3

Accedieron a la pista de despegue a través de una puerta de cristal de la terminal, justo cuando el avión abandonaba uno de los hangares y se detenía a pocos metros de ellos. Una mujer descendió por la escalerilla y se dirigió a su encuentro con paso rápido. Llevaba un sobrio traje gris y el pelo recogido en la nuca, un pañuelo de color rosa ondeaba anudado en su cuello.

—Buenos días, señor Crain —dijo a William, ofreciéndole la mano. A continuación estrechó la de Kate—. Soy Beth Campbell y trabajo para su padre. Seré su asistente durante el vuelo. —Hizo un gesto para que la siguieran al avión—. El equipaje ya está a bordo y el catering que solicitó. También se ha dispuesto un lugar para su coche hasta su regreso —indicó mientras terminaba de subir la escalerilla. Se hizo a un lado para permitirles el paso al interior y cerró la puerta tras ellos—. Informaré al piloto de que ya están a bordo y de que podemos despegar.

Tres horas después, el ambiente en el interior del avión estaba bastante animado. Kate volvió a guardar su libro dentro de la mochila. Tras leer el mismo párrafo una y otra vez, se convenció a sí misma de que sería incapaz de concentrarse mientras William y Shane no dejaran de reñir como niños. Estaban jugando al póker y, más que una partida, aquello parecía una batalla campal.

Se reclinó perezosa en su asiento, observándolos divertida. Pensando que si una semana antes, alguien le hubiera dicho que acabaría dentro de un avión, rodeada de vampiros y hombres-lobo, habría llamado sin dudar al psiquiátrico más cercano. Pero allí estaba, convertida en una especie de Mina del siglo XXI.

—¿Vas o no? —preguntó Shane a William.

William miró de nuevo sus cartas y a continuación la expresión de su amigo. Era indescifrable. Se acarició la mandíbula, pensativo.

—Vale, ahí van veinte.

Una sonrisa de suficiencia transformó el rostro de Shane.

—Veo tus veinte y subo otros veinte.

William se enderezó de golpe, frunciendo el ceño con desconfianza.

—¡Ja! ¿Estás de broma? Es imposible.

Kate escondió una carcajada. Le encantaba el nuevo William: divertido, relajado, feliz. Tan diferente al chico oscuro, triste y enfadado que conoció en un principio.

—Deja de quejarte y juega —replicó el licántropo.

—De acuerdo, veo tus veinte —masculló William—. ¿Qué tienes?

Shane dejó las cartas sobre la mesa con premeditada lentitud y una sonrisa maliciosa iluminó su cara.

—Póker de ases —anunció, y empezó a recoger el dinero a toda prisa.

—¡Venga ya, estás haciendo trampas! —bufó William, arrojando sus cartas contra él.

—Yo no hago trampas, estás ante un maestro.

—Maestro del timo, querrás decir.

Shane esbozó una sonrisa engreída.

—Asúmelo, William. Soy un lobo astuto e inteligente, y tú un pequeño murciélago…

No terminó la frase porque William se abalanzó sobre él. El estruendo de las carcajadas masculinas llenó por completo el ambiente, mientras fingían pelearse.

—Y se supone que damos miedo, ¡si los humanos vieran esto! —comentó Marie mientras se acomodaba junto a Kate con un vaso de plástico entre las manos.

Kate no pudo evitar que sus ojos se clavaran en el líquido rojo y espeso que lo llenaba.

—Si te resulta desagradable, puedo… —dijo Marie con cierta aprensión, pensando que quizá era demasiado pronto para comportarse con tanta naturalidad delante de Kate.

—No, tranquila. Debo acostumbrarme —respondió con sinceridad, a pesar de que sus ojos seguían fijos en el vaso.

Marie le agradeció su esfuerzo con una sonrisa y dio un sorbo a la sangre, poniendo mucho cuidado en no mancharse los labios.

—¿Y cómo lo llevas? Todo esto, quiero decir —preguntó la vampira.

Se deshizo de los zapatos y subió las piernas al asiento. Dio otro trago a su vaso, aliviada por la sensación de calor que le recorría las venas. La presencia de Kate dejó de resultarle perturbadora.

—¡Bien! —exclamó la joven en el tono más despreocupado que pudo adoptar.

—¿De verdad? ¿No estás nerviosa ni preocupada? Porque sería de lo más normal —insistió Marie.

Le había cogido cariño a Kate y deseaba por encima de todo que se sintiera cómoda entre ellos. Quería que se convirtiera en su amiga, en algo parecido a una hermana, porque nunca había tenido una de verdad y la joven humana comenzaba a llenar ese vacío.

—Ahora ya no —empezó a decir Kate—. Cuando te das cuenta de lo que de verdad necesitas, todo lo demás deja de ser importante. A mí solo me preocupa que William y yo estemos bien, que estemos juntos —dijo con un suspiro.

De repente William se giró hacia ella, y su mirada fue tan intensa y tan íntima que hubiera derretido un iceberg en el Ártico. Le dedicó una sonrisa radiante y volvió a fijar su atención en Shane, que acababa de darle un codazo en el costado para que continuara jugando.

—Nunca le había visto así, nunca. Oírle reír de esa forma, el brillo de sus ojos… —musitó Marie. Guardó silencio y un destello airado iluminó su mirada. Estaban discutiendo otra vez, acusándose mutuamente de hacer trampas—. ¡Aunque no me importaría nada lanzarlos al vacío si no paran de una vez! —chilló a pesar de que hubieran podido oírla susurrar a un kilómetro de distancia. Lanzó un grito exasperado cuando Shane la miró por encima del hombro y le guiñó un ojo.

—Tiene suerte de ser tan guapo, si no lo estrangularía —le dijo a Kate al oído.

En cuanto anocheció, William descubrió las ventanillas y Kate pudo contemplar el paisaje. Se acomodó en uno de los asientos y la atrajo hacia él para que se sentara en su regazo. Distraídamente comenzó a acariciarle la espalda, deslizando los dedos de arriba abajo con lentitud, mientras ambos mantenían la mirada fija en la oscuridad del exterior.

Kate se percató de que estaba más callado de lo habitual. Observó su rostro; unas pequeñas arrugas le fruncían la frente. Le rozó la mejilla con los dedos y él ladeó el rostro buscando la palma de su mano, ensimismado en sus pensamientos.

—¿No vas a contarme qué te preocupa? —susurró Kate, deslizando la mano hasta enredar los dedos en el cabello de William. Le encantaba el tacto suave que tenía.

Él la miró un instante y le dedicó una sonrisa cargada de ternura. Volvió a contemplar el paisaje a través de la ventanilla, en el horizonte empezaba a intuirse la costa oeste de Inglaterra.

—Me marché de casa en 1858. Desde entonces mis visitas no han sido muy numerosas y creo que la más larga apenas duró una semana. Yo también me siento un poco extraño al venir aquí, pero por otros motivos. —Cerró los ojos con un estremecimiento de placer, cuando ella le acarició la nuca con un suave masaje—. Nunca han dejado de insistir en que regrese, pero yo no podía volver. Siento que les he fallado durante todos estos años.

—No les has fallado, simplemente insistían porque se preocupaban por ti y te echaban de menos. Pero en el fondo sabían que el momento debías decidirlo tú, por mucho que tardaras.

William abrió los ojos y la miró con el ceño fruncido.

—¿Cuánto habéis hablado Marie y tú sobre mí? —preguntó con cierta curiosidad.

—Solo un poco —admitió ella con una sonrisa chispeante.

William le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la cabeza sobre su pecho. La piel tibia de la chica y el latido de su corazón distraían sus sentidos. Una dulce tortura a la que no renunciaría jamás.

—No tengo intención de establecerme en Inglaterra, aunque les aseguré que lo haría, y temo que eso vuelva a decepcionarlos. —Alzó la mirada para contemplar sus ojos—. Mis planes han cambiado —dijo en un dulce susurro.

A Kate le dio un vuelco el corazón. Tragó saliva para aflojar el nudo que sentía en la garganta.

—¿Y… y qué planes tienes ahora? —preguntó con voz entrecortada. Hasta ese momento, él no había mencionado un futuro mas allá de los próximos días en Inglaterra.

—Quiero quedarme en Heaven Falls. Iré a Harvard contigo si todavía quieres ir, y…

—¿Y? —lo urgió.

William acarició sus labios con los dedos y recorrió su rostro con una mirada cálida e intensa que la hizo estremecerse.

—Y hablaremos de eso cuando volvamos a casa —dijo con una sonrisa traviesa.

Kate frunció los labios con una mueca de disgusto. Pero por dentro su cuerpo se agitaba con miles de mariposas que amenazaban con salírsele por la boca. La forma en la que había dicho cuando volvamos a casa, era mejor que cualquier declaración o promesa que hubiera podido hacerle.

Cuando descendieron del jet, una limusina negra los esperaba a pie de pista. La puerta trasera del vehículo se abrió y un hombre vestido con un impecable traje gris se acercó a ellos a paso rápido. Se paró frente a William, dibujando una sonrisa amable en su cara.

—William —pronunció su nombre a modo de saludo y le tendió la mano—. Me alegro de verte.

—Yo también me alegro de verte, Duncan —respondió el vampiro. Rodeó los hombros de Kate con el brazo—. Quiero presentarte a alguien muy especial. Ella es Katherine —dijo en un tono ceremonioso a la vez que posesivo.

Duncan abrió los ojos como platos, pero rápidamente esbozó una sonrisa en la que trató de esconder su desconcierto. Alargó la mano para saludar a Kate, y la sorpresa terminó de abrumarlo en el momento en el que la cálida piel de la joven le confirmó que era humana.

—Y a Shane Solomon —continuó William.

—¿Shane Solomon? —repitió Duncan—. ¡Vaya… es un placer! —Sus ojos brillaron con fascinación. Llevaba toda su vida rodeado de vampiros, pero nunca había conocido a un hombre lobo. Alargó el brazo, vacilante, y estrechó la mano de Shane apabullado por su presencia, sus dedos la envolvieron como cables de acero.

—Duncan, ¿tardarás mucho con el papeleo? Mataría por un baño de espuma —dijo Marie con un mohín y se colgó del brazo de Shane, apoyando la cabeza sobre su hombro.

Ese gesto pareció sorprender tanto al chico como al abogado. El hombre negó con la cabeza y empezó a rebuscar en sus bolsillos. Sacó unas llaves y se las entregó a William.

—Podéis iros, Beth y yo nos encargaremos de vuestros pasaportes y del equipaje —dijo de forma diligente.

—¡Un momento! —exclamó William—. ¿Beth Campbell es tu hija? —preguntó sorprendido. No se había dado cuenta hasta ese momento de que la joven compartía su apellido con Duncan.

El hombre asintió.

—Los Campbell llevan más de un siglo sirviendo a los Crain, y seguirán haciéndolo. Hace mucho tiempo que esta relación dejó de ser meramente comercial —respondió con afecto.

William le agradeció sus palabras con una leve inclinación de cabeza. Duncan le devolvió el gesto y se encaminó al interior del jet.

—Larguémonos de aquí —sugirió Marie, tirando de la mano de Shane.

Los cuatro se alejaron con paso rápido del jet que comenzaba a maniobrar en dirección a los hangares.

Kate miró la brillante limusina. No terminaba de sentirse cómoda entre tanta ostentación.

—¿Vamos a ir en eso?

—No —respondió William—. Iremos en eso.

Y, como si hubiera oído sus palabras, la limusina se puso en marcha y avanzó, dejando a la vista un precioso BMW M6 descapotable.

La cara de William se iluminó. Robert le había regalado aquel coche y le encantaba. Rodeó con su brazo la cintura de la chica y apretó el paso.

—¿Es tuyo? —preguntó Kate con los ojos como platos. No es que entendiera mucho de coches, pero no había que ser un experto para darse cuenta de que no habría muchos como aquél.

—Sí, y ahora también es tuyo, puedes cogerlo cuando quieras —dijo con una sonrisa radiante. La estrechó contra él y la besó en la coronilla.

Dejaron tras ellos la ciudad y enfilaron una carretera que serpenteaba a través de los valles y colinas de la campiña inglesa. El viento sacudió el cabello de William, alzó el rostro y contempló el cielo estrellado. Aceleró un poco más y el motor rugió con un sonido que le puso el vello de punta. Una sonrisa curvó sus labios, que acabó transformándose en una suave risa al sentir los dedos de Kate acariciando su nuca. Giró la cabeza para mirarla y su pecho se infló con un amor desbordante. Los verdes ojos de la joven brillaban como dos faros en la oscuridad y, bajo la luz del salpicadero, su piel destacaba con una tenue luminosidad de la que no podía apartar la mirada.

Kate se contagió de su risa y alzó los brazos por encima de la cabeza, dejando que el aire azotara su piel.

—¿Este trasto no puede ir más rápido? —preguntó Shane desde el asiento trasero.

William le lanzó una mirada divertida por el espejo retrovisor. Aferró el cinturón de seguridad de Kate y le dio un tirón para ajustárselo.

—Agárrate —le dijo, y pisó el acelerador a fondo.

Kate apenas podía distinguir nada en la oscuridad, solo la hierba que bordeaba la carretera y el contorno de algunos árboles. Ascendieron por una pequeña colina y, al llegar arriba, las luces de una ciudad surgieron brillantes ante ellos.

—Shrewsbury —anunció William.

Circularon a través de sus calles. El buen clima de principios de verano invitaba a sus gentes a salir, ocupando las terrazas de los restaurantes y de los bares.

Se dirigieron al norte. Unos kilómetros después, llegaron a una bifurcación y giraron a la derecha. Volvieron a girar a la derecha en otro cruce, tomando un camino de tierra que pasaba desapercibido entre los altos setos que bordeaban la carretera.

La luz de los faros iluminó una valla de madera con un cartel que prohibía el paso. William aminoró la velocidad hasta detenerse y se inclinó sobre Kate para coger algo de la guantera. Sacó un pequeño mando y apuntó hacia la portezuela. Esta se abrió lentamente.

Kate se quedó de piedra. Para cualquiera que por allí pasara, aquella valla tenía el aspecto de un redil para animales. Estudió con atención la oscuridad, mientras continuaban la marcha. No se distinguía nada más allá de la luz de los faros, ni una tenue luminosidad que indicara alguna casa cercana. Al cabo de unos minutos, una enorme verja de hierro, sujeta por dos columnas de piedra gigantescas, se alzó ante ellos. La parte interior de la verja estaba cubierta por unas gruesas planchas de hierro y un alto seto que hacía imposible divisar nada del otro lado. Captó un leve movimiento y un destello en la parte superior. Entrecerró los ojos y entonces las vio: había cámaras de seguridad controlando todos los ángulos.

Las puertas se abrieron y William avanzó lentamente. Unos metros más adelante una nueva verja, esta un poco más pequeña, les cortó el paso. El vampiro alargó el brazo y tecleó una clave sobre el panel de un intercomunicador. La puerta se abrió inmediatamente.

Kate empezó a ponerse muy nerviosa. Todas aquellas medidas de seguridad eran extraordinarias y la casa ni siquiera se divisaba a lo lejos. Giró la cabeza para ver cómo se cerraba aquella cancela de acero y sus ojos se encontraron con los de Marie. La hermosa vampira le dedicó una sonrisa tranquilizadora.

—¿Qué es eso? —preguntó Kate. Acababa de ver unos pequeños puntos luminosos de color rojo que destacaban sobre la hierba en la oscuridad.

—Sensores de movimiento —contestó William.

Se sumergieron en una frondosa arboleda. La humedad de la noche se condensaba en las hojas de los árboles y una fina llovizna, apenas perceptible, cayó sobre ellos.

Los ojos de Kate se abrieron como platos al abandonar el pequeño bosque y contemplar la enorme construcción que se alzaba orgullosa frente a ella. Desde luego no le pareció una casa, William se había referido así al edificio, ni siquiera una sobria mansión tal y como la había descrito Marie. Ante ella se levantaba un hermoso castillo.

Conforme se iban acercando, Kate pudo ver con más claridad las torres, los muros de piedra cubiertos de hiedra y a los Guerreros que vigilaban desde lo alto. Después de conocer a Cyrus y a sus hombres, reconocería a aquellos vampiros en cualquier parte. Eran increíblemente altos y corpulentos, fieros y peligrosos. Y saber que estaban allí era todo un alivio, porque ahora que conocía la existencia de los renegados, el mundo ya no le parecía tan seguro. Y aquel pensamiento era un sinsentido, hallarse segura rodeada de vampiros.

—¡Ya hemos llegado! Bienvenidos a Blackhill House —anunció William mientras rodeaba una hermosa fuente y detenía el coche frente a una escalinata con la balaustrada torneada.

Se bajó del vehículo y ayudó a Kate a descender. Miró hacia arriba y contempló su hogar con un nudo en la garganta. Hasta ese momento no había sido consciente de lo mucho que echaba de menos aquellos muros.

La enorme puerta de la mansión se abrió y, a través del umbral, apareció la mujer más hermosa que Kate jamás había contemplado. El pelo oscuro y liso caía por su espalda como una cascada hasta la cintura. Su delicado rostro enmarcaba unos profundos ojos negros y brillantes como el ónice. Era menuda y delgada, mucho más pálida que William, tanto que parecía etérea, casi irreal. Lucía un vestido blanco, vaporoso y largo hasta los pies, y unas sandalias plateadas que repiqueteaban contra la escalinata como si fueran campanillas. Pero lo que más sorprendió a Kate fue la expresión de su rostro al acercarse a William. El amor que reflejaba lo iluminaba con tanta luz, que hubiera rivalizado con la estrella más hermosa y brillante del firmamento.

Tras ella apareció un hombre; su imagen era tan impresionante que tuvo que apretar los dientes para asegurarse de que no tenía la boca abierta de par en par mientras lo miraba. Su pelo era del color de la miel y los ojos como el lapislázuli. Vestía con un pantalón gris y un jersey del mismo color con el cuello en pico, que resaltaba sus amplios hombros. Con aquel regio y magnífico porte era imposible no darse cuenta de que aquel hombre era Sebastian Crain.

—¡William! —exclamó la mujer extendiendo sus brazos hacia él.

William abrió los brazos y los cerró en torno a su delgada figura. Ella tomó su rostro entre las manos y se puso de puntillas para besarlo en las mejillas.

—Hola, madre —dijo William con voz ronca.

El nudo que oprimía su garganta amenazaba con ahogarlo. Sin soltar la mano de Aileen, dio un par de pasos al encuentro de Sebastian. Se miraron un instante y William extendió el brazo ofreciéndole la mano. Sebastian se la estrechó con un fuerte apretón e inmediatamente tiró de ella para atraer a su hijo hacia su pecho y darle un fuerte abrazo.

—Hijo mío —susurró junto a su oído. Permanecieron así unos segundos.

—¿Y Robert? —preguntó William un poco decepcionado, había esperado encontrar allí a su hermano.

—Deseaba con todo su corazón estar aquí para recibirte, pero unos asuntos se lo han impedido —respondió Sebastian.

Lo soltó lentamente y lo miró con atención, estudiando su rostro a conciencia, y lo que vio fue de su agrado. Su hijo emanaba calma, alegría, y de sus ojos había desaparecido el odio y la desdicha. Alzó la vista por encima del hombro de William y clavó la mirada en la joven humana.

William se acercó a Kate y le rodeó los hombros con el brazo.

—Quiero presentaros a Kate… —dijo besándole en la sien—, mi ángel de la guarda. Ellos son mis padres: Aileen y Sebastian.

—Ho… hola, es un placer —dijo Kate en un susurro, completamente cohibida.

—¡Dios mío, es una delicia, William! —exclamó Aileen.

Kate no pudo evitar dar un respingo ante el comentario.

Aileen la tomó por los hombros y la estrechó con cariño, presionando su mejilla ligeramente contra la de ella. Sebastian la besó en la mano con una elegante reverencia.

—El placer es nuestro, querida. Y debo decir que mis hijos fueron bastante parcos a la hora de describirte. Tu belleza es incomparable —dijo Sebastian con una nueva reverencia, y sus ojos brillaron como los de un felino en la oscuridad.

El corazón de Kate comenzó a latir cada vez más deprisa y el rubor ascendió hasta sus mejillas en ardientes oleadas. El magnetismo y el poder que desprendía Sebastian colmaban el ambiente.

—Ya os dije que era especial —intervino Marie—. Ven, quiero enseñártelo todo —le dijo a Kate y tiró de ella arrastrándola al interior del palacio.

Entonces Sebastian se dirigió a Shane.

—Shane Solomon, es un honor recibirte en mi casa —dijo con una inclinación de su cabeza.

—Os aseguro que el honor es mío, señor. Sois una leyenda viva.

Sebastian sonrió con agrado al licántropo.

—Siempre estaremos en deuda con los Solomon. Gracias por haber protegido a mi hijo.

Shane le devolvió el gesto y una sonrisa temblorosa se dibujó en sus labios cuando Aileen se colocó a su lado y enlazó su brazo al de él.

—¡Espero que tengas hambre! —exclamó ella—. Esta noche cocinaré para vosotros, ¿te gusta el carpaccio de ternera? El pan toscano es delicioso, o eso creo.

Shane abrió los ojos como platos y un ligero rubor invadió sus mejillas. No quería imaginar qué clase de comida podía cocinar un vampiro que no comía. Abrió la boca para decir algo pero las palabras se negaban a salir, finalmente asintió.

Estaba a punto de amanecer cuando Sebastian, Aileen y Marie se retiraron a los pisos inferiores. William guió a Kate a través del vestíbulo. Subieron las escaleras que llevaban al primer piso y enfilaron un largo corredor. Giraron a la derecha y subieron otro tramo de escaleras. Continuaron por un amplio pasillo de paredes decoradas con hermosas pinturas e impresionantes esculturas sobre pedestales. Giraron de nuevo a la derecha y avanzaron unos metros hasta detenerse frente a una puerta con el picaporte de bronce.

William la abrió y dejó que Kate entrara primero. Ella se detuvo en el vano de la puerta y recorrió con la mirada toda la estancia. Una cama inmensa de madera con dosel, vestida con almohadones y sábanas blancas, ocupaba el centro de la habitación. Había una cómoda, un tocador, un pequeño escritorio bajo una de las ventanas, un armario y un diván repleto de cojines. Cada uno de aquellos muebles era una auténtica obra de arte, piezas de museo por las que muchos coleccionistas pagarían cantidades astronómicas. El suelo estaba cubierto de alfombras y, a los pies de la cama, Kate encontró su equipaje.

Entró muy despacio, giró sobre sí misma un par de veces contemplándolo todo y se paró junto a la cama. Acarició las columnas del dosel y la suave tela que colgaba de ellas. Luego se dirigió a una de las ventanas y apartó las cortinas con la mano. Desde allí las vistas eran maravillosas. La habitación daba a la parte trasera de la mansión, frente a un amplio jardín repleto de lilas, violetas y madreselva, de setos perfectamente cortados con las formas más asombrosas que jamás había visto. Más allá del jardín, pudo distinguir el contorno de un lago de aguas tranquilas y brillantes bajo la luz de la luna. A lo lejos, la silueta de lo que parecía un campanario semiderruido se perfilaba contra el cielo.

William observaba a Kate sin moverse de la puerta, dejando que se tomara su tiempo para familiarizarse con la estancia. Lentamente se acercó hasta ella por detrás y le rodeó la cintura con los brazos, atrayéndola hacia él. Depositó un suave beso en su cuello.

—¿Esta es mi habitación? —preguntó Kate.

—Sí. ¿Te gusta?

—Es maravillosa —contestó mientras giraba sobre sus talones para mirarlo a los ojos.

—Era de Marie. La ocupó hasta que… ya sabes, hasta que…

Kate asintió, entendía perfectamente a qué se refería.

—No te importa, ¿verdad? —continuó William.

—No, claro que no. Si a ella tampoco le importa.

—No tienes que preocuparte por eso. Marie te adora, creo que vendría a arroparte si pudiera —dijo con una mueca divertida.

—¿Y esa puerta? —preguntó Kate, mirando por encima del hombro de William.

—Ahí está el baño. Ven, te lo enseñaré.

La tomó de la mano y la acompañó.

El baño era casi tan grande como el dormitorio. Tenía un espejo enmarcado en madera que ocupaba todo el ancho de la pared. Bajo él había dos lavabos con la grifería de bronce, enfrente una bañera antigua de patas esculpidas con forma de león. La nota discordante era una ducha de hidromasaje enorme, junto a una estantería repleta de toallas suaves y esponjosas, sales de baño, aceites y jabones olorosos.

—¿Y esa? —volvió a preguntar Kate señalando otra puerta en el baño.

—Esa es mi habitación, ¿te gustaría verla?

Kate asintió con la cabeza y siguió a William a través de la puerta. El suelo de madera estaba completamente desnudo, a excepción de una alfombra gris a los pies de un diván de piel marrón. La cama era idéntica a la de la otra habitación, pero el edredón y los almohadones que la cubrían eran de colores oscuros que iban del negro al gris. El escritorio estaba repleto de libros amontonados entre los que sobresalía la pantalla de un iMac. También había un armario, una cómoda y un par de estanterías. Una de ellas con muchos más libros, y la otra dejaba entrever a través de sus puertas de cristal, un equipo de sonido y una colección de música en la que debía de haber cientos de CDs y discos de vinilo. Pero lo que más sorprendió a Kate, fue el rincón junto a la ventana. Había un caballete con un lienzo a medio pintar, una mesa en la que reposaban una paleta, un tarro de cristal lleno de pinceles de todos los tamaños y varios tubos de óleo. Se acercó y vio, apoyados contra la pared, una decena de lienzos con hermosos paisajes y retratos.

—¿Los has pintado tú? —preguntó con los ojos de par en par. William asintió—. Jared me dijo que pintabas, pero nunca imaginé… ¡Son preciosos! —exclamó sin apartar la mirada de los dibujos—. ¡Podrías dedicarte a esto si quisieras! —sugirió entusiasmada, y se giró para encontrarse con William a solo unos centímetros de ella.

Él no contestó, se limitó a mirarla con una intensidad abrumadora. De repente deslizó una mano por su nuca, la atrajo hacia él y la besó.

Unos golpecitos en la puerta interrumpieron el momento.

—Espero que sea importante, porque si no, pienso despellejarlo —susurró William, soltándose con reticencia del abrazo de Kate—. ¡Pasa!

Shane entró en la habitación, descalzo y sin camiseta.

—Siento molestaros, pero es que… ¿dónde demonios está la cocina? Me muero de hambre.

William gruñó dedicándole una mirada asesina, y Kate no pudo evitar reír a carcajadas.