Kate había pasado otra noche sin dormir, y esta vez no era solo por el insomnio que sufría. Los ruiditos ahogados procedentes de la habitación de Adrien se habían prolongado hasta bien entrada la madrugada.
Después, cerca del amanecer, asomada a su ventana, los vio salir juntos. Amanda iba pegada a Adrien como una lapa y en dos ocasiones intentó cogerle la mano, pero él se había desecho del agarre con bastante habilidad. Una vez sobre la moto, ella se abrazó a él, rodeándole la cintura con los brazos mientras apoyaba la cara sobre su espalda. Kate no pudo evitar sonreír, algo le decía que la experiencia había significado mucho más para Amanda que para Adrien.
No sabía por qué, pero sintió pena por la chica. Lo cierto era que en el fondo sí sabía el motivo, otro corazón roto se intuía en el horizonte, lo sabía sin más. Adrien era extraño y misterioso, e increíblemente guapo. Pero sobre él colgaba un letrero luminoso que advertía del peligro real que representaba. Kate lo había sentido desde el primer momento y esperaba que Amanda también pudiera percibirlo.
Mientras sentía esa inexplicable lástima por Amanda, Adrien levantó la vista hacia la ventana. El corazón le dio un vuelco y se alejó del cristal de un salto. A pesar de la altura y de la cortina, tenía la sensación de que sus ojos se habían clavado en los suyos, sabía que estaba allí. Se abrazó los codos con una extraña sensación.
Aprovechó la ausencia de su nuevo huésped para poner toallas limpias en el baño. Cambió las sábanas, tarea que le resultó bastante incómoda sabiendo lo que allí había sucedido. Y finalmente bajó a la cocina para terminar el desayuno. Preparó una mesa con café, tostadas, zumo y unos huevos revueltos, que acabó comiéndose al cabo de una hora cuando se convenció de que Adrien no vendría a desayunar.
Sentada a la mesa terminó de masticar el último trozo de tostada. Se recostó en la silla y soltó el botón de su pantalón, había comido más de la cuenta. Pero eso era bueno, estaba recuperando su peso habitual y, con algo de suerte, el doctor Anderson le daría el alta en poco tiempo.
Antes de viajar a Inglaterra su salud estaba un poco resentida, y tras la vuelta había recaído hasta tal punto que ella misma se había preocupado; más por su abuela que por sí misma. Que Alice estaba enferma ya era una realidad. Cáncer, la misma enfermedad que se había llevado a su abuelo. El peso de esa palabra era insoportable, y aun así su abuela estaba dispuesta a luchar, a no rendirse. Por ese motivo, Kate no quería que se preocupara por nada y mucho menos por ella. Sabía que su abuela únicamente debía centrarse en su recuperación, en soportar el tratamiento. Así que continuaría haciendo todo lo posible por aparentar que estaba bien, sana y feliz, aunque por dentro era como un edificio en ruinas a punto de desplomarse.
Tras recoger los platos, pensó en lo mucho que le apetecía ir a nadar. Llevaba días sin hacer nada que no fuera ayudar a Jill con los preparativos de la boda, y necesitaba un tiempo para sí misma. Pasar algún rato a solas, en otro sitio distinto a su habitación.
Llenó una mochila con las cosas que podía necesitar y se dirigió al coche. A medio camino se detuvo. Era una mañana estupenda, el sol brillaba con fuerza por encima de los árboles y hacía días que no llovía. El bosque estaría seco y le apetecía caminar.
Penetró en la arboleda. Media hora después, el rumor de la corriente del río llegó a sus oídos. Paró un segundo para limpiarse el sudor de la frente y recuperar el aliento, y continuó serpenteando entre la maleza, abriendo su propio sendero hasta el remanso que formaba el río en esa zona.
Se quitó la camiseta y el pantalón corto. Se ajustó el bikini y lentamente comenzó a adentrarse en el agua. Cuando le llegaba por las caderas se detuvo con un estremecimiento, estaba más fría de lo que había imaginado. Sin pensarlo más, se lanzó hacia delante, zambulléndose en la profunda poza. Sintió el agua espesa y fría sobre la cabeza, y su piel reaccionó como si miles de agujas se estuvieran clavando en ella. Salió a la superficie y respiró. Durante un rato flotó boca arriba con los ojos cerrados, concentrada en los sonidos del bosque.
Necesitaba aquella paz, necesitaba el silencio, la falta total de estímulos y dejar que saliera su pena. Llevaba mucho tiempo conteniendo sus sentimientos, fingiendo para tranquilizar a aquellos que la querían. Las lágrimas rodaron por sus mejillas hasta fundirse con el agua cristalina. Comenzó a sollozar y el llanto acabó convirtiéndose en un lamento silencioso en su garganta.
Lo echaba de menos, tanto que pensaba que no podría soportarlo un día más. Quería verlo, escuchar su voz, sentir sus manos sobre los hombros y esa suave caricia en su cara cuando le colocaba el pelo tras la oreja. Quería oír su risa, contemplar el océano que eran sus ojos. Quería besarlo, notar su frío aliento y el dulce sabor de sus labios.
Se sumergió, la corriente tiraba de ella y se dejó llevar, completamente ingrávida. Abrió los ojos, la luz brillaba en la superficie con miles de destellos que se fueron oscureciendo conforme se hundía. El sonido del agua a aquella profundidad la relajaba, las burbujas que escapaban de su nariz explotaban sobre sus pestañas. Dejó que la corriente de la cascada la arrastrara y la hundiera un poco más. Notó unas raíces enredándose en sus pies, los sacudió para liberarlos y la presión aumentó. Pataleó y se enredaron un poco más. Empezó a agobiarse, no podía liberarse. Trató de separarlas con las manos, pero la corriente en aquel punto era muy fuerte y tiraba de ella tensando el amarre.
Notó el primer síntoma de asfixia. Su cerebro lanzó la voz de alarma. «Respira», le gritó. «Respira, respira», volvió a gritar su cerebro. El tiempo pasaba y se negaba a entregarse a la sensación de asfixia. El dolor de su pecho aumentó y mientras tanto no dejaba de forcejear. Gritó pidiendo ayuda, pero de su boca solo salieron burbujas. Sus pulmones comenzaron a golpearle el pecho, luchando por obtener un poco de oxigeno.
«Sal de ahí».
Kate abrió los ojos esperando encontrar al dueño de aquella voz junto a ella, pero allí no había nadie. Pensó que debería ser su subconsciente luchando por mantenerla despierta. Pero aquella voz parecía tan real, como si alguien se hubiera colado en su cabeza. Pero eso era imposible, el único capaz de hacerlo era William y él no estaba allí. Intentó moverse, tenía que regresar a la superficie. Gritó de nuevo y el agua se llenó de burbujas a su alrededor.
«Estás a punto de traspasar el límite. ¡Tienes que salir!», gritó la voz con urgencia.
El cuerpo de Kate reaccionó a la desesperada, luchando. «No puedo», pensó. Sentía el pecho a punto de estallar, se asfixiaba sin remedio. Algo pesado agitó el agua sobre ella y una sombra tapó la escasa luz que se filtraba. Entonces unas manos fuertes sujetaron su tobillo y notó un tirón que le arañó la piel. Esas mismas manos le rodearon la cintura y la apretaron contra un cuerpo frío y tenso. Se vio arrastrada hacia arriba. Emergió a la superficie, abriendo la boca para recuperar el aliento. Tomó una bocanada de aire tras otra con avidez. Tosió sin control mientras trataba de seguir respirando. Poco a poco recuperó el control sobre su respiración.
Entonces se percató de su salvador. Adrien la mantenía sujeta con su cara a pocos centímetros de la de ella. Sus ojos la escrutaban bajo unas pestañas salpicadas de agua, pequeños diamantes brillantes que se reflejaban en su iris de un negro líquido.
—¿Estás bien? —preguntó él.
Ella asintió, aún jadeaba y no podía articular palabra. Él sonrió y la soltó poco a poco, se giró con gracia y nadó de vuelta a la orilla.
Kate llenó los pulmones de aire y se dispuso a acercarse a la pequeña playa con lentas brazadas, mientras no dejaba de pensar que había estado a punto de morir. Caminó sobre los guijarros del fondo, retorciendo su pelo para escurrirlo. Levantó los ojos del suelo y se detuvo en seco con un vuelco en el corazón. Adrien estaba enjugando su camiseta y una sonrisa extraña se dibujó en sus labios mientras la observaba sin parpadear. Kate se obligó a seguir caminando, y continuó escurriendo el agua de su pelo con indiferencia, consciente de que él la miraba de arriba abajo.
—Gracias —susurró ella, y esbozó una sonrisa azorada—. Creí que eran mis últimos minutos en la tierra.
—De nada. Vi desde arriba como entrabas, pensé que tardabas demasiado y…
—Pues gracias otra vez, no sabía que podía ser tan peligroso. ¿Qué haces aquí? —preguntó con toda la calma que pudo aparentar. Su cuerpo temblaba a causa del frío.
Adrien se agachó y cogió su cámara fotográfica, la agitó en el aire y volvió a esbozar aquella sonrisa torcida que marcaba hoyuelos en su cara.
—Tomando algunas fotos —dijo mientras dejaba la cámara a un lado y se ponía en pie con su toalla en las manos.
Se acercó a ella y le colocó la toalla sobre los hombros con extrema lentitud. La cerró cubriéndole los brazos y dejó resbalar las manos sobre ellos recreándose en el contacto.
—Gracias —señaló Kate, y se encogió cerrando aún más la toalla sobre su pecho.
Dio un paso atrás para dejar algo de espacio entre ellos, ya que Adrien no parecía dispuesto a moverse. Estaba inmóvil, mirándola desde arriba con una expresión extraña. Sin decir una palabra dio la vuelta y se sentó bajo el sol para secarse. Kate se miró los pies, agitó los dedos y cambió de posición cargando el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha. Alzó la vista y se percató que seguía observándola. Se contemplaron fijamente y el tiempo pareció detenerse, hasta que él desvió la mirada.
—Deberías vestirte, parece que tienes frío —titubeó nervioso.
—Sí, el agua está helada.
Adrien volvió a ponerse en pie. Recogió la ropa de Kate y se la entregó con el brazo estirado, como si de repente quisiera guardar las distancias.
—Me daré la vuelta si así te sientes más cómoda.
—Gracias —musitó ella, y comenzó a vestirse sin dejar de lanzar miradas fugaces a la espalda del chico, pero él no se volvió en ningún momento.
Empezó a secarse el pelo con la toalla.
—¿Has encontrado algún sitio bonito que fotografiar? —preguntó para acabar con aquel silencio incómodo.
Adrien la miró por encima de su hombro y se giró al comprobar que ya estaba vestida. Recogió la cámara del suelo y se la colgó del hombro.
—Sí, un par de ellos. Ahora buscaba un viejo granero que hay cerca de aquí, o al menos eso me ha dicho una amiga.
—Tu amiga tiene razón —corroboró Kate con un tonito malicioso que no pudo reprimir—. Hay un viejo granero, pero está más al sur, en Cave Creek. Te has desviado bastante. Tendrás que dar un buen rodeo —le indicó mientras comenzaba a recoger sus cosas.
—Al sur —susurró Adrien con las manos en las caderas. Miró al cielo y giró sobre sus talones—. ¿Y dónde está el sur? Desde aquí no puedo ver el sol.
—Por allí —respondió Kate, señalando con su dedo índice hacia la cascada.
—Por allí. ¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—¿Por qué no me acompañas? Así no tendrás que sentirte culpable si…
—¡Ah, no, esta vez no te va a funcionar! Me da igual si acabas perdido o devorado por una ardilla carnívora o acribillado por un enjambre de abejas. Estoy cansada y me voy a casa.
—He traído la moto —dijo él esbozando su sonrisa más encantadora.
—No.
—Por favor. Acabo de salvarte la vida.
—No.
—¡Por favor!
Adrien se llevó la mano al pecho con gesto compungido.
Kate casi se echó a reír. Era imposible no rendirse a su encanto, porque lo era, demasiado encantador. Hasta su mirada parecía tierna en ese momento, como la mirada suplicante de un niño que no quiere quedarse solo. Y quién podría negarse a eso.
—¡Vale, te acompañaré! —aceptó con los ojos en blanco.
El viento hacía que le lloraran los ojos, pequeños insectos se estrellaban contra su cara y a Kate no le quedó más remedio que agarrarse a la cintura de Adrien mientras circulaban en moto. Se encogió hasta hacerse muy pequeña tras él. Apoyó el rostro sobre su espalda y trató de relajarse, olía muy bien. Iban demasiado rápido, tanto que la sucesión de árboles solo era una mancha verde sin forma. Sin embargo no sentía miedo, inexplicablemente empezaba a sentirse bien. Cerró los ojos, adormecida.
—¿Estás bien, Bella Durmiente? —preguntó Adrien al detener la moto.
Kate dio un respingo, abrió los ojos desconcertada. ¡Se había dormido!
—Sí, sí… —Se bajó de la moto algo avergonzada—. Es por aquí —le dijo evitando su mirada.
Empezó a ascender por un angosto sendero que conducía al claro donde se levantaba el granero. Salieron de entre los árboles y ante ellos apareció el viejo edificio con sus paredes rojas de madera desconchada, bisagras oxidadas y un enorme agujero astillado en un lateral, como si algo se hubiera estrellado contra él.
—¡Aquí lo tienes! —dijo Kate suspirando.
Adrien observó la edificación con ojo crítico y después barrió con la mirada el claro. Estaba cubierto de hierba amarilla, salpicada de manchas oscuras que parecían los restos de unas fogatas. Se agachó sobre la más cercana y rozó con los dedos la ceniza petrificada por las inclemencias del tiempo.
—¿Qué es eso? —preguntó Kate, y se acercó hasta él, que parecía demasiado concentrado en la hierba.
Adrien ladeó la cabeza de golpe.
—¿Qué? ¡Ah, esto! No sé, dímelo tú, eres quien conoce este sitio.
Se puso en pie y se limpió la mano en el pantalón.
De repente Kate palideció y miró a su alrededor con nuevos ojos. Observó el agujero del granero, la madera astillada del suelo, alguno de los troncos de la primera línea de árboles mostraban hendiduras. Auténticos tajos que debían de haberse hecho con algún objeto cortante. Volvió a detener la mirada en la mancha oscura del suelo. Sabía que aquello eran los restos calcinados de los vampiros que murieron la noche en la que William se enfrentó a Amelia, y aquél era el lugar que había sido testigo de la encarnizada lucha.
Notó que Adrien la observaba y se concentró para darle una respuesta.
—Aquí no hay muchos sitios para divertirse, así que buscamos lugares donde reunirnos. Ya sabes: fogata, música, cerveza… ¡Fiesta! —exclamó con desenfado.
—Eso tendría sentido si hubiera un par de hogueras, tres, cuatro… Aquí hay al menos una veintena, esto es otra cosa —replicó alzando las cejas de forma inquisitiva.
Kate se puso cada vez más nerviosa, no se le daba bien mentir y guardar silencio era incluso más acusador. Intentó sonreír.
—No sé, será una trastada. Alguien jugando a las señales alienígenas.
—Esto no es un maizal. Es lo típico, ¿no? —insistió él inclinándose sobre ella.
—Pues será cosa de algún pirómano pirado. En este pueblo tenemos de todo, te lo aseguro —dijo más alterada de lo que pretendía, dando un paso atrás para mantener la distancia.
—¿Y qué otros tipos raros tenéis en este pueblo?
Adrien dejó caer la pregunta como si nada, pero Kate notó algo extraño en su voz, algo que le provocó un escalofrío mientras la miraba como si tuviera rayos X en los ojos.
—¿Incluyéndote a ti? —replicó bruscamente, y de inmediato se arrepintió.
Empezaba a ponerse paranoica, otra vez, viendo mensajes ocultos y sospechas en cada palabra que él pronunciaba. Se autoconvenció de que Adrien no sabía nada sobre hombres lobo, ni vampiros, nada de nada. Solo era un chico curioso; y cómo no serlo, aquel prado tenía el aspecto de un paisaje post-apocalíptico.
Le dio la espalda y caminó unos pasos hacia el granero, como si de repente aquel sitio hubiera despertado un irresistible interés en ella. Lanzó un rápido vistazo por encima de su hombro, con la innegable sensación de haber sido bastante maleducada. Él estaba inmóvil, observándola muy serio y, mientras ella dudaba de si debía disculparse o no, él soltó una carcajada que la cogió por sorpresa.
—¿Crees que soy un tipo raro? —preguntó sin dejar de reír.
—No más que otros —respondió ella, y contuvo una sonrisa.
Era increíble cómo Adrien conseguía sacarla de quicio, para a continuación parecerle el chico más adorable del mundo solo por escuchar su risa.
—¿Qué otros? —inquirió él con tono seductor.
—Deberías hacer tus fotos, la luz va a cambiar —sugirió tratando de eludir el tema.
Kate contempló el sol, era casi mediodía, hora de comer, lo sabía por la creciente sensación de vacío en su estómago. Se dedicó a pasear bajo la sombra de los árboles sin perder de vista a Adrien, que parecía muy concentrado en su búsqueda de buenos encuadres, iluminados bajo una luz perfecta. No tardó en darse cuenta de que no era un simple aficionado, sabía lo que hacía, y observó con atención cada uno de sus movimientos.
Un crujido en el tejado la sobresaltó, miró hacia arriba y una pequeña lechuza salió volando por uno de los agujeros del techo hasta perderse entre las ramas de los árboles. Al posar la mirada en el claro, Adrien había desaparecido. Lentamente fue recorriendo las destartaladas paredes del granero, esperando encontrarlo cada vez que doblaba una esquina.
Algo chirrió en el interior. Kate entró en el viejo silo a través del agujero, rayos de luz se colaban por las rendijas del techo como haces luminosos. El suelo estaba en muy mal estado, los tablones de madera se habían resquebrajado y algunos de ellos sobresalían combados por culpa de la humedad que los había hinchado. Se movió con cuidado para no tropezar. Balas de heno se apilaban desordenadas junto a la puerta trasera apenas sujeta por unos goznes oxidados, bajo un altillo repleto de telarañas y nidos de golondrina. Saltó por encima de un par de ruedas de carro roídas por la carcoma. Los pies se le enredaron en un viejo saco y cayó hacia delante, pero alguien la sujetó por la cintura evitando el golpe.
—Deberías tener más cuidado —dijo Adrien.
Kate pudo sentir su aliento en la nuca. Él la soltó muy despacio, dio un par de pasos y se agachó para recoger una horca de dientes afilados semioculta entre el heno. La sopesó en su mano y con un rápido movimiento de su brazo la clavó en uno de los postes que sujetaban el altillo.
—No puedo pasarme el día cuidando de ti —añadió.
—No te he pedido que lo hagas —replicó Kate.
Se apartó un poco de él y un rayo de sol incidió sobre ella bañándola por completo con su luz dorada. Adrien contuvo el aliento un instante, cautivado por la visión, sin pensarlo dos veces levantó la cámara y apretó el disparador.
—¡No puedes fotografiar a una persona sin su consentimiento! —protestó Kate.
—¿Te importa si te hago una foto? —preguntó con gesto inocente, mientras cambiaba de posición y volvía a disparar.
—Sí, sí me importa —contestó a la vez que le daba la espalda.
—¿Sabes? No es necesario que sigas fingiendo.
—¿Fingiendo?
—Sí, fingiendo que no me soportas. Sé que te gusto.
Kate abrió los ojos como platos y se giró sin dar crédito a lo que acababa de oír.
—¡Tú no me gustas! ¿Qué te hace pensar que yo…?
—No me refería a ese… «te gusto», sino a que te caigo bien —indicó con voz cansada—. Y luego somos los hombres los que no pensamos en otra cosa —añadió para sí mismo.
Kate arrugó los labios con un mohín de disgusto, dispuesta a no entrar al trapo.
—Más que caerme bien, me sacas de quicio —respondió al fin sin poder contenerse.
—Delgada es la línea que separa al amor del odio, de hecho, no pueden existir el uno sin el otro. En el fondo odiamos lo que amamos a la vez que amamos todo aquello que odiamos, somos así de retorcidos.
Kate se quedó pensativa un instante, resopló y se cruzó de brazos.
—Es la mayor tontería que he oído nunca.
—Es posible, pero sigo gustándote, y vas a invitarme a cenar.
—¿Sí? —lo cuestionó con tono burlón, le resultaba irritante esa seguridad que Adrien irradiaba.
—Sí. Sujeta esto, por favor —dijo entregándole la cámara.
Avanzó hasta el centro del granero y limpió con el pie un trozo de suelo, dejando a la vista una trampilla de madera. Se agachó para verla de cerca, completamente concentrado.
—¿Y qué opinará esa amiga tuya? La que te habló de este sitio —preguntó ella con sorna.
Adrien se puso en pie. Sus ojos brillaron y luego se entornaron mientras sonreía ante algo que parecía divertirle solo a él. De repente se quitó la camiseta con un rápido movimiento que contrajo y estiró cada uno de los músculos de su torso.
—¿Por qué iba a importarle que cene contigo? Solo es una amiga.
Kate se quedó boquiabierta. Adrien era realmente hermoso, demasiado para ser humano, pero lo era, se recordó a sí misma. A pesar de su piel blanca y de ese extraño magnetismo que le rodeaba, su aliento era cálido y su temperatura normal; y comía.
—¿Qué haces? —preguntó nerviosa.
Los labios de Adrien se curvaron con una sonrisa maliciosa, que a Kate llegó a parecerle incluso lujuriosa.
—¿Tú qué crees? —el tono bajo de su voz era casi un ronroneo.
Kate dio un paso atrás y tragó con dificultad el nudo que se le había formado en la garganta. Se puso colorada.
—Voy a bajar ahí para ver qué hay, y no quiero estropearla —continuó el chico tras unos segundos de silencio que a Kate se le hicieron eternos.
Le tendió la camiseta y ella la cogió a la vez que soltaba de golpe el aliento. Agarró la trampilla y la levantó sin ningún esfuerzo. Sin dudar, se dejó caer en el agujero.
Kate lo sintió moverse bajo sus pies, de un lado a otro empujando cosas y golpeando otras.
—¿Vas a cenar conmigo o qué?
La voz de Adrien ascendió a través de los tablones de madera.
—Pídeselo a Amanda —respondió Kate apartando de golpe la camiseta de su cara, sin darse cuenta había acercado la prenda a su nariz. Oyó como él ahogaba una carcajada y eso la molestó—. Os vi esta mañana… También os oí.
—¿Espiabas tras la puerta? —preguntó él con voz sugerente.
Kate dio un respingo, Adrien estaba justo debajo y tuvo la sensación de que podía ver sus ojos negros y brillantes entre los maderos del suelo fijos en ella.
—No fue necesario —respondió.
El chico soltó una risita.
—Bueno, sí, Amanda es bastante expresiva.
—Adrien, no se cómo decirte esto pero… En casa no esta permitido… ya sabes… ese comportamiento… No es uno de esos moteles…
—No he visto ningún cartel que prohíba hacer el amor en las habitaciones —replicó él.
Dio un fuerte pisotón y partió un tablón, lo apartó y encontró debajo una enorme losa de piedra. Limpió el polvo con los dedos y contempló asombrado el grabado de unas palabras en latín. Sí, estaba en el buen camino.
Kate no contestó y arrugó la frente, en eso él tenía razón, no había una norma escrita sobre ese tema. Trató de verle a través de los maderos, pero estaba muy oscuro.
—¿Qué haces?
Adrien no respondió, sino que planteó otra pregunta.
—¿Y qué ocurre cuando llega un matrimonio que quiere celebrar su aniversario o una pareja de recién casados a tu convento? ¿Les obsequiáis con una baraja y un Scrabble para pasar la noche, en lugar del habitual champagne? —pronunció la palabra con un perfecto acento francés.
Kate se giró de golpe con el corazón a punto de salírsele del pecho. Adrien había surgido de la nada tras ella y sus ojos la taladraban a corta distancia, demasiado corta.
—No es lo mismo. Eso es amor, son parejas, es lo normal. —Se llevó una mano a la frente y la masajeó. Estaba completamente arrepentida de haber empezado aquella conversación, y para colmo él tenía razón, estaba hablando como una mojigata.
—¿Y quién dice que entre esa chica y yo no hubo amor? Porque lo hubo, mucho amor. —Una risita sarcástica escapó de sus labios.
Kate apretó los dientes con rabia. Ahí estaba el motivo real de su reticencia, lo que ella verdaderamente quería explicar. No le parecía bien el tipo de sexo que Adrien había tenido con Amanda en su casa, el de «sexo por una noche y si te he visto no me acuerdo». Y era evidente que para él no había significado nada. Pensó en la pobre Amanda colgada de él y enfureció.
—¿Cuánto tiempo hace que os conocíais? ¿Un par de horas o estoy exagerando? —le espetó.
—Me estás sorprendiendo, de verdad. ¿Acaso nunca has tenido sexo en la primera cita?
Kate negó con la cabeza a pesar de que no era asunto suyo.
—¿En la segunda? —Ella volvió a negar. Una sonrisa arrogante se dibujó en su cara y se acercó acortando la distancia—. ¿Nunca has estado con nadie? Quién lo diría.
Kate intentó retroceder, pero una bala de heno se lo impidió.
—¡Eso no es asunto tuyo! —gruñó. Le dio un empujón en el pecho para apartarlo y salió a toda prisa del granero a través del hueco en la pared.
Adrien salió tras ella sintiéndose un miserable y, para su sorpresa, era la primera vez en mucho tiempo que se sentía así por alguien.
—¡Kate, lo siento! Ha estado fuera de lugar. Por favor, espera —le suplicó andando tras ella—. Perdóname, soy un bocazas que necesita un filtro entre el cerebro y la boca para no decir siempre lo primero que se me pasa por la cabeza. Por favor, espera —volvió a implorar interceptándole el paso.
Ella se detuvo y lo miró con ojos brillantes a causa de las lágrimas contenidas. Y él se sintió aún peor.
—Lo siento, soy un auténtico idiota. No sé lo que me pasa, de verdad. Eres la última persona a la que querría fastidiar, pero parece que nací con un chip que me hace comportarme como un imbécil. —Hizo una pausa. No podía precisar con exactitud la sensación que experimentaba bajo la piel. Por muy raro que pudiera parecerle, ella le gustaba en cierto modo—. No quiero ser así contigo. Lo de anoche…
Kate se abrazó el estómago con la cámara y la camiseta todavía en las manos.
—No tienes que darme explicaciones.
—Ya, aunque quisiera no podría. —Se encogió de hombros—. Lo hecho, hecho está, pero lo lamento de veras. No voy a justificarme, porque no se me da bien…
—Hablar de ti mismo —lo interrumpió ella con la garganta seca. Ya había tenido esa conversación antes, pero con otra persona. Se lo quedó mirando desconcertada, demasiado impresionada.
—Sí.
—Tengo que irme —replicó con los ojos clavados en el suelo.
Le entregó sus cosas y empezó a caminar hacia el sendero, cogiendo al paso su mochila que estaba tirada en el suelo.
—Deja que te lleve —pidió él sin moverse.
Kate negó con la cabeza y continuó caminando, aliviada al contemplar que él se quedaba en el claro, inmóvil. Pero cuando llegó al final de la senda, Adrien ya estaba junto a la moto.
—Kate, por favor. Hay siete kilómetros hasta tu casa, no puedes ir andando —le hizo notar él.
—Ya lo he hecho antes —replicó, recordando el día en que conoció a William.
Paranoica o no, había demasiadas similitudes. Existía otro vampiro con los mismos poderes que William, ¿y si ese era Adrien?
De repente se detuvo y se giró para encararlo.
—¿Qué eres?
—¿Qué?
—¿Por qué estás aquí?
—No entiendo qué quieres decir.
—¿Estás seguro?
—Estoy seguro de que por algún motivo que desconozco no confías de mí. —La agarró por la muñeca y se llevó su mano al pecho—. Que mi corazón deje de latir si algo de lo que te he dicho no es cierto. Solo soy un tipo raro, tú misma lo has dicho, y mis intenciones son tan trasparentes como el aire que nos rodea.
Kate notó los latidos de su corazón a través de la palma de la mano. Palpitaba con fuerza, como un tambor; y su piel era tibia, suave, ligeramente húmeda por el sudor. Adrien era humano y ella se sintió como una idiota obsesionada.