—¡Vamos, déjame a mí, déjame a mí! —dijo la señora Rossdale.
Kate dio un par de tirones más a la cremallera y se rindió refunfuñando. Bajó los brazos y dejó que la señora Rossdale terminara de abrocharle el vestido.
—Preciosa —dijo la mujer—. Este verde te favorece, Kate. Hace juego con tus ojos.
—Gracias, señora Rossdale. ¿Hemos terminado ya? —preguntó forzando una sonrisa.
—Sí, cariño. Ahora te sienta como un guante. —Miró el reflejo de la joven en el espejo y le deslizó las manos por la cintura para alisar una arruga—. Puedes quitártelo.
Kate entró en el probador y se quitó el vestido. Volvió a vestirse con su ropa y esperó pacientemente a que empaquetaran su precioso traje de dama de honor.
El día estaba siendo un espanto. Se sentía abrumada, al borde de un precipicio que amenazaba con dejarla caer para ser engullida por un oscuro y profundo abismo.
Habían pasado dos días desde el ataque de los Nefilim y nadie sabía nada de ellos. Por lo que los planes seguían su curso y esa misma tarde, al anochecer, se celebraría la boda entre Evan y Jill.
Dos días en los que no había vuelto a tener noticias de Adrien. Le pidió que se marchara y él cumplió su deseo sin una sola objeción. Se despidió con un beso en la mejilla y un ya sabes cómo encontrarme si me necesitas. Después de la dolorosa despedida, Kate había pasado el resto de la noche llorando. En el fondo no le importaba nada de lo que Adrien pudiera haber hecho antes, sabía que pensar así no era lo correcto, pero no podía evitarlo. Había sido su salvavidas, le había devuelto el aire y, en parte, las ganas de respirar. Sin embargo, también sabía que debía alejarse de él, era la única forma de protegerlos a todos, de que no acabaran enfrentándose por su culpa.
Dos días en los que no había conseguido apartar a William de su mente, y esos pensamientos eran demasiado dolorosos y amargos. Había regresado más guapo que nunca, con el pelo algo más largo y un brillo especial en la piel que ya no parecía tan pálida. Pero su regreso no se debía a ella. Eso fue lo que se repitió a la mañana siguiente del ataque, cuando William apareció en su puerta y se negó a hablar con él. Apagó el teléfono al quinto mensaje y después de eso, él debió de captar la indirecta, porque dejó de insistir. Era cobarde hacerlo, pero prefería esconderse. Era incapaz de aguantar sus disculpas, sus excusas y un nuevo adiós. Eso sería más de lo que podría soportar.
Sin embargo, esa tarde debía dejar a un lado la cobardía y armarse de determinación. Jill se casaba, era el día más importante en la vida de su amiga y jamás se perdonaría si se lo estropeaba. Además, era una mujer adulta, resuelta, que estaba a punto de entrar en la universidad. Iba a vivir sola, a cuidar de sí misma. Debía rehacerse y seguir adelante, empezando por afrontar su mayor reto, enfrentarse a William.
Abandonó la tienda con la enorme caja en los brazos. Pasó por la zapatería y recogió las sandalias. Lo guardó todo en el coche y se dirigió a la residencia de los Solomon. Sabía que los chicos estarían en la nueva casa de Shane. Evan iba a vestirse allí para cumplir con la tradición de no ver a la novia hasta el momento de la ceremonia.
Tamborileó con los dedos el volante. Tenía los nervios de punta, le temblaban las manos y la ansiedad que sufría le estaba provocando mareos. El cóctel perfecto para sufrir un accidente.
No le quedó más remedio que aparcar en el camino, a varios metros de la casa, entre el camión del catering y el de las flores. Acercarse hasta la puerta se convirtió en toda una odisea. Había gente de la organización por todas partes, corriendo de un lado a otro ultimando detalles. Kate se sorprendió de que se necesitaran tantas cosas para una pequeña e íntima ceremonia, con apenas un centenar de invitados que no tardarían en llegar.
Tocó el timbre, un segundo después la puerta se abrió y Jill apareció en el umbral. Se llevó una mano al pecho y la otra a la boca ahogando un sollozo.
—¡Estás aquí! —exclamó Jill con ojos brillantes.
—¡Toma, pues claro! ¿Dónde quieres que esté? —respondió Kate sonriente y entró en el salón cargada de bolsas.
Subieron al piso de arriba, hasta la habitación que habían dispuesto para que la novia y las damas se vistieran. Entraron y Jill cerró la puerta con el pie, sin apartar la mirada de su amiga.
—Creí que con él aquí… —dijo algo vacilante tras ella.
Kate lo dejó todo sobre la cama, se detuvo un instante y tomó aire para tranquilizarse. Se sentía tan débil de cuerpo y espíritu que no tenía ni idea de dónde sacar la fuerza para afrontar el día. Se giró con una sonrisa.
—Ni él ni nadie es tan importante como para apartarme de tu lado el día de tu boda.
—¿Estás segura? Porque lo entendería, de verdad.
—Estoy bien, Jill. Es algo que antes o después tendré que afrontar. Se acabó esconderse.
Jill le sonrió y le dio un fuerte abrazo. Juntas sacaron el vestido de la caja y lo colgaron para que no se arrugara.
—Kate, si quieres hablar, sabes que conmigo puedes hacerlo. No sé, antes nos lo contábamos todo. De hecho, yo sigo confesándote hasta mi último secreto, pero tú… pareces tan distante últimamente.
Kate sintió una punzada de culpabilidad. Empezó a estirar la falda del vestido con la mano, a pesar de que no era necesario pues la tela estaba impecable.
—Te lo estás imaginando, Jill. Nada ha cambiado entre nosotras.
—No me contaste lo de Adrien.
—No supe quién era de verdad hasta la otra noche. —Se dio la vuelta para no seguir dándole la espalda, aunque continuó con los ojos clavados en el suelo.
—Y… ¿dónde está ahora?
—No lo sé, le pedí que se marchara.
—¿De verdad? —inquirió Jill sorprendida.
Kate asintió.
—Sí.
—Creo que has hecho lo correcto. Al fin y al cabo él, bueno… él es el enemigo —señaló un poco incómoda.
Para Kate fue como un cubo de agua fría. Estuvo tentada de responder que Adrien no era el enemigo de nadie, que era un buen chico, divertido y cariñoso; puede que un poco creído, pero eso le daba un aire de seguridad al que era imposible resistirse. Y que si hubiera tenido algo más de tiempo para estar con él, habría podido averiguar lo que de verdad escondía y que tan indigno le hacía sentirse. Sin embargo, se limitó a encogerse de hombros.
—William va a quedarse, ha vuelto a instalarse en su habitación —dijo Jill rehaciendo el nudo de su bata por trillonésima vez.
Kate contuvo la respiración, al tiempo que forzaba una sonrisa despreocupada en la que puso todo su empeño para disimular la cascada de emociones que la sacudían. Eso era algo con lo que no contaba, estaba segura que se iría tras la boda. Pero no había que ser un genio para darse cuenta de que esa decisión tenía que ver con Adrien… y no con ella.
—Jill, te casas dentro de tres horas, no creo que sea el momento de hablar de eso. —La tomó por las manos y esbozó su mejor sonrisa—. Deberíamos estar histéricas y buscando la forma de disimular ese grano. —Hizo una mueca mirando la frente de Jill.
—¡Un grano! ¿Dónde? —exclamó corriendo hacia el espejo, se apartó el flequillo y empezó a examinarse la piel con el corazón palpitando muy rápido. Se giró para fulminar a Kate con la mirada, pero inmediatamente comenzó a reír con ganas—. ¡Te mataría cuando haces eso!
Sonaron unos golpes en la puerta y Rose, la única prima que Jill tenía y que vivía en Houston, entró en la habitación. Kate se quedó de piedra al verla. La última vez que habían estado juntas ambas tenían siete años, y aquella niña regordeta, con gafas y aparatos en los dientes, se había convertido en una chica bastante guapa. Guapa a su manera, porque la estética gótica que lucía impresionaba. A partir de ese momento, Kate apenas tuvo tiempo de pensar en nada.
Rose era un terremoto, no dejaba de hablar, de contar chistes picantes y reía sin parar. Algo que cambió en cuanto vio el vestido que debía lucir. Entonces las que lloraban de risa eran Jill y Kate. Al final aceptó ponérselo, siempre y cuando la dejaran llevar sus botas negras de hebillas y enormes plataformas, y no tuviera que lucir tirabuzones bajo la corona de flores.
Entre bromas y muchos nervios, la habitación se fue llenando de gente. Rachel y Luce, la madre de Jill, pululaban de un lado a otro subiendo cremalleras y abotonando vestidos. La peluquera y la maquilladora, junto con la señora Rossdale, terminaban de retocar a la radiante novia que estaba realmente preciosa, mientras lanzaban miradas furtivas a Rose y refunfuñaban por lo bajo.
En cuanto se puso el sol, Keyla y Marie aparecieron en la habitación; otro de los momentos que Kate había temido a lo largo del día. Se preparó mentalmente para recibir la regañina por lo ocurrido en el grill, y levantó todas las barreras posibles para no perder los nervios cuando William saliera a colación. Pero, para su sorpresa, ninguna de las dos dijo nada. De hecho, parecía que no había ocurrido nada de nada y que las cosas estaban igual que siempre.
A pesar de aquella aparente normalidad, Kate sorprendió a Marie lanzándole miradas expectantes, incluso suplicantes, que no conseguía interpretar. Eso no mejoró su estado de ánimo, que fue empeorando conforme se acercaba la hora del enlace. Se sentó en el alféizar de la ventana y se estiró la falda del vestido. Observó su reflejo en el cristal, la corona de flores, los rizos castaños que enmarcaban su cara, la línea de sus hombros coronando el escote palabra de honor de su vestido. De repente la asaltó la irreprimible necesidad de salir corriendo. Era casi la hora, y los últimos invitados cruzaban la entrada. Eso significaba que él también estaría ya en el jardín.
Marie apareció a su espalda y posó una fría mano en su hombro.
—Es la hora —dijo la hermosa vampira.
Las sillas blancas, decoradas con lazos y flores, habían sido distribuidas formando un pasillo hasta el altar instalado bajo un bonito templete de madera. Grandes velones y antorchas iluminaban con su tenue luz el jardín, sobre el césped más velas protegidas por búcaros de cristal proyectaban sombras titilantes.
William contemplaba distraído una de esas sombras. Llevaba varios minutos ocupando su lugar al pie del altar, junto a Evan y el resto de testigos: Carter, Shane y Jared.
De repente se hizo el silencio y los músicos comenzaron a tocar la melodía que Jill había elegido como marcha nupcial.
William bajó la cabeza y cerró los ojos un instante, preparándose para el momento que llevaba esperando y temiendo las últimas horas, encontrarse con Kate.
Keyla encabezaba el séquito seguida de Rose, Marie y por último Kate, que trataba de no perder el paso mientras estrujaba su ramillete de flores entre las manos. Tras ellas, Jill avanzaba nerviosa y sonriente aferrada al brazo de su padre.
Todos ocuparon sus lugares bajo un cielo estrellado en el que la luna creciente empezaba a intuirse, Evan y Jill unieron sus manos sin dejar de mirarse ni un segundo, y el sacerdote comenzó la ceremonia. En su breve sermón habló del amor, de la fidelidad, de la confianza y la complicidad. De cómo se debía aceptar al amado con sus defectos, perdonando los errores para poder triunfar en el difícil camino que emprenden dos personas que se aman, cuando deciden unir sus vidas para siempre.
William trató de prestar atención, pero constantemente perdía conciencia de todo lo que sucedía a su alrededor. Su mirada vagaba de un lado a otro para acabar, casi sin darse cuenta, sobre el rostro de Kate. Ella se había negado a verle, a hablarle, ni siquiera había contestado a sus mensajes; y él se había prometido a sí mismo dejarla tranquila, hacer todo lo posible para que su presencia no la turbase. Pero contemplarla era algo que no podía evitar. Estaba tan hermosa que le hacía daño. La oyó suspirar y ese sonido tuvo un efecto narcótico en él. Contuvo el aire y ni se molestó en fingir que respiraba, tenía la sensación de que su cuerpo no era lo suficientemente grande como para contener las emociones que se agitaban en él.
Una ligera brisa, tan fría como un amanecer escarchado, agitó la hierba a su alrededor. El aire pareció electrificarse con pequeños chasquidos. De repente, Kate alzó la vista inquieta y lo miró fijamente a los ojos, como si supiera que él era el causante del fenómeno. Eso le hizo volver a la realidad del momento y desvió la mirada hacia Evan y Jill, que en ese momento sellaban su unión con un apasionado beso.
Más tarde, Kate observaba a los asistentes desde su mesa. Carter bailaba con una de las invitadas, una chica rubia de pelo largo y busto de modelo. Y de pronto la reconoció, se quedó atónita al comprobar que bajo el maquillaje y el elegante vestido, se encontraba Penny, la enfermera del doctor Anderson. Nunca habría imaginado que tras las gafas de pasta, su moño de severa institutriz y el uniforme blanco, se escondía semejante monumento a la feminidad voluptuosa.
Se obligó a apartar los ojos de ella y en su recorrido encontró al buen doctor y padre de la feliz novia, intentando no tropezar con el largo vestido de Rachel mientras exhibía sus más que dudosas dotes para el baile.
Junto a la barra, Daniel charlaba animadamente con Luce y su prometido, y brindaba con todos aquellos que se acercaban para volver a felicitarles. Entonces él ladeó la cabeza y la miró, como si supiera que lo estaba observando, y le guiñó un ojo con complicidad. Sonrió para sí misma divertida. Si esas personas supieran que se encontraban en compañía de vampiros y hombres lobos, la estampida sería apoteósica.
Se estremeció al sentir una mano fría sobre el hombro. Robert apareció a su lado y puso una copa de vino blanco ante ella mientras se sentaba.
—¿No bailas? —preguntó el vampiro.
Kate negó con la cabeza y sonrió.
—No me apetece.
—¿Ni siquiera conmigo? —Hizo una mueca para darle más énfasis a su tono compungido. Kate volvió a negar—. ¡Vamos, no estoy acostumbrado a que me rechacen! Sabes que eso hará estragos en mi ego narcisista.
—Está bien —aceptó finalmente.
Robert la tomó de la mano y con paso elegante y orgulloso la guió hasta el entarimado. Se inclinó con una leve reverencia y colocó la mano en su cintura.
—Supongo que te lo habrán dicho un millón de veces esta noche, pero ahora lo diré yo, estás preciosa.
Kate se sonrojó y alzó la barbilla para mirarlo a los ojos. Abrió la boca para decir algo, pero su mirada se topó con la de William que la observaba desde una mesa que compartía con Shane y Marie. Y tal y como había ocurrido otras tantas veces a lo largo de la noche, en las que sus miradas se habían cruzado, sintió que el tiempo se detenía a la vez que su corazón y su respiración. Intentó ignorar cuán irresistible era la atracción que sentía por él, cuán dolorosa.
—¿Qué pasa, ya no somos amigos? —inquirió Robert con una hermosa sonrisa que mostró sus dientes blancos y perfectos.
Kate parpadeó y se obligó a prestarle atención.
—¿Por… por qué piensas eso? —preguntó sorprendida.
—Los hechos hablan por sí mismos, llevo aquí unos días y ni siquiera me has llamado para saludarme. Hablábamos más cuando miles de kilómetros nos separaban.
—Yo podría decir lo mismo de ti.
Robert torció el gesto.
—Sí, supongo que sí. —Se quedó pensativo un instante, resopló y fijó su mirada azul en ella—. Prometí que no haría esto, pero… ¿Qué demonios hacías con ese tipo? ¡Le antepusiste a nosotros! —exclamó molesto.
Kate comprobó por el rabillo del ojo que William la miraba con disimulo. Apretó los labios, segura de que estaba escuchando.
—Empezaba a preguntarme cuándo empezarían las regañinas —replicó Kate.
—No voy a regañarte, se supone que ya eres mayorcita para saber lo que haces.
Los ojos de Kate brillaron desafiantes.
—Robert, puede que no lo creas, pero hice lo correcto. Él me salvó la vida, dos veces. Qué menos que devolverle el favor.
—¿Y no has pensado que todo podría formar parte de un plan?
Ella soltó una risotada sarcástica.
—¡Menudo plan! Arriesgar el pellejo contra unos Nefilim para ayudar a aquéllos que quieren verle muerto. ¿Y a qué viene esto? ¿Habéis echado a suertes quién debía darme la charla?
De los labios de Robert brotó un leve gruñido y Kate tuvo la sensación de que estaba conteniendo un duro sermón. Un sermón que probablemente merecería, pero no estaba dispuesta a que nadie la reprendiera como a una niña que no sabe lo que es mejor para ella.
—No, puedes estar tranquila. Hemos prometido olvidar este tema y respetar tus deseos —confesó el vampiro—. Entendemos tus motivos y nadie se acercará a Adrien a menos que él se acerque a nosotros. ¡Y lo hará, Kate, irá a por William! Solo espero que no tengamos que arrepentirnos de nada.
Kate tragó saliva y su respiración se aceleró. En el fondo sabía que Robert tenía razón. Sin embargo, no quería perder la esperanza de que todo acabara por solucionarse.
—Adrien no quiere hacerle daño a nadie —susurró. Bajó la mirada, como si de repente encontrara fascinantes los botones de la camisa del vampiro.
Robert levantó una ceja y observó el rostro de la muchacha, intentando ver más allá de la expresión de su cara. Exhaló un profundo suspiro y su rostro se transformó con una dulce sonrisa.
—Nosotros tampoco, pero a veces no queda más remedio —dijo en un tono de voz que a Kate le sonó demasiado paternalista.
La melodía terminó y Robert se separó de Kate con una nueva reverencia. Volvió a tomarla de la mano y la acompañó a su mesa.
—Respecto a William…
—No quiero hablar de él —lo cortó ella.
—Únicamente quiero decir que sería una pena que te alejaras de nosotros solo porque él y tú ya no estáis juntos.
—Lo sé, pero aún no estoy preparada para fingir que no pasa nada —admitió mientras cogía la copa de vino y le daba un sorbo.
—Kate, él te…
Ella hizo un gesto con la mano para que no continuara.
—No puedo hablar de él. ¿Eres capaz de entenderlo?
Dejó la copa sobre la mesa y se encaminó a la casa.