5

William cruzó el vestíbulo como un rayo, subió las escaleras y avanzó por el pasillo. Subió el segundo tramo de escaleras y se detuvo frente a la puerta; todo en una décima de segundo. Giró el picaporte y entró sin llamar. Kate estaba delante del armario sosteniendo una percha en cada mano, de las que colgaban sendos vestidos, intentando decidir cuál de ellos ponerse. Envuelta en una toalla blanca y con el pelo mojado sobre los hombros, era una visión hermosa.

No dijo nada, la sonrisa en sus labios lo decía todo. Cerró la puerta de un empujón y avanzó con paso felino hacia ella. La abrazó y la hizo girar en el aire. Sin soltarla la empujó contra la pared y dejó que su cuerpo resbalara contra el suyo. Se apoderó de su boca, aplastándola con su peso. Sus labios presionaron con fuerza los de ella, con vehemencia, como si quisiera fundirla con él. Poco a poco se tornaron más suaves y, con un suspiro, enterró el rostro en su cuello.

—¡Cómo te he añorado! —susurró con los labios sobre su piel.

Kate se estremeció al sentir su aliento frío. Cerró los ojos y lo abrazó. Todo desapareció de golpe, los muebles, las paredes, el mundo. Solo existía él, el contacto de su piel, su olor; los deseos y las emociones que despertaba dentro de ella. Y entonces lo supo, supo que nada la detendría. Haría cualquier cosa por estar con él para siempre.

—Yo también te he echado de menos —murmuró casi sin aliento.

William se separó unos centímetros y acarició su cuello con el pulgar.

—Quise venir antes, pero surgieron problemas.

Frunció el ceño. De repente fue consciente de la desnudez de Kate bajo aquella toalla minúscula y se alejó un poco turbado. Recogió los vestidos del suelo y los dejó sobre la cama.

—¿Qué clase de problemas? —preguntó ella.

William apoyó la espalda contra la columna de madera del dosel y enfundó las manos en los bolsillos de su pantalón.

—No son exactamente problemas, más bien algo con lo que no contaba. Dentro de unos días habrá un baile…

—¿Un baile? —inquirió Kate sin estar convencida de si eso era una buena noticia.

William asintió.

—Olvidé que este año se cumple otro centenario de la firma del pacto. Mi padre y los miembros del consejo se reúnen para celebrarlo. Aunque, más que una celebración, es la excusa que tiene Sebastian para recordarles que deben seguir respetando las leyes. —Hizo una pausa y su expresión se transformó con un atisbo de enojo antes de añadir—: Y que es él quien gobierna y no ellos.

Kate frunció el ceño, pensativa.

—¿Por qué?

—Porque muchos de los miembros del consejo acaban manejando sus territorios con atribuciones que no les corresponden. Olvidando que ellos son súbditos y no señores. Solo existe un señor de los vampiros, y ese es Sebastian. Él y sus leyes nos mantienen a salvo de un mundo dominado por los instintos.

Kate lo miró impresionada. El rostro del vampiro apenas aparentaba los veinte años, pero sus ademanes y su forma de expresarse demostraban que provenía de una época muy lejana a la suya; en más de un sentido.

—Quieres decir que tu padre sería como el presidente y esos vampiros su gabinete de gobierno.

William sonrió por la comparación.

—Algo parecido. Sebastian es el rey y ellos los nobles que le ayudan a cuidar de su pueblo. Aconsejan y opinan, pero la última palabra es la de Sebastian.

—¡Una monarquía absolutista! ¡Sí, muy democrático! —observó Kate de forma sarcástica.

Él se irguió y la señaló con el dedo sin dejar de sonreír.

—Agradece su totalitarismo, porque eso os mantiene a los humanos a salvo de convertiros en el plato estrella de un buffet para vampiros —dijo arqueando las cejas con gesto condescendiente—. Ya sea por miedo o porque comparten sus ideas o por simple empatía hacia los humanos, el consejo respeta y obedece a mi padre y, con él, todos los vampiros.

—No todos —susurró Kate. Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar en los renegados y se abrazó los codos.

William bajó la vista.

—Es cierto, los proscritos son un problema, pero lo acabaremos solucionando. No son tantos como imaginas, y gracias a los Guerreros cada vez son menos. Así que no te preocupes por ellos —dijo esbozando una sonrisa tranquilizadora.

Kate le devolvió la sonrisa e intentó pensar en otra cosa.

—¿Y por qué motivos suele reunirse ese consejo? —preguntó. Sentía mucha curiosidad por el mundo de William.

—¡Por todos! —respondió con un atisbo de exasperación—. Traiciones, escarmientos, rencillas, dinero… A veces para pedir la bendición de Sebastian a la hora de convertir a un humano. Muchos vampiros piensan que solicitarla frente a todo el consejo…

Kate se enderezó de golpe.

—¡Espera un momento! ¿Podéis convertir a un humano? ¿Con esa bendi… lo que sea? ¿Qué es, como si pidierais permiso? —preguntó Kate sin dejar que acabara la explicación.

Millones de mariposas se agitaron en su estómago y su corazón empezó a latir violentamente. Convertirse en vampiro con el tiempo, era algo que estaba considerando seriamente. Más que considerar, ya era una decisión inamovible, y la única forma que se le ocurría para conseguirlo y no comprometer a William, era ir en busca de uno de esos renegados y pedirle que la mordiera. A pesar de que sabía que era el mayor disparate que se le había pasado por la cabeza.

Pero si había entendido bien a William, y estaba segura de que sí, ya no era necesario que se convirtiera en el tentempié de ningún vampiro psicópata, dispuesto a desangrarla hasta dejarla seca.

Era increíble cómo su angustia se había transformado en esperanza en un segundo. William pediría esa bendición a Sebastian y este no podría negársela. Y entonces él la convertiría en vampira, en un ser inmortal, y podrían estar juntos para siempre. Y esa idea ya no le perecía tan terrorífica y atroz.

—La noche que… cuando me hablaste de lo que hiciste —añadió ella—, creí entender que ese pacto que tenéis os compromete a no transformar a ningún mortal. Que si lo hacéis el castigo sería… la muerte.

William guardó silencio, y miró a Kate un tanto incómodo por su repentino y efusivo interés en la conversión de humanos.

—Y así es, el castigo es la muerte. Pero a lo largo de nuestra historia ha habido casos en los que, por unos motivos u otros, ciertos humanos han querido convertirse en vampiros. El pacto obliga a que esa decisión se tome en consideración y sin peligro, si se plantea de la forma adecuada ante los únicos con poder para decidir.

—Tu padre y Daniel —señaló Kate muy interesada.

William asintió.

—Y sus herederos. Robert, Marie, Carter, yo… en circunstancias especiales podríamos… Ya me entiendes —dijo sin más.

—¿Y cómo se hace? ¿Có… cómo se pide esa bendición?

—¿Para qué quieres saberlo? —preguntó William en tono suspicaz y de pronto pareció rígido, retraído.

—Por curiosidad, nada más.

William dudó un momento, pero al final respondió.

—Hay unas palabras formales, aunque han caído en desuso. Ya te he dicho que solicitar la bendición no es muy común y cuando algo no se utiliza suele caer en el olvido. —Kate le hizo un gesto de apremio para que no divagara—. Se pide la bendición y si se concede, cosa que no suele ocurrir la mayoría de las veces —enfatizó sus palabras para asegurarse de que las entendía—, el vampiro que la solicita puede transformar al humano. Pero no es de eso de lo que estamos hablando, sino de que los miembros del consejo vendrán aquí junto con sus familias, y asistirán al baile. ¡Y no sabes cuánto lo siento! Si lo hubiera sabido… —se disculpó con un sentimiento sincero de malestar.

—¿Qué es lo que sientes? —preguntó preocupada.

William se sentó en la cama con los brazos descansando pesadamente sobre las piernas. Ladeó la cabeza y la miró esbozando una triste sonrisa.

—Exponerte de esta forma a ellos. La alta sociedad vampírica se reunirá aquí en pocas noches, con todo lo que eso conlleva. Serás el centro de todas las miradas y las conversaciones girarán en torno a ti. Incluso habrá quien cuestione y critique tu presencia. Muchos creen ciegamente en la supremacía de la raza y, aunque respetan la vida humana, lo hacen como el vegetariano que respeta la de los animales, pero para el que nunca dejan de ser animales.

Kate agarró con fuerza la toalla a la altura de su escote y se sentó en el diván algo temblorosa.

—Pero no debes preocuparte —añadió él con una sonrisa—. Tu sitio está conmigo y mi familia apoya mi elección. Nosotros jamás hemos compartido esas ideas, y nada ni nadie puede influir en eso.

Kate intentó relajarse, al tiempo que trataba de convencerse de que no importaba. No importaba que aquel castillo se llenara de vampiros, ni que ella se convirtiera en el centro de todas las miradas, porque esos seres eran su futuro. Tarde o temprano sería uno de ellos.

—No te preocupes —le dijo al chico—. Este es tu mundo y esos vampiros son parte de él. Si quiero estar contigo yo también debo formar parte, tendré que ganarme su aceptación. ¡Seguro que acaban adorándome! —exclamó con toda la calma que pudo aparentar, y un atisbo de ironía con el que pretendía convertir sus palabras en una broma.

William se puso en pie, y en un visto y no visto estaba arrodillado a los pies de la chica.

—¡Eres maravillosa! —dijo mientras le tomaba el rostro entre las manos y la besaba—. Pero no quiero esta clase de vida para ti. Volveremos a Heaven Falls y allí tendrás una vida normal. Tendremos una vida normal, ¿de acuerdo?

Ella asintió una sola vez y bajó la vista.

William salió de la habitación para que Kate pudiera vestirse, y entró en el baño. Se deshizo de su ropa y se metió en la ducha. Apoyó las manos en la pared e inclinó la cabeza hacia abajo, mientras el agua caliente resbalaba por su espalda. Giró el cuello y contempló la puerta, al otro lado se encontraba su única razón de vivir. Hasta que ella no entró en su vida, el significado de palabras como amor, felicidad, sacrificio… se reducía a eso, a un simple significado, a una definición. Algo que creía haber conocido antes, cuando contemplaba otros ojos; pero que ahora sabía que nunca fue así. Ya fuera por su juventud, por la inexperiencia, por lo ciego que puede ser el amor, nunca había amado de verdad. No hasta enamorarse de Kate.

La amaba por encima de todo y también la deseaba. Verla envuelta en aquella toalla, con la piel mojada, había encendido de nuevo la llama. Deseaba estar con ella, y necesitarla de aquella forma tan desesperada le preocupaba. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había estado con alguien…

Se pasó la mano por el pelo, estirándolo hacia atrás para apartarlo de los ojos. Suspiró tratando de aflojar el nudo de su estómago. Sabía que antes o después ese momento llegaría, la tensión entre ellos flotaba sobre sus cabezas imposible de ignorar. Él quería que para ella fuera especial, hermoso, y el miedo a no ser el adecuado le hacía sentirse inseguro.

Salió del baño envuelto en una densa nube de vapor y se dirigió a su habitación. Durante un segundo pensó que se había equivocado de lugar. Lo encontró todo limpio y ordenado, las ventanas estaban abiertas y cada rincón olía a las fragancias del jardín.

Observó la librería y comprobó con agrado que los libros ocupaban su sitio como si él mismo los hubiera colocado. Tomó un antiguo ejemplar de Mucho ruido y pocas nueces, y acercó el libro a su nariz. Cada centímetro de piel de la encuadernación olía a ella, quién sino Kate habría adivinado su extraño sentido del orden. Dejó el libro junto a la cama con la intención de releerlo en los próximos días. Abrió el armario, sacó unos tejanos y una camiseta y se vistió.

Acababa de anochecer y el encierro de los vampiros había terminado. Al menos hasta el alba, cuando de nuevo volverían a su prisión dorada para protegerse de la luz mortal del sol.

Regresó a la habitación de Kate y la encontró sentada en la cama, abrochándose unas sandalias.

—¿Estás lista? Las puertas de los pisos inferiores están a punto de abrirse.

—Un segundo, solo un segundo —respondió Kate, peleándose con la hebilla.

—Deja que te ayude.

William se arrodilló a sus pies y con gentileza tomó su tobillo. Lo alzó hasta apoyar el pie sobre su muslo y abrochó la hebilla.

—Puedo hacerlo yo —replicó ella con el ceño fruncido.

—Lo sé, pero quiero ayudarte.

Kate se mordió el labio completamente ruborizada, sin darse cuenta apretaba el borde del colchón con tanta fuerza que los dedos se le empezaron a dormir. Nunca nadie le había puesto los zapatos, no desde que aprendió a atarse los cordones con cinco años. Y desde luego, no imaginaba que un gesto tan simple pudiera hacer que su corazón latiera desbocado.

William terminó de abrocharle la segunda sandalia y levantó la vista para mirarla. Sonrió ladeando la cabeza y le guiñó un ojo. Ella tuvo que contener el impulso de lanzarse sobre él, tumbarlo en el suelo y besarlo con la misma necesidad con la que necesitaba el aire para respirar. Algo que casi se convirtió en un reto imposible cuando William posó las manos en la curva de su cintura y se inclinó hacia delante para rozarle el hombro con los labios.