13

William se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, y contempló sus manos cubiertas de sangre. Le temblaban, con un hormigueo que comenzaba a ascender hasta sus hombros. Últimamente, siempre que perdía el control y dejaba salir al asesino que llevaba dentro, ese picor aparecía. Era como si su cuerpo protestara al verse de nuevo encarcelado bajo el poder de su mente.

Trató de ignorar aquella sensación, y observó cómo Samuel y Shane conversaban entre susurros al otro lado del callejón. Shane hablaba con rapidez y Samuel asentía muy serio, a la vez que ambos le dedicaban rápidas miradas. Si prestaba un poco de atención, podía oír la mayor parte del diálogo, en el que su nombre aparecía con demasiada frecuencia.

Dejó a un lado la conversación por la que no sentía ninguna curiosidad, y se limitó a contemplar cómo el resto de licántropos decapitaban los cuerpos de los renegados. Unos minutos antes habían desaparecido en la oscuridad, para volver convertidos en hombres a bordo de una furgoneta negra con el logotipo de una empresa de viajes y deportes de aventura; vistiendo ropas de color negro y con más aspecto de mercenarios que de monitores de campamento.

—Pobre chica —dijo uno de los lobos, mientras contemplaba el cuerpo de la joven en el suelo—. ¿Cómo lo hacéis? —preguntó a William.

—¿A qué te refieres? —preguntó él a su vez.

—A cómo conseguís hipnotizar así a los humanos para que hagan todo lo que les pedís sin dudar —contestó con un tono que dejaba entrever un pequeño atisbo de resquemor.

—No funciona así, y no todos los vampiros tienen el poder de la sugestión.

—¿Tú lo tienes? —preguntó. William se encogió de hombros, sin muchas ganas de hablar—. Pues explícame cómo es, cómo los hipnotizas.

—No es hipnotismo, ¿vale? Ni siquiera sabría decirte con exactitud lo que es —dijo William muy serio. No era precisamente el tema del que le apetecía hablar en ese momento, y aquel tipo parecía empeñado en no dejarlo correr.

—Inténtalo, te aseguro que soy más listo de lo que parezco —insistió el licántropo, pero esta vez con una actitud menos amable.

—Es algo instintivo, un arma… —empezó a decir. El gesto interrogante del lobo le hizo plantearse si de verdad era tan listo como aseguraba. Suspiró, cansado, y durante un par de segundos pensó en una explicación que el otro pudiera entender—. Verás, no es un truco que se pueda aprender, ni una actitud que se pueda imitar. Forma parte de nosotros, como la fuerza o la velocidad y, al igual que estas, se puede controlar. El influjo de nuestra voz o nuestro olor es como un hilo invisible que atrae a los mortales hasta nosotros.

—¿Y cuántas veces te has aprovechado tú de ese don? —preguntó el licántropo con malicia, bajo la atenta mirada de sus dos compañeros.

—Bastantes, pero no para lo que imaginas —el tono de William se volvió frío y cortante, y un destello carmesí iluminó sus ojos durante una fracción de segundo. No iba a tolerar que aquel tipo lo juzgara.

—Ya está bien, chicos, terminad con esos y marchaos —intervino Samuel con cara de pocos amigos. Se sentó junto a William con las manos entrelazadas sobre las rodillas. No dijo nada y se limitó a contemplar cómo Shane echaba una mano a los Cazadores que se afanaban en trasladar los cuerpos de los renegados a la furgoneta—. Le he prometido que hablaré con su padre, trataré de convencerlo para que le permita venir conmigo —dijo al cabo de unos segundos, con los ojos clavados en su sobrino—. Es un buen chico y le caes bien… quizá podrías enseñarle algo… Llevas muchos años luchando contra esos asesinos, tu experiencia…

—Dar rodeos nunca ha sido lo tuyo, Sam. ¿Por qué no vas al grano? —replicó William sin poder disimular su desconfianza, esa no era la actitud que esperaba del mayor de los Solomon.

Ladeó la cabeza y lo miró con ojos inquisidores. No habían vuelto a verse desde aquella noche en la que sus vidas cambiaron para siempre. Daba por sentado que Samuel sentía una profunda animadversión por él ya que, por su culpa, el licántropo había perdido el destino que en su nacimiento le había sido negado y que había recuperado cuando ya no tenía esperanzas. No era algo fácil de olvidar, por ninguna de las dos partes.

—De acuerdo —musitó Samuel, y exhaló de golpe el aire de sus pulmones—. He pasado mucho tiempo deseándote la muerte, anhelando que fracasaras en tu empeño por cazar a Amelia, para que ni siquiera tuvieras el consuelo de la redención. De hecho, yo mismo te habría matado si no le hubiera prometido a Daniel que no lo haría. —Hubo un largo silencio—. Hace poco tuve una revelación que me hizo comprender muchas cosas. Va siendo hora de cerrar las viejas heridas y de mirar hacia delante… —Hizo una pausa, lo que estaba a punto de decir le costaba un gran esfuerzo—. Como aliados, como amigos.

—Llevo años esperando este encuentro, con la esperanza de que al final consigas terminar lo que aquella noche no pudiste —dijo William con voz firme y segura, aunque en su interior temblaba a causa del escepticismo y la confusión que sentía—. Y lo que me encuentro es una palmadita en el hombro y una propuesta de paz. ¡Esto es de locos!

—¿Quieres morir? —preguntó Samuel sin rodeos. William se encogió de hombros y dejó que su mirada vagara sin fijarse en nada concreto—. Podías haber dejado que cualquiera de esos renegados a los que mataste hiciera el trabajo —dijo con voz ronca.

—¿Y darles ese placer? No, ese privilegio es tuyo.

—No me tientes —contestó Samuel, esbozando una leve sonrisa. Guardó silencio, sopesando con cuidado las palabras—. William, lo que ocurrió aquella noche estaba escrito, debía pasar. He tardado mucho tiempo en darme cuenta de eso, pero al final he comprendido que era la única forma que existía de poder convertirnos en lo que ahora somos. De que mi hermano ocupara su lugar como el mejor líder que este clan ha tenido jamás, de que yo terminara al frente de los Cazadores, donde de verdad puedo proteger al mundo de seres como esos renegados, y de que tú…

William alzó la cabeza de golpe y clavó sus ojos incrédulos en los de Samuel.

—¿Insinúas que mi destino era convertirme en un asesino? No sabes cuántas veces he deseado volver a aquel instante en el que pedías mi muerte. Me habría arrodillado ante ti ofreciéndote mi vida y la de ella, si así hubiera podido salvar a toda esa gente —replicó enfadado. Desvió la mirada y su rostro se endureció con una expresión gélida.

—Hubo un tiempo en el que así lo creía. Pensaba que tú eras el precio a pagar, para mí solo eras otro vampiro más, débil y egoísta. Hasta que empezaron las revelaciones —hizo una pausa para ordenar sus ideas.

—¿Revelaciones, premoniciones? No sabía que te habías convertido en un místico —dijo William con sarcasmo.

—Las he tenido desde que nací, pero me esforcé tanto en no oírlas, que acabaron por desaparecer —era completamente sincero.

William estaba perplejo. Cada vez que había intentado imaginar cómo sería el reencuentro con el licántropo, en sus pensamientos siempre acababa de la misma forma, a golpes y dentelladas. Por eso le costaba tanto creer que estuvieran manteniendo esa conversación.

—¿Lo dices en serio? —preguntó William. Samuel asintió un poco avergonzado, como si estuviera mostrando una debilidad—. Daniel nunca me dijo nada.

—No lo sabe.

—¡Eh, Sam, aquí ya hemos terminado! —dijo uno de los lobos.

—Buscad un sitio apartado y quemadlos, no podemos esperar a que salga el sol. Shane, ¿te apetece ir con ellos? —preguntó Samuel, esbozando una sonrisa.

—¡Sí! —exclamó el chico entusiasmado, y subió a la furgoneta de un salto.

—Nos veremos en los muelles —Samuel se despidió de sus hombres y ladeó el rostro para mirar al vampiro—. ¿Damos un paseo? Debemos terminar esta conversación.

William se levantó y siguió al mayor de los Solomon hasta la calle iluminada por las antiguas farolas de gas.

—¡Vaya, bajo esta luz tu aspecto es aún peor! —señaló Sam, contemplando la camisa sucia y rasgada de William.

—Tendré que inventar una excusa para cuando llegue al hotel, el recepcionista es demasiado curioso —admitió William, pasándose la mano sobre el pelo alborotado.

Caminaron despacio y sin decir una palabra, de vuelta a las calles abarrotadas de personas. La curiosidad estaba poniendo cada vez más nervioso a William y la prudencia comenzaba a dejar paso a la impaciencia.

—¿Por qué ocultas algo así a tu hermano? —preguntó al final.

—Porque podría acabar haciéndome preguntas que yo no quiero contestar.

—Y tú no podrías negarte —comentó William, recordando la influencia que Daniel tenía sobre los de su especie.

—Exacto.

—¿Cómo son esas revelaciones?

—Siempre tienen que ver directamente conmigo, pero, en ocasiones, aparecen otras personas que en ese momento estarán junto a mí. Así puedo ver algunos retazos de sus vidas futuras, como los que he visto de ti.

—¿De mí? —exclamó con un débil temblor en la voz. Todavía se mostraba un poco suspicaz, incapaz de asimilar todo lo que le estaba contando.

Samuel se masajeó la barbilla.

—Antes te dije que nuestro destino estaba escrito y que no había forma de evitar lo que pasó. Desde que tuve esa certeza, creí que eso solo nos incluía a Daniel y a mí, y que tú habías sido el instrumento que nos ayudó a encontrar el camino. Me equivoqué… —Hizo una pausa e inspiró profundamente el aire húmedo de la noche—. Te he visto, he visto muchas cosas que no consigo entender. Hay una iglesia muy antigua en alguna parte, donde ocurrirán cosas terribles. Una gran sala de muros de piedra en la que te enfrentarás a alguien muy poderoso.

—¿Dónde? ¿Cuándo?

Samuel negó con la cabeza.

—Solo son imágenes, retazos, pero hay algo de lo que estoy seguro. Tu destino es guiar a tu linaje y, junto con mi hermano, crear un mundo para todos nosotros. Todo está escrito y cada suceso de tu vida será un paso más hacia ese final. Eres importante.

William soltó una carcajada temblorosa y se detuvo para mirar a Samuel a los ojos, visiblemente nervioso por sus palabras.

—¿Insinúas lo que yo creo?

Samuel asintió con una seguridad solemne.

—Te he visto como rey de tu raza.

—¿Has perdido el juicio o es que intentas vengarte de mí consiguiendo que me vuelva loco? Eso nunca pasará, el único que puede suceder a Sebastian es mi hermano. Mi padre jamás le arrebataría ese derecho a Robert. —William apoyó las manos sobre los hombros de Samuel—. No dudo que tengas todos esos presagios, es más, me alegro de que poseas ese don si gracias a él he recuperado tu amistad, pero en este caso te equivocas.

Samuel lo miró fijamente durante un instante. Un pensamiento oscureció su rostro.

—Espero por mi bien que tengas razón, que me equivoque con las premoniciones. Porque en esa iglesia de la que te he hablado, moriré entre los brazos de mi hermano y contigo a mi lado —dijo con un hilo de voz. Su pulso se aceleró frenéticamente, enviando sangre por sus venas a toda velocidad.

Las palabras de Samuel calaron en el cerebro de William como una gota de ácido quemándolo todo a su paso.

—¿Ya sabías que esta noche nos encontraríamos? —preguntó ansioso.

Samuel asintió con una sonrisa lúgubre.

—Por eso os encontré.

—¿Cuánto tiempo hace que recuperaste esas premoniciones?

—Unos pocos años.

—¿Y cuántas veces te has equivocado? —preguntó William cada vez más nervioso. Aquella noche estaba siendo demasiado surrealista para él, en apenas una hora, su vida estaba dando otro giro que lo cambiaría todo de nuevo. Y saber que su destino podía estar ligado al de Samuel de una forma tan trágica, era un motivo más que suficiente para tomar en serio todo lo que le estaba siendo revelado.

—¡Que más da! —contestó Samuel quitando importancia al asunto.

—¿Cuántas? —exigió.

—Ninguna —terminó por confesar.

—Nadie es infalible, esta vez te equivocas —aseguró William de forma obstinada. Si había una sola posibilidad de que todo fuese cierto, él se encargaría de que ese futuro no llegara nunca.

Samuel no contestó, se limitó a observar a William mientras caminaban hacia el hotel. El vampiro parecía de verdad preocupado, inmerso en una oleada de pensamientos que transformaban su rostro con una decena de muecas. Quizá sí se había equivocado una vez, cuando desde un principio se negó a ver lo que toda su familia ya sabía desde hacía mucho tiempo: que William era diferente, un ser bueno y noble al que ni siquiera el dolor y el sufrimiento que le ocasionaba su conciencia repleta de culpas y remordimientos habían conseguido cambiar. Incluso Shane había sucumbido al corazón del vampiro, convirtiéndose en un amigo leal.

Samuel se detuvo y sacó de su bolsillo un teléfono que vibraba con insistencia. Le echó un vistazo a la pantalla y volvió a guardarlo.

—Tengo que irme —dijo.

—¿Ya? Me gustaría que continuáramos hablando —replicó William con una nota de desencanto.

—En otro momento, tengo la impresión de que de ahora en adelante vamos a vernos más a menudo —señaló Samuel, dándole una palmada amistosa en el hombro—. Preferiría que mis hermanos no supieran nada de lo que te he contado esta noche, por lo menos hasta que yo esté preparado. Bastará con que sepan que hemos hablado y dejado nuestras diferencias aparte, eso alegrará a Daniel.

Los labios de William se curvaron dibujando una leve sonrisa.

—¿Adónde os dirigís ahora?

—Vamos a Baltimore, seguimos a un nido de renegados al que pertenecían esos tres. ¿Y tú, qué piensas hacer ahora?

—Me quedaré un tiempo en Heaven Falls, allí he conseguido algo de paz.

—Es una pena que te hayas retirado de esta lucha —señaló Samuel con una cálida sonrisa—. Eres letal.

—¿Quién ha dicho que me he retirado? Solo necesito un tiempo para descansar y hacer algo diferente que me ayude a cambiar mis motivaciones. Puede que ahora que he dejado de buscarla, sea ella la que acabe viniendo hasta mí. —Se encogió de hombros—. Además, no sé hacer otra cosa que cazarlos.

—Podrías buscar compañera, comprarte una bonita casa, plantar un huerto, pescar…

—Un par de lobitos juguetones que me traigan el periódico por las mañanas —intervino William bromeando. Esa vida la había descartado hacía mucho tiempo.

El licántropo dejó escapar una carcajada.

—No puedo quedarme más tiempo —dijo alargando la mano hacia William—. Shane tiene mi número, si necesitas cualquier cosa, no importa lo que sea, no dudes en llamarme.

—Gracias —respondió William, estrechando su mano con fuerza. Le dio un suave tirón y lo acercó para abrazarlo con afecto. Fue algo espontáneo, una muestra de agradecimiento.

Contempló cómo Samuel se alejaba por la calle en dirección a los muelles. Cuando ya no pudo divisar su cuerpo, dio media vuelta y se dirigió al hotel, inmerso en un torbellino de emociones y pensamientos. Necesitaba tiempo para pensar en todo lo que Samuel le había contado.

Recorrió sin prisa el par de manzanas que lo separaban del hotel. En cierto modo, se sentía contento y aliviado por el giro que estaban tomando las cosas. Vivir con los Solomon había dado tranquilidad a su vida, mitigando el dolor de la herida que Amelia había dejado en él. Shane se estaba convirtiendo en un apoyo importante y, ahora, después de ciento cincuenta años, Samuel había aparecido en su vida borrando de un plumazo tanto tiempo de enemistad. Las cuentas pendientes se estaban saldando y una pequeña luz comenzaba a iluminar su vida de sombras.

Cruzó la puerta que daba entrada al hall del hotel y se dirigió con paso rápido al ascensor. Deseaba llegar cuanto antes a su habitación, quitarse aquella ropa sucia y tomar un baño caliente que lo ayudara a soltar toda la tensión que engarrotaba sus músculos.

Una voz demasiado alta llamó su atención.

—¡Disculpe, señor Crain! —dijo el recepcionista saliendo a su encuentro. Abrió los ojos como platos cuando llegó hasta él—. ¡Por Dios! ¿Qué le ha pasado? ¿Un atraco? ¿Desea que llame a la policía?

—No es necesario, gracias. Solo ha sido un pequeño accidente sin consecuencias —aclaró William, tratando de disimular lo molesto que le resultaba aquel tipo. Dio media vuelta y se encaminó de nuevo al ascensor.

—Perdone, señor Crain —insistió el recepcionista tras él.

William se detuvo y, con los ojos en blanco por el aburrimiento, dio otra vez media vuelta para quedar frente al hombre.

—¿Sí?

—Hay unos señores que le esperan en el bar —informó el recepcionista con tono diligente.

—¿A mí? Nadie sabe que estoy aquí —comentó William desconcertado, mientras un sentimiento de alerta se instalaba en su pecho.

—Sí, señor, han preguntado por William Crain, y no hay nadie registrado con ese nombre salvo usted.

William frunció el ceño y se encaminó con paso rápido hacia el bar del hotel. Estaba atestado de gente a pesar de que ya era muy tarde. No tuvo que buscar entre los asistentes, porque sus ojos se posaron de golpe, como si de una atracción magnética se tratara, en una mesa situada al fondo de la sala.

Se encaminó hacia ella despacio, estudiando con atención a sus tres ocupantes.

Había dos hombres y una mujer. El hombre de mayor edad, que aparentaba unos cincuenta años, vestía un elegante traje de color gris oscuro. Tenía el pelo castaño y lo llevaba engominado con un corte perfecto, su aspecto era el de un estirado aristócrata. El otro hombre apenas aparentaba un par de años más que William y vestía de un modo más informal, pero sin perder el aire distinguido de su acompañante. Su piel de alabastro contrastaba con unos ojos negros y profundos, en los que era imposible distinguir las pupilas, confiriéndole un aspecto algo siniestro. La mujer lucía un vestido de color lavanda, que resaltaba sus ojos del mismo tono. Su pelo ondulado, del color del fuego, caía sobre su espalda como una cascada de lava ardiente.

Le recordó a Marie, su hermana. Ella también tenía el cabello pelirrojo, una larga melena rizada que se reflejaba en su pálida piel, dándole a sus mejillas un ligero rubor que hacía aún más hermoso su rostro inmortal.

William llegó hasta la mesa y, sin darle tiempo a decir una sola palabra, los tres ocupantes se levantaron, inclinando sus cabezas con una sutil reverencia. Un gesto que no pasó desapercibido a los clientes más cercanos, que observaban con expresión intrigada el aspecto desaliñado de William.

—Por favor, no hagáis eso, no es necesario —les suplicó muy incómodo.

—Es un honor para nosotros conocer por fin al hijo de la luz, al vástago de nuestro rey —dijo el hombre de más edad—. Mi nombre es Talos, ella es Minerva, mi esposa, y él es Neo. Mi familia vive en Boston desde 1998, y somos los únicos vampiros de esta ciudad, al menos, los únicos decentes —aclaró Talos, intuyendo cuál era el motivo del aspecto del joven Crain.

William estrechó la mano de cada uno y su incomodidad se hizo más evidente con la nueva reverencia que realizaron al saludarle.

—Sentaos, por favor —les pidió.

Lo obedecieron inmediatamente y él ocupó la cuarta silla a la mesa.

—¿Cómo sabíais que estaría aquí? —preguntó William, recorriendo con la mirada sus rostros.

—Mi hijo os vio esta noche en un local de humanos al que suele acudir de vez en cuando. Os reconoció inmediatamente —dijo el vampiro con una leve sonrisa—. Encontrar vuestro alojamiento fue cuestión de unas llamadas telefónicas.

—Me halaga vuestro interés —comentó William, recordando el segundo par de ojos que había visto—. ¿Necesitáis algo de mí, puedo ayudaros?

—Lo cierto es que sí —contestó Talos con voz casi imperceptible, e inclinó el cuerpo hacia William—. Necesitamos vuestra ayuda, suplicamos que atendáis y consideréis nuestra petición y que, después de escucharnos, toméis la decisión que creáis correcta.

—¿Me estáis pidiendo que ejerza de tribunal? —murmuró algo incómodo ante las palabras formales. Una atmósfera de tensión e intranquilidad se extendió a su alrededor.

—¿Acaso no es vuestro papel? —preguntó Talos a su vez.

—Lo siento, pero yo no soy el más adecuado para ayudaros —se disculpó sin atreverse a levantar los ojos de la mesa—. Hay un tribunal para estos menesteres…

—Sí, en Londres. Vuestro padre y hermanos lo constituyen. Pero comprenderéis el trastorno que ese viaje nos ocasionaría.

William asintió con un gesto de culpa.

Talos lo observaba atento, a la espera de que aceptara escucharlos, cuando comprendió que William no iba a ceder, suspiró y volvió a hablar.

—En ese caso, necesitamos que habléis por nosotros ante el licántropo Daniel Solomon. Ya que no hay ningún tribunal vampiro en este país que nos asista, nos vemos obligados a recurrir a los lobos.

—¿Tan importante es vuestra petición? —preguntó William con recelo—. ¿Es que habéis cometido alguna falta?

—¡No, por supuesto que no, somos respetuosos con las leyes! —intervino Minerva algo alterada.

—Por favor, dejadme que yo se lo aclare —pidió Neo a sus acompañantes. Estos asintieron con sequedad—. Señor…

—Llámame William, por favor. Si no me tuteas, esta conversación va a resultar un tanto incómoda para mí.

—De acuerdo, William… —Hizo una pausa y continuó—. Hace cinco años conocí a una humana de la que me enamoré. Es una chica muy intuitiva e inteligente, y no tardó mucho en descubrir lo que soy. Conoce nuestro secreto y convive con nosotros desde que perdió a su familia hace unos meses…

William se limitó a escuchar en silencio, con la sorpresa reflejada en su rostro.

—Queremos hacer las cosas bien, para no correr ningún riesgo —añadió Neo.

—¿La chica se lo ha dicho a alguien? —preguntó William, intentando comprender a dónde llevaba aquella conversación.

—¡No! Ella entiende perfectamente nuestras leyes, sabe que debe guardar silencio para protegernos y… para protegerse —indicó con una expresión sombría.

—Entonces no entiendo el problema. Hace mucho tiempo que esas leyes cambiaron. Nadie va a matarte por que tu novia sea una chica muy lista —explicó William, y esbozó una sonrisa afable con la que trató de quitarle importancia al asunto.

—Lo sé, pero ese no es el problema.

Neo alzó la mano en dirección a la barra y una chica morena, de la que William no se había percatado hasta ese momento, se levantó para acercarse a ellos sonriente. Neo se puso en pie para recibirla, la tomó de la mano y la besó en la mejilla, a continuación le ofreció la silla que él había ocupado.

—Ella es Drew y quiere convertirse en vampiro.

Las palabras de Neo cayeron sobre William como un jarro de agua fría. La luz se abrió paso en su cerebro iluminando su entendimiento.

—Es cierto, señor, lo deseo más que nada en el mundo —intervino la muchacha completamente ruborizada.

—¿Entendéis ahora, señor Crain, por qué necesitamos que intercedáis por nosotros? Queremos que seáis nuestro testigo, que corrobore que la joven no está bajo ninguna influencia y que es dueña de su voluntad. Nadie dudará de vos —dijo Talos con un hilo de voz—. Mi hijo ama a esta mortal y nosotros hemos aprendido a quererla como a una hija. Se ha establecido un fuerte vínculo entre nosotros.

—¿Quieres convertirte en vampiro? —preguntó William a Drew.

La chica asintió, curvando sus labios con una amplia sonrisa, mientras acariciaba la mano de Neo que reposaba sobre su hombro.

—¿Pero por qué? —insistió William sin dar crédito—. No te puedes hacer una idea de todo lo que sacrificarías.

—Sé lo que sacrificaría si no lo hiciera, con saber eso me basta —contestó la chica de forma rotunda—. Hace cinco años que conozco a Neo, desde entonces yo soy la única que envejece, y cada día que pasa mi vida es más corta. Él sufre cuando está conmigo, la sed siempre está presente. Necesitamos liberarnos.

La explicación de la chica caló de una forma muy profunda en el corazón de William. Así debería haber sido su historia. Pero el amor de Amelia por él era inexistente, comparado con la fuerza que irradiaba el de aquella joven por el vampiro que tenía a su lado.

—Sufrirás mucho durante largo tiempo, ¿te han explicado eso? —la interrogó William. El miedo a que naciera una nueva Amelia era demasiado grande—. Y puede… puede que no sobrevivas al cambio.

—Sí, sé que es muy doloroso y que luego sentiré una sed que no se calmará con nada, pero lo tenemos todo planeado. Iremos a New Brunswick, a una isla que hay al norte de Gaspé, estaremos allí hasta que aprenda a controlarme.

William la escuchaba, sorprendido por la naturalidad con la hablaba de aquel tema espinoso, convencida de que todo iba a salir bien. Observó a la pareja durante unos segundos y envidió su fortaleza.

—¿Serás capaz de controlarla? —preguntó William a Neo.

—Sí, y no estoy solo en esto, cuento con mi familia —dijo dedicando una mirada cariñosa a Talos y Minerva.

—De acuerdo. Hablaré en vuestro favor. Pero tendréis que ser muy convincentes si queréis que todo salga bien. Sobre todo tú —dijo a la chica muy serio.

—Sabía que nos ayudaríais, vuestro padre os ha educado bien —señaló Talos agradecido—. Deberíais ser vos quien se ocupara de estos asuntos, no los licántropos. En este país hay muchos vampiros que respetan el pacto e intentan llevar una vida normal, merecen que alguien de su linaje los gobierne y cuide de sus intereses. Hay cosas que esos lobos jamás comprenderán. —Hizo una pausa y suspiró al ver que William no estaba dispuesto a contestar—. Aquí podréis encontrarnos —dijo mientras le entregaba una pequeña tarjeta.

William los acompañó hasta la puerta bajo la atenta mirada de los pocos clientes que ocupaban el vestíbulo a esas horas de la noche. Se despidió de ellos y volvió a su habitación, inmerso en una nube de contradicciones.

Era la primera vez que un vampiro acudía a él, apelando a su condición en busca de ayuda. Eso le hizo sentir extraño. Siempre había estado tan inmerso en su propia cruzada, que no era realmente consciente del papel que le tocaba representar en el mundo vampiro siendo el hijo de Sebastian Crain. Pero no se sentía capaz de asumir ese papel. El clan vampiro había acabado por parecerse a uno de esos clubes exclusivos, en los que nadie puede entrar si no es recomendado y apoyado por uno de los socios. No cualquiera podía convertirse en vampiro. ¿Y quién era él para decidir quién lo merecía? O para ser más exactos: ¿Quién era él para decidir a quién condenaba?

—¿Dónde estabas? —le preguntó Shane desde la cama cuando entró en la habitación. Se encontraba espatarrado encima de las sábanas, comiendo algo que olía a cebolla mientras veía la televisión.

—Te lo explicaré en cuanto me deshaga de esta ropa y me dé una ducha —contestó, mientras desaparecía en el baño.

—¿Me estás escuchando? —preguntó Jill con el ceño fruncido. Se levantó sobre el codo y observó a Kate. Estaba tumbada a su lado, tenía los ojos fijos en el cielo y jugaba con un mechón de su pelo, enroscándolo lentamente en el dedo índice—. Esta mañana atropellé a un tipo en la carretera…

—Ajá…

—Lo tengo escondido en el maletero…

—Ajá…

—Podrías ayudarme a deshacerme de él, aquí mismo, en el lago.

—Ajá.

—¡Kate! —gritó junto a su oído.

—¡Dios mío! ¿Qué? —dio un respingo y se incorporó, sentándose sobre la hierba.

—Has vuelto a hacerlo —la reconvino con suavidad.

—Lo siento, ¿qué… qué decías?

—Nada importante —susurró, dejándose caer de espaldas sobre el césped—. ¿Pensabas en él?

—Intento no hacerlo, pero no consigo sacarlo de mi cabeza —admitió mientras volvía a recostarse junto a Jill—. Podrías hablar con Evan, puede que te cuente algo que me ayude a entender qué le pasa a William. Porque puedo asegurarte que sus cambios de personalidad están empezando a volverme loca —arrugó la nariz con disgusto.

—Ya lo he intentado un par de veces, pero no suelta prenda. En cuanto nombro a William, se cierra en banda, responde con evasivas y enseguida trata de cambiar de tema. No sé, a lo mejor tu Romeo no está bien de la azotea. —Hizo un gesto con el dedo dando a entender que a William le faltaba un tornillo, y se mordió los labios para contener la risa—. Eso explicaría lo raro que es.

Kate la fulminó con la mirada y sintió el deseo de darle un pellizco.

—¡Ni se te ocurra! —exclamó Jill adivinado su pensamiento.

—¿Estás segura de que eres mi amiga? Porque yo empiezo a tener serias dudas.

Jill sonrió abiertamente, pero enseguida se puso seria.

—Escucha, Kate, ningún chico merece que sufras por él. No le permitas que te haga daño.

—Tenias que haberle visto, parecía de verdad avergonzado. La… la expresión de su cara era muy triste. —Sacudió la cabeza—. Lo cierto es que no sé qué pensar.

—A mí me sigue dando mal rollo. No sé, hay algo extraño en él. La noche de la fiesta, cuando intervino entre Evan y Peter, te aseguro que me dio miedo, y eso que ni siquiera pude oír lo que decía, pero…

Kate la miraba muy atenta.

—¿Qué, Jill? —preguntó ansiosa.

—No sabría decirte, es una sensación. No es lo que aparenta, hay algo bajo su superficie que me pone nerviosa.

Kate se incorporó hasta sentarse, se abrazó las rodillas y apoyó la barbilla en ellas con el ceño fruncido.

—No te ofendas, Jill, pero yo tengo la misma sensación sobre los Solomon… y también sobre William —terminó por admitir.