Kate se estiró, desperezándose entre las sábanas con un largo bostezo. Lentamente abrió sus ojos somnolientos y se los restregó con los nudillos hasta que solo pudo ver puntos blancos. Un olor dulce colmó su olfato. Giró la cabeza hacia la almohada y allí estaba, su preciosa rosa roja, y también una nota escrita con una bonita y elegante caligrafía. Una sonrisa se dibujó en sus labios, que acabó transformándose en una expresión de sorpresa cuando vio toda la cama cubierta por decenas de aquellas flores. Tomó la nota y la leyó con atención:
Debo reunirme con Duncan Campbell en Birmingham, volveré pronto. Si quieres salir fuera de los terrenos de la mansión, pídele a Shane que te acompañe, aunque preferiría que esperases a mi regreso. Si necesitas algo o tienes cualquier duda sobre la casa, Harriet estará encantada de ayudarte.
Ya te echo de menos. Te quiero.
William
—¿Harriet? ¿Quién será Harriet?
Se deslizó fuera de la cama y paseó por la habitación, releyendo la nota una y otra vez. Soltó una maldición cuando golpeó por segunda vez su maleta con el pie descalzo. Deshizo el equipaje, algo que solo le llevó unos minutos, y entró al baño para asearse un poco.
Minutos después salió al pasillo y fue hasta la habitación de Shane que estaba… tres puertas más allá, no, estaba justo al final del pasillo, a la derecha o… era la izquierda. Sonrió divertida, aquel castillo era tan grande que iba a necesitar un plano para no perderse. Golpeó la puerta con los nudillos y al no recibir respuesta pegó la oreja a la madera. No se oía nada. Entró despacio, para que tuviera tiempo de oírla.
—¡Shane! —La cama estaba revuelta, pero vacía, y del baño salía una densa nube de vaho—. ¡Shane! —lo llamó de nuevo, asomando con pudor la cabeza al baño.
El licántropo no estaba y a Kate no le quedó mas remedio que resignarse a pasar sola lo que quedaba de mañana.
Descendió hasta el vestíbulo. Todo estaba desierto y en silencio, a excepción del sonido de sus propios pasos y el tictac de un reloj de péndulo. Sus ojos volaron sin darse cuenta a las puertas que había bajo la escalera. Dos hojas de madera exquisitamente decoradas, que daban paso a unos peldaños que descendían hasta un piso subterráneo donde se encontraban los aposentos de los vampiros.
Con una extraña sensación en el estómago miró el suelo que había bajo sus pies. Entre toneladas de tierra, había sido construida otra vivienda, un bunker de lujo de cientos de metros con amplias estancias. Un lugar donde los vampiros que habitaban la casa se protegían de la luz mortal del sol y de cualquier peligro que pudiera traerles el día. Aguardando al crepúsculo, cuando de nuevo el castillo cobraba vida.
Pensó en curiosear un rato por la planta baja, en ver con más atención aquellos enormes salones repletos de cuadros y esculturas, con frescos en el techo y lámparas de araña. Entró en lo que parecía un comedor. Lo dedujo sin problemas, porque había una mesa tan grande que perfectamente podía dar cabida a más de cuarenta personas. Contempló los aparadores que exhibían ostentosas vajillas, cuberterías y bandejas de plata. Cada una de las piezas tenía grabada una C con enrevesadas florituras: Crain, el apellido de la familia.
Un delicioso olor a café flotó en el ambiente y el estómago de Kate se agitó con una queja. Había una puerta entreabierta al fondo del comedor y se dirigió a ella. Entró a un amplio pasillo, avanzó por él y poco a poco el olor del café se hizo más intenso.
Empujó con suavidad el cristal de una segunda puerta y entró a una hermosa cocina, grande y luminosa.
Una mujer batía algo en un cuenco y se giró con rapidez al percatarse de su presencia. Tenía el pelo completamente blanco, recogido en un moño sobre la nuca. Era alta, delgada, con una nariz recta y elegante, y una sonrisa tan agradable que le cayó bien enseguida.
—¡Hola, ya me preguntaba cuándo aparecerías por aquí! —exclamó la mujer. Se acercó a Kate y la besó en la mejilla—. Soy Harriet, el ama de llaves.
—Yo soy…
Harriet hizo un gesto vago con la mano, sin dejar de sonreír.
—Sé quién eres. William pasó por aquí esta mañana y no hizo otra cosa que hablar de ti. ¿Tienes hambre? —preguntó mientras apartaba una silla, invitándola a que se sentara.
Kate notó que el rubor coloreaba sus mejillas y asintió. Se sentó a la mesa y, con las manos en el regazo, observó cómo Harriet colocaba unos platos repletos de comida ante ella.
—¿Café? —consultó la mujer sujetando una cafetera en la mano.
—Sí, por favor.
Al cabo de media hora, las dos conversaban como si fueran amigas de toda la vida.
—¿Y cómo supo que los Crain eran… vampiros? —preguntó Kate con timidez, mientras ayudaba a Harriet a colocar las rosas de William en unos floreros. Habían subido juntas a las habitaciones para abrir las ventanas.
La mujer sonrió.
—Lo he sabido desde siempre. Nací en esta casa al igual que mi madre y mi abuela. Mi familia lleva siglos cuidando de ellos y espero que siga haciéndolo otros tantos; son muy buenos con nosotros.
—Entonces, ¿siempre ha vivido aquí, en el castillo?
—No, querida. Henry, que es mi esposo, y yo, vivimos en la casita que hay junto a la arboleda —respondió mientras empezaba a cortar los tallos del último ramillete—. Es más cómodo para todos. Mi marido y yo disfrutamos de nuestra intimidad, y los Crain de la suya. —Hizo una pausa y levantó los ojos de su tarea para mirar a Kate—. Y también más seguro, al fin y al cabo, ellos son vampiros.
Kate abrió los ojos como platos y un estremecimiento le recorrió el cuerpo.
—¡Oh, no me malinterpretes! —añadió Harriet—. Ninguno de ellos nos haría daño jamás, pero eso no significa que les resulte fácil mantenernos a salvo. Así que de vez en cuando la distancia ayuda. —Puso la última rosa en el jarrón de cristal. Acercó la nariz para oler su fragancia y suspiró con una sonrisa de resignación—. ¡Diez docenas! ¡Si sigue así, dejará el jardín como un prado de hierba!
Kate enrojeció por el comentario y bajó la mirada.
—¿Qué te parece si ponemos un par de estos en el dormitorio de William? Le vendrían bien a esa cueva —sugirió Harriet, guiñándole un ojo.
Abrieron las ventanas y limpiaron el polvo; y mientras Harriet cambiaba las toallas del baño, Kate se entretuvo colocando los libros del escritorio en los huecos de la estantería. Tardó unos minutos en comprender su organización. Estaban ordenados por género y, dentro de este, por año y por autor. En unos pocos minutos el escritorio estaba despejado. Guardó unas carpetas repletas de documentos en uno de los cajones y alineó unos marcos con fotografías. Una era de William con Marie. No estaba segura, pero parecía que se encontraban en la plaza de San Marcos en Venecia, en pleno carnaval. En otra, Aileen posaba sonriente con un precioso vestido de noche y una tiara de diamantes sobre su pelo trenzado. Su mano reposaba sobre la de William, guapísimo con un elegante esmoquin. En la tercera y última fotografía, William aparecía junto a la fuente de la entrada con una niña muy pequeña en brazos. A su lado una mujer joven sonreía sin apartar los ojos de la niña. Kate reconoció a Harriet en aquella mujer.
—¡Vaya, pensé que esa foto se había perdido! —dijo Harriet—. Cómo pasa el tiempo. —Suspiró con un atisbo de nostalgia en su voz.
—Creí que había dicho que tenía un hijo, no una hija.
—¿Cómo? —Harriet tomó la fotografía en sus manos y la miró con detenimiento, y enseguida se percató de la confusión de Kate.
—Esa no soy yo, querida. Me has confundido con mi madre. Esta fotografía se tomó el día de mi bautizo, y William fue mi padrino —aclaró la mujer, devolviendo la foto al escritorio.
—¿Su padrino?
—Sí, soy la ahijada de William, y él siempre ha estado ahí, conmigo: el día de mi compromiso, de mi boda…
Kate sintió como sus piernas empezaban a temblar, sus manos sudaban y una presión en el pecho amenazaba con cortarle la respiración. Sabía que William era un vampiro, que era inmortal y que nunca envejecería; que su aspecto siempre sería el de un adolescente. Y, a pesar de saber todo eso, se dio cuenta de que no era consciente de lo que esa realidad significaba, de lo que significaba para ella. Miró a Harriet con su pelo blanco y su piel arrugada, y de nuevo la fotografía, donde no era más que un bebé en los brazos de William. Entonces centró toda su atención en él. Habían pasado setenta y cinco años, pero su rostro no había envejecido ni lo haría jamás.
De pronto las paredes la asfixiaban.
—Creo que iré… a dar un paseo. Me gustaría… me gustaría ver los jardines —indicó Kate, tratando de disimular el torbellino de emociones que se había desatado en su mente.
—Sí, adelante, estás en tu casa —dijo Harriet, y miró a la joven con la sensación de que algo había cambiado en su ánimo—. ¿Kate, estás bien?
—Sí —respondió forzando una sonrisa, y abandonó la habitación a paso ligero.
Descendió las escaleras a trompicones. Cruzó el vestíbulo corriendo y abrió las puertas de un tirón. El airé azotó su rostro y tomó una bocanada con el apremio de alguien que está a punto de ahogarse. Empezó a caminar sin saber muy bien adónde se dirigía, cruzó los jardines y dejó atrás el lago. Al cabo de un largo rato, ascendió una empinada colina y se dio de bruces con una pequeña abadía de la que apenas quedaba nada en pie. La rodeó y un cementerio apareció bajo la sombra de unos olmos. Se acercó muy despacio, casi con miedo. Se paseó entre las lápidas con el corazón resonando como un tambor dentro del pecho. En cada una de aquellas lápidas había un nombre que conocía y, recordando lo que William le había contado, supo que allí no reposaba nadie, solo tierra.
Parpadeó varias veces, intentando disipar las lágrimas que se arremolinaban bajo sus ojos. No pudo, se derramaron por sus mejillas, calientes y saladas. En aquel trozo de piedra esculpido a sus pies, rezaba un nombre: William Crain, 1903-1933. En otra, el nombre se repetía, pero las fechas eran distintas, 1945-1970. Lentamente se acercó a la estatua de un querubín de pequeñas alas: William Russell Crain, 1838-1857. Esas tumbas estaban vacías y siempre lo estarían, y no era capaz de asumirlo con naturalidad.
No podía seguir mirando aquello. Dio media vuelta y se alejó con paso rápido, limpiando las lágrimas de su rostro con el dorso de la mano. Sus pensamientos la aplastaban bajo el peso de la verdad que contenían. William nunca moriría, ni siquiera envejecería, siempre sería joven, fuerte y hermoso. En cambio ella… en octubre cumpliría diecinueve años, después vendrían los veinte, los treinta, los cuarenta, los ochenta. Si es que conseguía llegar a los ochenta, porque podría enfermar o tener un accidente y, entonces, ella sí que yacería bajo dos metros de tierra.
El dolor que sentía en el pecho no la dejaba respirar. Dejar a William, aunque fuera dentro de muchos años, era algo que no podría soportar. Pero ¿y si era él el que la dejaba? Cuando su piel ya no fuera suave, ni lisa, ni su cuerpo firme y atractivo; y su larga melena se convirtiera en una maraña de pelo, rala y blanca. No, él no la dejaría, estaba segura de eso. Jamás la dejaría porque sus principios no se lo permitirían. Pero también estaba segura de que eso tampoco podría soportarlo, mantenerlo a su lado por un sentimiento de pena era peor que separarse de él.
Llegó hasta un enorme y frondoso roble que se alzaba solo en medio de un prado. No sabía cuánto tiempo llevaba andando, pero debía de ser mucho porque los músculos de sus piernas le dolían. Apoyó la espalda en el tronco y lentamente se dejó caer, hasta sentarse entre las raíces nudosas que sobresalían de la tierra. Y se desmoronó entre sollozos rápidos, fuertes e incontrolables.
Sintió que unas manos grandes y fuertes aferraban sus antebrazos.
—¡Kate! ¿Estás bien?
Kate abrió los párpados y se encontró con los ojos de Shane fijos en su cara. Parecía agitado.
—Llevo una hora buscándote, me tenías preocupado. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
—Sí —respondió pasándose una mano por la mejilla, aún la tenía húmeda por el llanto.
—¿Por qué estás llorando? —preguntó tirando de ella hasta ponerla en pie. No la soltó y buscó su mirada que estaba clavada en el suelo—. ¡Kate!
Ella lo miró a la vez que sacudía la cabeza, sintiéndose tan deprimida que los sollozos comenzaron otra vez.
—Puedes contarme lo que sea. Admito que las palabras no son lo mío, pero sé escuchar —dijo él, limpiando con el pulgar una lágrima que resbalaba por su barbilla.
Kate volvió a negar.
—Dime cómo puedo ayudarte —murmuró Shane en tono suplicante.
—Abrázame, solo abrázame —respondió ella entre hipidos.
Shane la atrajo hacia su pecho y la abrazó con una mano sobre su espalda y la otra en su pelo, y la mantuvo así, con paciencia, dejando que se desahogara. Poco a poco sintió que el cuerpo de la humana se relajaba entre sus brazos y como los sollozos se transformaban en un suspiro final. La apartó con cariño para poder ver su cara.
—¿Mejor?
Ella asintió esbozando una leve sonrisa.
—Entonces volvamos. William me llamó hace un buen rato, mientras te buscaba, y ya debe de estar de camino.
—¿Le has dicho algo? —preguntó alarmada.
—Oh, sí, le he dicho que habías desaparecido y que no lograba encontrarte por ninguna parte. ¡Pues claro que no le he dicho nada! Aún soy joven para morir —replicó en broma.
Kate dejó escapar una risita.
—Gracias por no decírselo, se preocuparía y…
—No tienes que darme explicaciones si no quieres —replicó Shane—. Te han pasado muchas cosas en poco tiempo. Si para nosotros es difícil, no quiero imaginar cómo será para ti.
—¡Vaya! Creía que lo tuyo no eran las palabras —comentó Kate, empujándolo ligeramente con el hombro.
Shane la miró con el ceño fruncido, pero inmediatamente una sonrisa iluminó su rostro.
—Guárdame el secreto, ¿vale? Tengo una reputación de cerdo insensible que mantener.
Kate asintió y continuaron caminando en silencio. Cada pocos metros, Shane se giraba para dedicarle una sonrisa y viniendo de él, con su carácter introvertido, eran demasiadas atenciones por su parte para una sola tarde. Así que Kate estaba convencida de que lo hacía para asegurarse de que se encontraba bien, y le devolvía la sonrisa para tranquilizarlo. Pero cuando él dejaba de mirarla, su rostro se oscurecía y la desesperación se apoderaba de ella.
Al cabo de unos minutos, una idea empezó a tomar forma en su mente. Una idea tan atractiva como terrorífica. De repente fue consciente de que solo tenía una forma de estar con William para siempre, pero conseguirla era una auténtica locura.
—Shane, ¿puedo hacerte una pregunta? —preguntó tratando de parecer despreocupada.
Él se detuvo y la miró con atención.
—¿Qué serías capaz de hacer por alguien a quien amas? Y no me refiero a la familia —añadió.
Shane la contempló en silencio unos segundos. Aquella pregunta alertó a su instinto, le dio mala espina.
—Nunca he amado a nadie de esa forma.
—¡Por favor, Shane, es evidente lo que sientes por Marie! Y, por cierto, ella siente lo mismo por ti.
Shane dio un paso hacia atrás y cada uno de sus músculos se tensó.
—¿Ella te ha dicho que… siente algo por mí?
Kate asintió.
—¡Vaya, esto es… no sé qué decir! ¡Dios, pero si me he comportado… pensará que soy un idiota! —Se masajeó la mandíbula con nerviosismo.
—No empieces a agobiarte. Todo lo que haces le resulta encantador. Incluso cuando te pones borde le pareces mono.
Shane empezó a sonreír para sus adentros. Estaba deseando que llegara el crepúsculo para poder hablar con Marie.
—No has contestado a mi pregunta —insistió Kate.
La expresión de Shane se endureció cuando volvió a mirarla.
—¿Qué tienes en la cabeza?
—¿Qué serías capaz de hacer por estar con ella, Shane? —repitió ella.
—Supongo que… ¡No sé, Kate, ni siquiera sé por qué me estás preguntando esto! —exclamó. Le dio la espalda mientras se pasaba una mano por pelo, sintiéndose incómodo. Volvió a girarse y, con las manos en las caderas, la miró fijamente—. Cualquier cosa, haría cualquier cosa —respondió al fin—. Y ahora dime a qué viene esa pregunta.
Ella sacudió la cabeza.
—No lo entenderías —contestó, y empezó a caminar de nuevo.