuto que paso contigo. No es tan malo como parece. Yo no soy malo… me conoces —dijo en un tono de voz tan dulce como la miel. Tuvo un atisbo de esperanza cuando ella dejó escapar una tímida sonrisa—. Amelia, deja que te cuente la historia, no soy como esas criaturas que asaltaron nuestra casa. Te aseguro que no todos somos así —endulzó sus palabras todo lo que pudo, modulando su voz con premeditación. Sabía que podía ser irresistible y tentador si lo deseaba. Siempre había evitado usar aquel poder persuasivo, pero ahora no tenía más remedio—. Amor mío, por favor. Ven, dame la mano.
El cuerpo de Amelia se relajó poco a poco, giró muy despacio sobre sí misma, hasta quedar frente a él y, con lentitud, levantó del suelo una mirada triste y compungida.
—¿Cuándo te ocurrió?
—Hace tres años, en Noche Vieja.
—¿Cuando enfermaste?
Él asintió.
—¿Y cómo…? —no pudo terminar, William la atajó con apremio.
—Te lo contaré todo en casa, lo prometo. —Le tendió la mano otra vez—. Aquí hace mucho frío y vas a enfermar.
Amelia no pudo resistirse a aquella voz tan melodiosa que tiraba de ella quebrando su voluntad, no podía apartar la mirada de sus ojos azules como el mar, que la turbaban acelerando su respiración. ¡Era tan hermoso! ¿Cómo podía haber tenido miedo de aquel rostro? Dio un paso, y después otro con extrema lentitud, manteniendo sus ojos fijos en los de William, que le sonreía con los labios entreabiertos.
De repente se detuvo, y su rostro volvió a crisparse con un gesto paranoico, una imagen había acudido a su mente sacándola de su extraño aturdimiento: Samuel, Jerome y Daniel, eran en realidad tres bestias sobrenaturales capaces de arrancar de un mordisco la cabeza de un hombre, de un vampiro. La pesadilla no iba a terminar nunca, tenía que alejarse de allí y escapar de aquella locura. Dio la vuelta sin ser consciente de adónde se dirigía, y echó a correr.
—¡Amelia, no! —gritó él mientras veía cómo su cuerpo caía por el acantilado.
Se lanzó tras ella sin pensar. Abrió los brazos en cruz para volver a cerrarlos sobre su cabeza, antes de sumergirse como una flecha en el océano negro y profundo. Durante unos minutos interminables, estuvo bajo el agua, buscándola con desesperación. Sin poder encontrarla salió a la superficie y giró sobre sí mismo batiendo los brazos para no hundirse.
Aquel fluido salado entraba y salía de sus pulmones impidiendo que articulara palabra. Recorrió con la mirada cada palmo de agua y por fin la divisó, flotando boca abajo, demasiado cerca de la pared escarpada del acantilado. Intentó llamarla, pero de su garganta solo salió agua a borbotones, y su nombre se convirtió en un grito silencioso en su mente. Las olas lanzaban el cuerpo de Amelia contra las rocas, para después arrastrarlo hacia el fondo, así una vez tras otra. William avanzó contracorriente sin ningún esfuerzo, mientras el pánico atenazaba su garganta. Consiguió aferrarla por la cintura y nadó hasta la orilla.
Las primeras luces del amanecer despuntaban en el horizonte cuando salió del agua con ella acunada entre los brazos. Se arrodilló en la arena, sujetándola contra su pecho. Tenía el pelo enmarañado sobre el rostro y se lo apartó con movimientos rápidos para que el aire llegara a su boca. Le recorrió el cuerpo con la vista, y se sintió morir al comprobar la gravedad de las muchas heridas que tenía: hematomas de gran tamaño le aparecían por toda la piel, tenía grandes cortes en las piernas y un fuerte golpe en la frente con una profunda brecha. Supo con certeza que no iba a sobrevivir, apenas oía los latidos de su corazón.
—Amelia, ¿puedes oírme? —la llamó angustiado mientras le acariciaba la mejilla.
Ella empezó a toser.
—Me duele —dijo de forma casi inaudible, y un gemido escapó de su boca formando una burbuja de sangre entre los labios.
—Lo sé, es un milagro que aún estés viva —respondió, sobrecogido por la imagen de su cuerpo maltrecho. Tuvo que apretar los dientes con fuerza para no gritar como loco.
—Me duele mucho el pecho —susurró Amelia con esfuerzo.
William la mantuvo abrazada, y con la mano que le quedaba libre acarició su cabeza, deseando poder borrar con aquel gesto todo el sufrimiento que ella sentía. Cuando la retiró, estaba manchada de sangre, y la cabeza comenzó a darle vueltas.
La idea cruzó por su mente un segundo, pero fue suficiente para que se sintiera culpable por la locura que se le acababa de ocurrir. Sacudió la cabeza, no podía hacerlo, estaba prohibido. La observó, alrededor del cuerpo la arena se estaba tiñendo de rojo, iba a perderla, y esa realidad era peor que convertirse en un proscrito.
—Tengo frío —musitó Amelia.
—No te preocupes, no durará mucho, y te prometo que te pondrás bien. —La besó en la frente y, sin despegar los labios de su piel, continuó hablando—. Amelia, si no hago algo vas a morir aquí, ¿entiendes? Puedo hacer que el dolor desaparezca, y puedo salvarte de esta muerte que no mereces; podremos estar juntos para siempre.
El cuerpo de Amelia se estremeció, y sus ojos se abrieron muertos de terror cuando captó el significado de aquellas palabras.
—No —musitó suplicante—, déjame morir.
—¡No me pidas eso, no puedo perderte! —sollozó. La apretó contra su pecho, meciéndola.
—No lo hagas, Will, no… no quiero ser como tú —se le quebró la voz y enmudeció con otro ataque de tos.
—Puede que ahora no lo sientas así, pero más adelante te darás cuenta de que he hecho lo mejor para ti.
Deslizó los labios por su rostro, besando su mejilla, el contorno de su mandíbula y, por último, depositó un tierno beso sobre su cuello. El olor de la sangre lo mareaba, llamándolo con insistencia.
—¡No! —sollozó Amelia con los ojos abiertos, al tiempo que sentía los dientes de William clavándose en su piel.
Inmediatamente, la alzó en brazos y corrió a toda prisa hacia la casa. Tenía miedo de no haber actuado a tiempo, porque el corazón de Amelia se había detenido solo unos segundos después de que él clavara los dientes en su garganta.
Aún sentía el sabor metálico de la sangre en la boca. No había tomado mucha, pero sentía el cuerpo hervir y agitarse, saturado de vitalidad y de fuerza como nunca. Enseguida se dio cuenta de lo peligrosa y adictiva que podía ser esa sensación. Tomar la sangre directamente de un humano era, con diferencia, el mayor de los placeres, y tuvo miedo de haber despertado al diablo que llevaba dentro.
«Estaba asustada y huyó, cayó por el acantilado. No pude evitarlo», fue la amarga respuesta de William, mientras se dirigía al dormitorio escoltado por los hermanos Solomon.
—Hay que traer a un médico, tiene mal aspecto —advirtió Jerome.
—¡No! —William rechazó la idea de inmediato—. El médico ya no puede hacer nada.
La depositó con cuidado en la cama y se acercó al tocador, junto a la ventana. Alcanzó una jarra con agua y la vació sobre la palangana que servía de lavamanos. Durante un segundo, contempló su reflejo torturado en el espejo, y suspiró con tristeza. Buscó una toalla en uno de los cajones y se sentó en el borde de la cama. Poco a poco fue retirando la sangre seca del rostro de Amelia, bajo la mirada sombría de los licántropos. Escurrió la toalla y el agua se tiñó de un rojo intenso, el olor penetraba en sus fosas nasales despertando nuevos deseos, y tuvo que apretar los dientes hasta hacerse daño para mantenerlos bajo control. Deslizó el paño con cuidado a lo largo de la piel de la garganta de Amelia.
Los ojos de Samuel se abrieron como platos en cuanto vio la herida con forma de media luna que tenía en el cuello.
—¿William, qué has hecho? —gritó conmocionado. Se acercó hasta el vampiro y lo apartó de la cama de un empujón que lo estrelló contra la pared.
—¿Has perdido el juicio, Sam? —preguntó Daniel mientras acudía al lado de William.
—¡Yo no soy el que ha perdido la razón, mira! —Samuel giró el cuello de Amelia con brusquedad y dejó a la vista la marca del cuello.
Daniel dirigió la mirada a la herida para a continuación clavarla en el rostro de William, que se la sostuvo con aplomo y sin ninguna muestra de arrepentimiento. Se llevó las manos a la cabeza y cerró los ojos, se masajeó las sienes intentando pensar con claridad. Cuando volvió a abrirlos, el vampiro observaba a su mujer desde el suelo. Amelia había comenzado a gemir, su cuerpo sufría pequeños espasmos y su pálida piel estaba adquiriendo un tono azulado.
—Salid de la habitación —rogó Daniel a sus hermanos.
—No, Daniel. Ha violado el tratado y hay que tomar las medidas…
—¡Sal de la habitación, Sam! —gritó airado, y cerró los ojos mientas inspiraba hondo y trataba de dominar sus nervios. Era la primera vez que hablaba así a su hermano—. Por favor —añadió más calmado.
Samuel se sentía desconcertado por la actitud de su hermano pequeño, pero sobre todo ofendido. Le hizo una señal a Jerome y ambos abandonaron el dormitorio.
En cuanto se quedaron solos, William corrió al lado de Amelia y le acarició la frente, tenía la piel muy fría. Se acercó al armario, cogió una colcha y la arropó con ternura. Trataba de no pensar en nada de lo que estaba ocurriendo, solo en ella.
—¿Cómo está? —preguntó Daniel.
—No lo sé —respondió. Se detuvo un instante y lo miró abatido—. No tengo ni idea de lo que ocurre. Creo que ha empezado a cambiar, porque su piel está muy fría y pierde el color con rapidez, así que es posible que sobreviva. —Guardó silencio un instante, la culpa se reflejaba en su rostro—. Siento mucho todo esto.
Daniel se acercó a los pies de la cama y se sentó sobre un baúl de madera que servía como banco.
—Necesito entender por qué lo has hecho… para que pueda ayudarte.
William meditó durante unos segundos su respuesta, no sabía cómo resumir con cierto sentido todo lo que había ocurrido entre ellos esa noche.
—Cuando por fin comprendió lo que soy, se asustó… Tuvo miedo de mí y salió corriendo, huyó. Cayó por el acantilado sin que pudiera hacer nada. Cuando conseguí sacarla del agua ya estaba agonizando, y sufría mucho, no… no pude dejar que muriera, no fui capaz. —Sacudió la cabeza, exhalando bruscamente el aire—. No puedo vivir sin ella, es lo único que me queda. Tienes que comprenderlo —le rogó con la voz rota por la angustia.
Daniel se acercó a él y le puso una mano afectuosa sobre el hombro. William acababa de cometer un error mortal y, si no encontraba la manera de arreglar el problema, iba a perder a su amigo. Aquel pensamiento le provocó un angustioso dolor que se le propagó desde los dedos al resto de su cuerpo.
—Debo hablar con mis hermanos —dijo muy serio y se encaminó a la puerta.
William lo llamó con voz inexpresiva.
—Daniel.
—¿Sí? —contestó sin mirar atrás.
—No voy a dejar que la toquen. —Era una amenaza que sonó afilada como la hoja de un cuchillo.
—Lo sé —admitió con pesar, y abandonó la estancia.
Daniel se dirigió a la cocina donde sus hermanos discutían en voz alta.
Jerome se había sentado a la mesa y comía las sobras de un estofado frío. Siempre estaba hambriento. Era un muchacho de diecinueve años, fuerte y robusto, con el pelo negro y muy corto, y unos ojos de color chocolate que siempre brillaban llenos de curiosidad.
Samuel era el mayor, muy parecido físicamente a sus hermanos, aunque muy diferente en todo lo demás. Siempre estaba serio, con un gesto enojado que le hacía fruncir el ceño marcando su frente con profundas arrugas. Nunca se relajaba, ni intentaba divertirse, dedicaba cada minuto de su vida al papel de líder; el líder de los licántropos. Y en ese instante, se movía de un lado a otro de la habitación como un león enjaulado, mientras con grandes aspavientos relataba por enésima vez los acuerdos del pacto de sangre entre vampiros y hombres-lobo.
—Todos conocemos los detalles, Sam —lo interrumpió Daniel en tono cansado al entrar en la cocina.
—Entonces no necesito explicarte cuál es nuestra obligación —espetó Samuel con soberbia.
—¿Te refieres a que debemos…? —intervino Jerome. Pero no terminó la frase, la idea de acabar con la vida William le cortaba la respiración. Empujó el plato de comida sobre la mesa y se cruzó de brazos con los ojos fijos en la madera.
—Sí, debemos hacerlo —afirmó Samuel, convencido—. El castigo por atacar a un humano es la muerte, sin excepciones. También deberíamos ocuparnos de ella, pronto será una vampira y todos sabemos lo peligrosos que pueden ser al principio.
—Nadie va a ponerles una mano encima —replicó Daniel de forma severa. Con frustración, se pasó una mano por el rostro antes de proseguir—. Me salvó la vida, ¿recuerdas? Le debemos gratitud.
—Déjate de sentimentalismos, Dan, esa deuda ha quedado pagada esta noche al deshacernos de los chupasangres.
La actitud inflexible de su hermano estaba provocando estragos en el autocontrol de Daniel.
—Aprecio mucho a William, y no tengo ningún interés en causarle daño. —Intercambiaron una mirada de reproche—. ¡Vamos, Samuel! Podemos olvidar todo esto y dejarlos en paz, nadie tiene por qué saber nada.
—¡Pero yo lo sabré y es mi obligación que se cumpla el pacto! —exclamó, alzando la voz.
—Me importa un bledo el pacto, sabes que en este caso no sería justo —insistió Daniel, dispuesto a no rendirse.
Samuel bufó exasperado.
—Con la sangre que corre por tus venas, deberías avergonzarte por pensar así. Descendemos del licántropo que firmó ese tratado… Victor estaría…
Daniel lo interrumpió con impaciencia.
—Recuerda que no lo hizo solo. Lo firmó junto a Sebastian Crain, rey y señor de los vampiros; y ahora tú quieres matar a su hijo solo porque ha intentado salvar la vida de su propia esposa. ¿De verdad crees que el pacto significará algo para él, después de que hayamos asesinado a William?
Samuel puso los ojos en blanco, quizá su hermano tuviera razón, pero la ley era la ley y no había excepciones.
—Sígueme, Jerome, lo haremos nosotros —sentenció Sam mientras se encaminaba a la puerta.
Las facciones de Daniel adquirieron un aspecto salvaje. No iba a permitir que asesinaran a William, aunque el precio de esa decisión fuera demasiado alto. Su hermano se había obcecado tanto que no le estaba dejando más opción que recurrir a un destino que había rechazado tiempo atrás. La realidad de su resolución lo abrumó por completo, si imponía su derecho de nacimiento, no habría marcha atrás y destrozaría a su hermano.
—No des un paso más, Samuel.
—Déjalo estar, hermano —masculló con impaciencia.
—No te lo estoy pidiendo —advirtió Daniel. Su voz sonó tan fría y amenazadora que sus hermanos se detuvieron en seco—. No quiero hacerlo, pero si insistes en continuar, no tendré más remedio.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Samuel con recelo.
—De esto. —Giró el cuello hacia ellos y se apartó el pelo, dejando al descubierto una marca en su nuca.
—¡Renunciaste a ese derecho! —replicó Samuel con un grito ahogado.
—Pero ahora lo reclamo y te ordeno que te marches a casa, solo puede haber un líder de la raza y ese soy yo —le hizo notar de forma brusca, estaba demasiado nervioso para sutilezas—. Hoy no va a morir nadie.
Samuel enrojeció por la rabia, su cuerpo temblaba y sus ojos de un amarillo intenso ardían de pura furia. Una tormenta de pensamientos encontrados había estallado en su cabeza. Por un lado, no estaba dispuesto a entregar el mando a su hermano pequeño, un niño que se dejaba guiar por los sentimientos y no por la razón, que anteponía sus deseos al bien de su raza. Esa no era la actitud que se esperaba de un buen líder. Pero, por otro lado, no podía negarse, Daniel era por derecho de nacimiento el legitimo jefe de los licántropos, y así lo corroboraba aquella marca oscura en su cuello.
También había algo más, un cambio en el ambiente que comenzaba a desconcertarle. Intentó aparcar sus pensamientos y se concentró en Daniel; entonces pudo sentirlo, como si una enorme roca lo aplastara contra el suelo. De su hermano emanaba un poder descomunal y el influjo de aquella fuerza penetraba en su mente doblegando cualquier intento de rebelión; le faltaba el aire, y tuvo que bajar la mirada para recomponerse. Aquel cambio que se había obrado en su hermano lo sobrecogió, y a punto estuvo de contestar agriamente, pero, tras un momento de duda, abandonó la habitación sin decir una sola palabra.
—Ve con él y no lo dejes solo —dijo a Jerome.
Daniel se quedó inmóvil, bañado por los rayos del sol que entraban a raudales por las ventanas. Ya hacía rato que había amanecido y deseó que aquellas primeras luces devolvieran algo de tranquilidad al día. Se acercó a la mesa, arrastrando una de las sillas, y se sentó a horcajadas apoyando la barbilla en el respaldo. Su rostro reflejaba una gran desolación, cerró los ojos con gesto cansado y tuvo que morderse los labios para no gritar como un loco. Cuando volvió a abrirlos, William estaba frente a él, apoyado sobre la alacena repleta de conservas y utensilios de cocina.
—Se han marchado —susurró Daniel.
—Lo sé, ¿estás bien? —preguntó. Se sentía culpable por haber colocado a su amigo en aquella coyuntura.
Daniel negó con la cabeza.
—Pero no te preocupes, se me pasará. —Sonrió y le guiñó un ojo.
William suspiró, intentando aflojar la sensación de opresión en su pecho.
—Siento mucho la situación que he creado, y espero que algún día puedas perdonarme, pero quiero que sepas que… no me arrepiento.
—William, ya hablaremos de eso más adelante —comentó Daniel mientras sacudía la cabeza. Se levantó, cogió un tarro de mermelada de la despensa y un poco de pan, y empezó a masticar con mirada ausente.
—Hay algo que se me escapa de la conversación que has mantenido con tus hermanos. No logro entenderlo —comentó William, tras una larga pausa.
—¿La has oído? —Un rictus de dolor cruzó su rostro.
—Era imposible no hacerlo —respondió esbozando una leve sonrisa con la que trató de quitarle importancia.
—Ya, supongo que no somos muy discretos.
—¿A qué derecho renunciaste hace años? ¿Por qué tu hermano te ha obedecido sin rechistar? —planteó las preguntas con rapidez.
Daniel dejó el tarro sobre la mesa y se sentó; se tomó unos segundos para ordenar sus ideas y un profundo suspiró salió de su garganta antes de comenzar el relato.
—Mi tatarabuelo, Victor Solomon, fue el primer líder que tuvo el clan licántropo —empezó a explicar. William asintió, ya conocía la historia—. Desde entonces, el primogénito del primogénito de cada generación asume ese papel. Lo que tú no sabes, es que cada uno de ellos nace con una marca como la que tenía Victor en su nuca. Esa marca es la que de verdad te reconoce como jefe del clan, y cada primogénito ha tenido ese estigma en su cuerpo… hasta ahora.
Daniel se giró para dejar su espalda a la vista de William, y se recogió el pelo mostrando una mancha oscura con forma de estrella de cinco puntas con lo que parecía un sol en su interior.
William abrió los ojos como platos, a la vez que su cerebro empezaba a asimilar la información que acababa de recibir.
—¿Entonces por qué es Samuel…?
Daniel se levantó de golpe, de repente se sentía muy incómodo.
—Porque yo se lo pedí —contestó molesto—. Para él ha sido muy duro vivir esta situación, era su destino y no el mío. Siempre me he sentido culpable, y esa sensación de estar robándole algo me perseguía a todas partes —su voz reflejaba la inseguridad que sentía al hablar de aquello por primera vez—. Cuando mi padre murió, yo era muy pequeño, y Samuel se encargó de todo por mí. Sin embargo, cuando cumplí quince años, él consideró que yo ya era lo bastante mayor como para ocupar mi lugar al frente del clan, y yo, simplemente, renuncié. Esa es la historia.
—¿Por qué no quisiste…?
—Porque podía ver el dolor y la humillación que mi hermano sentía. Él era el mayor, era su derecho y no podía quitárselo.
—¿Entonces, lo de hoy?
—No me quedó más remedio. Quería mataros a ambos, y la única forma de evitarlo era arrebatarle el mando y obligarlo a someterse.
—Pero podía haberse negado, no entiendo…
—Jamás se negaría, mi poder sobre él es demasiado fuerte —el tono de su voz mostró que no se sentía orgulloso de ese poder.
—¿Acaso puedes controlar su mente? —preguntó William con cierto recelo.
—No, no es nada de eso. —Daniel tuvo que sonreír ante la pregunta—. No se trata de telepatía, no puedo entrar en sus mentes, ni transmitirles pensamientos. Pero sí proyecto un influjo sobre ellos que les hace muy difícil rebelarse contra mis deseos, aunque no imposible, el respeto hace el resto. Yo lo sentía cuando estaba cerca de mi padre, y hoy he podido comprobar cómo lo ejerzo yo sobre los demás. Solo el líder tiene ese poder, por eso Sam nunca ha podido controlarme.
—Es fascinante, jamás hubiera imaginado lo complejos que sois —dijo William.
Estaba sorprendido y eso hizo que considerara a su amigo desde otro punto de vista. La familia de los vampiros era muy diferente. Sus leyes y mandatos estaban establecidos de otra forma, algo más parecido a una sociedad monárquica basada en la lealtad, el respeto, los intereses e incluso el miedo.
—Daniel, estaré en deuda contigo toda la vida, lo que hoy has hecho por Amelia y por mí te suponía un gran sacrificio, aun así, me has ayudado. —El nudo que tenía en la garganta hizo que su voz sonara más ronca, le resultaba doloroso saber el precio que había pagado para protegerlo.
—Eres mi amigo y me salvaste la vida. Tú habrías hecho lo mismo por mí. —Se encogió de hombros—. ¿Hay algún cambio en Amelia? —preguntó desviando el tema. La esposa de William le parecía superficial, un poco vanidosa e incluso interesada, pero en aquellos momentos le preocupaba de verdad.
—No, sigue inconsciente, y no sé cuánto tiempo estará así. —La pena regresó a su rostro, haciéndolo palidecer aún más.
—¿Qué ocurrirá cuando despierte?
—No estoy seguro, es la primera vez que vivo una transformación, y la mía no cuenta, solo tengo vagos recuerdos de ella. —De repente su cuerpo se tensó y el tarro de mermelada que acababa de coger para devolverlo a su sitio estalló entre sus dedos. Uno de esos recuerdos había acudido a su mente. Sacudió la cabeza para intentar borrarlo y se quedó inmóvil con los puños apretados, tratando de controlar el temblor de sus manos.
Daniel se percató del cambio, aunque no dijo nada. Recogió los trozos de porcelana, sin dejar de observar por el rabillo del ojo al vampiro.
—Cuéntamelo, William. —Parecía una orden más que una petición. El vampiro negó con la cabeza—. Si lo sueltas, es posible que pueda ayudarte.
William se dio la vuelta, sus ojos vidriosos y su rostro de granito impresionaron a Daniel por el sufrimiento y la culpa que reflejaban.
—Nunca pensé en lo que pasaría más tarde, tenía tanto miedo a perderla que se la arrebaté a la muerte sin considerar las consecuencias —explicó mientras esquivaba su mirada, tan confundido que no sabía dónde mirar.
—No te sigo.
—Despertará con un dolor inimaginable. Es imposible describirlo, sentir cómo cada uno de tus órganos se va deteniendo hasta morir, solo que no mueres, sigues sintiendo. Y esa agonía dura demasiado —comentó cortante, enfadado. Golpeó la pared con fuerza, intentando aliviar su miedo—. Pero es mucho peor después, cuando aparece la sed, porque no se calma por más que te alimentes; ni siquiera la sangre humana te sacia. Requiere tiempo y mucho control aprender a sobrellevarla. Yo necesité meses, y no lo habría conseguido sin la ayuda de mi padre. Nunca se separó de mi lado, controló mis ataques de ira y nunca dejó que le hiciera daño a nadie. Muchos no lo consiguen e incluso pierden la razón. Va a sufrir mucho y no sé si seré capaz de soportarlo —hablaba deprisa, ansioso, y gesticulaba de forma agresiva. Parecía un demente en una crisis de locura.
—Lo serás —afirmó Daniel con severidad.
—¡No sé cómo controlar a un vampiro neófito! —se lamentó.
—¡Pues te la llevas a una isla desierta donde solo estéis vosotros dos! —le espetó Daniel con acritud. Le repateaba las tripas aquella actitud de victima que había adoptado—. ¡Por Dios, William! Tú has provocado todo esto, ahora no puedes derrumbarte, ella te va a necesitar entero, ¿entiendes?
William no contestó, estaba allí, de pie, con los hombros caídos, sintiendo lástima de sí mismo.
—¿Entiendes? —repitió, levantando la voz, y lo golpeó en el pecho con tanta fuerza que casi lo tira de espaldas.
William reaccionó con aquel golpe.
—Tienes razón.
—Pues ve con ella y no te muevas de su lado, yo me ocuparé de todo. Pienso quedarme aquí todo el tiempo que sea necesario.
—Gracias.
Daniel asintió con una mirada comprensiva.
—Voy a ver si consigo atrapar un par de ciervos o cualquier otra cosa que esté viva —comentó mientras se dirigía a la puerta. William lo miró sin entender—. Cuando despierte necesitará… ya sabes… comer… beber… ¡Tú ya me entiendes! —soltó al tiempo que salía disparado hacia la calle.
Daniel era impulsivo, visceral, y tenía un genio de mil demonios, pero daba la vida por su familia si era necesario; y ahora sentía a William como su propio hermano. Cuidaría de él por encima de todo y de todos.
Ya se había adentrado en el bosque cuando oyó un grito desesperado. Se detuvo con el corazón en un puño, pensando en qué otra cosa podía salir mal aquel día. Dio media vuelta y corrió hacia la casa. Mientras descendía la pequeña colina, fue desgarrando sus ropas, arrancándoselas con apremio. Necesitaba ir más rápido, y solo podía conseguirlo como lobo. Cuando llegó a la casa, se encontró a William que venía del establo con el rostro desencajado, parecía la fatalidad en persona.
—¡No está, se ha ido! —exclamó fuera de sí.
Daniel gimió, apuntando con el hocico a la casa.
—He mirado por todas partes, ha desaparecido. —Se llevó las manos a la cabeza y giró sobre sí mismo recorriendo el paisaje con la mirada—. Hay que encontrarla —dijo con determinación—. Si ya ha cambiado será muy peligrosa, y ni siquiera sabe cómo protegerse del sol, en pocas horas será mortal para ella.
Daniel asintió, alzó la cabeza y olisqueó el aire. Cruzó su mirada con la de William durante un segundo y ambos se lanzaron en su busca.