William abandonó los pasadizos, sumido en una vorágine de pensamientos que amenazaba con hacerle explotar la cabeza. Silas no tenía ni idea de por dónde empezar a buscar algo sobre esa profecía, pero había prometido averiguar todo lo que pudiera. Sin embargo, estaba convencido de que ese designio estaba escrito en alguna parte o en la cabeza de alguien. Y solo había una persona que seguro sabía algo al respecto: Marcelo. Él estaba trazando un descabellado plan con un único fin, en el que la sangre de William tenía el papel principal, y eso sonaba a profecía.
Cruzó de nuevo la plaza. El calor sofocante de principios de agosto parecía salir de las piedras como si el mismísimo sol estuviera bajo ellas. A pesar de que era de noche, la temperatura debía de rondar los treinta y cinco grados. Sin saber muy bien por qué, se dirigió a la entrada principal de la basílica. Con un leve gesto de sus dedos la puerta se abrió, lo suficiente como para que pudiera colarse a través de ella.
El interior estaba en silencio. Escuchó para asegurarse de que no había nadie y salió de las sombras que lo mantenían oculto. Avanzó por la nave principal con la vista fija en el altar mayor, se detuvo frente a él y lo observó durante un rato. Dio media vuelta y contempló las gigantescas columnas que sostenían la cúpula, las ostentosas paredes llenas de pinturas.
Con paso cansado se dirigió al primer banco y se sentó. Las pinturas le ponían el vello de punta, aquellos querubines de pequeñas alas y los ángeles de rostros fieros parecían fijar sus ojos en él. Empezó a preguntarse cuántas clases de ángeles habría y a cuál de ellas pertenecería su madre. Era incapaz de pensar en ella sin que los ojos se le llenaran de lágrimas. Hundió la cabeza entre las manos y se quedó allí, con los ojos cerrados, sintiendo el frío silencio de aquel lugar.
—No deberías estar aquí —dijo una voz a su lado.
William alzó la vista y miró al sacerdote sin inmutarse. Lo había oído acercarse desde el principio. Se puso en pie con intención de marcharse.
—Pareces perdido, hijo mío —replicó el sacerdote mientras sujetaba a William por el brazo.
El vampiro miró la mano que agarraba su codo. Inmediatamente el sacerdote lo soltó, y William continuó caminando hacia la salida.
—Si no estás perdido, ¿qué buscas aquí a estas horas? —continuó el hombre.
—Yo no busco nada —respondió William sin dejar de caminar.
—Vienes a la casa de Dios a horas intempestivas, amparado en la oscuridad. Y si tu alma está tan desolada como tu mirada, es posible que hayas acudido en busca de consuelo. Dios es misericordioso, habla con él, pide de corazón y te dará la paz que necesitas.
William se detuvo y se giró con los labios apretados por la rabia.
—Dios hace mucho que se olvidó de mí. Para él solo soy otra oveja negra en la familia.
—No importa qué hayas hecho. Dios quiere por igual a todos sus hijos y en su corazón misericordioso solo existe el perdón. Él nunca te abandonará. Sus ángeles cuidan de ti, de todos nosotros, velan por nuestras almas.
William rompió a reír de golpe. Aquello sí que había tenido gracia.
—Míreme bien. ¿Cree que de verdad cuido de alguien que no sea yo o de otra alma que no sea la mía? —dijo con desdén, mientras su piel refulgía con un halo blanco y el iris de sus ojos se transformaba en un lago de mercurio.
El sacerdote dio un paso atrás, ahogando una exclamación con las manos. Empezó a santiguarse sin apartar sus ojos abiertos como platos de la espalda de William, mientras este se alejaba. Se dejó caer en uno de los bancos y con los dedos entrelazados miró la cruz tras el altar; empezó a rezar. Una figura se sentó a su lado y colocó una mano sobre su hombro. Ladeó la cabeza para contemplar al visitante y unos dedos se posaron en su frente con un tacto que se asemejaba al de una pluma suave.
«Duerme y mañana no recordarás nada», dijo una dulce voz en su cabeza.
El visitante acomodó al sacerdote sobre el banco, suspiró y recorrió con la mirada el elaborado retablo. Realizó una ligera venia y se encaminó a la salida.
William abandonó la plaza a grandes zancadas. Estaba de un humor de perros y las palabras del sacerdote habían levantado ampollas en su pecho del tamaño de puños.
Los sintió segundos antes de oír sus pasos. Miró de soslayo por encima de su hombro, eran cuatro. Lo siguieron a través del laberinto de callejones, hasta una zona de bares y pubs donde la gente bebía y reía en plena calle. A través de las puertas de los locales la música surgía distorsionada y a un volumen muy alto, aun así podía sentirlos cada vez más cerca.
Continuó avanzando sin intención de despistarlos, tenía que sacarlos de esa zona abarrotada de testigos humanos. Dobló una esquina, un olor nauseabundo surgió del callejón sin salida. Se detuvo junto a unos cubos de basura con el logotipo de un restaurante, esa debía de ser la parte de atrás de la pizzería. Sacó la daga que llevaba escondida en el tobillo, bajo el pantalón. Un instante después los vampiros aparecieron en el callejón. No intercambiaron ni una sola palabra y se abalanzaron sobre él. El eco de un puñetazo atravesó el aire y el primer Renegado cayó de espaldas sobre un cubo de basura.
Una punzada de dolor atravesó el hombro de William, cuando una daga lo ensartó. Gruñó airado y devolvió la puñalada, penetrando con la hoja en el estómago del proscrito. Alguien lo golpeó con una barra de hierro en los muslos, cayó de rodillas a la vez que un puño impactaba en su mandíbula. Sin saber cómo, se encontró tirado en el suelo con uno de los renegados sobre su pecho, inmovilizándolo, mientras el resto le propinaban patadas por todo el cuerpo. Se sacudió para deshacerse del peso que tenía encima. Levantó la pierna y golpeó al que le estaba machacando las costillas. Consiguió ponerse en pie de un salto, a tiempo de ver como otros dos vampiros se dejaban caer desde el tejado. La situación empezaba a ponerse muy fea.
Los proscritos se alinearon frente a él y lentamente avanzaron. William no podía hacer otra cosa que retroceder, se miró las manos y comprobó que estaban vacías, había perdido la daga. Desarmado y en evidente desventaja, empezó a considerar en serio las posibilidades que tenía de salir de allí, y de repente se dio cuenta de que las tenía.
El aire cambió a su alrededor, electrificándose, las luces amarillas del callejón comenzaron a parpadear y a lanzar chispas. Sintió que la energía lo rodeaba. Su interior se expandió con aquella luz blanca que nacía desde lo más profundo de su ser. Los cubos de basura comenzaron a temblar, los cristales vibraban; y él mismo se sorprendió de lo que estaba haciendo, cada día era más fuerte. Extendió la mano y con un gesto los invitó a acercarse, rebosante de soberbia.
—¡Pero… qué demonios! —exclamó uno de los proscritos dando un paso atrás.
—No seas cobarde, está solo —dijo otro a su lado.
De repente, William sintió una fuerza extraña que lo paralizaba. Un lazo invisible que lo mantenía inmóvil, anclado al suelo, y lo mismo les sucedía a los renegados.
Una ráfaga de aire frío cruzó el callejón y uno de los renegados salió despedido contra la pared, al caer al suelo se cuerpo se convirtió en polvo. William pudo ver de reojo cómo una figura avanzaba desde su espalda hasta su posición. El hombre se detuvo junto a él, hizo un gesto con la mano y dos proscritos ardieron por combustión espontánea. Un nuevo movimiento y los otros tres restantes se estrellaron contra las paredes, desintegrándose al instante.
William apretó los dientes y miró al hombre con insolencia, seguro de que sería el siguiente en morir y demostrándole que ese detalle no le preocupaba lo más mínimo. Él ya estaba muerto y en el infierno, así era como se sentía desde que había dejado a Kate. Entonces el hombre le sonrió con frialdad y volvió a recuperar el control de su cuerpo.
—Salgamos de aquí, este olor me repugna —dijo el hombre.
William lo contempló atónito, vestía un pantalón oscuro, mocasines y una sahariana marrón sobre una camiseta negra. Tenía el pelo largo hasta los hombros, ligeramente ondulado y del color del trigo en verano. Pero lo realmente llamativo eran sus ojos, parecían de plata y en ellos apenas se distinguían las pupilas. El hombre le sostuvo la mirada un instante y, dando media vuelta, comenzó a caminar hacia la calle, dejando atrás el callejón y también a él. En ese mismo momento, pasada la impresión inicial, William se dio cuenta de que acababa de salvarle la vida un ángel de carne y hueso. No entendía muy bien por qué, pero sabía que lo era, su cuerpo lo reconocía.
Lo siguió hasta la entrada de un oscuro pub. Descendieron una estrecha escalera e irrumpieron en un antro atestado de humanos sudorosos que bebían cerveza y bailaban a ritmo de hard rock. El ángel ocupó un taburete en la barra y William se paró a su lado sin dejar de observarlo fijamente.
—¡Vamos, siéntate! —dijo el ángel y una suave risa brotó de su garganta.
Inmediatamente se puso serio y señaló el taburete que había junto a él.
William obedeció, algo le decía que la paciencia no era una de las virtudes del ángel. Se acomodó apoyando los codos en el mostrador, de repente se sentía agotado. Se dio cuenta de que algunos humanos lo miraban con recelo y curiosidad, y no era difícil entender el porqué. Parecía que acababa de salir de una trituradora y su camisa estaba manchada de sangre.
Como si hubiera leído los pensamientos de William, el ángel se quitó la sahariana y se la ofreció. Tomó la prenda y se dirigió al baño. Una vez allí tiró la camisa a la basura y se lavó la sangre que manchaba su piel. Se puso la chaqueta, le estaba un poco pequeña, pero era mejor que ir por ahí medio desnudo.
Cuando volvió a sentarse, el ángel empujó hacia él un vaso con whisky. William miró el vaso con las cejas arqueadas.
—¡Vamos, echa un trago! No es escocés, pero está bueno.
—Gracias, pero no.
—No me gusta beber solo —replicó el serafín con tono imperioso.
William tomó el vaso y lo giró en su mano, vacilante. El ángel lo animó con un gesto. Dio un sorbo y tragó. El ataque de tos fue inmediato, le ardía la garganta, el esófago, y cuando el liquidó llegó a su estómago pensó que tenía ácido dentro. Pero para su sorpresa, el malestar desapareció tan rápido como había surgido y apuró el resto de un solo trago. La camarera se acercó con una botella y rellenó los vasos. Volvió a apurarlo y esta vez hasta le supo bueno. Con asombro, se dio cuenta de que podía digerirlo, y también de que se estaba mareando con una sensación nueva y extraña para él.
—Bebe despacio o acabarás ebrio. Y necesito toda tu atención.
Las palabras del ángel lo devolvieron a la realidad. Estaba en un bar bebiendo whisky junto a un espíritu celestial, como si fueran amigos de toda la vida, pero no era así. No le conocía, ni sabía qué hacía allí, ni qué quería. La camarera se acercó de nuevo y William colocó la mano sobre el vaso a la vez que negaba con la cabeza. En cuanto la chica se retiró, concentró toda su atención en el ser que le había salvado la vida unos minutos antes.
—¿Quién eres? —preguntó el ángel.
—Me llamo William.
—No te he preguntado tu nombre.
—Entonces no sé a qué te refieres.
—Pude sentirte en la basílica, como si estuvieras dentro de mi cabeza. Pero es evidente que no eres uno de nosotros, ni siquiera un Nefilim. ¿Por qué puedo sentirte?
—No tengo ni idea de lo que dices.
—¿Qué eres?
—Soy un vampiro.
Una sonrisa amenazante oscureció las facciones del ángel.
—Mientes, no hueles como uno de esos malditos chupadores de sangre —replicó a la vez que inhalaba con los ojos cerrados.
William desplegó sus colmillos con un gruñido airado y entreabrió los labios para que pudiera verlos.
—¡No puede ser! —dijo al tiempo que retrocedía en su asiento.
—Piensa lo que quieras. Me llamo William Crain, mi padre es Sebastian Crain, señor de…
—Sé quien es —lo atajó el ángel.
—¿Eres un Vigilante? —preguntó William frunciendo el ceño.
—¿Qué sabes tú de los Vigilantes?
—Ahora te toca a ti contestar a la pregunta.
—No soy un Vigilante. Ellos nos sirven a mis hermanos y a mí —contestó casi sin pensar, desconcertado por lo que acababa de descubrir.
—Entonces, ¿quién eres?
El ángel lo evaluó un instante.
—¡Sabes quién soy! He visto mi imagen en tu mente.
William lo observó detenidamente. Era cierto, aquel rostro le resultaba familiar, desde la nariz recta y afilada a la barbilla redondeada, pasando por las cejas dibujadas en un arco perfecto, y aquellos labios carnosos que escondían un rictus cruel y despiadado.
—Gabriel —susurró.
—El mismo. —Arqueó las cejas con un gesto de suficiencia.
Se miraron a los ojos durante lo que pareció una eternidad.
—¿Por qué me has ayudado? ¿Qué quieres de mí?
—Respuestas.
—Pues has recurrido al menos indicado. Suelo ser el último en enterarme de las cosas —respondió William en tono sarcástico.
—Sabes más de lo que crees. Como por ejemplo, quién te engendró.
William no pudo contener la risa.
—¿También quieres mi partida de nacimiento? —preguntó con ironía.
De repente sintió como si alguien le estuviera estrujando el corazón con un guante de hierro fundido.
—Puedes sentirlo, ¿verdad? —susurró Gabriel junto a su oído—. Un parpadeo, no necesito más para reducirte a cenizas.
William suspiró aliviado en cuanto sintió su corazón libre de aquella presión letal. Lanzó una mirada furiosa a Gabriel, deseaba con todas sus fuerzas abalanzarse sobre él y destrozarle la yugular. Le costó un esfuerzo terrible, pero se contuvo.
Gabriel dio un trago a su vaso y le hizo un gesto a la camarera. Cuando la chica se acercó, le arrebató la botella y con un nuevo gesto la despidió. Llenó su vaso hasta el borde, hizo otro tanto con el de William.
—¡Por la amistad! —dijo el arcángel mientras alzaba su copa—. Nos interesa ser amigos, así que vamos a cultivar esta relación con buenas semillas: sinceridad, lealtad y respeto. ¿Te ha quedado claro?
William asintió y también alzó su copa, hizo una leve reverencia y bebió.
—Bien. Empecemos de nuevo. Tu padre es un vampiro, ¿y tu madre? —continuó el arcángel cada vez más alterado.
—Mi madre es un ángel… o lo fue —se sentía incómodo diciendo aquellas palabras.
—¡Eso es imposible! —replicó Gabriel, con una furia absoluta dibujándose en su cara.
—Es cierto.
—Mientes.
—¿Y qué gano con ello?
Gabriel lo taladró con la mirada, sintiendo un nudo de miedo en el estómago. Podía oler la mentira como si de un hedor insoportable se tratara, y el vampiro decía la verdad.
—¿Cómo se llama tu madre?
—Aileen.
—Aileen… bonito nombre para un Oscuro. —Sonrió con burla, intentando que el desasosiego no lo dominara.
—¿Oscuro? ¿Te refieres a un demonio? —preguntó William al tiempo que se enderezaba—. Mi madre no es un demonio. Es uno de los tuyos, un Vigilante.
De repente las copas estallaron en mil pedazos y lo mismo ocurrió con la botella. Las luces comenzaron a parpadear y a lanzar chispas. La gente miraba en derredor asustada, preguntándose qué ocurría.
—¡Salgamos! —ordenó Gabriel a la vez que se ponía en pie y se encaminaba a la salida.
En cuanto se alejaron de la gente, el arcángel se giró tan rápido que William no tuvo tiempo de reaccionar. Lo agarró por el cuello y lo estampó contra la pared de piedra de una pequeña capilla.
—¡Eso es imposible! ¡Un Vigilante, imposible! —gritó Gabriel con rabia—. Si lo que dices fuera cierto, tú serías… una abominación. —Soltó a William y se alejó de él unos pasos, sin dejar de mirarlo con recelo—. No, mientes. Un Vigilante jamás haría algo así, nunca mancillaría su cuerpo y su alma de esa forma. Estás confundido o simplemente te han mentido. —Hizo una pausa y sus ojos relampaguearon en la oscuridad—. O eres tú el que me está mintiendo.
—Ni estoy equivocado, ni te estoy mintiendo. No tengo por qué hacerlo. Mi madre me lo confesó hace muy poco. Ella era un Vigilante, pero eligió convertirse en un ángel caído para quedarse junto a Sebastian. Él era su misión y se enamoraron —respondió William con la voz entrecortada por el agarre del arcángel.
Gabriel se llevó las manos a la cabeza y empezó a moverse en círculos, muy nervioso, sin dejar de lanzar miradas asustadas a William.
—¿No sabías quién eras?
—Me lo ocultaron para protegerme, o al menos eso dicen.
—Leinae.
—¿Leinae?
—Ese es el auténtico nombre de tu madre.
—¿La conoces? —preguntó sorprendido.
—Sí. Hace mucho que no sé nada de ella. Nos abandonó, aunque nunca supe el porqué, hasta ahora… Ha sabido ocultarse y también a ti. Dame tu brazo —le exigió Gabriel a William. Movió la mano, urgiéndolo.
—¿Para qué?
Gabriel no contestó. En un visto y no visto agarró el antebrazo de William, le arrancó la manga de la sahariana y posó un dedo sobre su piel. Empezó a recitar palabras en una lengua que se parecía al latín, pero que el vampiro no supo reconocer.
William sintió un dolor insoportable por todo su cuerpo y empezó a forcejear para liberarse. Notó como si algo intentara abrirse camino a través de sus músculos y de su piel. Por más que lo intentó no pudo contener y acabó gritando a pleno pulmón. Cuando el arcángel lo soltó, cayó de rodillas y vomitó hasta la última gota de whisky que había tomado.
Se miró el brazo y poco a poco una mancha roja como la sangre apareció sobre su piel. Se movía y retorcía como si tuviera vida propia, hasta que el dibujo de una estrella apareció nítidamente.
—¿Qué es esto? —preguntó William casi sin aliento.
—Eso es lo que te ha mantenido oculto. Tu madre debió de hacértelo. Es una especie de escudo protector, esconde lo que eres.
—¿De quién me esconde? —preguntó el vampiro.
Con esfuerzo se puso en pie, las rodillas se le doblaban como si fueran de mantequilla.
—De los ángeles, de todos, no importa el bando.
—Pero tú me has encontrado.
—Soy un arcángel muy perceptivo y tu energía es… —Sacudió la cabeza—. Necesitas algo más poderoso que te siga manteniendo oculto. Lo siento, pero te va a doler.
Posó su dedo en el pecho de William sin que a este le diera tiempo a recuperarse.
William gritó mientras se desplomaba en el suelo, se hizo un ovillo y comenzó a temblar con los dientes apretados.
—Tenía que hacerlo, con esto solo yo podré encontrarte. ¿Quiénes conocen tu verdadera naturaleza?
—¿Para qué quieres saberlo? —preguntó William entre dientes.
—Debo asegurarme de que ninguno de ellos abrirá la boca.
—¿Piensas matarlos?
Tosió con un nuevo ataque de dolor.
—No, sería lo más seguro, pero simplemente les haré olvidar.
—No es necesario, te aseguro que ninguno dirá nada. —Se incorporó lentamente y se miró el pecho, el dibujo de dos alas del color del humo ocupaba un buen trozo de su pectoral izquierdo. La estrella de su brazo había desaparecido—. Yo he visto esto antes.
—¿Qué? —preguntó Gabriel y frunció el ceño como si su cerebro rechazara lo que acababa de oír.
William se inclinó hacia delante creyendo que iba a vomitar de nuevo. Tosió y tragó saliva.
—Hay otro vampiro, es como yo. También tiene dos alas tatuadas en la piel, en su brazo, pero son completamente negras.
Gabriel palideció y parecía que temblaba.
—¿Estás seguro?
William asintió con los dientes apretados, el dolor que sentía aún era insoportable.
—¿Sabes quién es? ¿Dónde está? —lo interrogó Gabriel.
—No, solo le he visto una vez. Vino a buscarme. ¡Maldita sea, cuándo dejará de doler! —masculló con una mueca.
—¿Para qué te buscaba?
—Quería decirme algo. Alguien me necesita y vendrá a por mí. Me dijo que no tenía elección y que, llegado el momento, debería entregarme tal y como él había hecho. Dijo que éramos peones de un juego y que estábamos condenados a seguir el mismo camino.
Los ojos de Gabriel centellearon con un resplandor de hostilidad.
—Necesito saber todo aquello que tú sabes.
William guardó silencio unos segundos, ordenó sus ideas y rememoró los sucesos de los últimos meses. Impelido por las continuas preguntas de Gabriel, acabó haciendo un relato detallado de todo lo ocurrido. Los episodios de Heaven Falls, la dramática forma en la que descubrió quién era, el plan que los Crain estaban llevando a cabo para desenmascarar a Marcelo y al cerebro oculto tras él. Cuando William terminó de hablar, Gabriel parecía a punto de explotar. Su silueta comenzaba a desdibujarse con una extraña niebla azulada y sus ojos brillaban como dos faros plateados.
—Debería matarte, ahora mismo, antes de que sea tarde —dijo Gabriel con voz ronca.
William lo miró fijamente a los ojos y sintió la luz cegadora emergiendo de su interior. Se puso en pie con estudiada tranquilidad, ignorando por completo el dolor agudo que sentía en el pecho.
—¿Y por qué no lo haces? —preguntó sin ninguna emoción. Sin embargo, sus ojos decían otra cosa: Inténtalo y el muerto serás tú.
Estaba encolerizado, ya no le importaba el dolor. De hecho no parecía importarle nada, estaba harto de sentir que no era dueño de su propia vida. Era una marioneta a la que obligaban a moverse a un son que no le gustaba. Las mentiras habían dominado su vida hasta destrozarlo por dentro, y lo había perdido todo. Pero se acabó, nadie más iba a controlarlo.
—¿Y quién ha dicho que no vaya a hacerlo? —replicó Gabriel.
William no pudo contenerse y se lanzó contra el arcángel, embistiéndolo con todas sus fuerzas. Atravesaron la pared, irrumpiendo con estrépito en la pequeña capilla. Se pusieron en pie de un salto, y William volvió a abalanzarse contra él. Lo agarró por el cuello y lo estampó en el suelo. No tuvo conciencia de ver el rayo de luz, pero allí estaba, surgiendo del arcángel como una explosión. Durante un segundo creyó ver dos alas, enormes y grises como las nubes de una tormenta, desplegándose a su espalda. La visión le hizo vacilar y Gabriel aprovechó para aferrarlo por la garganta y levantarlo en peso.
—Debería matarte porque no hay nada en este mundo más poderoso y peligroso que tú —dijo Gabriel—. Una sola palabra tuya puede acabar con todo. Y si lo que me has contado sobre ese otro híbrido es cierto, ya no hay vuelta atrás. Ha comenzado la liga de los grandes, y tú solo eres un niño que llora y grita autocompadeciéndose porque nadie le comprende. Si supieras lo que representas te suicidarías.
—¡Pues tú pareces saberlo, dímelo!
Gabriel soltó a William y dejó caer los brazos como si estuviera muy cansado.
—No puedo intervenir. Nos está prohibido interferir en las profecías… Y en casi todo —añadió para sí mismo—. Y aunque pudiera, sería inútil, siempre se cumplen. No se puede hacer nada y la prueba eres tú. Existes contra toda lógica, solo porque alguien lo profetizó.
—Así que se trata de eso, de vaticinios. No creo en el destino escrito, yo forjo mi destino. No me importa lo que digan que voy a hacer, simplemente no lo haré; problema resuelto. Pero necesito averiguar qué dice esa profecía. ¿Puedes ayudarme con eso? Porque creo que en el fondo quieres ayudarme. Si no para qué esto. Intentas protegerme —dijo con la mano sobre el dibujo de su pecho.
—Esas alas son la marca de un arcángel, no hay protección más poderosa. Si ese otro vampiro que tú afirmas que existe tiene esa marca, las cosas van a ponerse muy feas. Ocurrirá sin más.
—¿Qué ocurrirá? —preguntó William. El arcángel parecía asustado, y se preguntó qué podría ser aquello capaz de asustar a alguien como él.
Gabriel dudó unos instantes. Cerró los ojos y respiró profundamente. Entonces habló:
—De la semilla del primer maldito nacerán dos espíritus sedientos de sangre. Uno heredero de la luz y el otro de la oscuridad. El equilibrio perfecto. Tan poderosos que con una palabra darán vida a la muerte y muerte a la vida. Cuando la noche venza al día en su plenitud, la oscuridad dominará con sus sombras a la luz. Sobre el cáliz que alimentó a la primera plaga, los espíritus derramarán su sangre mancillando la tierra sagrada, y aquellos que se ocultan en las tinieblas caminarán bajo la estrella de fuego a salvo de las llamas —recitó Gabriel sin apartar los ojos de William.
—No soy muy bueno resolviendo acertijos. Voy a necesitar más ayuda.
—Esto me va a costar caro —dijo Gabriel para sí mismo—. Está bien, escucha. El primer maldito hace referencia al primer ser que de verdad fue maldecido con una tortura divina, y esa fue Lilith…
—Siempre he creído que el primer maldito de la historia fue Lucifer.
Gabriel bufó exasperado por la interrupción.
—No, Luzbel nunca fue maldecido, solo se le castigó por su soberbia. Primero a vagar por la tierra, cuando comprobamos que el correctivo no servía de nada y que su sedición iba a más, hubo que tomar otras medidas.
—¿Y qué hizo Lilith? —preguntó William.
—Eso no es importante, sino la profecía en torno a ella. ¿Continúo o prefieres arreglártelas tú solo? —protestó. William asintió y bajó la cabeza—. Bien. «De su semilla nacerán dos espíritus sedientos de sangre», eso quiere decir que Sebastian, último de sus descendientes, es una de las semillas, y tú, su hijo, uno de los espíritus sedientos. Y supongo que ya imaginas quién es el otro.
—Sí.
Gabriel se frotó los brazos.
—Desde el principio de los tiempos, la luz y la oscuridad hacen referencia al cielo y al infierno, a los dos bandos de ángeles. Estoy seguro de que tú eres el heredero de la luz, por tu madre; ella nunca abandonaría el buen camino. Y de que el otro vampiro es la oscuridad, hijo de algún Oscuro que ya ha empezado a mover sus fichas. Por eso quiero ayudarte, porque creo que ellos juegan sucio y con ventaja.
—Hijo de un Oscuro —repitió William pensativo—. ¿Quieres decir un demonio? ¿Y qué diferencia hay? Los demonios también fueron ángeles, son ángeles caídos.
—Este no es momento para una clase de genealogía —le espetó dispuesto a no dar más explicaciones innecesarias. Lanzó un bufido y miró a William tratando de ser paciente—. Los demonios no son ángeles. Hay dos tipos de caídos: los que continúan siendo puros de corazón, pero que prefieren seguir un camino distinto; tal y como hizo Leinae. Y los doscientos que siguieron a Lucifer al infierno, los Oscuros. La mayoría ha perdido todo rastro celestial y no se diferencian en esencia de los demonios: las almas corruptas y pecaminosas engendradas por Lucifer, su progenie. Demasiado débiles como para orquestar algo así.
—Pero has dicho que esta es la marca de un arcángel, ese otro vampiro…
—Entre los Oscuros se encuentran siete arcángeles, ellos siguieron a Lucifer en su caída y ahora lideran sus huestes. Uno de ellos protege a ese vampiro, la marca lo demuestra. Pero no divaguemos y centrémonos en lo importante. El cáliz existe y está oculto en algún lugar que desconozco. Si la sangre de los espíritus se vierte en ese cáliz, los que se ocultan en las tinieblas caminarán bajo la estrella de fuego. La maldición de los vampiros desaparecerá y serán inmunes al sol. Ese es el mensaje de la profecía, y no puede cumplirse.
William se apoyó contra la pared y se frotó el pecho.
—Entiendo, aunque… muchos de ellos merecen liberarse de esa maldición —susurró el vampiro pensando en aquéllos a los que amaba, en lo diferentes que podrían ser sus vidas si el sol dejara de ser mortal para ellos.
Gabriel resopló exasperado.
—Que los vampiros caminen bajo el sol solo es otro augurio dentro de la profecía, el primer sello roto. No puede pasar, porque lo que acontecerá después será irremediable. Así que espero que seas tan fuerte como para convertirte en el dueño de tu propio destino, tal y como afirmas. No puedes aceptar, aléjate del otro espíritu tanto como puedas y, si llega el momento, no lo dudes, mátalo —dijo muy despacio, enfatizando cada palabra.
William asintió tragándose una maldición, y el peso de todo lo que le estaba revelando Gabriel comenzó a asfixiarle.
—¿Y qué pasará si el augurio se cumple?
El arcángel no respondió, pero la expresión de su cara dejó completamente paralizado a William.
—Debería matarte —la voz de Gabriel resonó en la calle mientras se desmaterializaba ante el vampiro.