New Hampshire, en la actualidad.
Volvió a atizarle, pero esta vez con el puño cerrado. Aquel maldito trasto no quería funcionar y, por más que programaba un nuevo destino, el mapa de Portland se negaba a desaparecer de la pantalla del navegador. Optó por apagarlo, antes de que el deseo irrefrenable de arrancarlo de cuajo le hiciera destrozar el salpicadero. Se inclinó sobre la guantera y rebuscó en el interior. Sacó un par de mapas perfectamente doblados y les echó un vistazo. Debía de estar en algún punto al suroeste de las Montañas Blancas. ¿Pero dónde? Al cabo de un minuto los lanzó al asiento de atrás con un bufido. Era incapaz de orientarse por aquellas carreteras.
El cielo se fue oscureciendo a través de los árboles que cubrían la carretera, y una fina lluvia comenzó a salpicar el parabrisas. Se quitó las gafas de sol, aquella luz apagada y grisácea ya no le molestaba en los ojos.
El golpeteo del agua contra el cristal cobró intensidad, ahogando el murmullo de la música. Apagó el iPod del coche y disminuyó la velocidad para poder contemplar aquel paisaje boscoso que tanto le gustaba; tan parecido a su hogar a la vez que tan diferente. Todo el terreno que alcanzaban sus ojos era verde, de ese verde que solo la primavera trae consigo. Bajó un poco la ventanilla e inspiró. Su olfato captó decenas de notas aromáticas: la tierra mojada, el olor dulzón del arce, la madera podrida de un viejo roble, el aroma balsámico del pino y del abeto. Esas sensaciones estaban mejorando su humor, y lo ayudaban a sentirse más seguro sobre la decisión que había tomado unos días antes.
Era el momento de abandonar aquella búsqueda sin resultado que lo estaba consumiendo hasta un punto que solo él conocía. Debía retomar su vida, encontrar nuevos propósitos que lo alejaran de aquel sendero de autodestrucción que recorría desde hacía demasiado tiempo, y para conseguirlo necesitaba estar cerca de la única persona en quien confiaba: Daniel, su mejor amigo, por no decir el único. Lo echaba de menos. Él nunca lo miraría como al bicho raro que realmente era. Ni esperaría el milagro que todos aguardaban bajo un augurio que solo era el reflejo de la desesperación. Daniel nunca esperaría de él nada a cambio.
Una imagen le hizo abandonar sus pensamientos. A través de la cortina de lluvia, pudo distinguir la figura de una persona que caminaba sobre el asfalto embarrado.
«Vaya día para salir de paseo», pensó con desdén.
Miró a través de la ventanilla y vio a una mujer muy joven calada hasta los huesos, con el pelo largo y castaño pegado a la espalda. La rebeca y el vestido que llevaba se le habían adherido al cuerpo como una segunda piel. Pasó de largo y continuó observándola por el espejo retrovisor.
De pronto, la chica dio un traspié y comenzó a tambalearse de un lado a otro intentando mantener el equilibrio, pero el barro acumulado en el arcén era muy resbaladizo, y terminó por caer sobre la hierba mojada, resbalando por la pendiente de la cuneta.
Pisó el freno y mantuvo la mirada fija en el espejo. Vio cómo la chica intentaba levantarse y volvía a caer al tiempo que se sujetaba la pierna con ambas manos. Lo intentó una vez más, con la misma suerte, y al final se quedó sentada sobre la hierba.
«No es asunto mío», pensó a la vez que pisaba el embrague para cambiar de marcha y seguir adelante. Aceleró, tratando de dominar el impulso de mirar hacia atrás. Un hormigueo bastante molesto le recorrió el estómago, si aquello no era su conciencia, se le parecía bastante; y conforme se alejaba, el cosquilleo se transformó en una sensación angustiosa que lo desconcertó. Hacía mucho tiempo que la preocupación por los humanos había desaparecido de su catálogo de sentimientos. O quizá no.
—¡Maldita sea! —farfulló con disgusto.
Pisó el freno a fondo y dio marcha atrás sin dejar de pensar en la tremenda estupidez que cometía al volver. Aquella chica podía estar sangrando y él… él era un vampiro. Un vampiro hambriento que llevaba semanas mal alimentándose de animales que apenas si podían cubrir sus necesidades. Precisaba sangre humana.
Se bajó del coche y sus pies se hundieron en un charco. «Genial», pensó. Soltó un bufido, rodeó el vehículo y se agachó junto a la chica.
—¿Estás bien?
Ella levantó la vista, sorprendida. Tenía el rostro ovalado, con unos ojos grandes y verdes que destacaban sobre una piel muy blanca.
—¿Te has hecho daño? ¿Puedes levantarte? —insistió al ver que no respondía.
Ella sacudió la cabeza.
—No, me he torcido el tobillo.
Se pasó un mechón de pelo mojado por detrás de la oreja y miró fijamente al chico que acababa de arrodillarse a su lado. Tenía el pelo corto y castaño, tan oscuro que casi parecía negro, y sus ojos eran de un azul imposible.
—¿Me dejas verlo? —preguntó él en voz baja.
—Sí.
Él tragó saliva, tratando de ignorar el arañazo que ella tenía en la mano y la forma en la que el agua se volvía roja en contacto con la herida. Le tomó el pie y palpó con cuidado el tobillo, cada vez más hinchado. Notó a la chica estremecerse, y vio de reojo cómo se mordía el labio, disimulando un gesto de dolor.
—Perdona. —Depositó el pie en el suelo y se frotó las manos contra el pantalón—. No parece roto, pero se ha hinchado mucho y no puedo saberlo con seguridad. Necesitas una radiografía —explicó sin mucha paciencia, y se dio cuenta de inmediato de lo fría que sonaba su voz. Tratar con indiferencia a los humanos se había convertido en una costumbre.
—¿Puede estar roto? —preguntó ella con aprensión.
Él se encogió de hombros. Cuando habló de nuevo, intentó que su voz sonara más amable.
—No soy médico, pero tampoco hay que serlo para ver que no tiene buen aspecto. Puedo llevarte a un hospital o a tu casa. ¿Vives por aquí cerca?
—Sí, a unos cinco kilómetros por esta carretera. Pero no te molestes, llamaré a alguien para que me recoja. Gracias de todos modos.
Él se inclinó para cambiar de posición y ella se encogió de manera instintiva, agarrando su mochila con fuerza para sentir el contacto del teléfono móvil que llevaba dentro. Había algo extraño en aquel chico, algo en su mirada que la intimidaba hasta cortarle la respiración.
Él disimuló una sonrisa arrogante y se puso en pie.
—Como quieras, pero parece que el tiempo va a empeorar.
Y como si las nubes hubieran escuchado sus palabras, la lluvia arreció. Miró hacia el cielo encapotado, y de nuevo al rostro de la joven. Se encogió de hombros con indiferencia; si quería quedarse allí, estaba en su derecho. Él ya había cumplido con su buena acción del día.
Se encaminó al coche y a la altura del parachoques se detuvo. Se giró hacia la chica, frunciendo el ceño.
—¿Conoces un pueblo llamado Heaven Falls? Llevo una hora dando vueltas y no consigo encontrarlo —alzó un poco el tono, la lluvia golpeando el asfalto hacía un ruido estridente que amortiguaba su voz.
Ella asintió, un tanto desconcertada.
—Sí, yo vivo en Heaven Falls. Está a unos cinco kilómetros…
—Por esta carretera, ¿no? —la interrumpió, escondiendo una leve sonrisa. Dio media vuelta y levantó la mano en un gesto de despedida, aliviado de que aquel encuentro hubiera terminado.
—¡Espera! —gritó ella.
No estaba muy convencida, pero prefería arriesgarse a confiar en el desconocido, que seguir bajo la lluvia con aquel dolor insoportable.
Él se detuvo y ladeó la cabeza, lo justo para verla con el rabillo del ojo.
—Pensándolo mejor, te agradecería que me acercaras al pueblo —añadió ella con timidez, y no pudo evitar mirarlo de arriba abajo. Era alto, debía medir más de metro ochenta, de complexión fuerte; pero su cuerpo no era nada voluminoso.
—Claro —respondió él sin ninguna emoción.
Soltó un profundo suspiro y volvió sobre sus pasos. La situación empezaba a resultarle cada vez más incómoda. Contuvo el aire y se agachó junto a ella.
—A veces soy un poco desconfiada con los extraños, pero creo que puedo fiarme de ti. ¡Además, si sigo aquí, acabaran por salirme escamas! —bromeó. Sonrió tímidamente.
Él le devolvió la sonrisa de forma imperceptible. Se inclinó más cerca, la sujetó por el brazo y tiró para levantarla intentando no ser brusco.
Ella dejó escapar un grito al apoyar el pie y perdió el equilibrio. De inmediato, un brazo le rodeó la cintura impidiendo que se desplomara.
—No puedo caminar —se lamentó.
Él se quedó parado, observándola con atención mientras en su mente sopesaba el siguiente paso. Ayudarla gentilmente sujetándola del brazo era una cosa, pero cargar con ella era algo muy diferente; habría demasiado contacto físico.
—Tendré que cogerte en brazos —dijo al fin, a modo de aviso, y su estómago se retorció de forma involuntaria.
—Está bien —aseguró. Se encogió de hombros sin apartar la vista de sus ojos que, en ese momento, destellaban con una especie de brillo púrpura bajo las pestañas salpicadas de agua. Se inclinó hacia él, convencida de que era su imaginación la que veía esas cosas. De inmediato el chico apartó la vista y se puso tenso, pudo notarlo en la mano que aún la sostenía.
Él deslizó su brazo libre por debajo de las rodillas de la chica y la alzó sin ningún esfuerzo. Tenía la piel caliente y muy suave, y el pelo le olía a hierba mojada y a violetas. Inspiró con lentitud y su olfato captó otra fragancia. Era dulce y afrutada, con un toque áspero, incluso picante; tan deliciosa que la boca se le hizo agua. Tragó saliva y contuvo la respiración para no volver a olerla. Mejor no tentar al diablo que llevaba dentro.
Abrió la portezuela del coche y la depositó con cuidado sobre el asiento, mientras la lluvia seguía cayendo sobre ellos con fuerza. Unos segundos después estaban en marcha.
—Ten, para la herida de tu mano —dijo él, entregándole un pañuelo seco que llevaba en el bolsillo de la puerta.
—Gracias.
Mientras ella envolvía su mano con la tela, él dejó de respirar como precaución, pero el olor de la sangre humana penetraba en su olfato sin necesidad de aspirarlo. En los últimos días apenas había satisfecho su sed y el deseo de alimentarse se hizo más palpable. No estaba preparado para afrontar aquella prueba.
Se descubrió mirándole la garganta, la sutil línea azulada que palpitaba a simple vista a lo largo de su cuello, mientras ella contemplaba el paisaje a través de la ventanilla, con las piernas muy juntas y las manos entrelazadas sobre las rodillas; tratando de ocultar lo incómoda que se sentía. Se percató del rubor de sus mejillas, de las gotitas de sudor que le aparecían sobre la nariz; del dulce aliento que emanaba a través de sus labios como una suave nube de vaho que solo él podía ver. Su sed no dejaba de aumentar y se obligó a ignorarla, concentrándose en la carretera.
—Me llamo Kate —dijo ella al cabo de unos minutos, rompiendo así el incómodo silencio.
—William.
—Encantada, William. —Le tendió la mano y él se la estrechó con una ligera presión. Estaba muy fría y se le erizó la piel—. Bueno, ¿y qué te trae a Heaven Falls?
William reprimió una mueca de disgusto, no quería mantener una conversación con la chica, solo fingir que no estaba allí. Vio que ella le observaba con una sonrisa expectante, y se obligó a contestar.
—Voy a visitar a unos amigos —respondió. Sacudió la cabeza con cierta diversión y añadió para sí mismo—: Por un momento creí que me habían tomado el pelo y que el pueblo no existía. —De haber sido así, no le habría sorprendido la treta. Daniel era capaz de eso y de mucho más.
—¡Oh, sí que existe, y es un lugar precioso! —se apresuró a decir Kate—. ¿Y a quiénes vas a visitar? Puede que los conozca, es un pueblo pequeño.
William le dedicó una mirada incisiva.
—No lo creo, solo hace unas semanas que se mudaron —respondió de forma cortante, prestando toda su atención a la carretera.
Kate notó su malestar y desvió la mirada hacia la ventanilla.
—Lo siento. No quería ser entrometida.
William la miró de reojo y se sintió culpable. Su actitud casi rozaba la grosería. Llevaba décadas consumido por la culpa y los remordimientos. Esos sentimientos lo habían convertido en un ser retraído, especialmente con los humanos; y eso era bueno, si se mantenían alejados, estarían a salvo. Pero se suponía que debía dejar esa forma de vida atrás y, para lograrlo, tenía que integrarse. El primer intento estaba siendo un absoluto desastre.
—Se apellidan Solomon —respondió con una sonrisa demasiado tensa.
Kate negó con la cabeza.
—Lo siento, pero no me suena.
—Han comprado una casa a orillas del lago… —Frunció el ceño mientras pensaba—. No… no recuerdo el nombre.
—Whitewater, el lago Whitewater, es el único en muchos kilómetros. Pero es un lago muy grande, ¿no tienes más datos?
—Tengo que ir al norte, a Wolf’s Grove.
Kate se giró hacia él, estupefacta.
—¡Vaya, en esa zona hay casas preciosas! En el pueblo se comentaba que los hijos de la señora Weiss habían vendido la suya recientemente. Si viven en la que imagino, es una maravilla. Hasta tiene uno de esos muelles cubiertos. —Sonrió para sí misma y se encogió de hombros—. Siempre me ha gustado esa casa… ¡Espera un momento! ¿Has dicho Solomon?
William asintió. Y Kate añadió:
—Acabo de acordarme. Hay un chico nuevo en mi clase, se llama… Evan, Evan Solomon. Lleva aquí un par de semanas.
William asintió de nuevo, convencido de que se trataba del hijo de Daniel.
—Coincidimos en algunas clases. Bueno, solo en un par. Nunca he hablado con él, pero parece simpático —reconoció ella con las mejillas sonrojadas.
William guardó silencio, no se acostumbraba al parloteo continuo de los humanos. Hablaban a todas horas y de cualquier cosa, como si el silencio fuese un mal a erradicar. Sin embargo, había algo en Kate, en el timbre de su voz, que le resultaba agradable. Y si ignoraba el significado de las palabras y solo se concentraba en el sonido, era capaz de identificar la cadencia de una melodía. Era relajante a la vez que reconfortante. La miró, esta vez con nuevos ojos.
Un cartel de bienvenida los saludó a la entrada del pueblo.
Tomaron la avenida principal, flanqueada por decenas de comercios de grandes escaparates. Seguía lloviendo y en las calles apenas había transeúntes. Los pocos que se atrevían a caminar con aquel tiempo, lo hacían semiocultos bajo grandes paraguas e impermeables multicolores.
—En el siguiente cruce gira a la derecha, por favor —dijo Kate con voz ronca. El tobillo le dolía cada vez más.
William obedeció. Avanzó por una calle de casas blancas con jardines cubiertos de flores, y algunos robles y abedules que se levantaban por encima de los tejados. Era una de esas ciudades perfectas, como las que aparecían en los primeros puestos de cualquier lista sobre los lugares más bonitos para vivir.
—Es ahí —indicó Kate, señalando una casa de color amarillo con un porche blanco.
William detuvo el coche frente a la casa y la miró con interés. Después fijó su atención en Kate con una expresión ilegible.
—¿Vives aquí?
—No, yo también vivo en Whitewater, al este. Aquí vive Jill, mi mejor amiga. He pensado que sería mejor lavarme un poco y ponerme ropa seca antes de aparecer por casa. A mi abuela le dará un infarto si me ve así —le explicó bastante cortada. Le costaba fijar la vista en aquellos inquietantes ojos que la estudiaban sin parpadear.
—¿Cómo llego a ese lago? —preguntó William. Soltó el volante y se giró en el asiento hacia ella.
—Esto… si tus amigos viven donde imagino, debes… tendrías que… —susurró con la respiración agitada. Nunca nadie la había mirado de aquella forma, y se sintió como un pequeño ratón ante un enorme gato. Un gato que en ese momento sonreía con cierta malicia. Tomó aire y le sostuvo la mirada con aplomo—. Regresa a la calle principal y continúa hacia el norte hasta salir del pueblo. A unos ocho kilómetros, verás un desvío a la derecha, sigue la carretera hasta que encuentres un enorme roble con un agujero en el tronco al lado de un camino. Ese camino lleva a la casa de tus amigos.
Ella se llevó la mano al cuello para apartar el pelo mojado que se le había pegado a la piel. Los ojos de William volaron hasta allí, a las líneas azuladas que se le transparentaban a través de la pálida piel de la garganta, y que palpitaban a simple vista al ritmo de sus latidos. Cerró los ojos un instante, y volvió abrirlos un poco más calmado.
—Te ayudaré a salir —informó con voz apagada.
Bajó del coche y se apresuró a rodearlo para abrirle la puerta. La tomó en brazos con mucho cuidado, dejando que se agarrara a su cuello a pesar de que la sed lo mareaba, y apretó el paso, avanzando por el camino empedrado hasta el porche de la casa. Una vez debajo, se detuvo frente a la puerta sin soltarla.
—Gracias —dijo Kate con las mejillas encendidas.
—De nada —respondió, y esbozó una leve sonrisa al ver cómo ella seguía abrazada a su cuello—. Tendrás que llamar tú, yo… tengo las manos ocupadas.
Kate frunció el ceño. De repente cayó en la cuenta de qué quería decir.
—¡Sí, claro… disculpa! —dijo muerta de vergüenza. Alargó el brazo y golpeó el cristal con los nudillos—. ¿Estás bien? Espero no pesar mucho. Soy delgada, pero en mi familia todos tienen los huesos anchos y fuertes… menos mi madre, ella…
—Tranquila, puedo contigo —dijo William, interrumpiendo el torpe intento de Kate, que cada vez estaba más sofocada.
Clavó los ojos en la puerta y apretó los labios, estaba a punto de echarse a reír y no quería ofenderla. La miró de reojo, hacía mucho tiempo que nadie le arrancaba una sonrisa con tanta facilidad. No solo eso, en los últimos minutos, aquella humana había conseguido que se sintiera cómodo en su compañía, relajado. Su voz y su mirada dulce e inocente tenían un efecto extraño en él. Estuvo tentado de decir algo, cualquier cosa para que volviera a hablar; una parte de él lo deseaba. Pero con la misma rapidez que apareció ese pensamiento, una sombra oscura le hizo adoptar de nuevo su actitud imperturbable y retraída; la otra parte solo pensaba en el sabor de su sangre.
La puerta se abrió y apareció Jill, la mejor amiga de Kate. Una chica con el pelo corto y castaño y las mejillas salpicadas de pecas.
—¿Kate, estás bien? ¿Qué te ha ocurrido? —preguntó alarmada.
—Solo es una torcedura. Estoy bien.
—Pues no pareces estarlo —murmuró recelosa, y se acercó con intención de cogerla.
William dejó a Kate en el suelo. La sujetó por el brazo para asegurarse de que no caería de nuevo, y notó en la palma de la mano el calor de su piel como si fuera un tizón ardiente. Esperó a que Jill le pasara el brazo libre por los hombros para sostenerla, y la soltó, deseoso de romper el contacto.
Jill aguantó el peso de su amiga mientras fijaba su atención en el chico. Lo contempló de arriba abajo sin ningún pudor. Desde su rostro serio y atractivo, pasando por los anchos hombros y unos brazos delgados y musculosos, tanto como el torso que se adivinaba bajo la ropa empapada, hasta unas piernas increíblemente largas.
—Jill, él es William, ha venido a Heaven Falls a visitar a unos amigos —informó Kate.
—Hola —saludó la chica.
William le devolvió el saludo con un gesto.
—Debo marcharme —anunció él con una expresión mortalmente seria, y abandonó el porche a toda prisa sin mirar atrás.
—¡William! —la voz de Kate sonó con tanta fuerza que casi pareció un grito.
Él se detuvo a medio camino y se giró muy despacio.
—Gracias por todo —dijo ella.
—De nada —respondió, e hizo ademán de marcharse.
Kate alzó la mano.
—¡Espera! Deberías entrar a secarte y tomar un café, es lo mínimo que puedo hacer por ti —comentó nerviosa, y su voz sonó más suplicante de lo que pretendía—. Seguro que Jill está de acuerdo, ¿verdad? —preguntó a su amiga, lanzándole una mirada muy significativa.
—¿Qué? Sí, claro… entra por favor —respondió Jill, forzando una gran sonrisa en la que trató de ocultar su asombro—. ¿Qué haces? ¡Podría ser un psicópata! —murmuró entre dientes sin perder la sonrisa.
Kate la pellizcó y siseó para que se callara.
—Gracias, pero quiero llegar cuanto antes a ese lago —respondió William, y continuó andando.
—¿Piensas quedarte algún tiempo? —gritó Kate para hacerse oír sobre el golpeteo de la lluvia.
—Es posible —contestó mientras abría la puerta del coche.
—Entonces… supongo que ya nos veremos.
Él no dijo nada, se limitó a mirarla fijamente con una expresión indescifrable. Hubo un sonoro chirriar de ruedas cuando aceleró y el coche desapareció a gran velocidad calle abajo.
Kate se recostó en el sofá blanco que había junto a la ventana, y dejó que Jill acomodara un cojín bajo su tobillo hinchado. Cerró los ojos un instante, sintiendo sobre su cuerpo la mirada inquisidora de su amiga. Sabía que Jill estaba esperando a que le diera alguna explicación. Más que una explicación, esperaba la versión extendida con subtítulos incluidos y los comentarios de los protagonistas junto con un making off. Pero no podía despegar los labios, antes necesitaba un momento para poder tranquilizarse. No entendía por qué ese chico la había alterado tanto; nunca se había sentido tan intimidada y contrariada por nadie.
Abrió los ojos cuando oyó a Jill al teléfono.
—Hola. ¿Podría hablar con el Dr. Anderson, por favor?… Soy Jill, su hija… Esperaré, gracias. —Le dio la espalda a Kate en cuanto ésta comenzó a hacer aspavientos para que colgara—. Hola papá… No, estoy bien. Se trata de Kate… Se ha caído y tiene el tobillo bastante hinchado… No, no puede apoyarlo, le duele mucho… Está bien… Sí… Sí… Vale. —Colgó sin despedirse.
—No deberías haber llamado a tu padre. Estoy bien —repuso Kate con un mohín enojado.
—Tienes el tobillo como un melón, debe verlo un médico —contestó muy seria.
Salió disparada del salón para volver unos segundos más tarde con una bolsa de hielo y una toalla. Colocó la bolsa sobre el pie, que comenzaba a tener un color morado bastante aparatoso, y rodeó el sofá para sentarse junto a la espalda de su amiga.
—Mi padre enviará a alguien en quince minutos. Así que ya puedes empezar a contarme qué te ha pasado y quién era ese —dijo con voz autoritaria, y comenzó a secarle el pelo.
Kate suspiró.
—Después del instituto fui a tomar unas fotos del viejo granero…
—Pero si tu coche está en el taller —intervino Jill.
—Fui dando un paseo.
—¿De siete kilómetros?
Kate se giró, fulminándola con la mirada.
—¡Lo siento! —se disculpó Jill por la interrupción, y puso un dedo en sus labios, asegurando con el gesto que iba a mantenerlos bien cerrados.
—De regreso a casa comenzó a llover, y resbalé en el barro que había en el arcén —continuó Kate—. Él pasaba por allí en ese momento y me trajo a casa. Va al lago, unos amigos suyos se han instalado en la zona.
—Ya. Pues es muy guapo —le hizo notar Jill.
—Muy guapo —repitió Kate de forma distraída, evocando el rostro del chico mientras le daba vueltas al pañuelo. Había olvidado devolvérselo—. Sí, demasiado guapo.
De repente, Jill soltó un par de risotadas.
—¡No me lo puedo creer, Katherine Lowell acaba de decir que un chico es guapo! —exclamó alzando los brazos al cielo.
—No tiene gracia —replicó Kate, molesta por la mofa.
—Claro que no, hablo en serio. Es la primera vez que te oigo decir que un tío está bueno.
—¡Yo no he dicho eso!
—Pues dilo, ese tal William está para morirse y volver a resucitar. Venga, quiero oírtelo decir. ¡Por favor! —gimoteó.
Kate se sonrojó y no pudo reprimir una sonrisa.
—Vale, está bueno, muy bueno… más que bueno —admitió—. ¿Contenta? Y se acabó el tema. Tengo mis normas: no salgo con chicos, no pienso en ellos y menos de ese modo —repuso enfadada consigo misma—. Tengo cosas más importantes de las que preocuparme.
—El trabajo, la graduación, la universidad, aburrirte… —señaló Jill con un deje de burla.
—Sí, y es en lo único en lo que pensaré —masculló a la defensiva.
—Pues para no pensar en chicos, a este te lo comías con los ojos. Y no solo eso, yo diría que te ha faltado un pelín para suplicarle que no se fuera.
Kate se encogió y el corazón se le disparó mientras enrojecía muerta de vergüenza. Giró la cabeza y le dirigió a su amiga una mirada que esperaba que transmitiera todo su horror.
—No ha sido mi imaginación, ¿verdad? Lo he hecho, cuando le he pedido que entrara en casa.
—La verdad es que… un poquito desesperada sí que parecías —comentó Jill, esbozando una sonrisa que disimuló inmediatamente cuando vio la expresión martirizada de Kate.
—¿Tú crees que se habrá dado cuenta? —preguntó sin poder disimular lo mucho que la turbaba esa cuestión.
—No lo creo, estaba más preocupado por largarse cuanto antes. Un poco más rápido y se hubiera teletransportado —admitió Jill con sinceridad.
Kate se desinfló como un globo ante aquella afirmación. La sinceridad era una de las virtudes que más valoraba de su amiga; sin embargo, en aquel momento, hubiera preferido que adornara algo más lo evidente.
—Habrá pensado que soy algún tipo de acosadora obsesiva. No entiendo qué demonios me ha pasado —dijo exasperada.
—Flechazo, amor a primera vista… creo que es así como se llama la enfermedad que padeces —comentó Jill, tratando de controlar su risa.
Kate ladeó la cabeza, fulminándola con la mirada. Empezaba a molestarle de verdad que Jill hiciera aquellos comentarios sarcásticos. Ella no creía en el amor a primera vista, ni en los flechazos. Dudaba que dos personas pudieran sentirse atraídas con esa intensidad nada más verse. De hecho, le parecía tan inverosímil, que descartaba un libro o una película si en los primeros momentos la pareja de turno se enamoraba inexorablemente. Dos parpadeos, un suspiro, y caían uno en brazos del otro jurándose amor eterno.
—Incluso considerando esa posibilidad, y no digo que sea así, no importa. No creo que vuelva a verle —dijo Kate.
—Puede que se quede por aquí.
—¿Y?
—Pues que estará ciego si no se fija en ti —contestó como si fuera obvio.
—¡Seguro! —murmuró Kate con ironía.
Jill resopló.
—¡Madre mía, Kate! Va siendo hora de que te quieras un poco. Eres preciosa, inteligente y…
—Y por eso tengo a todos los chicos del instituto haciendo cola ante mi puerta —la interrumpió en tono mordaz.
—¿Y qué quieres? Te pasas el día metida entre libros, y el resto del tiempo trabajando en la casa de huéspedes. Y si a eso le sumamos que muchos piensan que tú y yo… Ya sabes… —Hizo un gesto lujurioso.
—¡Ese rumor terminó hace tiempo, nadie se lo tragaba!
—¿Tú crees? No sé… a mí me pareces muy sexy cuando arrugas la nariz y pones esos morritos —comentó Jill a la vez que hacía una mueca con los labios.
Kate lanzó un cojín a su amiga y ambas rompieron a reír a carcajadas. Cuando logró tranquilizarse, se recostó sobre los cojines y se tapó los ojos con el brazo para amortiguar la luz.
Jill se acomodó en el sillón, con los pies colgando por el reposabrazos. Sus labios se curvaron con una pequeña sonrisa, que poco a poco se fue haciendo más ancha, hasta que soltó una gran risotada que hizo que Kate levantara la cabeza, sorprendida.
—¿Y a ti qué te pasa ahora? —preguntó Kate sin ver dónde estaba la gracia.
—Siempre te metes conmigo porque me apasiono demasiado con los chicos. Jill, esas cosas solo pasan en las películas… Jill, conseguirás que te rompan el corazón… Jill, no creo que nadie pueda enamorarse a simple vista —imitó la voz de Kate con una mueca burlona—. ¿Y ahora qué, Doña Flechazo?
Kate resopló, molesta por la mofa, y se cubrió la cara con las manos.
—No ha habido ningún flechazo, ¿vale? Es solo que… —Alzó las manos exasperada—. Me da rabia haberme comportado como una idiota.
—Pero tú no piensas en chicos, por lo que no debería importarte qué piense él de ti. —Ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa pícara—. Porque no te importa, ¿no?
La pregunta era especialmente perturbadora y responder con la verdad podía condenarla a sufrir las mofas de Jill durante mucho tiempo.
—Puede que sí —admitió a regañadientes—. Quizá me sienta un pelín atraída por él, es guapo. O quizá sea ese aire apenado que tiene, no sé, hay algo en él… triste.
Jill lanzó al aire un gruñido de protesta.
—En lo de guapo te doy la razón, es un cañón. Pero… ¿triste? ¿Tú te has fijado bien? —le preguntó escandalizada—. Tiene un Porsche Cayenne de ciento veinticinco mil dólares, y la ropa que lleva cuesta más de trescientos pavos. Yo no diría triste, más bien que nos ignora completamente. Algo que ha quedado muy clarito cuando ha salido corriendo. Kate, ese tipo está a otro nivel, muy por encima del nuestro. ¡Sí, seguro que tener tanta pasta deprime a cualquiera! —masculló. Se levantó de un salto y se dirigió a la ventana, apartó la cortina y permaneció vigilando el exterior.
Kate se quedó pensativa, observando cómo Jill seguía con el dedo el descenso de las gotas de agua sobre el cristal. Era posible que su amiga tuviera razón, tenía que admitir que toda la apariencia de William sugería que nadaba en la abundancia. Y había algo en su actitud, en su forma de hablar, incluso de moverse, que no se parecía en nada a los chicos que ella conocía. William tenía un aura orgullosa, arrogante, a la vez que irritantemente educada que seguro había aprendido en alguno de esos colegios privados de Europa.
De repente lo imaginó vistiendo con calzones y camisas al estilo de Jane Austen. Se frotó las sienes, pensando si se habría golpeado también la cabeza, porque su mente comenzaba a divagar de una forma extraña. Se abrazó los codos para deshacerse del estremecimiento que le recorría el cuerpo con solo pensar en sus manos increíblemente frías sobre ella.
—Seguro que tiene novia. Una de esas modelos con piernas kilométricas y nombre exótico; a juego con todo lo demás —susurró Kate, y ese pensamiento hizo que se sintiera muy incómoda.
—Hummm… me ha parecido percibir un tonito celoso.
—¡Se acabó, cambiemos de tema!
Jill rió por lo bajo. Volvió al sillón, incapaz de estarse quieta.
—Vale. ¿Y a dónde se dirige?
Kate puso los ojos en blanco. ¡Si eso era cambiar de tema!
—Al lago. Por lo que sé, ha venido a visitar a unos amigos que se han mudado hace poco —respondió mientras su rostro se contraía con una mueca de dolor, el tobillo le palpitaba con vida propia.
—¿Y qué amigos son esos?
—Evan Solomon, el chico nuevo.
Jill arqueó las cejas y frunció los labios con un mohín.
—Ya, el musculitos. Bueno, no me sorprende, ese también es un poco rarito.
—A mí me parece simpático.
—Si tú lo dices —comentó Jill sin estar muy convencida. De repente se incorporó—. ¿A qué parte del lago? Puede que tengas a William de vecino.
Kate negó con la cabeza.
—Están en Wolf’s Grove. Creo que son los que han comprado la casa de la señora Weiss. ¿Recuerdas cuando íbamos hasta allí a vender galletas?
Jill asintió y una sonrisa nostálgica se dibujó en su cara.
—Sí, me gustaba esa casa. Pero ninguna puede compararse a la que hay junto a la cascada. Es de ensueño, como un palacio de cristal —comentó en voz baja. Esa construcción la tenía fascinada.
Unos años antes, un arquitecto muy famoso de Los Ángeles había construido la casa para una chica de la que se había enamorado. Durante unas vacaciones, la mujer se había encaprichado del lugar, pero apenas vivieron allí unos meses. Acostumbrada a la ciudad, Whitewater se convirtió en un lugar solitario y asfixiante para ella, y acabó abandonando la casa y también al hombre. Desde entonces, la vivienda estaba en venta.
—Es bonita —comentó Kate.
—¿Bonita? ¿Solo bonita?
—¿Y qué quieres que diga? ¿Qué es la casa de mis sueños? Ya sabes que lo es, mataría por tenerla. —Suspiró y cerró los ojos—. Debe resultar imposible no ser feliz en un lugar como ese.
Una sonrisa se dibujó en sus labios al imaginarse dentro de esa casa, y su mente volvió a divagar entre fantasías. Pensó en William, sentado a la enorme mesa de una cocina espectacular, mientras ella se acomodaba en su regazo con una taza de café. Él le acariciaba la espalda y le sonreía, para después besarla en el cuello con una mirada que la hacía estremecerse.
Abandonó esos pensamientos y su sonrisa boba en el momento en el que se percató de que Jill la estaba mirando con demasiada atención.
—¡No, no quiero saber en qué estabas pensando! —exclamó Jill ruborizada, cuando Kate despegó los labios en lo que parecía un intento por justificarse.