6

El vestíbulo estaba completamente iluminado, y las lámparas de cristales se reflejaban sobre las baldosas de mármol blanco y negro que decoraban el suelo con un exquisito dibujo geométrico. William tomó la mano de Kate y juntos descendieron la escalera. Un joven vestido de negro cruzó el vestíbulo a su encuentro. Se detuvo junto al primer peldaño y los saludó con una sobria reverencia. Inmediatamente las duras líneas de su rostro se suavizaron, esbozando una sonrisa que dejó a la vista un atisbo de las puntas de sus colmillos.

—Me alegro de verte —dijo Cyrus con voz grave, una voz que contrastaba con su rostro aniñado.

—Yo también me alegro de verte —respondió William.

Se abrazaron un instante y con un ligero apretón en los hombros se separaron. Entonces Cyrus posó sus ojos en Kate e inclinó la cabeza.

—Katherine.

—Hola —respondió ella. Le costaba sostener la mirada de aquellos ojos tan claros que parecían un trozo de hielo, pero con una inusitada calidez cuando sonreía.

Cyrus volvió a dirigirse a William.

—Tu padre quiere verte, te espera en su estudio.

—¡Claro, en unos minutos bajaré! —indicó William.

—No le hagas esperar. Es importante. Todo esto del centenario lo ha puesto un poco nervioso.

William asintió y miró a Kate con una disculpa en el rostro.

—Tranquilo, ve. Yo daré un paseo.

—Prefiero que me esperes aquí.

Kate entornó los ojos. Le parecía encantador ese aire posesivo y protector que adoptaba con ella, pero no hasta el extremo de que no pudiera dar un solo paso sin él; era excesivo.

—No te preocupes, William, toda la propiedad está vigilada. No hay lugar más seguro que estos terrenos, hemos aprendido de los errores —señaló Cyrus—. Y tu hermana y Shane se encuentran en el cenador, no estará sola.

William lo miró perplejo y arqueó las cejas.

—Lo has llamado por su nombre, ni bestia, ni chucho… ¿Te estás ablandando, Cyrus?

El rostro del viejo vampiro adoptó una expresión solemne.

—Hemos luchado juntos y nuestra sangre se mezcló en el campo de batalla; merece mi respeto —admitió, y señaló con la mano la puerta que daba entrada al piso subterráneo, recordándole a William que su padre lo esperaba.

—No tardaré —dijo William a Kate.

Descendieron juntos los tramos de escalera que conducían a los pisos inferiores. Enfilaron un amplio pasillo subterráneo, iluminado con tubos fluorescentes en el techo cada pocos pasos.

—Así que… es ella —dijo Cyrus en voz baja.

Conocía a William desde que era un niño y sabía que entre ellos existía suficiente confianza como para hablarle sobre su vida personal.

—Lo es —admitió con un suspiro.

—Lo cierto es que, viendo esa cara de idiota con la que te paseas, yo también creo que lo es.

William soltó una carcajada que resonó entre las paredes.

—¡Vamos, Cyrus, no creo que vayas a desintegrarte por decirlo!

El vampiro rubio le lanzó una rápida mirada por encima del hombro y sus labios se curvaron con una sonrisa.

—Me alegro por ti, amigo. Y me gusta, me gusta a pesar de que es humana —convino, moviendo la cabeza de un lado a otro con resignación.

Se detuvieron frente a una enorme puerta de acero y Cyrus marcó un código en un teclado que había a su derecha, en la pared. Se oyó un sonido metálico y las puertas se abrieron.

Entraron en un amplio vestíbulo, con un hermoso suelo de color rojo. Rodeado de columnas de mármol blanco, talladas con la forma de cuerpos femeninos vestidos con togas de estilo romano, tan livianas que se podía adivinar sin problema las formas del cuerpo bajo ellas. A través del umbral que formaban las columnas se abrían tres pasillos. Tomaron el que tenían frente a ellos y avanzaron por él hasta una habitación con puertas de cristal. Allí encontraron a otros vampiros vestidos de forma idéntica a la de Cyrus, todos ellos armados. Los Guerreros se levantaron de golpe al ver a William y con una inclinación marcial lo saludaron. William les correspondió con una sonrisa y su atención se centró en los monitores que ocupaban todo el ancho de una de las paredes. Miró en derredor, y estudió con atención el material que se distribuía por la sala.

—Todo este equipo es nuevo —señaló William, asintiendo satisfecho.

—No hay nada mejor respecto a seguridad, ni siquiera se ha comercializado aún. Desde el ataque al laboratorio, nos hemos vuelto un poco paranoicos —le explicó Cyrus apoyando las manos en las caderas.

—Nunca es demasiado —dijo William, mirando con atención uno de los monitores. Kate paseaba por el vestíbulo de arriba, con las manos entrelazadas en la espalda—. Aunque…

—¿Qué? —preguntó Cyrus.

—Nada —respondió meneando la cabeza. Las dudas continuaban asaltándolo con una gran intensidad.

Abandonó la sala de seguridad dejando allí a Cyrus, y continuó por el pasillo. Giró a la derecha y un corredor mucho más amplio y ostentoso apareció ante él. Se detuvo frente a una puerta de caoba con picaportes dorados y llamó con los nudillos.

Aileen salió a recibirlo. Lo besó en la mejilla, entreteniéndose en el gesto.

—Pasa, tu padre te espera. Yo tengo que ir a ver a Harriet, quiero darle algunas instrucciones para el baile. Nos veremos más tarde, ¿de acuerdo?

William asintió y le devolvió el beso. Se quedó inmóvil mirando como ella se alejaba, delicada y etérea, como si sus pies no tocaran el suelo y flotara en el aire.

Entró en el estudio de su padre, una amplia estancia repleta de librerías de nogal atestadas de primeras ediciones. Algunas tan antiguas, que las conservaba en cajas de cristal perfectamente herméticas por el miedo a que los ejemplares pudieran desintegrarse con solo tocarlos. Retratos de toda la familia colgaban de las paredes, junto a obras de Monet, Pissarro y Renoir.

Sebastian se encontraba en el centro de la habitación. Sentado a en un impresionante escritorio de madera tallado a mano, flanqueado por dos sofás de cuero negro y una mesita de largas patas torneadas junto a cada uno de ellos. Se levantó apartando la litografía que examinaba y con paso rápido rodeó la mesa.

—Gracias por venir. Adelante —dijo con una mano en la espalda de William, invitándolo a que se sentara. Se acercó a una de las vitrinas y tomó dos copas de cristal. Las colocó sobre la mesa, volvió para coger una botella de un armario climatizado contiguo y sirvió parte del contenido en las copas.

—¿Qué mirabas? —preguntó William.

—Una litografía inédita de Matisse, la encontré hace poco. La examinaba antes de enviarla a Suiza. La galería ya tiene comprador. ¿Cómo ha ido todo? ¿Has tenido algún problema? —preguntó a William mientras le entregaba una de las copas.

William la alzó un poco y miró la sangre templada que contenía; dio un sorbo.

—No, ningún problema. Se cerrará parte del aeropuerto a partir de las ocho y todos los coches estarán allí a las nueve. Duncan se encargará de recibirlos. Por la mañana, Beth traerá sangre suficiente como para alimentar a un centenar de vampiros sedientos durante un mes. Así que espero que la sed no sea un problema —apuntó en tono amenazante, y dio otro trago.

—¿Te preocupa Katherine? Nadie le pondrá un dedo encima, no en esta casa, lo sabes —dijo Sebastian al percibir un atisbo de enojo en la voz de su hijo.

—¿También hablas por Misha y Hared? Esos dos nunca se relacionan con humanos, y tú y yo sabemos por qué.

—Desde que se les concedió el perdón, siempre han cumplido las leyes.

—Sí, porque huyen de los humanos como de la luz del sol, ¿pero qué ocurrirá cuando estén entre estas paredes con ella?

—Desmembraré con mis propias manos a cualquiera que se acerque a ella. Pero no creo que lleguemos a esos extremos. Katherine es ahora un miembro de esta familia y nos encargaremos de que todos lo sepan, para que no haya dudas sobre lo que pasará si sufre algún daño. He hecho la vista gorda en circunstancias especiales y ellos lo saben, pero seré intransigente en este caso. Me aseguraré de que lo entiendan —dijo Sebastian con seguridad.

—Espero que así sea, porque mataré a quien se atreva a tocarla sin importarme las consecuencias.

Sebastian miró a William con un profundo amor. Se había resignado a verlo vagar por el mundo convertido en un fantasma triste y solitario, que se mantenía vivo solo por el odio y la rabia que anidaban en su interior. Alimentado por la amargura y la sed de venganza. Pero ese fantasma había desaparecido y su hijo había vuelto más vivo que nunca. Sus labios se curvaron y una suave risa surgió de ellos.

—Créeme, dudo que alguno de ellos sea tan imprudente como para provocar tu ira —comentó orgulloso. Y volvió a llenar las copas.

William miró a su padre con el ceño fruncido e inmediatamente su rostro se suavizó.

—¡Dios, ni yo mismo me soporto! Pero creo que… que es normal que me preocupe tanto por ella, aunque a veces sé que la asfixio un poco con mi inquietud.

—Solo actúas como un hombre enamorado que cuida con celo a su prometida.

William apuró de un trago su copa y se puso en pie, se aproximó al escritorio y la dejó muy despacio.

—Lo cierto es que aún no le he hecho una propuesta —reconoció con timidez.

—Pero piensas hacérsela, es evidente.

—¡Por supuesto! Convertirla en mi esposa es lo que más deseo. Puede que peque de conservador, pero para mí es importante.

—¿Entonces, a qué esperas? Ya no hay ningún lazo que te lo impida —le hizo notar Sebastian. La muerte de Amelia había liberado por completo a su hijo de cualquier compromiso.

—Si por mí fuera, me casaría con ella esta misma noche, pero creo que debo darle un tiempo para que esté segura de que quiere pasar el resto de su vida conmigo. Acaba de conocerme y es muy joven.

—Entiendo.

William se llevó las manos al rostro y lo masajeó con fuerza.

—¡Padre, la amo tanto que me volveré loco si la pierdo! Pero no dejo de ser consciente de las diferencias que nos separan, y aunque para mí sean insignificantes, puede que para ella acaben siendo insalvables. Debe estar segura de lo que quiere.

—Tienes razón. Qué es el amor sino sacrificio y sufrimiento, pero merece la pena, y hablo por propia experiencia. —Suspiró—. Y hablando de experiencias. Ahora que estamos solos, quiero que seas sincero conmigo, William. Quiero saber cómo llevas todo lo que te está pasando.

—Lo llevo bien. —Hizo una breve pausa y sus labios se curvaron con una triste sonrisa—. Cuando no pienso en ello.

—¿Y si piensas en ello?

William cerró los ojos un momento.

—Unas veces es genial, maravilloso. Me siento increíblemente fuerte, rebosante de energía, sería capaz de reducir una montaña a escombros si me lo propusiera. Mover objetos… —Posó sus ojos sobre una butaca que había en una esquina. La butaca se movió, cruzando la estancia con rapidez hasta la esquina contraria— es solo una nimiedad comparado con lo que siento que puedo llegar a hacer. Y la impaciencia por descubrir esas nuevas cosas me corroe. Otras veces, simplemente me deprimo y no dejo de preguntarme por qué yo. Pero lo peor es que me doy miedo a mí mismo.

Sebastian lanzó una rápida mirada a la butaca que acababa de moverse; si se sentía desconcertado o impresionado, su rostro no lo reflejó.

—¿Cuándo empezó?

—Al llegar a Heaven Falls, al conocer a Kate. Todo en mí se intensificó, sobre todo mis instintos. Me ha costado tanto protegerla —se lamentó.

—¿Protegerla?

—De mí. Si supieras las cosas que se me pasan por la cabeza.

Sebastian se dio cuenta inmediatamente de que era mejor cambiar de tema. El sentimiento de culpabilidad que tenía William por desear la sangre de Kate era muy intenso, y le causaba un gran sufrimiento.

—Creo que es a ti a quien hay que proteger de ella —dijo Sebastian. Se sentó en el sofá con las piernas cruzadas y los brazos estirados sobre el respaldo—. Pronto empezará a organizar tus cosas, creerá que esto está mejor aquí, que lo otro allí, «no me gusta esa camisa, ponte esta otra». Acabará tus frases y cuando por fin sepas dónde está cada cosa, volverá a cambiarlo todo de sitio porque lo que ahora se lleva es el feng shui. Y aún peor, quitará tus discos de Duke Ellington para poner su colección de grandes éxitos de los setenta y ochenta. ¡Odio la música disco! —Frunció el ceño con un gesto exasperado. William soltó una carcajada y comenzó a mover la cabeza de un lado a otro—. Y eso solo los primeros meses. Imagínate cómo será cuando llevéis cuarenta años juntos. Y, a pesar de todo, te darás cuenta de que cada día que pasa la amas más y más.

—¿Hablas de Kate o de mi madre? —preguntó William con malicia.

Ambos empezaron a reír con ganas.

Sebastián se acomodó descruzando las piernas para estirarlas, e intentó sacudirse de encima la sensación de inquietud que lo acompañaba todo el día. Las nuevas noticias habían hecho que el instinto de proteger a su hijo prendiera en su pecho como una hoguera.

—No dejo de pensar en ese ser —dijo en voz baja, y le dio un sorbo a su copa. Con un gesto indicó a su hijo que se sentara y William obedeció ocupando el otro sofá, frente a él—. ¿Estás completamente seguro de que es un vampiro, de que es como tú?

—No tengo ninguna duda.

—Pero eso de que desapareciera sin más, no es un poder de vampiro.

—Tampoco las cosas que he empezado a hacer yo, aunque mis habilidades parecen trucos baratos de ilusionista si los comparas con desvanecerte en el aire. Lo tenía agarrado por el cuello, era imposible que se soltara, y de repente se evaporó, se desvaneció. Es más, creo que en ningún momento controlé la situación. Se dejó coger porque en realidad quería hablar conmigo, contarme esas cosas. Insistía en que mi única alternativa era darle mi sangre a ese tipo misterioso.

—¿Ya no crees que Amelia y Andrew Preiss fueran los artífices de ese plan?

—Tengo mis dudas. Hay tantas piezas que no encajan. Como lo del robo. ¿Para qué entraron aquí? Si dentro de esa caja no había nada. Si el suero es un imposible, ¿para qué esa pantomima?

—Puede que ese chico te haya mentido en todo, que nada sea cierto. Quizá sí tengan un suero, o puede que el robo fuera una maniobra de distracción para mantenernos ocupados y que no descubriéramos su auténtico juego.

—Cuantas más preguntas me hago, menos sentido tiene todo —dijo William con un atisbo de desesperación.

Sebastian dejó caer la cabeza hacia atrás y se quedó mirando el techo. Cerró los ojos y unas profundas arrugas marcaron su frente, fue como si de pronto el cansancio de muchos siglos de vida cayeran de golpe sobre él.

—No, no tiene sentido… o puede que sí lo tenga, no sé. —Alzó la cabeza y miró a William con atención—. Cyrus me contó algo, algo que me inquieta desde entonces.

—¿Qué?

—Es sobre esos poderes que estás desarrollando, quizá no sean solo unos trucos baratos. La noche que te enfrentaste al ejército de Amelia, Cyrus dice que te transformaste, que de tu cuerpo emanaba un poder extraño y que tú solo acabaste con la mayoría de esos renegados. Asegura que en todos sus siglos de vida nunca ha visto nada parecido. Tu fuerza, tu rapidez. Cyrus me confesó que por primera vez en mucho tiempo, rezó para que distinguieras a los amigos de los enemigos, porque desataste el infierno en aquel campo… —Guardó silencio y miró a William con atención. La expresión de su rostro parecía una caricatura, con los ojos abiertos como platos—. No recuerdas nada de eso, ¿verdad?

William negó con la cabeza.

—No sé de qué estás hablando —dijo muy despacio, y se llevó las manos a la cara—. ¿Qué pasa conmigo? ¿Qué soy? —preguntó con angustia.

Sebastian se acercó a su hijo y se sentó junto a él, puso una mano en su hombro y le dio un ligero apretón.

—No pasa nada. Eres William, el hijo de tu madre y el hijo de mi corazón. No hay nada malo en ti, no lo dudes nunca.

—Pero esas cosas que hago…

—Gracias a esos poderes salvaste a muchos. A tu hermana, a Daniel y a sus hijos, a todos esos humanos que habitan Heaven Falls. Tu interior es hermoso.

—¿Cuándo es hermoso? Cuando mi ira me hace desear arrancarle la cabeza a todo el que se me pone por delante o cuando me bebería hasta la última gota de sangre de la mujer que amo o cuando fantaseo con cosas que no serías incapaz de imaginar. ¿Cuándo, padre?

Sebastian suspiró y se hundió en el sofá.

—No eres el único que tiene esos pensamientos. Esa es la maldición de nuestra especie, pero nuestro dolor y nuestro sufrimiento nos hacen dignos. No nos sometemos a un destino insultante que otros han escrito por nosotros, sino que somos dueños de nuestro destino y, si somos pacientes, obtendremos nuestra recompensa.

—Yo he sucumbido.

—Y yo, hijo mío, pero para eso existe el arrepentimiento, y para el arrepentimiento el perdón. Voy a darte un consejo como padre, William: lo importante no es lo que eres, sino cómo eres, así que no cuestiones tu naturaleza y acéptala sin más. Ahí arriba hay una chica preciosa que te ama, yo en tu lugar no perdería el tiempo cuestionando preguntas que aún no tienen respuesta.

Apoyó una mano en la espalda de su hijo.

—Y ahora voy a darte un consejo como tu señor —dijo muy serio. William ladeó la cabeza para mirarlo a los ojos—. Este tema solo incumbe a la familia, no queremos convertirte en el objetivo de un grupo de fanáticos, ¿verdad?

—¿Te refieres a otro grupo de fanáticos, o a los mismos que ya me persiguen por mi sangre milagrosa? —preguntó con sarcasmo y una simpática sonrisa apareció en su cara. Su padre tenía razón, tenía que aprender a relajarse. Por primera vez en ciento cincuenta años era feliz, y sobre todo afortunado, porque la vida no solía prodigarse con segundas oportunidades—. En serio, no tienes de qué preocuparte. Ya sabes cuáles son mis intenciones.

—Sí, y aunque me gustaría que te quedaras con nosotros, he de admitir que tengo curiosidad por ver cómo te las arreglas para procurarle esa vida normal a Katherine, mientras te conviertes en el señor de los vampiros del nuevo continente.

—¡No voy a convertirme en el señor de nadie! —exclamó rotundo—. Solo intentaré que, a partir de ahora, las cosas les sean un poco más fáciles.

—Lo que tú digas —señaló Sebastian, dejando escapar una suave risa. Se puso en pie y rodeó el escritorio—. Echaba de menos hablar así contigo —dijo a la vez que cogía una americana del respaldo de su sillón y se la ponía con una elegancia innata.

—Yo también. Pero tú no me has llamado solo para hablar sobre mis propósitos con Kate, ni sobre mis nuevas habilidades.

—Tienes razón. —Puso una mano en su hombro e hizo un gesto hacia la puerta con la otra—. Acompáñame.

Subieron al vestíbulo. Continuaron hasta el primer piso y giraron a la izquierda, hacia el ala oeste de la mansión. Recorrieron varios pasillos hasta llegar al torreón. Allí, el Guerrero que custodiaba la puerta se apresuro a abrirla en cuanto les vio aparecer. Ascendieron por una oscura escalera de piedra. Sebastian sostuvo la puerta en la que terminaban aquellos peldaños y William traspasó el umbral cada vez más nervioso, consciente de adónde se dirigían. Enfilaron un nuevo corredor de paredes pintadas con oscuros dibujos. Escenas de una sangrienta guerra entre vampiros y licántropos que tuvo lugar muchos siglos antes.

—No entiendo por qué sigues manteniendo esto —dijo William sin disimular lo repulsivas que le resultaban aquellas imágenes.

—No quiero olvidar. Contemplar esta barbarie me ayuda a no rendirme y a no dejarme arrastrar por esos sentimientos ególatras que dominaban a nuestros antepasados. —Se paró frente a una pintura que representaba a un vampiro sosteniendo una brillante lanza con la que ensartaba el cuerpo de un licántropo. Y añadió—: Los antiguos vampiros nunca fueron superiores, solo creían serlo, y esa idea casi acaba con nuestro linaje.

Sebastian lanzó una mirada al techo y apretó los dientes. Nubes oscuras iluminadas por rayos decoraban esa parte. Semiocultos entre ellas, unos fieros rostros observaban la batalla, condenando a través de sus ojos plateados lo que ocurría sobre una tierra anegada de sangre. Bajó la mirada y continuó andando.

Penetraron en una sala estrecha y alargada. Sebastian encendió un candelabro de cinco brazos y la luz llenó de sombras danzantes toda la estancia, la única sin electricidad de la mansión. William recorrió con la vista el lugar donde se reunía el consejo, una réplica exacta a la que durante siglos se usó en Roma hasta que se firmó el pacto. A ambos lados, en hilera y con el respaldo apoyado contra la pared, se distribuían banquetas cruzadas con el asiento de cuero. Todas iguales. Excepto cuatro tronos de madera, tan sencillos que hubieran pasado por sillas.

—¿Por qué me has traído aquí? —preguntó William mirando a su padre a los ojos.

Sebastian cruzó la sala con paso rápido, rodeó los tronos y se detuvo frente a la pared. Empujó con la mano y la piedra cedió. Cruzó el umbral que acababa de abrirse y William lo siguió sin mediar palabra. Entraron en otra sala, esta mucho más pequeña, completamente vacía a excepción de un cofre negro de madera situado en un sobrio altar.

Sebastian lo abrió con lentitud y tomó de su interior un viejo y amarillento pergamino. Se lo entregó a su hijo.

William cogió el pergamino con un cosquilleo en los dedos, consciente de lo importante que era. Sus ojos recorrieron los trazos de tinta y se detuvieron en las últimas líneas. Las leyó en silencio.

… ambas razas se someterán a las mismas leyes. Nunca más se dañará a un humano, no se les dará a conocer nuestra naturaleza hasta que su mundo esté preparado para ello. Nos adaptaremos a sus costumbres y viviremos bajo sus normas.

Ambos linajes tendrán poder para impartir justicia. Considerando proscrito y condenando a muerte, a todo aquél, vampiro o licántropo, que no cumpla con estos preceptos. Sin que ello se convierta en una violación de este tratado.

Victor Solomon, señor de los licántropos, y Sebastian Crain, rey y señor de los vampiros, bajo los ojos de Dios comparecen para firmar con su sangre este pacto. Sangre que jamás volverá a ser derramada, sangre que pondrá fin a esta guerra.

Que la oscuridad consuma al que falte a su palabra.

Roma, año 1009.

Al pie del pergamino, los nombres de Sebastian y Victor estaban escritos con sangre.

—Robert y tú me contasteis esta historia un millón de veces cuando era niño. Entonces pensaba que no era más que un cuento para asustarme —dijo William, devolviéndole el pergamino—. ¿Qué hacemos aquí?

Sebastian cerró el cofre y miró fijamente a William.

—Y lo era, era un cuento. La verdad es muy distinta —susurró.

William frunció el ceño sin entender. Abrió la boca para decir algo, pero finalmente guardó silencio. Conocía a su padre, y estaba seguro de que quería revelarle algo importante.

Sebastian comenzó su relato.

—Cuando los licántropos aparecieron en el mundo, los vampiros tuvimos miedo por primera vez. Aquellas criaturas que podían cambiar a voluntad su forma humana por la de un lobo de gran fiereza y fuerza eran una amenaza, o eso creíamos nosotros. Les dimos caza y los sometimos, condenándolos a siglos de esclavitud. Durante ese tiempo de tiranía vino al mundo Victor Solomon. Él nunca aceptó la servidumbre y, en cuanto alcanzó la edad adulta, dirigió una rebelión con la que logró liberar a su clan. Se desató un odio contenido durante mucho tiempo y la guerra estalló. Nos masacrábamos unos a otros y las bajas en los dos bandos eran numerosas. Ese frenesí mortal casi acabó con ambos linajes, y cuando todos parecíamos condenados a la destrucción…

—Tu padre murió y tú le sucediste cambiando el destino de todos. Era un sanguinario y tuviste que matarle, para demostrar que eras más fuerte y así conseguir que los vampiros te obedecieran y te aceptaran como rey. ¡Conozco la historia de memoria! —intervino William. No deseaba escuchar de nuevo aquel relato, ni tampoco entendía por qué Sebastian volvía a narrarlo.

—Te equivocas, yo nunca maté a mi padre. Él se sacrificó por mí, por su sueño.

William se quedó mudo por la sorpresa, sus ojos abiertos como platos no pestañeaban.

—En aquella época —continuó Sebastian—, Alexander Crain era el señor de los vampiros por derecho de nacimiento, como primogénito de su padre y como descendiente de Lilith. Una noche, un grupo de licántropos consiguió entrar en el castillo y mató a mi madre. Alexander enloqueció y los persiguió cegado por el deseo de venganza.

»Los encontró ocultos en una choza, no muy lejos de aquí, pero no fue capaz de matarlos porque allí solo encontró a un par de niñas y a tres muchachos que apenas pasaban de los quince. Alexander había asesinado a sus padres unos meses antes, y los muchachos habían ido en busca de venganza, al igual que él estaba haciendo en ese instante. Mirando aquellos rostros asustados se dio cuenta de que aquella guerra sin sentido debía acabar. Dejó que se marcharan, y desde ese momento todo cambió para él. Empezó a percibir el mundo con otros ojos y consiguió que yo también lo hiciera.

William respiró hondo y preguntó.

—¿Te refieres a los humanos?

—Sí, ellos también eran padres, hijos, tenían familias que sufrían por nuestra culpa. Pero había un problema, los tres hermanos de mi padre no estaban de acuerdo con sus nuevas ideas. Jamás permitirían el cambio, lo matarían antes de ceder a sus pretensiones. Así que ideó un plan. —Sus ojos relucían como rubíes a la luz de las velas—. Logró convencerlos de que Victor Solomon se encontraba cerca. Preparó una incursión y los guió hasta una aldea abandonada. Yo los acompañaba. Cuando llegamos allí, los mató a los tres sin dudar, a sabiendas de que la estirpe de Lilith casi desaparecería.

»Me explicó que aquella era la única forma. Que ahora un nuevo futuro estaba en mis manos, y que debía dar una muestra de mi poder al clan vampiro para que me aceptaran como su nuevo rey y accedieran al cambio. ¡Y qué mejor muestra que acabar yo solo con los cuatro vampiros más poderosos del mundo! Me negué en rotundo. Amaba a mi padre y estaba dispuesto a entregarme al amanecer antes de hacerle daño. Él lo sabía y me lo puso fácil —su voz se apagó hasta convertirse en un susurro. Los recuerdos continuaban siendo dolorosos—. Se decapitó a sí mismo. El resto de la historia es la misma que ya conoces.

William apoyó la espalda contra la pared y se dejó caer hasta sentarse en el suelo.

—¿Por qué me lo cuentas ahora? —preguntó.

Sebastian se sentó a su lado y apoyó la mano en su rodilla.

—Necesitas saberlo. Créeme, lo necesitas —aseguró al ver la expresión de William—. Nunca dudes de la familia, hijo mío. Incluso cuando todo te sugiera que no debes hacerlo, confía en la familia. Lo que te acabo de revelar es la prueba de ello.