La chica de la Polaroid terminó de guardar sus cosas en la parte trasera de la furgoneta, y con gesto cansado se apoyó contra las puertas. Reprimiendo un bostezo, se soltó el pelo y lo agitó con los dedos hasta que cayó desgreñado sobre los hombros. Sacó de sus pantalones negros de cuero una pitillera lacada en rojo y cogió un cigarrillo.
La primera calada le supo a gloria y la segunda le dio hambre. Se moría por una taza de café y un bocadillo, pero decidió esperar hasta que Salma terminara de recoger. Desde el incidente con aquella pareja, estaba bastante rara.
—¡Deja de mirarme así! —le espetó Salma. Agachada en el suelo, intentaba doblar sin arrugas la lona de su carpa.
—¿Cómo?
—Como si estuviera loca.
—¿Y no lo estás?
Salma la fulminó con la mirada.
—No —respondió.
—Pues hace un rato…
—¿Sabes? Deberías ir a cenar algo a la cafetería de la entrada. Ese chico que trabaja en la caseta de tiro ha decidido dar el primer el paso, te está esperando. Ah, y por si te interesa, acabaréis dándoos el lote en su caravana.
—¡Lo dices para que te deje en paz! —replicó frunciendo el ceño.
—Es posible, pero también puede que sea verdad. Llevas semanas intentando ligar con ese friki. ¿Vas a perder la oportunidad si estoy en lo cierto?
La chica miró fijamente a Salma unos instantes. Entonces la apuntó con el dedo a modo de amenaza, porque si todo aquello era una patraña, más tarde iban a tener unas palabras. Subió a la furgoneta y se marchó.
Salma continuó doblando la lona, una tarea que parecía imposible porque las manos no dejaban de temblarle. El Lamia había aparecido, pero no de la forma en la que lo había visto en su cabeza, ni siquiera se parecía. Pero la chica era la misma, los mismos ojos, el mismo cabello. Y había más detalles que no encajaban, el Lamia había acudido a protegerla y no a hacerle daño. Sí, esos dos estaban juntos y, probablemente, ella no sabía que salía con un muerto. Frunció los labios con una mueca de asco, era una abominación que esos monstruos tomaran humanas. Se escondían tras rostros extremadamente hermosos, con los que conseguían engañar a los pobres mortales. Y en verdad que eran hermosos, el vampiro de su visión era la viva imagen de la perfección, pero el de carne y hueso que había aparecido frente a ella era la estampa de un dios.
Se masajeó la frente, empezaba a dolerle la cabeza con tantos pensamientos incoherentes, no por los monstruos, sabía desde niña que existían y que lo más sensato era evitarlos. Lo que de verdad le preocupaba era que se había equivocado por primera vez en su vida.
Alisó las últimas arrugas y se levantó cargando con la lona. La dejó sobre la mesita que utilizaba para colocar la bola de cristal. Miró su reloj, Bill no tardaría en aparecer con el coche para ayudarla a recoger. De repente todo se oscureció, tuvo que agarrarse a la mesa para no caer, y se preparó como pudo para recibir la nueva visión sin vomitar. Abrió los ojos de golpe, lo que acababa de ver era el presente, en ese mismo instante y… justo detrás de ella. Se dio la vuelta y palideció. Giró sobre sus talones y echó a correr, pero él se materializó ante ella como un muro contra el que chocó, rebotó hacia atrás y cayó al suelo. Empezó a arrastrarse sobre el trasero, ayudándose de las manos y los pies para ir más rápido. Pero aquel ser la alcanzó con un par de pasos, la agarró por la camisa y la levantó sin esfuerzo. Sin soltarla, se inclinó y acercó el rostro a ella, hasta que sus labios quedaron a la altura de su oreja.
—Si te mueves, te rompo el cuello —le susurró.
Salma abrió los ojos y trató de controlar su miedo. Miró su rostro, era el Lamia de su visión, el que perseguía a la chica. Sus hermosos ojos negros la atravesaban como los de un animal salvaje al acecho.
—No puedes hacerme daño, no hasta que te diga lo que necesitas —respondió ella.
Adrien gruñó contrariado y ladeó la cabeza para estudiar a la mujer. Mefisto solo le había dado su nombre, haciendo honor a su regla de no intervenir. Así que del resto había tenido que ocuparse él, como siempre. Una palabra, un número, el titulo de un libro o de una película, un lugar, una ciudad. Mefisto dejaba caer la pista con descuido, y Adrien debía romperse la cabeza hasta hallar la conexión que acabaría conduciéndolo al siguiente paso. Por suerte, esta vez había sido relativamente fácil. En cuanto descubrió que era una adivina, supo que todo se resumía a una pregunta, la última pregunta que pondría fin a su pesadilla. Oyó a dos hombres acercarse.
—No puedo matarte, es cierto, pero a ellos sí. Sabes lo que soy y lo que podría hacerles —replicó entre dientes.
La soltó.
—Hola, Salma, ¿todo bien? —preguntó uno de los hombres al pasar junto a ellos.
Salma guardó silencio, atrapada bajo la mirada de Adrien que sonreía con una mueca siniestra. Él alzó las cejas de forma arrogante, retándola a dar la voz de alarma.
—Sí, solo es un cliente de última hora —respondió, y los despidió con un gesto de la mano.
—Eso ha sido muy inteligente por tu parte —dijo Adrien agarrándola por el codo. Tiró de ella arrastrándola a la oscuridad, lejos de inoportunas interrupciones. La empujó contra un árbol, arrinconándola con su cuerpo hasta convertirse en una jaula de la que era imposible escapar—. ¿Y bien?
—No sé dónde está ese cáliz que buscas.
Adrien abrió los ojos sorprendido, en verdad aquella mujer era lo que decía ser. Sabía por qué estaba allí, y también sabría la respuesta.
—Se supone que tú lo ves todo —masculló—. No te creo.
—Mira, no funciona como crees, a veces no tengo las respuestas y si las tengo pueden estar incompletas. Casi siempre solo apuntan a un camino que no sé dónde acabará. Pero cuando veo algo, por pequeño que sea, es cierto, y si no lo veo también.
Adrien la aferró por el cuello y con el pulgar la obligó a alzar la cabeza mostrando la garganta.
—No me interesan tus trucos. ¿Dónde está escondido el cáliz?
—No lo sé —respondió casi sin aliento, muerta de miedo—. Pero te he visto hablando con un hombre, un anciano, y parecía saber dónde está ese cáliz.
Adrien la soltó lentamente, atónito.
—Continúa.
—Solo sé que se llama Ben, Ben Graham, como el científico. Vive en una casa marrón cerca de un parque. No sé nada más. Lo juro.
—Si me mientes te buscaré, te encontraré y después te convertiré en uno de los míos, para más adelante dejar que el sol te consuma. ¿Lo has entendido?
—¿No vas a matarme?
—No, pero si lo que me has dicho no me sirve, espero por tu bien que tengas algo más que ofrecerme —respondió en tono amenazante, sus ojos carmesí brillaron en la oscuridad rodeados de un halo plateado. Salma se encogió y tuvo que sujetarse el estómago con la primera oleada de náuseas.
—¡Dios mío, esto es el fin! —exclamó llevándose el puño a la boca mientras Adrien se desvanecía en el aire. Cayó de rodillas y miró al cielo asustada por lo que había visto en su mente.
Kate se estiró bajo las sábanas con la sensación más dulce que jamás había experimentado recorriendo su cuerpo. Notaba el sol calentándole la piel desnuda de la espalda. Abrió los ojos, solo un poquito, y una enorme sonrisa somnolienta se dibujó en su rostro. William estaba a su lado con la cabeza vuelta hacia ella, y la miraba. La luz del sol le bañaba el torso musculado con un brillo dorado y sus ojos azules parecían del color del mar en verano salpicados de motas violetas.
—Buenos días —le susurró él.
—Buenos días —respondió, volviendo a cerrar los ojos completamente ruborizada. El recuerdo de lo sucedido entre ellos acudió a su mente con nitidez.
—¿Estás bien? —preguntó algo inseguro.
—Sí, de maravilla —respondió enrojeciendo aún más y se incorporó un poco sobre el codo.
—¿Y… estuvo bien? —insistió con un atisbo de timidez.
De repente Kate cayó en la cuenta de a qué se refería. Le hizo gracia que estuviera pensando en eso, hasta los vampiros tenían un ego masculino que alimentar.
—Fue perfecto —dijo con tal sensación de calor en la cara, que deseó abanicarse para aliviar la fiebre que los recuerdos le provocaban.
Él sonrió más tranquilo y su cuerpo se relajó con un suspiro.
—Hubo un par de veces en las que dejé de contenerme, di rienda suelta a mis instintos y… —dejó la frase suspendida en el aire y cerró los ojos.
—Y aun así fuiste muy dulce. ¿Te das cuenta? —continuó Kate. Él giró la cabeza para mirarla—. Te resulta imposible lastimarme, incluso cuando pierdes el control sobre ti mismo.
—No estaba seguro de que fuera a ser así, pero deseaba tanto esto…
Con un suave ronroneo Kate se deslizó hasta pegarse a él. Apoyó la cabeza sobre su hombro y le rodeó el pecho con el brazo, su mano descansaba sobre el tatuaje, que comenzó a acariciar dibujando pequeños círculos.
William la estrechó, disfrutando de la paz que lo embargaba. Sentir el cálido y desnudo cuerpo de Kate acurrucado junto al suyo, y su aliento rozándole el cuello, era un sueño del que no quería despertar. Cogió su mano y la alzó un poco, un rayo de sol incidió sobre el anillo y la habitación se llenó de destellos irisados que se reflejaban en las paredes y el techo.
—Me gusta cómo te queda —dijo William girando la mano para verlo desde distintos ángulos.
Kate levantó la cabeza para observar el anillo, agitó los dedos en el aire y una enorme sonrisa se dibujó en sus labios.
—Y a mí me gusta estar así contigo. —Se estiró para darle un beso en los labios. Le rozó las piernas con los dedos de los pies y él se encogió dejando escapar su risa. Ella abrió los ojos como platos, como si hubiera descubierto algo fascinante—. ¡Oh, tienes cosquillas, tienes cosquillas! —exclamó—. Tienes cosquillas —volvió a repetir mientras le deslizaba las manos por los costados.
Él empezó a contorsionarse muerto de risa, tratando de zafarse. Más bien fingía que intentaba zafarse, convirtiendo aquello en un juego con el que estaba disfrutando. La risa de Kate resonaba por toda la habitación. Entonces la agarró con tal rapidez que ella gritó, tiró de su cuerpo poniéndola de espaldas y se colocó sobre ella.
—¿Acaso tú no tienes? —preguntó él con tono travieso, y empezó a mordisquearle el cuello, y a hacerle cosquillas por los costados y el estómago. Ella pataleó riendo a carcajadas, empujando su pecho con sus diminutos puños para apartarlo.
—¡Vale, vale, me rindo! —exclamó ella con ojos brillantes.
William se detuvo y alzó la cabeza de su cuello apoyándose en los brazos, el pelo le caía revuelto sobre la frente y sacudió la cabeza para apartarlo. La luz dorada del sol a su espalda resaltaba su silueta firme y musculosa, de la que Kate no podía apartar la vista.
Sus miradas se cruzaron y se buscaron al mismo tiempo, con urgencia. Se besaron mientras él le acariciaba el pelo y ella se aferraba a su espalda y se apretaba contra su pecho.
Entonces William se obligó a apartarse con besos cada vez más cortos, hasta que consiguió separarse de ella a fuerza de mucha voluntad. El sonido de un coche aproximándose llegó hasta sus oídos.
—Van a llamar a la puerta —dijo con la voz entrecortada.
—No abras —replicó Kate agarrando sus hombros para atraerlo.
—Tengo que hacerlo, es el técnico de la compañía eléctrica —respondió con los labios de Kate sobre los suyos. En ese momento el timbre de la puerta sonó.
—Que se vaya —susurró Kate con una sonrisa traviesa que se ensanchó al ver la mirada hambrienta de William, parecía que iba a devorarla de un momento a otro.
Pero él se levantó de la cama con un gruñido, como si tuviera que obligarse a hacerlo.
—Me lo agradecerás cuando funcione la cafetera y haya agua caliente.
Ella le dedicó un mohín enojado y se tapó la cabeza con la sábana, aunque sabía que él tenía razón; sin café se convertía en una gruñona insoportable, y sin una ducha caliente la cosa empeoraba aún más.
Kate abrió los ojos de golpe, se había quedado dormida. Se desperezó sintiendo el cuerpo entumecido y agradablemente dolorido. Se levantó envolviéndose en la sábana y paseó por la habitación. Era preciosa, con las paredes pintadas en un tono blanco lino que relajaba con solo mirarlo. Los muebles eran de roble, al igual que las puertas. Deslizó los dedos por la superficie de un buró antiguo y pensó que lo podría utilizar como escritorio. Se acercó a la ventana entreabierta y contempló el espeso bosque, el sonido de la cascada dominaba el ambiente. Cerró los ojos y escuchó, nada, solo el canto de los pájaros, las hojas de los árboles agitadas por el viento y el arroyo fluyendo a unas decenas de metros de allí.
Aferrada a la sabana giró varias veces sobre las puntas de sus pies, sin saber cómo dar rienda suelta a la euforia que le recorría el cuerpo. Se mordió los labios para no gritar como una loca, una loca feliz. No podía dejar de mirar el anillo, adoraba su peso en el dedo, su forma, pero aún más lo que significaba. ¡Por Dios, iba a casarse con William! Y vivirían juntos en aquella casa de ensueño.
Buscó su ropa, que descubrió a los pies de la cama hecha un ovillo bajo la colcha. La estiró sobre la silla que había frente al buró, con la esperanza de que perdiera algunas arrugas antes de volver a la casa de huéspedes y a la mirada escrutadora de Alice. Mientras tanto, pensó en ponerse algo de William. Se quedó alucinada cuando entró en el vestidor, era casi tan grande como su habitación, con un espejo que ocupaba toda la pared. Encontró una camiseta blanca en uno de los cajones.
A la luz del día, la casa parecía completamente distinta, un hermoso palacio de cristal, con paredes blancas y suelos de madera. Descendió de puntillas la escalera, cruzó el salón, en el ambiente aún perduraba un ligero olor a cera derretida.
Escuchó un pitido y a continuación un vago goteo seguido de un intenso aroma a café. Asomó la cabeza al umbral de la cocina. Sonrió y se cruzó de brazos, observando cómo William sacaba unas tostadas de la tostadora y las colocaba en un plato.
—Hola, dormilona —dijo él levantando la vista con una sonrisa.
Kate arrugó la nariz dedicándole un guiño cariñoso y admiró cómo su perfecto cuerpo semidesnudo se movía de un lado a otro preparando el desayuno. Se acercó a él por la espalda y le rodeó la cintura con los dos brazos.
—Tu piel ya no es tan fría —susurró acariciándola con los labios.
William se quedó inmóvil un instante, pero inmediatamente se relajó y acarició la mano que descasaba sobre su vientre.
—Sigo cambiando. ¿Te gustan los melocotones? —preguntó dando media vuelta.
Besó a Kate en la frente y fue hasta un cesto repleto de fruta sobre la encimera.
—Sí, pero ahora me muero por un poco de café —respondió mientras tomaba una taza de la mesa y se la llevaba a los labios.
—¡No, Kate, eso no es…!
Sorbió, y el liquido espeso y templado inundó su boca. El estómago se le encogió con un espasmo y se quedó inmóvil, sin saber si escupir o tragarse la sangre. Optó por la primera y se lanzó contra el fregadero, agarrándose a él con ambas manos por si vomitaba. Escupió todo el contenido de su boca.
—Lo siento, no imaginé que… —dijo William tras ella, y puso un vaso de agua en su mano—. Ten, bebe un poco, te quitará el sabor.
Kate obedeció y se lo bebió sin respirar.
—¿Mejor? —preguntó él.
Ella asintió, una sonrisa se dibujó en sus labios y al final rompió a reír.
—¿Sabes? Creo que deberíamos poner pegatinas a las tazas o elegir un color diferente para cada uno.
—Sí, será lo mejor —admitió William contagiándose de su risa. Tomó una taza limpia del armario, sirvió un poco de café y se la entregó.
Kate sujetó la taza con ambas manos y se acercó a la puerta corredera de cristal, desde donde se podían ver unas vistas maravillosas del bosque y, sobre este, la cima de la montaña. Se giró con una sonrisa perenne en los labios y el tiempo se detuvo. William la observaba sentado a la mesa, tal y como había imaginado tantas veces. Se acercó muy despacio y se sentó en sus rodillas con miles de mariposas revoloteando en su estómago. William la abrazó acunándola y ella enredó la mano en su pelo. El sol de mediodía despuntó por encima de los árboles y sus rayos penetraron en la cocina como haces de luz, envolviéndolos en un halo dorado.
—Es tal y como lo imaginaba, así, tú y yo, de esta forma.
William alzó la barbilla para mirarla.
—¿De verdad?
—Sí, es perfecto —susurró deslizando una mano por su mandíbula—. Perfecto —repitió.
William cerró los ojos con una mueca de desencanto y un móvil empezó a sonar en la planta de arriba.
—Es Alice —dijo con un suspiro, escondió el rostro en su cuello y la besó bajo la oreja.
—¿Cómo lo sabes?
Él se encogió de hombros.
—Simplemente lo sé, a veces me pasan estas cosas, pero también me equivoco. Deberías cogerlo, puede que esté preocupada.
—Lo sé, pero es que se está tan bien aquí —ronroneó rodeándole el cuello con los brazos. Él se estremeció mientras deslizaba una mano a lo largo de su muslo.
—Esta noche me gustaría hablar con ella, y no queremos que se enfade conmigo antes de que eso ocurra, ¿verdad?
—¿No queremos? —cuestionó Kate con un mohín.
William negó con la cabeza.
—No. Quiero que me permita casarme contigo, no que me ponga una orden de alejamiento. Por lo que… —Frunció los labios y apretó los párpados muy fuerte— será mejor que subas a vestirte. Si continúo contemplándote, no podré dejar que te marches. Estás muy sexy con mi ropa —dijo recorriendo su cuerpo con la mirada.
Kate se ruborizó, le apartó el cabello de la cara con la palma de la mano y apoyó la frente en la de él. Con un suave roce de sus labios lo besó.
De repente, William gruño estrechándola muy fuerte y se desmaterializó con ella en brazos. Cayeron sobre la cama de golpe, lo que hizo que Kate gritara por el susto y empezara a reír a carcajadas.
—Me encanta cuando haces eso —dijo ella cubriéndole la cara con las manos—. Es una sensación increíble.
William sonrió y le dio un beso fugaz. Con la agilidad de un felino se levantó de la cama.
—Voy a darme una ducha, y en cuanto acabe te llevo con Alice.
Kate se acomodó sobre el codo y le dedicó una mirada coqueta.
—Yo también necesito una, podríamos ducharnos juntos, iríamos más rápido —replicó completamente sonrojada.
Él frenó en seco y la miró por encima del hombro con el ceño fruncido a modo de reprimenda. Le estaba costando resistirse a su coqueteo, se moría por volver a sus brazos. Sin embargo, había una búsqueda que debía concluir cuanto antes.
—Yo no estoy tan seguro —dijo con un destello plateado en la mirada.