Adrien terminó de vestirse mientras observaba el cuerpo desnudo de Amanda sobre la cama. Tenía un pequeño cardenal en la cintura y otro en el hombro, menos daños de los que esperaba para la agresividad con la que la había tratado; aunque a ella no había parecido importarle.
Estaba enamorada de él, un detalle que se encontraba bastante lejos de afectarle. Para él solo había sido sexo, un intercambio de placer del que esta vez ni siquiera había disfrutado. La idea de clavar los colmillos en cada una de las arterias de su cuerpo había dominado la velada, del mismo modo que cada vez que cerraba los ojos era otra cara la que veía, otras manos las que sentía sobre los brazos atrayéndolo con anhelo.
Se desmaterializó con las zapatillas en la mano y, cuando apareció en el salón de la cabaña que había alquilado, las lanzó contra la pared sin importarle que se llevaran por delante la lámpara que reposaba sobre el aparador. Cogió una botella de vino y un vaso, y se dejó caer en el sillón frente a la chimenea. La primera llama surgió como un fogonazo y la madera comenzó a crepitar bajo aquellas llamas sobrenaturales que la consumían con rapidez.
Esta vez sintió su presencia antes de que el tatuaje empezara a abrasarle la piel. Eso le hizo sonreír: cada vez era más fuerte y se aferraba a la esperanza de que un día sus fuerzas se igualarían a las de él. Y cuando ese día llegara, uno de los dos iría al infierno para siempre.
Alzó el vaso por encima de su hombro y unos dedos largos rozaron los suyos al cogerlo. Sin molestarse en saludar bebió un trago directamente de la botella. Ni se inmutó al ver cómo el vaso se transformaba en una copa de cristal de bohemia. A su padre le gustaba lo mejor, jamás se rebajaría a beber en un vaso normal y corriente.
Mefisto se sentó en el otro sillón con la copa de vino entre las manos y observó el fuego en silencio.
—Bonito lugar —dijo al cabo de un rato, paseando la mirada por la habitación en penumbra—. Demasiado sencillo para mi gusto, pero es acogedor. A tu madre le gustaría —dijo con malicia.
Adrien le lanzó una mirada asesina y dio otro trago a la botella.
—Pierdes el tiempo, estoy ebrio y pienso seguir bebiendo hasta que consiga olvidarme de que existes.
—Te deseo suerte.
—¿Por qué no te largas?
—¡Vamos, haz un esfuerzo! ¿Tanto te cuesta pasar una velada tranquila con tu padre? Podríamos charlar de tus cosas. Por lo que sé, el día de hoy ha sido muy intenso. —Soltó una carcajada al ver la expresión colérica de Adrien—. Lo cierto es que me sorprendió que T. J. intentara mataros de nuevo.
La botella explotó en las manos de Adrien al escuchar el nombre del Nefilim en labios de su padre.
—Los enviaste tú —dijo poniéndose en pie. Tenía un feo corte en la mano del que manaba la sangre de forma profusa—. ¿Por qué? ¿Disfrutas complicándome la vida? ¿O es otra de tus brillantes ideas para que me convierta en el perfecto asesino?
—Paladín —puntualizó Mefisto.
—¿Qué? —preguntó exasperado.
—Un perfecto paladín, mi guerrero; no un asesino. Eso podría serlo cualquiera.
—¿Por qué? Si me hubieran matado, ahora no tendrías plan para tu profecía. Aunque bien visto, debería haber dejado que acabaran conmigo.
—No seas melodramático. Todo ha salido mal por tu culpa. La idea era que los Nefilim acabaran con los lobos, eso haría venir a William hasta aquí, y con ellos muertos sería más vulnerable. Pero entonces tú decidiste jugar al héroe que quiere impresionar a la chica y lo echaste todo a perder. Lo de esta mañana era de esperar, los Anakim no se rinden fácilmente. Pero no hay de qué lamentarse, todo ha salido bien, ¿no es cierto?
—¡Podían haberla matado! —bramó Adrien abalanzándose contra él, pero Mefisto fue más rápido. Se puso en pie, lo aferró por el cuello y lo alzó del suelo estrellándolo contra la pared.
—Estás agotando mi paciencia, el tiempo se acaba. Haz lo que tienes que hacer y hazlo ya —siseó como una serpiente. Las llamas se reflejaban en sus ojos completamente negros confiriéndole un aspecto de pesadilla.
—Lo haré, pero a mi manera, ella se queda al margen —replicó Adrien con voz entrecortada por el agarre.
El rostro de Mefisto pareció desdibujarse por la ira.
—Por esta vez dejaré que veas mis pensamientos, mira con atención —dijo poniendo el dedo índice de su mano libre en la frente de Adrien.
Las imágenes se sucedieron como una secuencia de diapositivas, y con cada una Adrien palidecía y se debilitaba más. El dolor, el sufrimiento y la forma en la que gritaban su nombre era desgarradora. Entonces Mefisto lo soltó y cayó al suelo como un trapo, se encogió en la esquina abrazándose las rodillas.
—Mis deseos son tus deseos, ¿no es cierto? —preguntó Mefisto con voz imperiosa. Adrien asintió—. Bien, queda muy poco para el eclipse, para entonces quiero que lo tengas todo preparado. —Se agachó junto a Adrien y le acarició el pelo—. Vamos, a mí tampoco me gusta tener que llegar a ese extremo, entiendo lo que sientes por esa humana. Es muy atractiva y tiene un cuerpo que incitaría al pecado al más casto. Te entiendo, pero ella es su único punto débil.
Mefisto se puso en pie y miró a su hijo con algo parecido a la ternura. Se recompuso la camisa y tomó la copa de vino para apurarla de un trago.
—Salma vendrá a ti, búscala —dijo antes de salir por la puerta.
Una vez fuera inspiró el aire nocturno, cerró los ojos y escuchó. El bosque rezumaba vida por todas partes. Aves nocturnas revoloteaban sobre su cabeza a la caza de insectos y roedores que serpenteaban entre la maleza y las raíces nudosas de los árboles. Silbó por lo bajo una melodía y una sonrisa maliciosa curvó sus labios carnosos al comprobar como el bosque enmudecía por completo ante el sonido de su voz. Sacó un cigarrillo de su pitillera y lo encendió con un leve soplo de aliento. Dio una larga calada, aspirando hasta que sus pulmones se hincharon por completo y, a continuación, muy lentamente, soltó el humo por la nariz. Se deleitó con el olor a especias, ligeramente parecido al incienso, de su tabaco turco. Le echó un vistazo a su reloj, aseguró los gemelos de la camisa y se desvaneció en el aire sin que este se agitara lo más mínimo. Hora de tomar el almuerzo.
El maître lo acompañó hasta la mejor mesa. Aún era temprano, por lo que el Maxin’s de Paris apenas tenía clientes. Se acomodó en la silla y contempló con indiferencia el anillo de ónice negro de su dedo. Levantó la vista casi con pereza y le dedicó una sonrisa mordaz a su inesperado visitante.
—¡Vaya, el mundo es un pañuelo! —exclamó Mefisto—. Aunque no debería sorprenderme, el coulant que sirven en este sitio es delicioso y tú siempre has disfrutado con el chocolate, ¿no es así, Gabriel?
Gabriel esbozó una sonrisa torcida y estudió a Mefisto mientras este jugueteaba con los cubiertos.
—Cuesta encontrarte —replicó sentándose a la mesa.
—Es evidente que esta vez me he descuidado.
—¿Sabes qué me trae aquí?
Un camarero se acercó y dejó un plato frente a Mefisto.
—Señor, su almuerzo.
—¡Oh, maravilloso, gracias!
El camarero se dirigió a Gabriel.
—Señor, ¿le traigo la carta?
—No, gracias —respondió con una sonrisa que fue toda una invitación a marcharse.
Mefisto tomó los cubiertos y empezó a degustar su almuerzo con una elegancia exquisita, entre pequeños sorbos de vino español.
—Lo que pretendes es una locura —dijo Gabriel inclinándose sobre la mesa.
—Nunca he estado muy cuerdo, aunque en este momento no sé de qué me hablas, la verdad.
—No dejaré que lo hagas.
—¿El qué? —preguntó con un mohín inocente—. Nuestras estúpidas leyes nos mantienen atados de pies y manos. El mundo es de los humanos y nosotros debemos limitarnos a nuestros pequeños paraísos. No podemos intervenir en este bonito lugar —dijo con un gesto de sus brazos con el que parecía abarcar el mundo entero—. Y yo estoy cumpliendo mi promesa, dedicándome a disfrutar de los placeres banales.
Gabriel se reclinó en la silla sin apartar la mirada de Mefisto.
—Conozco tu juego y también sé jugar.
—Oh, mi querido hermano, siempre viendo sombras donde únicamente brilla la luz —dijo Mefisto con tono condescendiente.
—No permitiré que esa profecía se cumpla.
Mefisto se detuvo, miró el tenedor que estaba a medio camino entre el plato y su boca, y arrugó los labios con una mueca de asco. Lo dejó caer en el plato y entrelazó las manos bajo su barbilla. Clavó su mirada en Gabriel.
—¿Profecía?
—Vamos, no hace falta que disimules, siempre has sido demasiado arrogante como para no hacer alarde de tu inteligencia. ¿Cómo supiste del presagio?
Mefisto suspiró, sus ojos ardían mientras miraban fijamente a Gabriel.
—Los profetas no son especiales como creéis, son simples humanos y los humanos suelen equivocarse. Hacen cosas estúpidas como escribir diarios en los que anotan todo aquello que les viene a la cabeza, y después ni siquiera saben esconderlo bien. Resumiendo, mi gratitud se la debo a la divina providencia —dijo en tono mordaz.
—Y ahora estás intentando que se cumpla.
Mefisto guardó silencio y una sonrisa cruel desfiguró su hermosa boca.
—¿Por qué? —insistió Gabriel.
La expresión indiferente de Mefisto se transformó en odio. Sus ojos se convirtieron en dos lagos de mercurio. Las luces comenzaron a parpadear, los muebles se movían como si un terremoto los estuviera zarandeando, pero nadie parecía darse cuanta porque todos los humanos del local estaban inmóviles. El tiempo se había detenido por obra de Gabriel, en un intento por protegerlos de la ira de Mefisto. Si no se movían, no llamarían su atención, y no acabarían convirtiéndose en blancos de su rabia.
—¿Que por qué? En el caso de que estuvieras en lo cierto, ya sabes por qué. Pero para tu tranquilidad te diré que no estoy confabulando contra nadie, hice una promesa y la estoy cumpliendo —le espetó alzando la voz.
—¿Al igual que cumpliste tu promesa de lealtad? La palabra de un traidor no tiene valor.
Mefisto golpeó la mesa con los puños.
—Solo le debo lealtad a él. Vosotros perdisteis mi favor cuando elegisteis amar a los humanos más que a vuestra propia familia. La familia es lo primero, Gabriel, y un hermano debe estar por encima de esos monos sin pelo. Lo contrario es una humillación difícil de perdonar —masculló.
—Al igual que la desobediencia.
—Estoy cansado de sermones, esta conversación me aburre.
—Sé que los espíritus se encuentran entre los hombres, que la profecía está en marcha y que tú intentas que se cumpla.
—¿Tienes pruebas de eso? Es una acusación muy seria. —Mefisto sacó su pitillera y encendió un cigarrillo.
—Las tendré. No dejaré que te salgas con la tuya —dijo Gabriel poniéndose en pie.
—Pierdes el tiempo, hermano, las profecías se cumplen. Siempre se han cumplido sin necesidad de nuestra intervención.
—Esta no, por mucho que te empeñes —terció Gabriel con tanta seguridad, que sonó como una sentencia. De repente una idea caló en su mente—. Es tu hijo, ¿verdad? Buscaste a una descendiente de Lilith y la dejaste embarazada, forzando así la profecía —lo acusó sin perder de vista su rostro, intentando leer más allá de lo que su expresión reflejaba.
—Yacer con una mujer no rompe ninguna norma, Gabriel. Deberías probarlo, es muy placentero.
Gabriel lo fulminó con la mirada y dio media vuelta dispuesto a marcharse, pero se detuvo un instante y miró a Mefisto por encima del hombro.
—Tengo una curiosidad. ¿Cómo supiste lo del hijo de Leinae?
Mefisto rompió a reír con fuerza.
—Estás perdiendo facultades, hermano. Tantos siglos de ociosidad no son buenos. No hay que ser un lince para darse cuenta de que un vampiro inmune al sol es mucho más de lo que aparenta, sobre todo si conoces cierta profecía —respondió, y rió con más fuerza.
—Cometerás un error, Mefisto, y yo estaré allí para descubrirte —dijo Gabriel y se dirigió a la salida sin mirar ni una sola vez atrás; cuando cruzó el umbral, todo el restaurante volvió a la vida.