Era una noche agradable. En el cielo una enorme luna resplandecía entre las nubes y su luz plateada incidió sobre William cuando cruzó la plaza a paso ligero. El vampiro serpenteó entre el laberinto de calles hasta localizar el estrecho callejón, cubierto en toda su longitud por arcos de piedra que lo sumían en una oscuridad absoluta. Se detuvo bajo uno de esos arcos. Aguzó todos sus sentidos y percibió a su alrededor, para asegurarse de que nadie le observaba. Buscó en el muro la pequeña juntura y la empujó, la losa de piedra se deslizó dejando escapar una ráfaga de aire con olor a rancio. Arrugó la nariz y se dejó caer dentro de la abertura.
Marchó a través de los oscuros y mohosos pasillos de piedra. Roma estaba surcada por infinidad de pasadizos subterráneos que solo unos pocos conocían, casi todos vampiros que se servían de ellos para vivir ocultos a los humanos. Se adentró en la tierra hasta el final de uno de aquellos túneles. Empujó una puerta de hierro y entró a otro corredor repleto de anaqueles cubiertos de la cera derretida de grandes velones.
Subió por una escalera con forma de caracol y golpeó con fuerza la puerta de madera que había al final. Tres golpes, después dos y de nuevo tres.
Una figura diminuta apareció al otro lado y con una profunda reverencia lo saludó.
—¡No hagas eso, Laura! —exclamó William con una mueca de disgusto.
—Señor, es como debo saludaros.
William contempló a la niña: su cabello dorado, sus ojos grises, su cuerpo impúber. El mismo aspecto que tenía quinientos años antes cuando fue transformada con apenas trece por un Renegado.
—Laura, si no me das un abrazo ahora mismo pensaré que no te alegras de verme, y eso me causará una profunda tristeza —replicó William colocando los dedos bajo su barbilla para obligarla a que lo mirara.
Laura sonrió y su bonito rostro se iluminó. Se lanzó a los brazos de William y lo estrechó con sus delgados y pequeños brazos.
—Tengo una cosa para ti —dijo el vampiro mientras la posaba en el suelo con cuidado.
Sacó algo de su bolsillo y extendió el puño cerrado frente a Laura, lentamente lo abrió y dejó a la vista un camafeo de coral rosa.
—Aún sigues coleccionándolos, ¿verdad?
Laura asintió con los ojos como platos.
—Gracias. Es el más bonito que he visto nunca —dijo la niña mientras rozaba con los dedos la superficie de la joya.
William le colocó el collar alrededor del cuello y le rozó la nariz con la punta del dedo.
—¿Estáis bien? ¿Necesitáis algo? Si le pregunto a ese viejo cascarrabias me dirá que no.
Laura sonrió con timidez.
—Solo algo de tinta para Silas.
—¿Y para ti?
Laura negó con la cabeza.
—Hay algo que deseas, puedo verlo en tus ojos —dijo él.
—Me… me gustaron mucho los libros que me trajiste la última vez. —William asintió dando a entender que le conseguiría más—. Y… me gustaría probarme unos de esos pantalones que llevan las chicas ahora.
Sacó un papel doblado de un bolsillo de su vestido, la página de una de esas revistas para adolescentes sobre chicos y moda, y se la entregó. William la desdobló y una sonrisa asomó a sus labios.
—¿Quieres unos pantalones tejanos?
La niña asintió.
—También me gustan esos zapatos con cordones y puntera blanca —dijo a la vez que señalaba unas zapatillas Converse de color rosa.
William frunció el ceño con pesar.
—Laura, ahí arriba hay montones de tiendas donde podrías conseguir estas cosas y otras mucho más bonitas.
La niña empezó a negar, moviendo la cabeza de un lado a otro.
—No tiene por qué pasarte nada —insistió William.
—¡No, él está ahí, esperándome!
—No es cierto, sabes que ya me encargué de eso. No volverá a hacerte daño, porque está muerto.
Laura volvió a negar compulsivamente.
—Volverá, siempre vuelve. Aquí estoy segura, aquí no puede encontrarme.
—Y si yo te acompaño. ¿Saldrías? Incluso podrías vivir conmigo.
—No, no, no, no…
Comenzó a balancearse de delante a atrás y de atrás hacia delante.
—Está bien, está bien, nos quedaremos aquí —susurró William mientras la abrazaba.
La sostuvo así un rato, hasta que la niña poco a poco se fue tranquilizando. Suspiró con rabia e impotencia. Apenas podía pensar en todo aquello por lo que había pasado la pequeña, sin desmoronarse y dejar que la ira se apoderara de él. Había encontrado a la joven vampira por simple casualidad, en 1910 en Venecia, durante el carnaval. Llevaba días siguiendo a un grupo de renegados, de los que se rumoreaba que Amelia viajaba con ellos. Cuando por fin dio con su escondite, Amelia no se encontraba allí, pero sí la pequeña Laura, a la que mantenían encadenada a un poste enterrado en el suelo y alimentaban solo con ratas. Tras rescatarla y ganarse su confianza, supo que había sido tratada como una esclava a la que maltrataban y obligaban a robar, usándola también como cebo para atraer a los humanos de los que después se alimentaban. Y todo ese calvario había durado cuatro siglos, en los que la pequeña casi había perdido la razón.
La besó en la frente.
—Vamos a ver a ese cascarrabias de Silas —sugirió él esbozando una sonrisa.
Laura lo guió a través de dos habitaciones con el suelo cubierto de alfombras. El olor a tierra húmeda y a cera seguía siendo muy intenso allí dentro, tanto que le llenaba los pulmones sin necesidad de aspirarlo. Se detuvieron al entrar en una tercera estancia mucho más amplia que las anteriores. Estaba repleta de libros amontonados junto a las paredes atestadas de librerías y estantes, en las que debía de haber miles de manuscritos y pergaminos amarillentos cubiertos por varias capas de polvo. En las mismas paredes colgaban xilografías inéditas de Durero, las preferidas de Silas.
—Te ofreceré algo —dijo Laura, y desapareció tras unos cortinajes descoloridos.
William recorrió con la vista la sala. Todo estaba igual que la última vez que pasó por allí, nada había cambiado de sitio. Tampoco aquella escultura a la que en otras visitas apenas había prestado atención, pero esta vez sus ojos se posaron en ella como si una fuerza invisible los atrajera.
Lentamente rodeó la figura de mármol, admirando en su recorrido las rotundas y musculosas formas del hombre, la tensión de su rostro airado y la delicadeza de las plumas de sus alas completamente desplegadas.
—Es hermosa, ¿verdad? —preguntó una voz a su espalda.
—Sí —contestó William sin poder ocultar la extraña fascinación que le causaba el ángel.
Silas se colocó a su lado y ambos se dedicaron a observar la escultura en silencio.
—Mi querido amigo Bernini me la regaló en uno de mis cumpleaños. Y no me preguntes en cuál porque ni yo mismo lo recuerdo —comentó Silas mientras giraba sobre sus talones y se encaminaba hacia una mesa repleta de papeles. Se acomodó en la silla, mojó una larga pluma de cisne en tinta y comenzó a escribir sobre un pergamino.
—¿Quién es? —preguntó William yendo al encuentro del viejo vampiro.
—¿Bernini? ¿Es que no te enseñaron nada en esos colegios donde creen saberlo todo sobre arte?
—¡Sé quien es Bernini! —exclamó William entre risas.
Silas alzó la mirada de su trabajo y volvió a contemplar la estatua, pero esta vez su expresión no demostraba admiración ni deleite por la imagen.
—Es Gabriel, uno de los siete arcángeles. Es el ángel de la muerte.
—Pensaba que el ángel de la muerte era Azrael —comentó William en voz baja.
—También se le conoce así. Pero es Gabriel quien ostenta ese título por derecho propio, él será quien despierte a los muertos el día del juicio final. Así está escrito en el Apocalipsis.
William se aproximó a Silas con las manos en los bolsillos.
—¿Crees de verdad en todo eso? En el Apocalipsis y en el fin del mundo.
—Si algo he aprendido en todos mis siglos de vida, es que no hay que creer en nada, pero también que deberíamos creer en todo; por si acaso.
—¿Y qué opinas de los ángeles?
—No es buena idea meterse con ellos, y menos con sus jefes. —Hizo un gesto en dirección a la estatua.
—Parece que los conoces.
—He vivido lo suficiente para contemplar algunas de sus obras, dejémoslo ahí.
Laura entró en la habitación portando una bandeja con dos copas de bronce, entregó una a William y la otra a Silas, y dedicándoles una dulce sonrisa volvió a salir.
Con una maldición, William dejó la copa a un lado. Se llevó las manos a la cabeza y se alborotó el pelo. Cuando miró a Silas, las líneas de rostro se endurecieron hasta parecer de mármol.
—Daría cualquier cosa por verla bien.
—Está mejor. Es fuerte y acabará superándolo.
William dejó escapar un suspiro y se dejó caer en un sillón de terciopelo dorado ribeteado con flecos.
—Eres el ser más paciente que conozco. Por eso la dejé contigo.
—Y jamás te estaré lo suficientemente agradecido. Salvaste a Laura, pero también me salvaste a mí. Estaba cansado de vivir y ella me devolvió la esperanza —dijo Silas con una expresión tan apacible que William volvió a relajarse.
William hizo caso omiso de la copa de sangre y observó a Silas mientras este seguía escribiendo. De forma meticulosa hundía la pluma en el tintero, siempre hasta el mismo punto, le daba una ligera sacudida y continuaba dibujando con suma atención una exquisita caligrafía. En medio del silencio, William notó un viento gélido que recorrió la habitación. Miró a su alrededor buscando la filtración, hasta que se dio cuenta de que el frío procedía de su propio cuerpo. Últimamente solía ocurrir eso cada vez que se sentía inquieto, y se dijo a sí mismo que tenía que encontrar la forma de controlarlo. Eso, y que cualquier fuente de luz eléctrica que estuviera cerca de él explotara cada vez que se enfadaba mucho. O que el cielo amenazara tormenta si se sentía demasiado angustiado, tal y como había sucedido la noche que se enfrentó a Amelia y a su ejercito de renegados.
Le costó reconocerlo, pero ya no tenía dudas sobre lo que pasó. Su miedo a perder a Kate provocó la tormenta eléctrica. Cada trueno, cada rayo, eran el eco amplificado de sus sentimientos. Y la tempestad se repetía cada vez que se sumía en el dolor que le provocaba estar lejos de ella, cuando recordaba que jamás volvería a acariciarla, a besarla, a oír su preciosa risa.
De repente se dio cuenta de que Silas le observaba y aprovechó para abordar el tema que realmente le había llevado allí.
—Mi padre dice que eres el hombre más sabio que ha conocido. Que no hay nada que tú no sepas, y que si no lo sabes es porque no ha existido o no ha ocurrido.
—Tu padre me sobreestima, ni soy tan sabio, ni abarco tanto conocimiento, créeme.
—Pero sí conoces toda la historia de nuestro linaje, desde el primer vampiro que apareció en el mundo —dijo inclinándose hacia delante con expresión ávida.
Silas dejó su tarea y se recostó en la silla. Su pelo largo y blanco le colgaba a ambos lados de la cara como una cortina que apenas dejaba ver sus diminutos ojos, y que hacía parecer su nariz aguileña mucho más picuda. Se acarició la perilla y enroscó la punta en su dedo índice.
—Todo hace pensar que nuestra madre fue el primer vampiro, o al menos la madre del primero, ya que su origen es divino. Yo no estaba allí para saberlo, así que, como verás, son muchas las cosas que no sé. Pero si me preguntas sin rodeos aquello que quieres saber, quizá no tenga que relatarte cada generación de esa línea de sangre, hasta que encuentres en la historia un punto de unión que te ayude a formular tu cuestión sin levantar sospechas. Un esfuerzo inútil, porque ya has llamado mi atención.
William se restregó la cara con las manos, bajó la mirada y comenzó a reírse por lo bajo.
—Bueno, soy todo oídos —dijo Silas entrelazando las manos sobre el pecho.
—Háblame de los Vigilantes —pidió el vampiro a la vez que hacía un gesto con la cabeza para señalar arriba.
El cuerpo de Silas se agitó con un respingo, entornó los ojos y lo miró sorprendido.
—¿Cómo sabes tú de ellos? ¡Apenas hay escritos verídicos que los mencionen!
—Escritos que tú has leído, ¿verdad? —señaló William sin intención de contestar a la pregunta.
—Ya te he dicho que he vivido mucho —indicó en voz baja.
Hubo un largo silencio en el que Silas no apartó los ojos de William. Cuando se convenció de que no iba a darle ninguna explicación acerca de cómo había conocido la existencia de los Vigilantes, continuó hablando.
—Está bien. ¿Qué quieres saber?
—Todo, solo sé que existen y que su trabajo es vigilar. Quiero los detalles. —Acomodó la espalda en el respaldo del sillón. Tomó la copa y le dio un trago, arrugó los labios con una mueca de desagrado. La sangre estaba fría, pero continuó bebiendo, necesitaba calmar los nervios de su estómago.
—No se sabe mucho de ellos, son pocos y muy poderosos. Sirven a los arcángeles y solo les rinden cuentas a ellos.
—¿Cuál es su papel exactamente?
—El nombre los define a la perfección, se dedican a vigilar, pero no al azar. Cuando descienden ya tienen un objetivo. Puede ser una persona, una familia, incluso un pueblo entero. Los motivos solo ellos y aquél que les envía los conocen. Pero te pondré un ejemplo para que consigas entenderlo. Civilizaciones enteras han sido aniquiladas después de que los Vigilantes las rondaran, otras han prosperado.
—Comprendo. Si estás limpio y el informe es positivo, vives, si eres una mancha para los de arriba, desapareces —replicó William.
Ahora entendía perfectamente las palabras de su madre. Había sido enviada para vigilar a Sebastian, para comprobar hasta qué punto era real y sincero su deseo de apartar a los vampiros de su camino de sangre. Sebastian había abandonado la oscuridad para abrazar la luz. Había cerrado las puertas del infierno, intentando que le fueran abiertas las del cielo, y Aileen era la enviada que debía decidir si lo merecía.
De repente una pregunta ocupó toda su mente. Si Aileen había fracasado en su misión, convirtiéndose en un Caído para estar junto a Sebastian, ¿habrían enviado a otros para que continuaran vigilándolos? Pensar que alguien a quien no podía ver estuviera siguiendo sus pasos, no le resultaba nada tranquilizador. Al contrario, le causaba tal sentimiento de inquietud que no pudo evitar mirar por encima del hombro, como si necesitara comprobar que allí no había nadie.
Silas rió por lo bajo.
—Yo no lo hubiera explicado mejor.
—Los ángeles pueden engendrar, ¿verdad? —preguntó William.
—Sí, con los humanos, sus vástagos se conocen como Nefilim.
—¿Conoces a algún Nefilim?
—Sí, a más de uno. En general se meten en sus propios asuntos, pero hubo un tiempo en el que fueron muy peligrosos para los vampiros.
—No conozco esa historia.
—Dentro de la estirpe de los Nefilim existen varios clanes. Los Anakim eran los más numerosos, pero también los más peligrosos por su fanatismo hacia Dios. Odiaban todo aquello que consideraban impuro, y consideraban impuros a todos aquellos que no fueran cien por cien humanos. Es irónico, cuando ellos no son tan distintos a nosotros. Estaban convencidos de que si limpiaban el mundo de seres como nosotros, serían dignos de entrar en el cielo y convertirse en ángeles completos. Sus ideas radicales se convirtieron en obsesión y dieron comienzo a una era oscura en la que persiguieron a todo ser sobrenatural que habitaba en este mundo. Se convirtieron en nuestros predadores, los primeros cazavampiros. Por suerte éramos mucho más numerosos que ellos y nos defendimos hasta casi erradicarlos. Tu padre puede contarte muchas historias sobre eso.
—Sí, es todo un maestro contando historias —dijo con voz casi imperceptible.
—¿Qué? —preguntó Silas, aunque había oído cada palabra y el tono despechado que había usado.
—¿Has oído alguna vez historias sobre ángeles y vampiros que hayan engendrado hijos?
—¿Qué? ¡No! Casi suena a blasfemia.
—¿Por qué? —preguntó William sin poder disimular su tono ofendido.
—No me malinterpretes, William. El insulto sería para los vampiros. Los ángeles nos desprecian, para ellos no existe diferencia entre los demonios y nosotros.
—Te he entendido —dijo William desviando la mirada, no era su lado vampiro el que se había ofendido. Se sorprendió de hasta qué punto estaba tomando conciencia de su otra mitad—. ¿Estás seguro de que no hay nada en nuestra historia sobre ese tipo de mestizos? —insistió.
—Muy seguro. Sin embargo… es posible…
—Es posible… —lo urgió William para que continuara hablando.
—Tal y como le dije a tu hermano, es posible que…
—¡Un momento! ¿Mi hermano?
—Robert estuvo aquí hace muchos años con estas mismas preguntas, y volvió a repetirlas hace unos días desde ese mismo sillón en el que ahora estás sentado. —Hizo una pausa y soltó un suspiro cansado—. No voy a preguntar qué está pasando, es evidente que sabéis algo que prefiero seguir ignorando, y partiendo del hecho de si podría haber algo de cierto en vuestra búsqueda, te diré lo mismo que a él. Es posible que lo que buscáis no esté en el pasado sino en el futuro.
—¡Silas, como no te expliques con más claridad!
—Profecías, William. Las profecías nos anuncian todo lo que está por venir. Son designios divinos, y si existe la posibilidad de que un ser como el que has descrito aparezca en este mundo, es un hecho tan importante como para que se haya profetizado su advenimiento.
La luz del conocimiento iluminó los ojos de William. Se puso en pie y comenzó a pasear por la habitación.
—Silas, si ese mestizo ya estuviera entre nosotros…
El viejo vampiro se estremeció. Las vibraciones que emanaban de William lo alteraron, previniéndole.
—Te he dicho que prefiero seguir en la ignorancia.
—¡Maldita sea, vampiro testarudo, esto es importante para mí! —exclamó y sus ojos cambiaron de color transformándose en mercurio.
Los ojos de Silas se abrieron como platos, también se levantó y le dio la espalda a William. Luchó decididamente contra la confusión que sentía y se obligó a girarse hacia su invitado. Sintió que el estómago se le revolvía por la impresión. Se acercó a él y parecía que iba a tomarlo de las manos con gesto respetuoso, pero se detuvo.
—Si ese ser ya está entre nosotros —señaló con un tono que dejaba claro que en esas palabras había mucho más que su simple significado—, es más que posible que exista algún augurio sobre él.
—¿Y qué podría encontrar en esa profecía?
—Interpretándola correctamente… todo.
—Todo —repitió William en un susurro.
Silas asintió sin apartar los ojos de él, con una leve sonrisa de incredulidad. Ahora comenzaba a entender el misterio que durante tantos años había rodeado al vampiro, consciente de que se encontraba ante un milagro.