31

William detuvo el Range Rover frente a la casa de los Solomon. Se quedó sentado con el motor en marcha y las manos aferradas al volante. Dejó caer la cabeza hacia atrás, hundido. No había encontrado nada en la biblioteca, tampoco en el archivo histórico, ni en ninguna otra parte. Las opciones se agotaban y el camino se estrechaba conduciéndolo a un único punto.

Su teléfono sonó en el salpicadero. Lo tomó y sonrió al ver un mensaje de Kate en la pantalla. Lo abrió y mientras lo leía, su cuerpo comenzó a temblar. Aceleró a fondo enfilando el camino a toda velocidad. Se incorporó a la carretera con un volantazo sin apenas frenar. Apenas cinco minutos después se detuvo con un fuerte frenazo. Dejó el Range Rover de Daniel en la carretera. Ascender con el coche por el camino forestal era desesperadamente lento. Iría más rápido corriendo.

Echó a correr y subió la colina en segundos. Con un potente impulso cruzó la garganta por la que circulaba el arroyo. Una vez al otro lado continuó corriendo, atajando a través del espeso bosque hasta alcanzar de nuevo el curso del torrente. Llegó a la cascada y saltó los quince metros que lo separaban de la pequeña playa de guijarros. Sus pies se clavaron en el suelo.

—¡Kate! —gritó—. ¡Kate!

Inspiró buscando algún rastro, pero lo único que percibió fue un extraño olor a gas. Nada de la chica. Todo aquello era demasiado raro y empezó a ponerse cada vez más nervioso. Desconcertado y preocupado volvió a gritar su nombre. El mensaje decía que no se encontraba bien, que se había mareado y que fuera a buscarla a la playa de guijarros. Pero entonces pensó que por qué un mensaje y no una llamada. Si aquello era una broma, iban a tener unas palabras muy serias. Solo que Kate no solía actuar así.

El aire se agitó con una leve vibración y Adrien apareció a su lado. Se miraron un instante, estupefactos, e inmediatamente cada uno se llevó una mano a la espalda en busca de su daga. William gruñó al comprobar que las suyas no estaban bajo su camiseta, las había dejado en el maletero antes de entrar en el archivo histórico, que tenía uno de esos detectores de metales. Apretó los puños dispuesto a enfrentarse a Adrien. El vampiro empuñaba sus dagas y parecía tan sorprendido y contrariado como él.

—¿Qué significa esto? —masculló Adrien lanzando rápidas miradas a su alrededor, seguro de que los lobos andaban por allí y que aquello era una trampa.

—Dímelo tú —replicó William desafiante, convencido de que había caído en una trampa de Adrien. Aunque por su expresión empezaba a dudar de esa teoría.

—¿Yo? Debí imaginar que el mensaje era tuyo.

—¿Mensaje?

Adrien ladeó la cabeza con una sonrisa despectiva, mientras contemplaba las manos vacías de William.

—¿Tanto me subestimas que te presentas desarmado? Me ofendes.

—¿Qué mensaje? —insistió William cada vez más preocupado.

Adrien frunció el ceño y se enderezó, pero sin bajar las dagas. Pensó que, o William era en realidad un actor magnífico, o sabía tan poco como él de lo que sucedía allí.

Un mal presentimiento se apoderó de él.

—Acabo de recibir un mensaje de Kate. Me decía que se había hecho daño, que no podía hablar y que viniera a buscarla.

—Yo he recibido uno parecido —respondió William perplejo.

Adrien miró por encima de su hombro, alerta.

—Vale, esto empieza a gustarme cada vez menos. ¿Dónde está ella? —preguntó mirando en derredor cada vez más inquieto.

William lo fulminó con la mirada mientras sacaba su teléfono del bolsillo, el tono posesivo y preocupado que acababa de usar el vampiro estaba a punto de hacerle perder los estribos.

—¿Y a qué huele? —continuó Adrien.

Aquel olor era cada vez más intenso.

—Creo que alguien intenta confundirnos para que no notemos su presencia —respondió con el teléfono en la oreja.

—¿Quién? —escudriñó haciendo girar las dagas entre los dedos.

Ambos se giraron hacia los árboles al oír el primer timbre, el segundo sonó en el aire directo hacia ellos, y el tercero a los pies de William cuando el teléfono aterrizó en el suelo. Colgó y el teléfono de Kate dejó de sonar. Levantaron la vista del suelo con un gruñido y clavaron sus ojos en las figuras que acababan de aparecer.

—Anakim —anunció Adrien entre dientes. Contempló a los Nefilim armados con ballestas—. Son tan idiotas como para haber vuelto.

William se agachó lentamente y cogió el teléfono sin apartar la vista de ellos.

—¿Dónde está? —preguntó.

—Miradlos, solo son otros dos animales con piernas; menos que eso —dijo uno de los nefilim.

—¿Dónde está la dueña de este teléfono? —insistió William.

—Ella… ella está bien —contestó una voz de mujer.

William miró por encima del hombre que había hablado y vio a una chica morena con flequillo que parecía muy nerviosa. Cuando sus miradas se encontraron, ella asintió con los ojos muy abiertos para darle mayor credibilidad a sus palabras.

—¡Cállate! —ordenó el hombre a la chica.

Ella bajó la vista y dio un paso atrás. El tipo volvió a centrar su atención en los dos vampiros.

—Llevamos días observándoos. No sois simples vampiros, ¿qué sois?

—Según tú, animales con piernas, y vas a tragarte hasta la última palabra —replicó Adrien.

El Nefilim, el mismo que conducía la primera furgoneta la noche del ataque y que parecía ser el jefe, sonrió con sorna.

—Reconozco que sois fuertes y que vuestras habilidades sorprenden, pero nunca fallamos dos veces. En el fondo me importa una mierda lo que sois, mi misión es limpiar este mundo de la basura como vosotros, y eso es lo que voy a hacer. Sin vuestra presencia, los lobos serán como cucarachas bajo mi bota, y al anochecer este pueblo volverá a ser un lugar puro.

—¿Esa es tu táctica? ¿Separa y vencerás? —preguntó William con una sonrisa torcida, mientras hacía un nuevo recuento de los Nefilim. Había once en total sin contar a la chica, y ella no sería un problema.

El Nefilim rió fríamente y les apuntó con su ballesta.

—O lo hacemos juntos o no saldremos de aquí —susurró William.

Adrien gruñó y una fría brisa comenzó a arremolinarse en torno a ellos. Los Nefilim parecieron sorprenderse por el cambio de ambiente, pero inmediatamente centraron todos sus sentidos en ellos.

—Juntos —respondió Adrien.

Le pasó una de las dagas a la vez que se separaban con rapidez para evitar la trayectoria de las primeras flechas.

Todo se precipitó y estalló la guerra. William evitó por los pelos un par de flechas y un largo cuchillo que iba directo a su corazón. Era más rápido y consiguió llegar hasta dos de los Nefilim, acabando con ellos sin que tuvieran tiempo a reaccionar. Pero le superaban en número y pronto se vio asediado.

Difícilmente podía ver cómo le iba a Adrien, pero parecía bastarse solo. Su habilidad para aparecer y desaparecer era una gran ventaja. De un puñetazo en el estómago lanzó por los aires a uno de sus atacantes, que acabó estrellándose contra la pared de la cascada provocando una lluvia de piedras. Pero mientras salía despedido, el tipo pudo disparar su ballesta y acertó a William en el hombro; otra flecha se le clavó en el costado. Trastabilló un segundo, aturdido, aquellas flechas llevaban algo que lo debilitaba. Probablemente belladona, lo único que podía tumbar a un vampiro; aunque se necesitaban grandes cantidades en sangre para conseguirlo. Apenas tuvo tiempo de ver como uno de aquellos tipos saltaba sobre él empuñando un cuchillo, pero no pudo reaccionar.

De repente notó que cada célula de su cuerpo se convertía en aire, y cómo volvía a solidificarse un instante después al otro lado del arroyo tras un enorme árbol. Adrien lo sujetaba por los hombros, manteniéndolo en pie.

—¡Maldita sea, no me digas que no sabes saltar! —masculló Adrien. Le sujetó el hombro con una mano y con la otra le sacó la flecha de un tirón.

—¿Saltar? —Apretó los dientes cuando Adrien le arrancó la flecha del costado.

—Desvanecerte, aparecer en otro lugar —explicó. William negó con la cabeza—. Jumper, ¿has visto la película? —preguntó mientras se asomaba un poco para localizar a los Nefilim.

Uno de ellos los descubrió y dio la voz de alarma. Empezaron a cruzar el arroyo y Adrien tuvo que volver a saltar con William. Ese esfuerzo extra lo estaba debilitando.

—Sí, la he visto —respondió William recuperándose de su aturdimiento.

—Por eso lo llamo saltar, por la película. ¿Recuerdas cómo lo hacía el protagonista? —no esperó a que le contestara—. Visualiza el lugar y desea estar allí, entonces salta. ¡Joder! —masculló, una flecha se había clavado en su muslo. La arrancó con un grito de furia.

William lo sujetó por los brazos cuando las piernas del vampiro se doblaron. Los Nefilim se acercaban y habían perdido las dagas. Hizo lo que Adrien le había dicho. Visualizó la otra orilla del arroyo, donde su daga destellaba en el suelo por el sol, y deseó estar allí. No pasó nada. Lo intentó de nuevo y esta vez se movió. Cayó al suelo golpeándose contra las piedras, y se apartó con un giro cuando Adrien se le vino encima desde el aire.

—Vale, ahora solo tienes que aprender a aterrizar —resopló Adrien.

William sonrió satisfecho y, por un momento, se sintió cercano a Adrien, como si estuviera con un amigo. Pero no lo era, se obligó a recordar.

—Quedan cuatro —indicó Adrien poniéndose en pie.

Arremetió contra el primer Nefilim que cruzaba el arroyo. Se lanzó al suelo con una voltereta, en medio del giro agarró su daga que estaba clavada entre las piedras, y se levantó atravesando de lado a lado el pecho del tipo.

Se quedaron inmóviles contemplando la masacre que habían provocado. Solo se oía el rumor del agua y el canto de los pájaros; y el aire volvía a oler a pino y a tierra.

—Hay que deshacerse de los cuerpos —dijo Adrien limpiándose con el dorso de la mano la sangre que escurría de su mejilla.

—Sí —contestó William y añadió—: El arroyo serpentea por una gruta a la que un humano sería incapaz de acceder, podemos dejarlos allí.

Adrien aceptó la sugerencia y se agachó para arrastrar el primer cadáver.

Un movimiento entre los árboles los alertó. Se miraron un instante y echaron a correr. La chica Nefilim se alejaba en dirección a las cuevas. William la interceptó cortándole el paso y, cuando ella se giró para huir en sentido contrario, Adrien se materializó frente a ella. El vampiro sacudió la cabeza con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Adónde crees que vas? —preguntó Adrien con la daga en la mano.

—Yo no quería venir… —empezó a decir la chica—. Me obligaron para que me endureciera.

—¿Endurecieras? —preguntó William con el ceño fruncido.

—Sí, eso es lo que me decía T. J., que debía endurecerme viendo por mí misma la clase de monstruos que nos rodean. Que tenía que comprobar las cosas que son capaces de hacer contra los humanos.

—¿Monstruos como nosotros? —preguntó Adrien, retándola con el tono de su voz a contestar.

La chica desvió la mirada y se encogió de hombros.

—Yo no quería venir, ni siquiera sabía que era medio humana hasta que ellos me encontraron.

Lentamente Adrien bajó la daga y miró a William.

—No podemos dejar que se vaya, traerá a otros.

—¡No, no lo haré, te juro que no! —exclamó con vehemencia—. Yo protegí a la chica, a vuestra amiga. Ellos la querían para que os llamara y os hiciera venir, pero yo le robé el teléfono y les convencí de que usaran los mensajes. Ella está bien gracias a mí, querían matarla por ser una sierva.

De repente sonó un clic. Los tres se giraron y vieron al jefe de los Nefilim de pie, apoyado en el tronco de un árbol y apenas se mantenía derecho, pero conservaba la fuerza suficiente para sujetar la ballesta y apretar el gatillo.

De un empujón, William apartó a la chica de la trayectoria de la flecha, y apenas tuvo tiempo de inclinar su cabeza hacia atrás para que no se clavara en su cara. Adrien saltó y apareció tras el Nefilim, lo agarró del pelo y le rebanó el cuello.

—La chica se ha escapado —dijo William cuando Adrien regresó.

—Ya —replicó con tono mordaz—. Tus debilidades van a matarte un día.

Se sentó agotado en el suelo con la espalda apoyada contra un árbol. William lo imitó y hundió la cabeza entre las rodillas. Regenerarse de tantas heridas los había debilitado hasta un punto peligroso.

—¿Una tregua? —preguntó Adrien. William levantó la cabeza con lentitud y clavó sus ojos azules en él—. Porque estoy sediento y cansado, y creo que sería una estupidez malgastar fuerzas intentando matarnos. —William asintió y se recostó sin apartar la mirada de Adrien—. Bien, porque necesito un trago. ¿Te gusta la cerveza?