25

La luz rojiza del crepúsculo inundó la habitación a través de las ventanas. William se levantó de la silla que había estado ocupando las últimas horas y se acercó a la puerta del baño. La golpeó con los nudillos.

—Es la hora —gritó. A continuación cogió su bolsa de viaje, la abrió sobre la cama y sacó un par de dagas que guardó bajo su camiseta.

La puerta del baño se abrió y Robert apareció desnudo de cintura para arriba, la expresión de su rostro dejaba a las claras que estaba de un humor de perros.

—Si tengo que volver a pasar una hora más en un sitio como ese, te despellejo —dijo enfurruñado.

—Perdonad, majestad. Pero el baño era el único lugar sin ventanas.

—Podías haber buscado otro sitio. Esta habitación parece un solárium con tantas ventanas. Seguro que en el pueblo hay algún lugar donde un vampiro pueda descansar tranquilo.

William le dio la espalda con los ojos en blanco.

—La próxima vez dejaré que te achicharres en una suite de lujo, ¿contento?

—Vete a la mierda.

—¿Desde cuándo eres tan quejica? —preguntó William y le dio un empujón a Robert mientras este se abotonaba la camisa.

—No soy un quejica, pero me gustan las comodidades —respondió devolviéndole el empujón.

—Me alegro de que estés aquí.

—No intentes hacerme la pelota, William. Soy el mayor y siempre cuidaré de ti, ese es mi deber.

—Lo único bueno de todo esto ha sido saber que de verdad eres mi hermano, que compartimos la misma sangre.

Robert también guardó un par de dagas bajo su camisa. Se acercó al minibar en silencio, sacó una botella, desenroscó el tapón y dio un largo trago. Frunció los labios con una mueca de asco al tragar la sangre demasiado fría, y le pasó la botella a William.

—La noche que naciste fue la peor de toda mi vida —empezó a decir. Sonrió al ver el gesto de William—. Nos habíamos trasladado a Waterford porque no teníamos constancia de que allí hubiera vampiros, y así podríamos pasar desapercibidos y mantenerte oculto tras tu nacimiento. El parto se complicó, por lo visto venías de nalgas y ni Sebastian ni yo sabíamos qué hacer. Cuando por fin naciste, no respirabas, estabas muerto, William. —Suspiró concentrado, como si estuviera reviviendo aquellos momentos y le causaran el mismo dolor que en aquel entonces—. Sebastian te puso en mis brazos mientras él atendía a Aileen, y yo no podía dejar de mirarte. Eras mi carne, mi sangre, un milagro, y yo te deseaba. Te necesitaba como los humanos el aire, porque mi vida estaba dejando de tener sentido. Nada me ataba a este mundo y comenzaba a sumirme en mi propia oscuridad. Pero tú eras el futuro que yo necesitaba, mi propósito en la vida, y te habías apagado antes de que pudiera conocerte.

»Estaba a punto de amanecer, te envolví en una manta y salí afuera. Me dirigí a la playa, decidido a esperar el sol para reunirme contigo. Te abracé muy fuerte, mientras el maldito astro despuntaba en el horizonte, y entonces abriste los ojos, me miraste y tu boca se curvó con una sonrisa. Me salvaste la vida. Me juré que siempre te protegería y he intentado cumplir mi promesa. Aunque tú no me lo has puesto nada fácil —sonrió.

Se quedaron en silencio. La habitación del hotel se había sumido en la penumbra y la luz de las farolas se colaba a través de la ventana proyectando sus sombras en la pared.

—Gracias —dijo William tras unos segundos—. Gracias por cuidar de mí.

Robert no respondió, se acercó a su hermano y le dio un golpe cariñoso en la nuca. William se lo devolvió en el hombro. Al final acabaron fundidos en un rápido abrazo.

—Vamos a buscar a ese Elijah —dijo Robert revolviéndole el pelo.

La vieja casona se encontraba a las afueras de Providence. Aparcaron el Porsche frente a la valla de madera y permanecieron unos instantes en su interior, estudiando con ojos atentos los alrededores.

—¿Sabías que la mayor parte de renegados se encuentran en este país? —preguntó Robert sin apartar la vista de la ventanilla.

William no contestó, pero puso toda su atención en él.

—Calculo que unos trescientos y, gracias a Amelia, casi todos ellos creen que soy su señor, que soy un psicópata sanguinario que traerá de nuevo los viejos tiempos. No sé si tendré estómago para continuar con la farsa, pero voy a acabar con todos ellos y tú me ayudarás. Traeremos a los mejores Guerreros, y adiestraremos a otros. Va siendo hora de que la familia gobierne este país como debería haberlo hecho desde un principio. ¿Qué me dices?

William sonrió con un brillo acerado en los ojos.

—Cuenta conmigo. —Sacudió la cabeza mientras alzaba las cejas—. Siempre y cuando sobrevivamos a los ángeles, a los demonios y quién sabe a qué más.

—Eso no será ningún problema. Ellos nos subestiman y no tienen idea de cómo las gasta un Crain cabreado —dijo mientras bajaba del coche—. Bien, recapitulemos. Se supone que este tipo es una especie de fanático obsesionado con Lilith que ha pasado sus novecientos años investigando sobre ella. Cree en la existencia del cáliz y puede que sea el único que realmente sospeche dónde se encuentra.

—A grandes rasgos, eso es lo que nos dijo Silas.

Una ráfaga de fuerte viento agitó las ramas de los robles sobre sus cabezas. Cruzaron la calle y sortearon las zarzas y la maleza que crecían salvajes en el jardín delantero de la casa. Una contraventana se había soltado en parte de sus bisagras y golpeaba insistentemente contra la pared desconchada. Debía de hacer años que nadie la pintaba.

—Bonito lugar —murmuró Robert mientras llamaba a la puerta con los nudillos. Nadie respondió y volvió a insistir—. ¿Habrá salido?

—No, está ahí —dijo William en voz baja—. Es otra de mis virtudes —aclaró con ironía ante la mirada interrogante de su hermano.

Robert insistió de nuevo y no hubo respuesta. Sin dudar dio un paso atrás para echar la puerta abajo de una patada.

—¿Qué haces? —preguntó William apartando a su hermano de un empujón.

—Entrar.

—¿Y crees que después de irrumpir en su casa echando la puerta abajo querrá ayudarnos?

Robert suspiró ante la evidencia. Hizo un gesto con su brazo invitando a William a que lo intentara.

—Elijah… Elijah, nos envía Silas, dijo que tú podrías ayudarnos. —Silencio—. Sabemos que no hay nadie más que posea tus conocimientos, y necesitamos tu ayuda.

—¿Quiénes sois? —preguntó una voz en lenguaje antiguo al otro lado de la puerta.

—Somos William y Robert Crain, somos…

—Sé quienes sois —replicó la voz. La puerta se abrió y un anciano apareció en el umbral mirándolos con desconfianza—. ¿Y qué se le ha perdido a nuestros regios príncipes en estas tierras? —preguntó en tono mordaz.

—Se trata de Lilith, para ser más exactos, del cáliz de Lilith —respondió William usando también el lenguaje antiguo.

Elijah se apartó y los dejó entrar. Los guió hasta el sótano de la casa, que había sido transformado en una auténtica cámara acorazada con paredes de acero de cuarenta centímetros de grosor. Por mobiliario, solo había un sillón, un par de sillas, una mesa y un televisor sobre un taburete. Las paredes estaban atestadas de mapas antiguos, dibujos, paneles de corcho escondidos bajo capas y capas de anotaciones, recortes y fotografías. Los libros se amontonaban en el suelo, junto a una pequeña nevera y un microondas.

—Es curioso, durante siglos se me ha considerado un loco que perseguía una quimera —dijo Elijah con una risita astuta—. Me llegaron a comparar con Arturo y su búsqueda delirante del Santo Grial, y ahora, en pocas semanas, todos creen en ese cáliz. No sois los únicos que habéis preguntado por él.

—¿Adrien ha estado aquí? —preguntó William.

—No sé su nombre, pero fue muy amable conmigo —respondió. Sonrió e hizo un gesto hacia la nevera.

Robert resopló y tiró la mochila que llevaba en la mano sobre la mesa, un par de bolsas de sangre quedaron a la vista. Elijah tomó las bolsas y las guardó en la nevera.

—¿El cáliz es real, existe? —preguntó Robert.

—¡Por supuesto! Con él Lilith alimentó a sus vástagos. Los vampiros de hoy no descienden de ella, pero fueron creados por sus hijos, transmitiéndoles la maldición a través de la sangre. ¿Qué os han enseñado? Sois príncipes y algún día seréis reyes, debéis conocer la historia para poder guiar a nuestra raza.

—Por nuestras venas corre su sangre, nosotros somos la historia —le espetó Robert clavando una mirada soberbia en el vampiro.

—Necesitamos que nos digas todo lo que sabes sobre ese cáliz, por favor —intervino William.

Elijah contempló a William en silencio, asintió con la cabeza.

—Está bien, os diré lo que sé, pero antes quiero que me hagáis una promesa. Si lo encontráis, quiero verlo, es la única condición.

William asintió aceptando el trato.

—De acuerdo. La primera pista real que tengo, es de un grupo de colonizadores ingleses que se instalaron en Virginia, en su cuaderno de viaje aparece una lista de pasajeros junto con sus pertenencias. Uno de los peregrinos, un hombre santo, portaba un cáliz negro. Seguí esa pista hasta Maryland, de ahí a Massachussets y por fin la búsqueda acabó en New Hampshire. Tengo constancia de alusiones a un cáliz negro en New Hampton, Plymouth y Heaven Falls.

William se estremeció al oír el último nombre.

—Yo no lo he encontrado —continuó Elijah—, pero eso no significa que vosotros no lo consigáis. Ese cáliz existe y está en alguna parte. No me interesa el motivo por el que lo buscáis, pero si dais con él, el rey debería cuidar de esa reliquia y darle el valor que merece.

—Y así será —replicó Robert esbozando una sonrisa inocente.

—¿Por qué será que no te creo? —preguntó Elijah y no había nada suave en el modo en que lo dijo.

—Suele pasarme a menudo, pero soy buen chico. Lo juro —respondió Robert levantando la mano derecha mientras esbozaba su mejor sonrisa.

Abandonaron la vieja casa en silencio.

—¡Qué cosas tiene la vida! El último lugar de la tierra que querrías visitar, es uno de los tres sitios donde podría hallarse el cáliz —dijo Robert una vez en la calle.

—Por eso irás tú —indicó William sin inmutarse.

—Podrías volver a ver a Kate.

William se giró hacia su hermano con el rostro crispado.

—¡Deja de una vez ese tema, Robert! —replicó exasperado—. No puedo volver a verla. Si lo hago no seré capaz de abandonarla de nuevo, ¿entiendes?

Robert se encogió de hombros dando por perdida aquella conversación. William era demasiado cabezota como para hacerlo entrar en razón, no en ese momento.

—¿Y ahora qué?

William resopló impaciente y empezó a mover la cabeza de un lado a otro.

—Bibliotecas, archivos municipales… No tengo ni idea… ¿Quién será? Nadie tiene este número —dijo William desconcertado mientras sacaba su teléfono móvil del bolsillo, sonaba insistentemente.

—Dime que estás en Heaven Falls —dijo una voz al otro lado.

—¿Samuel? No, no estoy en Heaven Falls.

—¡Maldición! ¿Dónde estás?

—En Providence. ¿Qué pasa?

—Escúchame y no hagas preguntas, no hay tiempo.

—Me estás asustando.

—Cuando escuches esto estarás jodidamente aterrado. Van a atacar a los chicos, a todos. Esta noche, poco después de las doce. Esa es la hora que marca el reloj que aparece en mi visión. Parece que se encuentran en un bar en la carretera, Wildcat Grill… creo que así se llama, no lo pude ver bien.

—Sí, lo conozco.

—Estarán allí, celebrando la despedida de Evan y Jill. Van a masacrarlos y no consigo contactar con ellos, con ninguno, es como si los teléfonos hubieran dejado de funcionar en ese maldito pueblo.

William se estremeció y miró a su hermano a los ojos.

—¿Quién va a atacarlos?

—No los he visto nunca. Pero son fuertes y peligrosos. Entre ellos se hacen llamar Anakim. Llevan la palabra tatuada en el brazo.

William se quedó de piedra y la historia que unos días antes le había relatado Silas pasó por su mente como una película.

—¡Tiene que ser una broma!

—¿Los conoces?

—Son Nefilim, Samuel. Y cazan a nuestras especies.

—¡Mierda! ¡Tienes que ir allí, tienes que llegar a tiempo!

William colgó el teléfono y miró el reloj.

—¿Lo has oído? —preguntó a Robert mientras aceleraba el paso hacia el coche.

—Sí. ¿Cuánto tardaremos en llegar a Heaven Falls?

—Demasiado.