39

William volvió a frotarse el esternón. De pronto tuvo la extraña sensación de que no podía respirar, algo absurdo después de llevar más de un siglo sin necesitar el aire.

—¿Estás bien? —le preguntó Shane.

—Sí, debe de ser este maldito tatuaje, cuando Gabriel anda cerca me arde.

—¿Está por aquí? —miró a través de la ventanilla y recorrió con la mirada el aparcamiento del instituto.

William cerró los ojos y escuchó.

—No le percibo —susurró desconcertado—. Da igual, tardaré un segundo. —Cruzó una mirada significativa con Shane y sonrió. En cuanto tuviera el cáliz en las manos, todo terminaría.

Se desmaterializó dentro del coche y volvió a tomar forma dentro de la sala de trofeos del instituto. Reconoció la vitrina de la fotografía y corrió hacia ella. Se quedó petrificado frente al cristal, con los puños apretados y temblorosos mientras la presión se acumulaba dentro de él haciendo estragos. No estaba, el cáliz no estaba allí, una marca circular limpia de polvo era todo el rastro que quedaba del objeto.

Contempló su reflejo en el cristal y unos fieros ojos plateados con motas azules le devolvieron la mirada. No tenía ninguna duda de quién tenía el cáliz y cuál sería su siguiente paso, así que, ¿por qué no ponérselo fácil? Adrien no tendría que ir a buscarlo, porque sería él el que iría a su encuentro, con una daga en cada mano.

Se le doblaron las rodillas y tuvo que apoyarse en el mueble con una mueca de dolor. Algo no iba bien y no tenía que ver con su enojo por haber perdido el cáliz. Tragó saliva y le supo amarga, a bilis. Volvió a masajearse el pecho, en círculos, tratando de aliviar aquella sensación de miedo. Se desmaterializó y apareció junto al coche, tuvo que apoyar las manos en el capó para no desplomarse. Shane se bajó del Porsche a toda prisa.

—¿Qué ha ocurrido, dónde está el cáliz? —preguntó.

—Adrien ha sido más hábil y rápido —respondió con otra mueca de dolor.

—¡Mierda! —masculló dando una patada a una lata en el suelo. Entonces se percató de lo mal que estaba William, tenía la palidez y el rictus de un enfermo—. Tranquilo, no dejaremos que se salga con la suya —dijo poniendo una mano en su hombro—. Ese tío no sabe con quién se la está jugando.

—Lo sé, puede darse por muerto —suspiró de forma entrecortada—. No es eso lo que me tiene así. Algo no va bien, Shane.

—¿A qué te refieres?

—Es un presentimiento, estoy aterrado y no sé por qué.

—¿Te había ocurrido antes?

—No —respondió con la mano en el pecho—. Tengo que hablar con Kate.

Sacó el móvil de su bolsillo y marcó. Esperó diez tonos y colgó. Volvió a marcar y una voz que no era la de ella contestó al otro lado.

—¿Emma? ¿Dónde está Kate?

—No lo sé, la dejé en el invernadero, pero hace un rato fui a buscarla y ya no estaba allí. La verdad es que me ha extrañado bastante.

—¿Y no la has buscado?

—Pensé que os habríais escondido un rato —dijo con tono azorado—. Iré a buscarla. ¿Crees que está bien?

—Sí, seguro que anda por ahí. En cuanto la veas, dile que me llame —respondió con toda la calma que pudo. Colgó, fue hasta el maletero y cogió un par de dagas, se las guardó a espalda, bajo la camiseta. Miró a Shane un instante—. No me gusta esta sensación.

Condujo de nuevo hasta la casa de los Stanford. Desmaterializarse hubiera sido más rápido, pero estaba teniendo serias dificultades para concentrarse. Aún no conseguía hacerlo de forma espontánea, sino que tenía que abstraerse por completo y pensar únicamente en el salto. En ese momento ni siquiera era capaz de rastrearla, no podía sentirla en ninguna parte. Comenzó a desesperarse y aquel presentimiento no hacía más que aumentar. Entró en el invernadero, el único olor era el de las flores y apenas un recuerdo diluido del perfume de Kate. Se llevó las manos a la cara y se masajeó la mandíbula con fuerza.

—Vamos, Kate, dime dónde estás, dame una señal, solo necesito una señal —susurró, cada vez más convencido de que algo le había pasado, y el miedo a esa certeza era tan insoportable que creyó que iba a volverse loco—. Soy un maldito ángel. Está dentro de mí, solo necesito liberarlo —dijo para sí mismo, recordando las palabras de Gabriel.

Cerró los ojos, deseando sentir el intenso dolor que le taladraba la cabeza cuando se ponía en marcha el mecanismo de sus poderes. Abrió los ojos de golpe y se evaporó en el aire con un crujido que se asemejaba al impacto de un rayo en la tierra.

Gritó su nombre en cuanto sus pies se posaron sobre el manto de acículas secas de un pino. Empezó a correr, el gemido había surgido de algún lugar al este. Cruzó de un salto la profunda garganta y continuó corriendo. No se detuvo cuando llegó al precipicio, sino que aceleró el ritmo y se lanzó al vacío con la temeridad de un suicida. Sus pies se hundieron un palmo en la tierra al aterrizar. Cada vez percibía a Kate con más claridad. El latido de su corazón retumbaba dentro de su pecho como si fuera su propio latido, pero era muy débil y demasiado lento.

La vio a lo lejos, caminando con esfuerzo por un estrecho sendero, apoyándose en los árboles para no desplomarse.

—¡Kate! —gritó con voz ronca, resonando como un trueno en cada rincón de aquella montaña.

Ella levantó la vista y estiró el brazo hacia él, el movimiento la desequilibró y cayó. William consiguió cogerla antes de que tocara el suelo. De rodillas, la abrazó con fuerza, acunándola. Kate empezó a gemir contra su pecho.

—Tranquila estoy aquí, estoy aquí —susurró desesperado.

Estaba tan fría. La apartó ligeramente para verle el rostro, y el alma se le partió en dos al reparar en la herida de su cuello y en la sangre que le empapaba la ropa. Con manos temblorosas apartó los mechones de pelo que se habían pegado a la herida. Apretó los párpados y un sollozo escapó de su garganta. La habían mordido, la marca de su cuello era el mordisco de un vampiro.

—Todo irá bien, aguanta —le dijo besándola en la frente. Se enfriaba con demasiada rapidez. Su respiración se debilitaba y también su corazón. Ya no podía hacer nada por ella, estaba infectada y no había vuelta atrás. Dejó los lamentos a un lado y comenzó a rezar para que sobreviviera a la transformación. No podía perderla, no iba a perderla.

Kate comenzó a convulsionarse, la transformación iba muy deprisa.

—Por favor, aguanta. No me dejes, quédate conmigo.

Se levantó con ella en brazos. La sujetó con todo el cuidado del que fue capaz. Ella apoyó la cabeza en su hombro, la balanceaba como si le pesara mucho y no conseguía mantener los ojos abiertos. La besó en la frente y se desmaterializó.

Le flaquearon las fuerzas y tuvo que aparecerse a unos dos kilómetros de la casa. Caminó con cuidado, porque ella parecía quejarse cada vez que su cuerpo oscilaba. Kate abrió los ojos un instante y lo miró, sus ojos reflejaban dolor. Empezó a toser como si se ahogara y se llevó una mano a la herida, después intentó enfocar la mano sobre su cara y gimió al ver sus dedos manchados de sangre.

—Ni se te ocurra dejarme, ¿me oyes? O me iré contigo —le suplicó William apretándola contra su pecho.

Kate comenzó a gritar y William se dio cuenta de que era por el sol, tenía la piel cada vez más roja y sobre el hombro empezaba a intuirse una llaga. Divisó la casa y corrió con toda su alma. Abrió la puerta con la mente y la cruzó a la velocidad del rayo sin detenerse hasta llegar al sótano. El único lugar de la casa sin ventanas.

William se desplomó en el suelo sin dejar de apretarla contra su pecho. Meciéndola como a un bebé, repitiendo su nombre sin parar. Ella volvió a gritar con los ojos abiertos como platos, empezó a retorcerse, emitiendo gemidos y ruidos extraños. William supo que sus pulmones se habían detenido, se estaba ahogando. Después se le paró el corazón y sus gritos aumentaron entre temblores y espasmos. La abrazó con desesperación, llorando como un niño lanzó una mirada suplicante hacia arriba y rogó en silencio soportar aquella agonía por ella. Pero nadie acudió, nadie le escuchó. La rabia lo sacudió con violetas oleadas.

—Aguanta, dejará de doler, te lo prometo —le susurró apretando su mejilla contra la de ella.

William apoyó la espalda contra la pared, exhausto. Kate por fin había dejado de gritar, de retorcerse. Se había quedado quieta, un cuerpo flácido, frío y… muerto entre sus brazos. Le puso una mano sobre el pecho, sobre su corazón. Parpadeó para contener las lágrimas, jamás volvería a oírlo palpitar. Ni tampoco su suave respiración al dormir. Ni sentiría el calor de su piel desnuda sobre él.

La movió para acomodarla sobre su regazo y sus brazos inertes se desplomaron a ambos lados del cuerpo. La miró con atención y después con miedo. No había ningún signo de vida en ella, ¿y si estaba muerta en todos los sentidos? ¿Y si no había superado la transformación? No podía saberlo. Volvió a mecerla tal y como había hecho durante horas, susurrándole lo mucho que la quería. Entonces todos sus sentidos reaccionaron ante una nueva presencia, por un momento temió que algún vampiro se hubiera colado en la casa. No tardó en darse cuenta de que era ella la presencia que percibía. No se sentía amenazado, sino irremediablemente atraído. Un nuevo olor llenó la habitación y el cuerpo de Kate se estremeció.

La contempló durante un rato, mientras su miedo se iba transformando en rabia. Un instinto asesino pulsó en su pecho, sabía sin lugar a dudas quién era el responsable e iba a matarlo con sus propias manos. La acomodó sobre el edredón con el que la había estado arropando y volvió arriba.

Se detuvo al pie de la escalera y contempló el salón. Todos estaban allí y sus rostros preocupados le devolvieron la mirada, parecían los tristes invitados a un trágico funeral. Marie se levantó del sofá, impresionada por el aspecto demacrado de su hermano, parecía un fantasma.

Él esbozó una leve sonrisa para tranquilizarla, que desapareció con la misma rapidez con la que había aparecido. Cruzó la sala rodeado de un aura gélida, se detuvo junto a Robert, tan cerca que sus cuerpos se tocaban. Se inclinó sobre su oído.

—Ha sido él. Encontradlo y traédmelo… vivo.

Kate regresó de golpe a su cuerpo. Abrió la boca para respirar pero no sirvió de nada, sus pulmones no funcionaban, se expandían pero no procesaban el aire. «No puedo respirar», pensó aterrada. No sabía dónde estaba, ni recordaba nada de nada, solo sentía un miedo profundo.

—William —su nombre fue el único recuerdo que reconoció en su mente.

—Estoy aquí —dijo él acariciándole la mejilla.

El dolor llegó rápido y fuerte, agónico. Se dobló y rodó por el suelo. Notó unos brazos que la recogían y la abrazaban. Abrió los ojos, su visión era turbia, no podía ver más que sombras. Se arqueó, le ardía todo el cuerpo, sentía la garganta completamente seca y le dolía la encía superior.

Se hizo un ovillo abrazándose el estómago. Solo sentía dolor y estaba tan débil que no podía concentrase en nada que no fuera esa sensación agónica que le recorría las venas. De repente, una angustia mayor que el tormento que sufría su cuerpo brotó de su pecho. ¿Dónde estaba William? ¿Por qué no iba a ayudarla? ¿Por qué no paraba aquello?

Volvió a abrir los ojos mientras un violento temblor estremecía su cuerpo. Comenzó a recordar. Adrien, el bosque, William llevándola a casa y… la forma atroz en la que su cuerpo había muerto mientras sentía cómo ocurría. Empezó a temblar de manera incontrolable, y por más que apretaba los dientes estos no dejaban de castañetear.

—Tranquila, tranquila —le susurró una dulce voz.

Parpadeó para aclarar su visión y se obligó a concentrarse en lo que tenía alrededor. Estaba en el sótano, en el suelo, entre unas piernas que reconoció enseguida. Ladeó la cabeza y miró hacia arriba. William la tenía apretada contra su pecho mientras deslizaba los dedos por su larga melena, tratando de tranquilizarla. Sus miradas se encontraron y él le sonrió con tanto amor que el corazón le dio un vuelco. Vaciló un momento, no, su corazón no se había movido, ni se había acelerado hasta palpitar desbocado resonando en cada rincón de su pecho como un tambor. No latía.

—¿Soy un vampiro? ¿Lo soy? —preguntó con voz rota.

Él asintió poniendo una mano sobre su cara y le acarició la mejilla con el pulgar.

—Sí, lo eres.

Kate empezó a llorar, pero por dentro, porque sus ojos estaban completamente secos. Quiso morirse, morir de verdad. Enterró el rostro en el pecho de William y apretó los puños con un gemido.

—¿Cuándo terminaré de transformarme? Quiero que me deje de doler.

—Kate, la transformación terminó hace horas. Lo que sientes es otra cosa, necesitas beber.

—¿Beber? ¿Te refieres a…?

—Necesitas sangre. Cuanto antes te alimentes, antes desaparecerá el dolor.

—No, no… no puedo, me duele el estómago.

—Y te dolerá más si no te alimentas —le aseguró. Ella empezó a negar con la cabeza y se tapó los oídos. William la sujetó por las muñecas para que lo escuchara—. Notas la garganta tan seca que crees haber comido arena y sientes fuego bajo la piel, como si miles de diminutas serpientes escamosas la recorrieran. Son tus venas secándose, Kate. Apenas tienes sangre circulando por ellas y tu cuerpo la absorbe muy rápido para recuperarse de la transición. Tienes que beber o no sobrevivirás ni dos días —replicó con toda la desesperación y el amor que sentía.

—Yo no quería esto, no ahora… ni en mucho tiempo —gimoteó.

—Lo sé, pero ya no hay vuelta atrás, no sirve de nada lamentarse. Y no puedes rendirte y dejarme solo. Así que bebe. —Alargó la mano y cogió un termo de metal. Lo destapó con cuidado y empujó a Kate ligeramente en la espalda para incorporarla un poco. Acercó el termo a sus labios.

Kate olió la sangre tibia y dulce, y su estómago se agitó. Sentía el cuerpo tenso, tembloroso, como si fuera sacudido por pequeñas réplicas después de haber sufrido una descarga eléctrica de alto voltaje. El dolor de la encía aumentó, sintió presión en los colmillos y estos se alargaron. Los rozó con la lengua. Algo empezó a despertar dentro de ella, una sensación más animal que humana. Un ligero ronroneo sonó en su pecho.

—Bebe —le ordenó él presionando un poco el metal contra los labios.

Ella le lanzó una mirada inquieta, él asintió animándola. Kate cerró los ojos y tragó, la sangre penetró en su boca con un sabor dulce y salado, tan intenso que era lo único que percibía. Bebió con avidez y a cada trago el dolor iba menguando, hasta que desapareció por completo. Fue reemplazado por una sensación de calor y somnolencia tan agradable que suspiró. Se lamió los labios con ansia.

—Más —le dijo a William con ojos brillantes como ascuas.

Unas horas después Kate no lograba tranquilizarse.

—Necesito salir, no soporto estar aquí encerrada. Este sótano me ahoga —dijo sin dejar de moverse.

William la miró, sentado desde el mismo lugar que había ocupado las últimas cuarenta y ocho horas, de las cuales, cuarenta y cuatro las había pasado abrazándola. Sufriendo con ella cada segundo de su agonía, llorando como un niño cada vez que gritaba y lo llamaba en medio de su tormentosa transformación. Ahora quería olvidar todas esas horas como si nunca hubieran existido, un mal sueño del que había despertado. Lo que no estaba dispuesto a olvidar era el deseo de venganza que ardía en su interior. Adrien iba a pagar por lo que le había hecho a Kate, por condenarla a una vida que ella no deseaba y de la que no estaba seguro si soportaría.

—No puedes salir —dijo con tono condescendiente—. Todavía no ha anochecido y, cuando lo haga, no podrás abandonar la casa.

Kate se detuvo frente a él con los brazos en jarras y una mirada asesina. Él no pudo evitar contemplarla de arriba abajo. Había cambiado, no de forma drástica, más bien sutil. Estaba más hermosa que nunca. Tenía el pelo un palmo más largo, más ondulado, y sus reflejos cobrizos eran mucho más brillantes. Su palidez se había acentuado y ahora su piel parecía puro y hermoso alabastro. Sus ojos eran de un verde imposible, que se transformaban en violetas cuando cambiaba de humor o tenía sed. En las cuatro horas que llevaba como vampira no había dejado de tomar sangre y él la animaba a que bebiera aún más. Si estaba saciada, sería más fácil de controlar y menos peligrosa, estaría más tranquila. Aunque el problema estaba siendo su claustrofobia. Necesitaba el aire libre como un pajarito.

—Yo quiero salir, William. Necesito salir o me volveré loca aquí dentro. —Se frotó las sienes de forma compulsiva.

—Ven, bebe un poco más —dijo él levantando el termo.

Ella miró el bote y sus ojos llamearon mientras la boca se le volvía pastosa.

—No —negó apartando la vista—. No creo que deba beber tanto. Si quiero aprender a controlar la sed, necesito sentirla y resistirme, ¿no?

—Sí, pero es pronto para eso. Y no se trata solo de la sed, hay otras sensaciones que la acompañan que deberás controlar primero. Sensaciones que si estás sedienta te será más difícil manejar.

Kate se arrodilló frente a él y lo miró con sus ojos de gatito abandonado. William enderezó la espalda contra la pared y dobló las rodillas apoyando en ellas los brazos. Fue un movimiento con el que intentó disimular la punzada de amor y deseo que acababa de atravesarle el pecho. Ella se acercó un poco más y le cogió las manos.

—Necesito ver a mi abuela…

William empezó a negar antes de que ella terminara la frase y la sujetó con fuerza de las muñecas, atrayéndola cuando intentó alejarse disgustada.

—Entiendo que quieras verla. Pero no es seguro.

—¿Cómo que no es seguro?

—No es seguro para ella, Kate.

—Yo jamás le haría daño a Alice.

William le tomó el rostro entre las manos.

—Escúchame atentamente. Tienes que confiar en mí. Ahora tu mente se guía solo por puro instinto, y los instintos de un vampiro son los de un depredador, el más peligroso. Cazar, alimentarte, el deseo y el placer de tomar sangre, son instintos primarios e incontrolables. Te dominan sin que te des cuenta y no importa a quién tengas delante, lo único que verás y sentirás será el sonido de su corazón y el olor de su sangre. Sé de lo que estoy hablando —dijo pensando en Marie—. Requiere tiempo controlarlos y nunca consigues ser totalmente inmune a ellos, por lo que también debes saber cuándo retirarte antes de hacer daño a alguien. No querrás correr un riesgo así con Alice, ¿verdad?

Kate guardó silencio, pensando, frunció el ceño y su expresión se tornó triste.

—No —respondió dándose por vencida—. ¿Qué le diremos para que no se preocupe?

—Cree que has contraído la gripe. Marie la ha convencido de que es mejor que te quedes aquí unos días, para no arriesgarnos a que enferme con su sistema inmunitario tan débil. La gripe nos da un par de semanas, después ya veremos.

Kate se dejó caer en sus brazos y escondió el rostro en su cuello. Él le acarició el pelo con ternura y se estremeció cuando ella lo besó en la garganta, un roce suave. Volvió a besarlo, un beso tras otro ascendiendo por su mandíbula hasta su boca. William se sorprendió de su apremio, del anhelo y la agresividad. Sabía que en parte de debía a su nueva naturaleza. Ahora, y durante un tiempo, su ánimo iba a oscilar continuamente de un extremo a otro.

Le tomó el rostro y la miró a los ojos, dos rubíes fríos y brillantes que lo tentaban. No le importaba si era humana o vampira, el efecto que tenía sobre él era el mismo. Bastaba un beso o una caricia para que se derritiera.

—¿Y hay algún otro instinto primario del que deba preocuparme? —preguntó ella sobre sus labios en tono seductor.

—No, creo que este en particular podré manejarlo —respondió besándola con apremio.