23

Esa noche, Alice y Martha se marcharon a su cita semanal con el club de lectura. Kate aprovechó para darse un baño y una revisión a fondo que incluía manicura y depilación. Al terminar se vistió con el pantalón y la camiseta de tirantes que usaba para dormir. Se recogió el cabello, lo retorció en un moño y lo sujetó con una horquilla.

Bajó a la cocina para prepararse un sándwich, dispuso sobre la mesa pan, tomates y una fuente de pavo al horno. Con cuidado empezó a cortar un par de rebanadas de pan.

—¿Sigues enfadada?

Kate levantó la vista y miró hacia la puerta. Adrien estaba apoyado en el marco con expresión sombría. No contestó y volvió a su tarea. Entonces vio por el rabillo del ojo cómo daba media vuelta dispuesto a marcharse, y se sintió mal. En el fondo él no había hecho nada tan grave como para castigarlo con tanta indiferencia.

—¿Te apetece uno de estos? —preguntó con voz amable.

Adrien se giró y una sonrisa enorme iluminó su cara. Asintió.

—Deja que te ayude —dijo él y tomó el cuchillo de sus manos.

Terminó de cortar el pan y a continuación hizo lo mismo con el pavo. Sacó un par de platos de la alacena y al pasar junto a la vieja radio la encendió. La música inundó la cocina. Se colocó junto a Kate en el fregadero y fue cortando en rodajas los tomates que ella iba lavando.

—¿Tienes familia, Adrien? —preguntó ella mientras se secaba las manos.

Él se puso rígido un instante, pero inmediatamente se relajó. Ladeó la cabeza para mirarla y asintió.

—Sí, mi madre y mi hermana.

—¿Y dónde están ahora? ¿Por qué estás de vacaciones tú solo?

—Ellas decidieron hacer un viaje algo más largo y lejano.

—¿Por qué no has ido con ellas?

—Tengo asuntos que resolver antes de ir a buscarlas. Soy el hombre de la casa, tengo mis obligaciones —respondió y cerró los ojos un segundo.

—Eres muy joven para esas obligaciones —replicó Kate colocando el pavo sobre el pan.

—Cumpliré veinte en febrero. —Empezó a colocar las rodajas de tomate y sus manos se rozaron un momento. Hubo un silencio en el que ambos parecieron sentirse incómodos—. No soy tan joven.

Kate se dio la vuelta y apoyó la cadera en la encimera, alejándose unos pasos de él.

—Pensé que tenías menos años. Tienes un cuerpo grande, pero tu cara… —Se detuvo, iba a decir que era hermosa.

—Si continuas por ahí, voy a empezar a hacerme ilusiones contigo —terció él guiñándole un ojo.

Kate sonrió y ladeó la cabeza para ocultar que había enrojecido. Miró por la ventana, hacia el cielo, la luna estaba en cuarto creciente.

—Al final me has invitado a cenar —dijo él en un susurro.

—Sí, parece que sí.

Kate cogió los platos y los llevó hasta la mesa. Empezaron a cenar en silencio con la radio de fondo. Adrien apenas tardó un minuto en devorar su bocadillo. Se sirvió una taza de café y lo bebió a pequeños sorbos mientras contemplaba como ella comía. De repente se puso en pie, se inclinó sobre la mesa y tomó la horquilla que sujetaba la melena de la chica.

—¿Qué haces? —preguntó Kate sorprendida.

—Te queda mejor suelto. Lo cierto es que no, tienes un cuello muy bonito, pero te hace parecer muy seria. Suelto está mejor.

Kate sonrió y se recogió el pelo tras los hombros.

—¿Eres así con todo el mundo? —le preguntó al joven.

Adrien se levantó y empezó a recoger.

—¿Así cómo?

—Pues así, impulsivo, bocazas…

Adrien la miró con el ceño fruncido.

—¿Tengo que darte las gracias por el cumplido? —preguntó fingiéndose afectado.

Kate se echó a reír y lo observó desde la mesa mientras él empezaba a lavar los platos. Fader de The Temper Trap comenzó a sonar en la radio y el chico se movió a su ritmo mientras tarareaba. Entonces se giró hacia ella y la tomó de las manos.

—¡Arriba! —ordenó mientras la obligaba a levantarse y la hacia girar sobre sí misma como si fuera la bailarina de una caja de música.

—No quiero bailar —replicó ella.

—Sí quieres.

—Esto es muy incómodo.

—¿Tú nunca te diviertes? —preguntó Adrien como si le diera pena que fuera tan seria.

La atrajo hacia él con un elegante giro y volvió a empujarla. La soltó de la mano y, para su sorpresa, ella empezó a reír con ganas y no se detuvo. Se movió al ritmo de la música sin ningún pudor. Y juntos bailaron alrededor de la mesa mientras terminaban de recoger.

Kate empezaba a divertirse, y no dejaba de mirar al chico.

—¿Qué? —preguntó Adrien alzando las cejas.

Ella se encogió de hombros y levantó lo brazos por encima de la cabeza.

—¿Sorprendida? —inquirió él.

—Sí, parecías más patoso. Se te da bien.

—Hay muchas cosas que se me dan bien, soy impulsivo, bocazas… —dijo con tono suficiente. Kate empezó a reír con los ojos en blanco—. No te rías, hundirás mi autoestima —replicó con una carcajada.

Coincidieron en la nevera y Adrien volvió a tomarla de las manos, la hizo girar entre sus brazos. De repente sus pies tropezaron, chocaron contra una silla y cayeron al suelo con estrépito; Kate sobre el cuerpo de Adrien, que había reducido la silla a pedazos bajo su espalda. Se miraron sorprendidos y rompieron a reír con fuertes carcajadas.

—¿Estás bien? —preguntó ella sin dejar de reír.

—Parece que sí. Aunque creo que se me ha clavado una astilla en el trasero.

Las carcajadas aumentaron y ninguno de los dos era capaz de moverse. Sentían los cuerpos flojos por el esfuerzo y el cansancio, y poco a poco lograron calmarse. A Kate se le habían saltado las lágrimas y tenía la cara húmeda. Se miraron sonrientes, entonces, con un gesto tierno, Adrien levantó las manos y secó con los pulgares sus mejillas.

Volvieron a mirarse, pero esta vez de forma diferente. Sin saber muy bien por qué, Kate sintió que aún no podía moverse, o puede que no quisiera hacerlo no estaba segura, pero seguía sobre él. Vio un destello en los ojos del chico y que lentamente levantaba la cabeza. Iba a besarla.

Un carraspeo sonó en la puerta. Ambos levantaron la vista y se encontraron con Jill que los miraba alucinada. Se pusieron en pie como si un resorte los hubiera impulsado. Adrien se disculpó entre dientes y abandonó la cocina a toda prisa.

—¿Qué estaba pasando aquí? —preguntó Jill, empujando con el pie los restos de la silla.

—Nada —respondió Kate.

—¿Nada? ¿Estás segura? —miró con escepticismo a su amiga.

—Sí, Jill, nada —replicó incómoda, y comenzó a recoger los trozos de madera.

—Estabais abrazados en el suelo, a punto de besaros. Yo diría que eso era algo.

Kate se giró y se llevó las manos a la frente, exasperada. De repente tenía la sensación de que la realidad había vuelto más dura que nunca, y con ella su enfado crónico y su tristeza.

—Puede que lo pareciera, pero no… —Resopló frustrada—. Déjalo, no lo entenderías.

Jill se quedó con la boca abierta. Apoyó las manos en sus caderas.

—¿Y desde cuándo se supone que no te comprendo? ¿Desde ayer cuando hablamos por última vez?

Kate meneó la cabeza e inspiró un poco de aire.

—De verdad, no quiero hablar de esto. Piensa lo que quieras. —Estaba a punto de pedirle que se marchara, necesitaba estar sola, pero sabía que su amiga iba a enfadarse mucho si lo hacía—. ¿Te apetece un café?

Kate fue hasta la radio y la apagó, después sirvió dos tazas de café y las dejó sobre la mesa mientras se sentaba. Jill la imitó sin apartar la mirada de ella.

—¿Y qué te trae aquí a estas horas? —preguntó Kate forzando una sonrisa.

—Evan y yo estamos pensando en celebrar la despedida juntos. En ese bar que hay a las afueras, el Wildcat Grill. Solo seremos nosotros, ya sabes, los Solomon al completo, Marie y Stephen.

—Me parece bien. ¿Cuándo va a ser? —Dio un sorbo a su café y miró por la ventana con expresión ausente.

—El próximo jueves.

—De acuerdo.

Jill comenzó a tamborilear con los dedos sobre la mesa. Se recostó un poco en la silla y miró a su amiga fijamente.

—Suéltalo —dijo Kate sin dejar de mirar a la ventana.

Jill se inclinó sobre la mesa y le cogió la mano.

—Si yo no hubiera aparecido, ¿habrías besado a ese chico?

Kate se quedó pensando, deslizó el dedo por el borde de la taza trazando círculos.

—Creo que sí —admitió sin estar muy segura.

—¿Cuánto hace que lo conoces? —pregunto Jill de forma acusatoria.

—Un día.

—Un día —repitió mientras tomaba aire y lo soltaba con un suspiro. No pudo contenerse y formuló la temida pregunta—. ¿Y qué pasa con William?

Kate reaccionó como si la hubieran golpeado con un hierro candente en el estómago. Se levantó de golpe arrastrando la silla, fulminando a Jill con la mirada.

—¿Qué?

Jill también se levantó.

—No me malinterpretes, no te estoy juzgando ni nada. Pero ayer parecías una viuda de duelo, y hoy estás con ese chico. Comprenderás mi asombro.

Kate sonrió sin pizca de humor. Abrió la boca para decir algo, pero las palabras no salían.

—¿Ves por alguna parte a William, Jill? —preguntó dolida y con un atisbo de sarcasmo—. Acaso está por aquí. ¡No, no está! Me ha dejado y va siendo hora de que me haga a la idea. —Tragó saliva e hizo una pausa para recuperar el aliento—. Y ni tú ni nadie tiene derecho a juzgarme. Me abandonó, pero antes tuvo el valor de pedirme que continuara con mi vida. ¡Pues eso es lo que intento hacer!

Jill sacudió la cabeza con tristeza. No soportaba ver a la chica tan mal, y ella estaba siendo una pésima amiga que solo pensaba en su boda.

—Perdona, tienes razón. Lo siento, cariño —dijo Jill mientras la abrazaba.

Kate se aferró a ella.

—Me prometió que no volvería a verle. Y yo necesito seguir adelante.

Adrien sintió como la coraza tras la que se protegía comenzaba a resquebrajarse. Había conseguido ser inmune a cualquier sentimiento que no fuera el odio y la venganza. Las únicas emociones que le permitirían alcanzar su meta. Alimentaba su lado perverso y cruel, y hacía mucho tiempo que había dejado que sus instintos le controlaran más allá de la fuerza de su cerebro y su corazón.

La gente no significaba absolutamente nada para él, porque la única forma de sobrevivir era no sentir nada por nadie. Sin embargo, eso estaba cambiando y no tenía ni idea de cómo había sucedido, ni en qué momento había bajado la guardia. Pero fuera cual fuera la respuesta a esa pregunta ya era tarde, lo sabía, un destello pulsaba por aflorar su lado bueno. Y Kate tenía mucho que ver en eso.

Aceleró el paso, dejando la casa de huéspedes atrás, y en una fracción de segundo se desmaterializó para aparecer junto al viejo granero. Trató de centrarse en lo que tenía que hacer, pero le era imposible, sobre el pecho aún podía sentir el peso liviano de ella. ¡Dios, si hasta la cena le había sabido bien a pesar de que se moría por otro tipo de alimento, solo porque la había tomado en su compañía!

Entró en el granero, levantó la trampilla y se dejó caer en el agujero. La luz de la luna no llegaba hasta allí, pero él no la necesitaba. Sacó la fotografía que llevaba en el bolsillo trasero de su pantalón y miró la instantánea de los dibujos del antiguo diario. Se agachó sobre la piedra grabada y acarició los relieves desgastados que la decoraban, eran idénticos a los de la imagen.

La levantó con una sola mano sin esfuerzo. Un fuerte olor a rancio surgió del hueco y ladeó la cara, enterrando la nariz en su brazo con una mueca de asco. Cuando pensó que sería capaz de tolerarlo, penetró en la abertura. Vislumbró las antorchas en la pared y estas se encendieron con un leve fogonazo.

—Sádicos —murmuró por lo bajo, mientras observaba los objetos de tortura.

En aquella pequeña habitación se apilaban utensilios y máquinas de tortura, que debían de haber sido usados durante años contra aquellas pobres infelices a las que se las acusaba de brujería. Se obligó a apartar los ojos de aquel potro, que aún conservaba manchas oscuras en sus extremos, y recorrió el entorno con atención. No era de extrañar que aquel lugar estuviera tan oculto, así solían acabar las vergüenzas del pasado, bajo tierra.

Comenzó a rebuscar. Al principio con calma, registrando de forma minuciosa cada rincón. Miró bajo cada fardo, en las grietas tras las que se podían esconder huecos ocultos, pero poco a poco empezó a perder los nervios y acabó destrozando el lugar. Allí no había nada.

Dejó la pesada piedra en su lugar y la disimuló lo mejor que pudo. Hizo lo mismo con la trampilla y abandonó el granero sumido en la mayor tormenta interior que había experimentado nunca. Estaba tan cerca y a la vez tan lejos, y el tiempo se agotaba.

Empezó a dolerle el tatuaje, se frotó el brazo para aliviar la sensación de quemazón e hizo caso omiso a la llamada; tenía otra cosa en mente.

Se materializó en la penumbra de la habitación. Todo estaba en calma, en silencio. Cerró los ojos y disfrutó de la sensación de paz, del olor del aire. Olía a ropa limpia, a libros y a violetas. Se concentró en el sonido de la respiración que surgía de la cama, era suave y susurrante, una nana a sus oídos si pudiera dormir.

Se acercó hasta ella y muy despacio se sentó sobre las sábanas. Observó el rostro de Kate durante un rato y, sin poder contenerse, alargó la mano y acarició un mechón de pelo que reposaba en su mejilla. Lo apartó sobre la almohada y volvió a deslizar los dedos por su cara. Acarició su frente, la línea de su mandíbula y por último el contorno de sus labios. Pensó en besarla, pero se contuvo. Robarle un beso no sería de caballeros, su madre así se lo enseñó.

Deslizó la mirada por la silueta de su cuerpo bajo las sábanas. Pensó que sería maravilloso entrar en aquella cama y dormir acurrucado junto a ella. La abrazaría con fuerza y cerraría los ojos, sintiendo sus cuerpos en contacto. Estaba tan exhausto.

Dio un respingo y se sujetó el brazo a la vez que contenía una exclamación, sentía como si lo tuviera en llamas. Los cristales comenzaron a vibrar, después las paredes y por último el suelo. Al principio de forma sutil, pero rápidamente el temblor cobró intensidad, tanta que Adrien temió que Kate acabara despertándose.

La ventana se abrió, saltó a través de ella y sus pies se posaron en la hierba del jardín. Con estudiada tranquilidad se encaminó al lugar donde aguardaba su peor pesadilla.

La imponente figura permanecía junto a la orilla del lago. A pesar del odio que le inspiraba, Adrien no podía evitar sentirse abrumado por su presencia, por su porte refinado y hermoso. Pero también por el ser racional, extremadamente frío y lógico, maligno y poderoso que jamás imaginó conocer. El mal encarnado.

Adrien empezó a hablar antes de llegar a su lado.

—Allí no había nada, pero sé que está aquí, en este maldito pueblo, y lo encontraré.

El aire escapó de sus pulmones al sentir el impacto. Salió despedido hacia atrás y acabó estrellándose contra el suelo de roca. Su cabeza rebotó contra la piedra y durante unos instantes perdió la visión. Cuando la recuperó, la figura seguía en el mismo sitio, contemplando el agua.

—¡Te he dicho que lo encontraré! —gritó con los puños apretados. Se puso en pie con dificultad—. El cáliz está aquí y lo tendrás.

El hombre se giró y sus ojos completamente negros y fríos lo taladraron.

—Sé que lo tendré, porque tú no descansarás hasta encontrarlo. Tienes motivos para desearlo, tantos cómo yo —dijo con una voz suave y serena—. No te castigo por eso.

—Entonces, ¿por qué?

—Por esa humana.

Un jarro de agua helada terminó de despertar del golpe a Adrien.

—Te estás enamorando de la única arma que posees —añadió el hombre en tono imperioso.

—No es ningún arma, no la necesitamos. El plan marcha según lo previsto. Robert Crain nos entregará a su hermano.

El hombre resopló.

—Ya no hay ningún plan. Ese maldito vampiro nunca estuvo dispuesto a entregarlo, era una trampa. Por lo que he tenido que intervenir y terminar con ese asunto. Por cierto, Marcelo ha muerto. Así que mantén los pantalones en su sitio y gánate la confianza de esa chica, pronto la necesitaremos.

—Buscaré la forma de que William acceda, te lo juro. A ella podemos dejarla fuera de esto.

—No —replicó. Le dio la espalda a Adrien y comenzó a alejarse.

—No ha venido a buscarla. A ese tío ella no le importa.

—Yo no estaría tan seguro de eso —repuso con una risita socarrona.

Adrien apretó los dientes con fuerza. Los oídos le zumbaban y la rabia distorsionaba su visión. «A ella también, no. A ella también, no», pensó con desesperación. Salió corriendo a través de la alta hierba. El viento cálido de la noche le azotaba la cara y rugía en sus tímpanos.

—¡Mefisto, déjame encontrar otra forma! —gritó—. ¡Mefisto! ¡Padre!

Mefisto se detuvo ante la voz suplicante de Adrien y se giró esbozando una sonrisa arrogante.

—Padre —susurró con deleite Mefisto—. Ves como no es tan difícil decirlo. —Adrien desvió la mirada—. Te guste o no, eres mi hijo, mi único hijo, y deberías estar orgulloso de serlo. De lo que heredarás algún día. Sobre esa zorra, te lo advierto, Adrien, si queremos a William, ella es el único camino. No lo estropees o te aseguro que las torturaré hasta que me supliquen morir, y no volverás a verlas. ¿Está claro?

Adrien asintió sin levantar la vista del suelo. Se quedó paralizado cuando la cálida mano de Mefisto se posó en su nuca y lo atrajo para darle un dulce beso en su frente. De repente, lo abrazó con fuerza y Adrien se sintió invadido por una sensación de pánico incontrolado.

—Eres mi hijo y te quiero. Carne de mi carne, sangre de mi sangre. Cumple con lo que te pido y tu recompensa será inmensa, te lo juro. —Lo soltó y se recompuso la chaqueta con ligeros tirones en el bajo y las mangas—. Ahora ve y aliméntate como es debido, tu debilidad es palpable y te necesito al cien por cien. Nunca se sabe a qué podrías tener que enfrentarte.

Adrien obedeció a su padre. Oculto en las sombras observó a la pareja. El tipo vestía un traje de los caros y sus zapatos de marca resonaban sobre la acera con un rápido repiqueteo. No dejaba de gritar a la chica, probablemente su novia o su mujer, la tenía sujeta por el brazo y tiraba de ella como si fuera una muñeca. La chica se disculpó con voz entrecortada y él le ordenó que se callara, pero estaba tan asustada que volvió a disculparse. Entonces él se detuvo y le cruzó la cara con una bofetada, obligándola a guardar silencio.

Adrien escudriñó los alrededores, la calle estaba desierta. Salió de su escondrijo y como un rayo corrió hasta la pareja. Sujetó el brazo del tipo, que volvía a levantarlo para asestar otro golpe, y se lo retorció contra la espalda. Miró a la chica, tenía el pelo largo y castaño y unos ojos verdes que le recordaron a Kate, vaciló, no podía alimentarse de ella. Le hizo un gesto para que se marchara y la chica corrió musitando un gracias.

Empujó al tipo contra la pared. Lo agarró por el cuello, le dio la vuelta y lo empujó de nuevo.

—¿Pero qué te pasa, tío? Yo no te he hecho nada —dijo el hombre muy asustado.

—Los tipos como tú sois escoria. ¿Te gusta pegar? ¿Por qué no me pegas a mí? Venga, inténtalo con alguien de tu tamaño.

—¿Qué? ¿Es por eso? Solo es una ramera. —El hombre se encogió cuando Adrien se inclinó sobre él con un destello carmesí en los ojos—. Mira, si no eres poli, será mejor que me dejes tranquilo. Lo que yo haga no es asunto tuyo.

Adrien sonrió con soberbia.

—Voy a disfrutar drenando a un idiota como tú.

—¿Qué?

—Solo tendrás una oportunidad, será mejor que la aproveches —dijo con un siseo.

El hombre levantó los puños y lanzó un golpe que impactó en el rostro de Adrien, este ni se molestó en apartarse. Lentamente ladeó la cabeza para volver a mirarlo. Esbozó una sonrisa que era pura maldad.

—Me toca —susurró, y con la destreza de un depredador se abalanzó sobre el hombre.

Lo cogió del pelo y le torció el cuello. Sus colmillos se desplegaron como los de una cobra y los hundió en la garganta de aquel inútil. Bebió con avidez, controlando en todo momento el flujo de la sangre. Percibiendo cada latido hasta que el corazón del hombre se detuvo con el último aliento y, con este, su esencia vital entró en Adrien como una corriente eléctrica de alto voltaje. Un rugido poderoso y terrorífico surgió de su garganta, la bestia estaba despierta.