17

El Porsche circulaba muy deprisa por el camino de tierra con el Range Rover detrás. Cuando llegaron al cruce, se despidieron con un sonoro pitido del claxon y cada uno tomó una dirección distinta.

Pequeños riachuelos de barro cruzaban la carretera y Evan tuvo que disminuir la velocidad para evitar que el coche se saliera de la vía. Sus ojos escrutaban con atención la oscuridad que tenía por delante sin perder detalle de los espejos. Estaba nervioso y Jill era consciente de su estado, por eso ella dudó de si debía hacer la pregunta que le rondaba por la cabeza desde hacía rato.

—¿No vas a contarme qué pasa? —preguntó cuando no pudo soportarlo más.

—¿De qué hablas? —preguntó él a su vez, perplejo.

—No me tomes por tonta, sé que ocurre algo. Todo ese teatro sobre la tormenta —lo observó muy seria, aguardando a que le diera alguna explicación.

Evan se encogió de hombros, posando sus ojos grises sobre ella con una mirada inocente.

—Cariño, te estás imaginando cosas.

—De acuerdo, no piensas decirme nada. Lo respeto, tenéis vuestros secretos y, al fin y al cabo, yo no formo parte de la familia así que…

—Jill, no hay ningún secreto. Es solo que… me quedo más tranquilo si te llevo yo a casa. Ya ves cómo está la carretera, y tu coche es un trasto.

—¿Mi Lexus nuevo un trasto? ¡Vamos, Evan, puedes hacerlo mucho mejor! —dijo en tono mordaz.

—Estás alucinando un poco.

—No me mientas, sé… ¡Cuidado! —gritó Jill.

Una gran sombra se cernía sobre la carretera, justo delante de ellos.

Evan pisó el freno a fondo, las ruedas se bloquearon y el coche derrapó en el asfalto mojado. Fueron los segundos más largos que Jill había vivido nunca y, durante un instante, pensó que iba a morir aplastada por el enorme árbol que caía sobre la carretera. Cerró los ojos, esperando el impacto, pero Evan consiguió detener el vehículo unos metros antes del choque.

—¿Estás bien? ¿Te has hecho daño? —inquirió Evan preocupado, y cogió el rostro de Jill entre sus manos, recorriéndolo con la mirada en busca de algún golpe.

—Sí, estoy bien, solo necesito que me vuelva a latir el corazón —contestó con las manos en el pecho.

Evan la besó aliviado y después la abrazó con fuerza, tanta que casi la dejó sin respiración.

Una figura oscura apareció caminando con lentitud sobre el árbol caído, daba pequeños pasos y hacía oscilar su cuerpo como si hiciera malabarismos sobre una cuerda. Se detuvo frente al coche, bajó de un salto del tronco y se quedó inmóvil con la mirada fija en el vehículo.

—¡Vamos, sal de ahí, no tengo toda la noche! —dijo el desconocido en tono malicioso.

—¿Adónde crees que vas? ¡No sabemos quién es! —replicó Jill, alarmada al ver que Evan abría la puerta.

—No te muevas de aquí —dijo él entre dientes, destilaba agresividad. La descarga de adrenalina que estaba sufriendo se filtraba a través de su sangre y sus huesos como si fuera ácido.

Bajó del coche, con sus anchos hombros temblando por la tensión, y se colocó delante del parachoques, a poca distancia del vampiro. Su olor era inconfundible.

—Tú no eres… ¿Dónde está Crain? —la voz del renegado sonó amenazadora.

—¡Crain, Crain… no me suena! —contestó Evan, frunciendo los labios.

—Vaya, me ha tocado el gracioso —comentó el vampiro, esbozando una mueca burlona. Y su tono se endureció sin un ápice de humor—. ¿Dónde está William?

—No creo que eso sea asunto tuyo —contestó desafiante.

El vampiro dio un par de pasos hacia delante. La luz de los faros del coche iluminaba la espalda de Evan, dejando su rostro oculto en la oscuridad, y aquello parecía molestarlo bastante. Inspiró profundamente.

—¡Vaya, vaya! Pero si eres uno de sus perros. —Una sonrisa desfigurada curvó sus labios—. Será un placer matarte, puede que así consiga llamar la atención de tu amo.

Jill no pudo soportar la tensión y salió del coche. No conseguía oír lo que decían, pero la atmósfera que se había creado a su alrededor no le gustaba nada.

—¡Eh, tú, llamaré a la policía si no nos dejas en paz! —le gritó al desconocido, agitando el teléfono que tenía en la mano.

—Jill, sube al coche —le ordenó Evan.

—Me gusta tu humana, tiene agallas —señaló el vampiro.

—Sube al coche —repitió Evan sin apartar la vista del renegado.

—Vayámonos de aquí, Evan —dijo a media voz, sin entender nada.

—¡Sube al maldito coche! —rugió él.

Jill obedeció inmediatamente, había algo en la voz de su novio que le hizo sentir el peligro real que corrían ante aquel extraño.

—¿De verdad crees que ese trozo de chatarra impedirá que la mate cuando haya acabado contigo? —comentó divertido—. Tengo sed —susurró con malicia.

—Inténtalo si te atreves —replicó Evan con un brillo diabólico en la mirada, y su cuerpo comenzó a estremecerse anunciando la transformación. Su piel se cubrió de un espeso pelaje gris como el humo. Sus ojos de un amarillo intenso miraron hacia atrás, una sola vez, al interior del vehículo donde se encontraba la razón por la que debía matar a aquel renegado a toda costa.

El vampiro se lanzó contra el enorme lobo y ambos rodaron por el asfalto mojado, desapareciendo entre la maleza que bordeaba la carretera.

Jill esperó, sin dar crédito a lo que acababa de ver. Se convenció a sí misma de que estaba soñando y que pronto despertaría, o que, simplemente, había perdido el juicio. Pero los ruidos que surgían del bosque no podían ser más reales, sonaba como si una decena de leones se estuvieran atacando entre sí. De repente hubo un estruendo y a través de la ventanilla pudo ver cómo se desplomaba un árbol. Un grito de dolor llegó hasta sus oídos. Se llevó el puño a la boca, no sabía por qué, pero estaba segura de que había sido Evan.

Unos minutos después, un silencio opresivo invadió el ambiente. Jill solo podía oír el latido de su propio corazón martilleando en su cabeza. Deseó gritar con todas sus fuerzas, dar rienda suelta a todas las emociones que la estaban ahogando, pero tenía la boca tan seca que tuvo que conformarse con apretar los puños fuertemente hasta clavarse las uñas.

El desconocido apareció sobre la carretera, y Jill temió lo peor. A pesar del pánico, del desconcierto y de la rabia que sentía en aquel momento hacia Evan, su amor por él era mucho más fuerte, y el miedo a perderlo la golpeó de lleno. Desde donde estaba, pudo ver los ojos rojos de aquel individuo clavados en ella, y la sangre brillante que le brotaba de la garganta empapándole las ropas. Avanzaba en su dirección con paso vacilante, con una horrible sonrisa dibujada en el rostro. Jill empezó a marearse, se revolvió en el asiento, comprobando que todas las puertas estaban bien cerradas, y comenzó a buscar en la guantera algo con lo que defenderse de aquel loco si conseguía abrir el coche.

De repente, el lobo surgió a gran velocidad del seto que formaba la frondosa espesura, embistiendo al vampiro con tanta fuerza que lo arrastró varios metros como si se tratara de un muñeco. Hundió los colmillos en la pantorrilla del proscrito y, con las pocas fuerzas que le quedaban, lo lanzó estrellándolo contra el árbol desplomado, ensartándolo en una de las ramas a la altura del corazón. La herida era tan grande que se desangró antes de que pudiera recuperarse.

El lobo jadeaba sin apartar la vista del vampiro. Se sentía muy débil por las heridas, pero intentó a toda costa mantenerse erguido sobre sus cuatro patas, atento a cualquier movimiento del renegado. Un aullido victorioso brotó de su garganta en cuanto estuvo seguro de que aquel ser había muerto. Bajo la atenta mirada de Jill, su cuerpo recuperó la forma humana. Se quedó de rodillas con las manos apoyadas en el suelo, jadeando con esfuerzo. Apenas podía respirar con las costillas rotas machacándole los pulmones, y su campo de visión se fue estrechando como si de un tubo negro se tratara. Intentó ponerse en pie, pero sus fuerzas flaquearon y se desplomó sobre el asfalto.

Jill no lo pensó dos veces y abandonó el coche a toda prisa.

—Evan, Evan. —Se arrodilló junto a él y el corazón le dio un vuelco. Tenía el pecho desgarrado, una herida muy profunda en el costado de la que sobresalía una rama astillada y una brecha muy fea en la frente—. ¡Dios mío! ¿Qué te ha hecho esa cosa? —dijo con los ojos desorbitados. Sacó el móvil del bolsillo y empezó a marcar números con frenesí—. ¡Maldita cobertura! —gritó, y desesperada lanzó el teléfono a la cuneta.

—Jill —musitó Evan con un gesto de dolor.

—¡Dios mío, Evan, dime qué hago! —Lo miró angustiada y confusa.

—Ayúdame a llegar al coche.

Jill obedeció inmediatamente. Lo ayudó a incorporarse, se pasó uno de sus brazos por los hombros y sus rodillas temblaron. Apenas podía soportar el peso del chico, su enorme cuerpo la cubría por completo como si la estuviera abrazando un oso. Apretó los dientes y sacó fuerzas de donde no las tenía, y poco a poco lo llevó hasta el coche. Lo acomodó en el asiento y buscó algo con lo que tapar su cuerpo desnudo, por suerte, William llevaba una pequeña manta de viaje en el maletero.

—Nunca he conducido uno como este, mi coche es automático —dijo con el rostro crispado, mientras se sentaba al volante. Sus ojos no se apartaban de la sangre que manaba abundante de las heridas, él iba a desangrarse allí mismo y ella no podría hacer nada. El pánico le provocó náuseas.

—No te preocupes, es como cualquier otro —contestó Evan entre dientes. El dolor era insoportable, solo su fuerte voluntad lo mantenía consciente. No quería dejar sola a Jill—. Llévame a casa, por favor.

—¿A casa? ¡Tenemos que ir a un hospital!

—No puedo ir a un hospital.

Jill lo miró desconcertada, y sus ojos se abrieron de par en par cuando contempló cómo la herida de su cabeza comenzaba a cerrarse.

—Está bien —aceptó. Respiró hondo, tratando en vano de que sus manos dejaran de temblar. Puso el coche en marcha y dio la vuelta en dirección a la residencia Solomon. El Porsche volaba sobre el asfalto y ella únicamente rezaba para que Evan estuviera bien—. Así que este es tu secreto. Eres un… un…

—Licántropo —aclaró Evan.

—¿No crees que deberías haberme dicho algo así? —estaba tan nerviosa que su voz sonó como un graznido.

—¿Y me hubieras creído? —preguntó Evan a su vez—. De todas formas, no podía, estoy sujeto a un juramento —su voz era cada vez más débil.

—¿Más importante que yo? —replicó molesta. No podía evitar sentirse tan enfadada.

—Tanto que mi vida depende de él —dijo con la voz quebrada. Se llevó la mano al costado y dio un tirón, arrancando el trozo de madera. Un gemido afloró a sus labios—. Me sorprende cómo te lo estás tomando… aunque… aún espero que en cualquier momento salgas corriendo —admitió, esbozando una leve sonrisa. Empezó a toser.

—No deberías hablar. —Las lágrimas empezaron a resbalar por su rostro sin poder contenerlas, y guardó silencio unos segundos—. ¡Maldita sea, Evan! —explotó, airada.

—Lo siento, entiendo que después de esto… quieras dejarme.

—No es eso, idiota, es que… tengo alergia a los perros —dijo entre sollozos.

Evan no pudo reprimir la risa a pesar del intenso dolor que le provocaba, y un nuevo acceso de tos convulsionó su cuerpo, haciendo que escupiera sangre.

—Tranquilo, ya llegamos.

Jill pisó el freno a fondo y las ruedas derraparon sobre la gravilla con un fuerte chirrido. Se bajó como una exhalación.

—¡Rachel, Daniel! —gritó mientras rodeaba el coche—. ¡Qué alguien me ayude!

Carter y William surgieron corriendo de entre los árboles. Habían visto el coche nada más enfilar el camino, y por la forma en la que circulaba supieron que algo malo pasaba. William fue el primero en llegar, apartó a Jill, cogió a Evan en brazos y corrió con él hasta la casa. Rachel abrió la puerta y un grito escapó de sus labios cuando vio a su hijo en los brazos del vampiro.

—¡Llévalo a su cuarto, deprisa! —dijo con el corazón en un puño. Y fue en busca de agua y toallas para limpiar las heridas.

Durante la madrugada, Evan se recuperó casi por completo de las heridas que había sufrido en su enfrentamiento con el vampiro, y se sumió en un tranquilo y profundo sueño. A pesar de que ya no corría ningún peligro, Jill se negó a separarse de su lado y, por la mañana, cuando Rachel y Daniel entraron en la habitación, ambos dormían abrazados sobre las sábanas.

—¿Crees que podrá aceptar todo esto? —preguntó Daniel a su mujer entre susurros, mientras los contemplaban desde la puerta.

—Mírala, seguiría con tu hijo aunque él tuviera tres cabezas —contestó sin apartar su dulce mirada de ellos.

Daniel sonrió ante el comentario de su esposa y se acercó a la cama, colocó su mano sobre el hombro de Jill, pronunciando su nombre en voz baja. La chica abrió los ojos con un susto de muerte y, con su estremecimiento, Evan también se despertó.

—¿Ocurre algo, papá? —preguntó Evan, adoptando una postura tensa.

—No, todo va bien, pero necesito hablar con Jill.

—¿Ya? Ni siquiera ha tenido tiempo de descansar —replicó Evan preocupado. Le lanzó a su padre una mirada suplicante, pero este no parecía dispuesto a ceder.

—Debo hablar con ella —insistió.

—No pasa nada, estoy bien —intervino Jill, poniéndose en pie.

Era una chica fuerte que nunca se había escondido de nada. Desde pequeña siempre tuvo que cuidarse sola, y eso la había convertido en una persona segura de sí misma a la que no era fácil amedrentar.

Entraron en el estudio y Daniel cerró la puerta. Jill se sorprendió de encontrar allí a William. Estaba sentado en un sillón, junto a la ventana, y la saludó con gesto serio, demasiado tenso. Después mantuvo la mirada fija en el cristal, mientras se golpeaba la barbilla con uno de sus largos dedos.

—Siéntate, por favor —dijo Daniel ofreciendo una silla a Jill, y esperó a que tomara asiento antes de continuar—. Necesito que me cuentes todo lo que pasó anoche.

—Evan es el que de verdad sabe qué ocurrió, yo no salí del coche —aclaró, algo cohibida por los dos hombres, aunque se esforzó en disimularlo.

—Necesito tu versión, de ella dependen muchas cosas, así que intenta no olvidar nada.

Jill relató lo ocurrido, incluida la conversación que mantuvieron ella y Evan en el coche. Daniel y William escucharon todo el tiempo en silencio, inmóviles, sin demostrar ninguna emoción. Solo cuando Jill describió la imagen del cuerpo herido de Evan en el suelo, un brillo iracundo apareció en sus ojos, aparentemente tranquilos.

—Llegamos hasta aquí y el resto ya lo conocéis —terminó de explicar con el dolor del recuerdo reflejado en su rostro.

—Fuiste muy valiente al quedarte allí y ayudar a mi hijo —dijo Daniel—. Te doy las gracias. —Estudió a la chica un segundo y añadió—: Debes de quererle mucho.

«Más que a mi vida», pensó Jill, pero bajó la mirada y guardó silencio. Hablar de sus sentimientos con Daniel le resultaba violento. Pero tenía razón, lo único que la mantuvo allí, a pesar del delirio que estaba viviendo, era el amor que sentía por él, y ese amor no había cambiado. Aunque ahora Evan era un completo desconocido para ella. En realidad, todos lo eran.

—Jill, puedes preguntarme lo que quieras, sé que debes tener muchas dudas.

Jill dudó un segundo y se miró las manos, tomó aire y enfrentó la mirada de Daniel.

—¿Cómo se convirtió Evan en un… licántropo? —preguntó sin más.

—¿Tú qué piensas?

—Que le mordió otro licántropo, pero… —empezó a decir. Un brillo extraño cruzó por los ojos de Daniel—, algo me dice que me estaría equivocando.

«¿Cómo no me he dado cuenta antes?», pensó Jill. Había aceptado lo ocurrido sin cuestionarse nada más. Debía de encontrarse bajo algún tipo de shock que la había vuelto idiota de repente. Evan no era un caso aislado. Todos eran licántropos, estaba entre una familia de hombres-lobo, y muchos detalles empezaban a tener sentido. Incluso el hombre que les había atacado debía de ser uno.

—Eres una mujer muy lista, Jill —reconoció Daniel al intuir los pensamientos de la chica—. Hace más de tres siglos que ningún mortal sobrevive a la mordedura de un licántropo. Podría decirse que ahora toda la especie es pura desde su nacimiento —estaba empleando aquella voz calmada y serena que usaba en los momentos difíciles.

—El hombre que nos atacó, también era un… un hombre-lobo, ¿verdad? —preguntó con resentimiento.

—No —contestó Daniel. Desvió la mirada hacia William. El vampiro asintió con un leve gesto, dándole su permiso para que continuara hablando—. Era un vampiro.

Jill sintió cómo las defensas que había levantado para afrontar aquella situación se venían abajo, y empezó a temblar.

—¿Los vampiros también son reales? —preguntó con voz ronca. Un nudo se formó en su garganta, amenazando con ahogarla.

—Sí —esta vez fue William quien contestó. Jill se giró de golpe hacia él, había olvidado por completo su presencia. Y el vampiro añadió con voz fría—: Somos tan reales como tú.

Jill no podía apartar sus ojos de William. «Ha dicho somos, ha dicho somos», se repetía a sí misma sin parar.

—Jill —la llamó Daniel. Acercó una mano a su rostro y, con suavidad, lo giró para que apartara la vista de William y se concentrara solo en él. Por un instante temió que no pudiera soportarlo—. Existe otro mundo muy diferente al que tú conoces. Un mundo que mi familia y la de William protegen desde hace siglos, y para que puedas entender de qué te estoy hablando, hay una historia que debes conocer.

Le habló de la rebelión y de la guerra que aconteció después. Le habló de Victor y de Sebastian, del pacto y de los años de paz que sucedieron a aquella alianza hasta el día de hoy. También le habló de los renegados: vampiros y licántropos que se habían negado a vivir acatando las leyes, y de lo peligrosos que eran tanto para los humanos como para ellos. Y de cómo los vampiros, liderados por la familia Crain, y los licántropos, liderados por la familia Solomon, aunaban fuerzas para acabar con aquellos peligrosos asesinos. Sin embargo, evitó hablarle de Amelia y del pulso de poder que hubo entre Samuel y él, y de otros muchos secretos que únicamente concernían a sus protagonistas.

Jill escuchó sin pestañear, absorta en el relato. Se sentía como una niña a la que le estaban contando un cuento para dormir y pensaba que, en los labios de Daniel, la historia no parecía tan terrorífica como en un principio había imaginado.

—Me sorprende la forma en la que estás asumiendo esta situación. Otro en tu lugar pensaría que había perdido el juicio —dijo Daniel.

Jill le sostuvo la mirada.

—Sé que no estoy loca, así que no me queda más remedio que aceptar que lo que está pasando es real —dijo convencida, y mucho más tranquila que al principio.

Daniel se agachó frente a ella, para quedar a la altura de sus ojos.

—Solo me queda hacerte una pregunta, y es la más importante.

Jill asintió con la cabeza, dando a entender que estaba preparada.

—¿De verdad quieres pertenecer a esta familia y cargar con el peso de nuestro secreto?

—¡Por supuesto! —contestó sin dudar. Era la primera vez, en diecinueve años, que sentía que tenía una familia de verdad. Qué importaba si eran hombres-lobo, vampiros o los enanitos de Blancanieves; ellos la querían, podía sentirlo.

Daniel le dedicó una sonrisa cargada de gratitud, y respiró aliviado.

—Ve a ver a Evan, le oigo resoplar desde aquí.

Jill se levantó, aún le temblaban las rodillas. Sus ojos se encontraron con los de William, y tuvo la impresión de que su mirada era ahora un poco más dulce. Ese detalle la animó a sonreírle, en un intento por mitigar la frialdad que desde un principio existía entre ellos. William le dedicó una leve sonrisa y se levantó para abrirle la puerta. Jill se detuvo antes de salir, tragó saliva y giró sobre sus talones para mirar a Daniel.

—¿Y si hubiera contestado que no? —preguntó, frunciendo el ceño.

—Eso ya no tiene importancia, ¿no crees? —contestó Daniel sin demostrar ninguna emoción.

—Quiero saberlo.

Daniel la miró fijamente unos segundos antes de contestar.

—Hace mucho tiempo me comprometí a proteger a los humanos de seres como nosotros, pero el compromiso que tengo con mi clan es aún mayor, y haría cualquier cosa para protegerlo. ¿Comprendes lo que quiero decir? Cualquier cosa.

Jill asintió con un nudo en la garganta y, sin decir nada más, salió del estudio.