Kate terminó de recoger los platos del desayuno y puso una nueva cafetera al fuego. Salió al exterior y rodeó la casa hasta el tendedero. Recogió todas las sabanas y toallas que colgaban secas y volvió a paso ligero dentro de la casa. En apenas media hora, Jill estaría allí para recogerla e ir juntas al instituto. Dejó el cesto con la ropa en el lavadero y añadió suavizante a la colada que giraba en la lavadora.
Sonaron unos pasos en la escalera y, por el sonido lento y acompasado, supo que se trataba del señor Collins. Todas las mañanas, a la misma hora desde hacía un año, el señor Collins bajaba hasta la galería acristalada, con una vieja máquina de escribir bajo el brazo. Siempre se sentaba en el mismo sitio, a una mesa de forja con la parte superior decorada con guijarros de loza de multitud de colores con aspecto de mosaico. Colocaba la máquina en el centro, en el lado derecho un montón de folios y en el izquierdo un paquete de tabaco y dos de caramelos mentolados, y esperaba pacientemente a que le sirvieran su primera taza de café, antes de comenzar a teclear.
Kate entró en la cocina, apartó la cafetera y sirvió una taza.
—¿Qué haces todavía aquí? —preguntó Martha. Acababa de entrar con el correo en las manos—. Deberías estar preparándote para el instituto, jovencita.
Martha había estado casada durante más de treinta años con el único hermano de Alice. Nunca tuvieron hijos, así que tras la muerte de él, Alice convenció a su cuñada para que fuera a vivir con ellas; de eso ya hacía cinco años.
—No te preocupes, tengo tiempo —dijo Kate mientras colocaba el café sobre una bandeja—. ¿Eso es el correo? —preguntó con ansiedad, centrando toda su atención en la mano de Martha—. ¿Hay algo para mí?
—Todavía no lo he mirado —contestó, encogiéndose de hombros. Se acercó a la mesa y le ofreció el paquete con las cartas.
Kate se las arrebató de la mano y las fue mirando una a una con rapidez. Al terminar, una expresión frustrada apareció en su rostro.
—Nada.
—Puede que mañana —dijo Martha, esbozando una sonrisa que pretendía ser alentadora.
—A todos los que conozco ya les ha llegado la carta con la decisión. Falta muy poco para la graduación y necesito saber si de verdad tengo motivos para celebrar algo —replicó, desilusionada.
—Aunque no te admitan en Harvard, terminar el instituto es algo que solo ocurre una vez en la vida, y deberías estar contenta. Además, hay otras universidades, y seguro que estarán encantados de contar con alguien tan inteligente como tú entre sus alumnos.
Kate estuvo a punto de formular una queja, pero en ese momento Jill llegó tocando el claxon con impaciencia.
—Corre, yo llevaré el café al señor Collins —la apremió Martha.
Kate se precipitó escaleras arriba, su habitación estaba en la última planta junto a la de su abuela. Recogió los libros que tenía esparcidos por el escritorio y el par que había bajo la cama; los guardó todos en su mochila. Al salir del cuarto cogió una sudadera que colgaba de la silla y se la puso mientras bajaba a trompicones, tratando de no tropezar y caer.
Jill la esperaba fuera del coche, conversando con Alice.
—¡Vamos, pesada! —exclamó al verla aparecer. Se despidió de Alice con un beso y subió al coche.
Kate jadeaba cuando se paró junto al vehículo, le dio un abrazo fugaz a su abuela y también subió.
—¿Lista? —preguntó Jill.
Kate asintió con la cabeza, mientras resoplaba por la boca para recuperar el aliento. Se llevó la mano al pecho, como si así pudiera controlar el ritmo desbocado de su respiración.
—¿Qué tal el fin de semana? —preguntó Jill a la vez que maniobraba con lentitud para dar la vuelta y salir al camino.
—Horrible —respondió cuando su respiración volvió a ser normal—. Las cinco habitaciones completas, ¿y tú?
—Mi madre vino de Nueva York para presentarme a su nuevo novio. Un tipo engominado, bañado en perfume. Es un broker de mucho éxito en Wall Street —dijo imitando con burla la voz de su madre—. ¡No la soporto! —gruñó enfadada.
Kate le dedicó una sonrisa compresiva y ella se la devolvió con un nuevo brillo en los ojos.
—¿Qué te parece? —preguntó Jill, moviendo la mano ante el rostro de su amiga. En el dedo anular llevaba un anillo de oro blanco con un zafiro de un color azul muy intenso.
—¿Evan?
—¡Por supuesto! —admitió con el ceño fruncido, como si la pregunta hubiera sido innecesaria porque la respuesta era bastante obvia.
—¿Es un zafiro?
—¡Sí! —asintió con una sonrisa de oreja a oreja—. El sábado por la noche me invitó a cenar y… fue tan romántico —suspiró.
—¿Cuánto tiempo lleváis saliendo? ¿Cinco semanas? —inquirió en tono irónico.
—Cinco semanas y cinco días, exactamente —dijo Jill encantada.
—¿Y no crees que es un poco pronto para esa clase de regalos?
—¡Vamos, Kate, no me lo estropees! —se quejó con un mohín—. Deberías ser más impulsiva y menos racional, te iría mucho mejor —aseguró, clavando su vista en ella—. ¿Es nueva?
—¿Qué? —consultó Kate sin saber a qué se refería.
—La chaqueta, ¿es nueva? Nunca te la había visto —aclaró.
Kate bajó los ojos hasta la prenda que había cogido un rato antes de su habitación y soltó un bufido de disgusto.
—No es mía.
Jill la miró con gesto interrogante.
—William me la prestó la noche de la fiesta. Aún no he tenido ocasión de devolvérsela —le explicó—. La he cogido sin darme cuenta.
—No habéis vuelto a veros, ¿verdad?
—No desde el encuentro en la cafetería, y me encantaría no volver a verle nunca más. Con suerte, ya se habrá marchado de Heaven Falls —dijo con desdén.
—Lo cierto es que… sigue por aquí —comentó Jill—. Bueno, en parte está bien que no se haya ido, podrás devolverle la chaqueta. No sé… ahora, por ejemplo —sugirió como quien no quiere la cosa.
Kate dio un respingo y sus ojos se abrieron como platos. Sintió que se mareaba y las piernas comenzaron a temblarle.
—¿Ahora? —preguntó ansiosa.
—Le prometí a Evan que pasaría a buscarle —admitió, sintiéndose un poco culpable por no haberle dicho nada antes.
—¡Jill, no me hagas esto! No, no quiero ver a William. No me soporta y no pienso darle otra oportunidad para que me desprecie —protestó con el gesto de un gatito abandonado.
—Por eso debes venir. Que vea que no te escondes, que te importa un bledo lo que piense de ti —replicó molesta—. ¿Quién se cree que es?
—Pero es que… sí que me importa lo que piense de mí y si vuelve a ignorarme con ese desprecio, yo misma cavaré un agujero y enterraré la cabeza en él —susurró tapándose la cara con las manos.
—No seas melodramática, solo es un chico, uno más. ¡Que le den! —replicó, dando un golpe al volante con el puño, e inmediatamente lo agitó con una mueca de dolor—. ¡Ay!
Kate resopló y se hundió en el asiento mientras el color abandonaba su rostro. Lo último que quería en ese momento era volver a encontrarse con William y, por lo visto, tenía muchas posibilidades de que eso ocurriera.
Cuando llegaron a casa de los Solomon, Evan esperaba junto a la entrada. Se acercó al coche con una enorme sonrisa y abrió la puerta de Jill ofreciéndole la mano para ayudarla a descender. Una vez fuera, la abrazó con ternura y la besó en los labios.
—Hola —susurró Jill con un guiño tierno.
—Hola —contestó él con el mismo sentimiento—. ¡Hola, Kate! —saludó al percatarse de la presencia de la chica en el coche.
Kate levantó la mano a modo de saludo y permaneció quieta, intentando fundirse con el asiento. Quería marcharse de allí cuanto antes. Aún se le encogía el estómago cada vez que recordaba la noche que William la acompañó a casa o la espantada en la cafetería.
—Jill, me gustaría presentarte a mi familia —dijo Evan.
—¿Hoy?
—Sí, les he dicho que venías hasta aquí y están deseando conocerte.
—¡No me pidas eso, me moriré de vergüenza! —rogó Jill, tapándose el rostro con las manos.
—No te preocupes, yo también estoy nervioso —reconoció algo turbado—. Eres la primera chica que invito a casa.
—¿De verdad? —preguntó, sorprendida.
Evan asintió.
—Ya te dije que para mí eres muy especial.
Jill guardó silencio unos segundos, dudando, al final no pudo resistirse a la tierna mirada de su chico.
—Me encantará conocer a tu familia —dijo ella, armándose de valor.
El rostro de Evan se iluminó y la cogió con fuerza de la mano.
—Kate, ¿por qué no vienes tú también? —la invitó él con una sonrisa.
—No, gracias, es mejor que vayáis solos. Es algo demasiado personal —se disculpó, forzando una sonrisa.
La idea de entrar en aquella casa le provocaba espasmos en el estómago.
—Como quieras.
Jill la miró preocupada, sintiéndose muy culpable por la situación.
—Tranquila, no te preocupes. Ve con él, yo os esperaré aquí. Ah, una cosa, ¿te importaría devolvérsela? —le preguntó con voz suplicante, y le pasó la chaqueta.
—Por supuesto, se la daré. No tardaremos, lo prometo.
Casi toda la familia se encontraba en la cocina terminando de desayunar. Daniel y Rachel leían el periódico con una taza de café en las manos, April, entre ellos, apuraba una tostada e intentaba que su padre le dejara la sección de pasatiempos y Carter, despatarrado en el sillón, tomaba un tazón de cereales con la vista clavada en un programa sobre coches de carreras.
La pareja entró en la cocina, cogida de la mano.
—¡Familia! —exclamó Evan con entusiasmo—. Quiero presentaros a Jill.
Jill saludó con la mano, colorada hasta las orejas.
—Ese de ahí es Carter —dijo Evan, señalando a su hermano con el dedo. Carter emitió un sonido gutural con la boca llena de cereales, que se parecía ligeramente a un«hola».
—Mi hermanita April.
—Hola, April —saludó Jill.
La niña se levantó de la mesa y corrió al encuentro de la joven, a la que abrazó con cariño. Jill correspondió a su abrazo, encandilada por lo bonito que era aquel rostro sonriente.
—¿Te vas a casar con Evan? —preguntó April, abriendo sus grandes ojos de par en par.
Jill se quedó estupefacta, la pregunta la había cogido desprevenida.
—Bueno… es… aún es…
—¡April! —la reconvino Rachel—. Será mejor que subas a por tus cosas.
—Me gusta tu pelo —dijo la niña antes de salir corriendo.
—Gracias —respondió Jill con las mejillas arreboladas.
—No le hagas caso, siempre es así —susurró Evan a modo de disculpa—. Y ellos son mis padres: Daniel y Rachel.
—Me alegro de conocerte —dijo Daniel, estrechando su mano con una gran sonrisa—. Evan siempre nos está hablando de ti.
—¡Bienvenida, Jill! —exclamó Rachel, abrazándola con afecto.
—Gra… gracias —musitó, sobrecogida por el cariño que todos le estaban demostrando.
En ese momento Jared entró en la cocina seguido de William, el vampiro llevaba una pequeña bolsa de viaje al hombro.
—Bueno, a este ya lo conoces —comentó Evan, dando un empujón a su hermano. Jared se revolvió con un gruñido que dejó a la vista sus dientes, pero inmediatamente esbozó una sonrisa divertida y le devolvió el empujón—. Y también a William.
William la saludó con una inclinación de cabeza.
—¿Qué tal estás? —preguntó por amabilidad más que por interés.
—Bien, gracias —contestó Jill con la vista clavada en sus ojos. Kate tenía razón, eran como un océano de agua profunda, donde uno podría perderse para siempre. Su rostro de facciones perfectas esbozaba una leve sonrisa que iluminaba la estancia, y su cuerpo estaba tan bien proporcionado y definido que hubiera podido servir de inspiración al mismísimo Miguel Ángel en su escultura de David. «¿Cómo puede este adonis ser tan majadero con Kate? ¡Será idiota!», pensó. De pronto se acordó de un pequeño detalle—. Esto es tuyo —dijo, ofreciéndole la chaqueta—. Kate me ha pedido que te la devuelva y que te dé las gracias.
William se estremeció al oír su nombre. Ya había pasado algún tiempo desde que la viera por última vez. Tiempo durante el cual había intentado por todos los medios mantenerse ocupado para no pensar en ella, para no tener que marcharse de aquel lugar donde había conseguido encontrar algo de paz.
Ayudaba a Rachel en la librería, catalogaba y registraba libros, controlaba las ventas y los pedidos, todo aquello que no lo obligara a tener contacto con los clientes. Dedicaba parte de su tiempo a estar con los chicos, sobre todo con Shane, con quien había establecido las bases para una buena relación; le gustaba su compañía y la facilidad con la que hablaban de cualquier cosa durante horas. El fin de semana, Keyla regresaba de Concord y, durante esas horas, centraba toda su atención en él, sin darle un minuto de respiro. Así pasaba los días.
Pero las noches eran muy diferentes, cuando todos dormían y él pasaba cada minuto solo. El rostro de Kate se colaba furtivamente en su cerebro y se negaba a desaparecer. Cerraba los ojos y allí estaba ella, pálida y triste, tal y como la había dejado aquella noche. Entonces una necesidad crecía en su corazón, deseaba abrazarla y acunarla contra su pecho, sin más pretensión que sentir su cálida piel.
William cogió la chaqueta, apretándola con fuerza hasta que sus nudillos se pusieron blancos. La tela estaba caliente y un ligero olor a violetas había impregnado la prenda. Le dedicó una leve sonrisa a Jill y giró sobre sus talones con intención de marcharse; se detuvo a medio camino y volvió la cabeza.
—Jill —la llamó. La chica lo miró—. Dale las gracias y dile… —dudó durante un segundo si debía terminar la frase—. No, mejor no le digas nada… solo dale las gracias por devolvérmela.
—Dáselas tú mismo, está ahí fuera. Si es que os referís a la chica que está a punto de sufrir un infarto en el Lexus que hay aparcado en la entrada —intervino Shane. Había aparecido en la cocina sin que nadie se diera cuenta, y con la mano extendida se dirigió hasta su tío. Daniel depositó un abultado sobre marrón en ella—. ¿Algún mensaje? —preguntó al tiempo que guardaba el sobre en la mochila que llevaba al hombro.
Daniel negó con la cabeza y continuó con su lectura.
Shane se fijó en William, no le había pasado inadvertido el sentimiento que había escondido en aquel comentario, ni el ataque de ansiedad que parecía estar sufriendo. Una idea tomó forma en su cabeza y todo tuvo sentido: la espantada en la cafetería justo después de que la chica entrara, su extraño comportamiento en los últimos días, los ratos en los que se quedaba ensimismado, unas veces triste, otras divertido por algún recuerdo que acudía a su mente; y la culpa que su rostro reflejaba con aquellos pensamientos.
William no se molestó en contestar, estaba demasiado concentrado en disimular la agitación que se había apoderado de él al saber que ella estaba allí.
—Jill, este es mi primo, Shane —dijo Evan, dirigiendo una mirada suplicante llena de significado al chico. El carácter de Shane era bastante seco y no destacaba por su amabilidad con los humanos.
Shane se acercó y se inclinó hacia delante hasta que su rostro quedó a pocos centímetros del rostro de Jill.
—Aún estás a tiempo de salir corriendo —le dijo con un brillo malicioso en los ojos.
Jill dio un paso atrás.
—¿Y por qué iba a hacer eso? —preguntó algo turbada, percibía un halo salvaje bajo la superficie del chico que la ponía nerviosa.
—Los Solomon no tenemos buena fama, y la mía te aseguro que no me hace justicia.
—¡Shane! —lo reconvino Rachel.
Evan lo fulminó con la mirada. Pero Shane fingió no darse cuenta y mantuvo su actitud arrogante.
—¿Y bien? —preguntó, entornando los ojos.
—Me arriesgaré, no creo que tu idiotez sea contagiosa —señaló Jill, y alzó la barbilla de forma desafiante, a pesar de lo intimidada que se sentía por aquel chico pretencioso. La sonrisa que le dedicó Evan terminó de devolverle la seguridad en sí misma y arqueó las cejas con un gesto provocador.
Shane frunció el ceño y entornó los ojos. Las comisuras de sus labios se curvaron poco a poco y una carcajada brotó de su garganta.
—Creo que vas a encajar muy bien en esta familia —dijo sin dejar de reír, y dio media vuelta—. ¿Nos vamos? —preguntó a William mientras pasaba a su lado de camino a la puerta principal.
—Nos vemos mañana —se despidió William, cada vez más nervioso. Le había costado un gran esfuerzo mantenerse alejado de Kate, pero no había contado con que fuera ella la que viniera hasta él.
Alcanzó a Shane en la entrada y juntos salieron hacia el coche sin mediar palabra. Solo tardó un segundo en divisar su cuerpo de espaldas a él. Apoyada sobre el Lexus de Jill, el sol arrancaba reflejos cobrizos de su cabello y daba a su pálida piel un ligero tono sonrosado.
Se quedó inmóvil, observándola mientras sus emociones se agitaban dentro de él como un remolino. Después demás de un mes evitándola, haciendo todo lo posible por no verla, esperaba que esa incomprensible atracción que sentía hacia ella se hubiera diluido, al menos un poco. Pero no era así, jamás en su larga vida se había sentido tan afectado como estaba en ese momento al volver a contemplarla.
Shane se detuvo al comprobar que William no lo seguía, se giró y enmudeció al ver su expresión martirizada. Intercambiaron una mirada y pudo sentir el choque de pensamientos encontrados que tenía lugar en su cabeza. Las reservas que aún mantenía hacia él se vinieron abajo. Tuvo que reconocer que el vampiro le caía bien, y que era lo más parecido a un amigo que había tenido hasta ahora. Pensó que, quizá, su padre estaba en lo cierto y que no era una cuestión de naturaleza sino de corazón, que el mal no era algo innato sino una elección. Contempló su propio reflejo en los ojos de William y se dio cuenta de lo mucho que se parecían. Ninguno era realmente humano, los dos luchaban por mantener bajo control su lado oscuro, porque ambos temían convertirse en aquello que tanto odiaban y contra lo que combatían.
William trató de ignorar la presencia de Kate mientras caminaba hacia el Porsche, pero estaba justo dentro de su campo de visión, y le fue imposible no ver cómo se giraba hacia ellos, alertada por el sonido de sus pasos. ¿Había sido su imaginación o ella acababa de tirarse al suelo?
Se paró en seco, temiendo que le hubiera ocurrido algo, y contuvo el aliento aguzando sus sentidos. Pudo oír la respiración entrecortada de Kate y los latidos de su corazón desbocado. Olía la adrenalina que corría por su sangre. William tuvo la certeza de que él era el responsable, y se odió a sí mismo por hacerla sentir así. Se encaminó hacia ella sin hacer ruido, rodeó el vehículo y la encontró acurrucada sobre las rodillas, cubriéndose con las manos el rostro sonrojado.
—Kate.
Ella se sobresaltó al oír su voz, y enrojeció todavía más cuando lo vio allí, de pie, observándola. Se levantó con toda la dignidad que pudo, evitando mirarlo directamente a los ojos.
—¿Estás bien? Por un momento temí que te hubieras desmayado —dijo él.
Su voz sonó tan compungida que Kate no pudo evitar alzar la vista, encontrándose con sus ojos azules fijos sobre ella.
—Estoy bien, no me ocurre nada —contestó nerviosa.
—Entonces, ¿qué hacías en el suelo?
—Se me ha caído una cosa, intentaba encontrarla —dijo con rapidez para que no se le atascaran las palabras. Algo que siempre le ocurría cuando trataba de mentir.
—Puedo ayudarte si me dices qué buscas.
—No, gracias.
—No me importa, de verdad —insistió él.
Kate no dejaba de mover la cabeza de un lado a otro, mirando a todas partes menos a él.
—Puedo hacerlo yo.
—Déjame ayudarte.
—¡He dicho que no! —alzó la voz, nerviosa. El rostro de William era una máscara inexpresiva que la intimidaba—. Lo cierto es… que me estaba escondiendo… de ti —las palabras salieron de su boca sin pensar y se sorprendió de su sinceridad.
—¿De mí? ¿Por qué? —preguntó, aunque sabía la respuesta.
—No lo sé. Bueno, sí lo sé. Desde aquella noche en mi casa creo que no soy de tu agrado, que no te caigo bien —confesó sin pudor—. Intentaba evitar un encuentro incómodo —continuó, asombrada por su propia osadía.
Un sonido amargó escapó de los labios de William. «Un encuentro incómodo», repitió en su mente. Esta vez la había fastidiado de verdad, con su maravilloso don de gentes, había logrado que ella se sintiera menospreciada.
—¡No sabes cuánto lo siento, no era mi intención hacerte sentir así! —se disculpó. Dio un par de pasos hacia ella, pero tuvo que detenerse ante la urgencia por abrazarla que se apoderaba de él—. Te aseguro que estás equivocada, las cosas no son como tú crees.
—No tienes que justificarte, en serio, no pasa nada —dijo de la forma más simple.
—Kate, te estás equivocando, mis motivos… —Un ligero carraspeo atrajo la atención de ambos, Shane hacía gestos señalando el reloj de su muñeca—. Mira, tengo que marcharme, pero…
—¿Te marchas? —lo interrumpió Kate, palideciendo por la noticia. Entonces se fijó en la bolsa que colgaba de su hombro. El mundo se le vino encima y se preguntó por qué le dolía tanto esa noticia, cuando hacía nada más que un rato deseaba que se hubiera marchado para siempre.
—Sí, a Boston —aclaró él con impaciencia—. Escucha, Kate, cuando vuelva quiero que hablemos de esto, ¿de acuerdo? —aunque suave, su voz era autoritaria.
—No hay nada de qué hablar… —enmudeció sorprendida, él se había acercado tomándola de la mano.
—Hablaremos —sentenció sin darle opción a réplica.
Ella asintió con sus profundos ojos verdes llenos de dudas.
William lanzó un hondo suspiro y la contempló un instante, soltó su mano y dio media vuelta alejándose al encuentro de Shane.
Subió al coche y lo puso en marcha sin apartar la vista de ella. Se sintió miserable, quería mantenerla alejada de él, pero no así, no si Kate pensaba que había algo malo en ella. Maldijo por lo bajo, no tenía ningún derecho a cruzarse en su camino, a alterar su vida sabiendo que no podría corresponderla, ni siquiera como amigo.
Tuvo que desviar la mirada cuando sintió sus ojos arder como brasas y los ocultó tras las gafas de sol. Aceleró haciendo derrapar el coche sobre la tierra, y se marchó rezando para que Shane no abriera la boca en las próximas dos horas.