Kate miró fijamente el despertador. Cerró los ojos un momento y se levantó lentamente del alfeizar de la ventana, como si el hecho de ponerse en pie le resultara muy doloroso. Apagó la molesta alarma y se encaminó al baño. Se inclinó para mirarse en el espejo. Sus ojos hinchados y rojos le devolvieron una mirada triste y cansada. Llevaba un mes sin poder dormir, todo el tiempo que William estaba desaparecido. Era como si la tierra se lo hubiera tragado, nadie sabía nada de él. Había Cazadores y Guerreros buscándolo por todas partes, hasta en el último rincón del mundo, y nada, se había desvanecido.
Cada pocos días recibía la llamada de Aileen y Sebastian. La animaban asegurándole que antes o después él regresaría, y que solo necesitaba algo de tiempo para aceptar lo que había ocurrido. Pero Kate sabía que ni siquiera ellos estaban seguros de si volvería. William los había expulsado a todos de su vida. Se sentía herido, traicionado, a la vez que asustado por todo lo que había descubierto sobre sí mismo. Y roto en mil pedazos por ser el responsable de que Marie se convirtiera en vampiro.
Ahora tenía miedo de que ella pudiera acabar siendo su nueva víctima y por ese motivo se había alejado, con la esperanza de que pronto se olvidaría de él. Pero Kate sabía que semejante sacrificio era inútil, jamás podría olvidarlo. Convencida de que el dolor que le provocaba estar lejos de él no lo curaría el tiempo, al contrario, no hacía más que aumentar a cada minuto. Y no conseguía entender cómo él podía siquiera suponer que ella lograría olvidarlo. Esa idea la obligaba a odiarlo tanto como lo amaba.
Pero por otro lado, no se resignaba a aceptar que William la hubiera echado de su vida, y se repetía a sí misma que antes o después aparecería en su puerta completamente arrepentido. Con una disculpa en sus hermosos ojos azules y la promesa de no volver a abandonarla nunca más, de que jamás volvería a hacerla sufrir. Pero después de un mes, ya no estaba tan segura de que eso fuera a ocurrir, y tenía que encontrar la forma de seguir viviendo. Si se podía considerar vida el estado vegetativo en el que se encontraba.
A pesar de todo, el tiempo pasaba sin importarle las cuentas pendientes que dejaba atrás y que jamás volverían para saldarse. Negando cualquier posibilidad de recuperar los momentos perdidos a aquéllos que, como ella, se veían obligados a seguir sin dejar de pensar en lo que podría haber sido y ya no sería.
Pero el tiempo también podía convertirse en un consuelo, solo faltaban dos semanas para la boda de Jill y Evan, y todos andaban como locos con los últimos preparativos. Jill la mantenía ocupada la mayor parte del día y, aunque le resultaba agotador soportar sus nervios de futura señora Solomon, la frenética actividad prenupcial la ayudaba a evadirse y a no pensar en William todo el tiempo.
Esa misma tarde, Carter pasaría a recogerla para el primer ensayo de la ceremonia. El atractivo hombre lobo se había ofrecido a ser su acompañante en el enlace y, para su sorpresa, la invitación no escondía ningún ánimo seductor ni vanidoso. Había sido una propuesta sincera que dejaba entrever el aire protector que todos los Solomon habían desplegado a su alrededor. Declinó la propuesta, aunque no le sirvió de nada, la palabra «no» no formaba parte del vocabulario de Carter.
Se metió en la ducha y dejó que el agua caliente aflojara su cuerpo, hasta que la piel se le arrugó. Tras secarse el pelo, bajó a la cocina, se preparó un té y se sentó en uno de los sillones de la galería. Con la taza en las manos contempló el lago, sus aguas tranquilas parecían un espejo plateado con ligeras vetas de color rosado. Sopló el líquido caliente y le dio un sorbo. Cerró los ojos e inspiró el aire húmedo y mentolado del bosque. Agradecía aquella calma. Las primeras horas de la mañana, cuando todos dormían, eran las mejores del día. Podía moverse por la casa con libertad, sin sentir las miradas preocupadas de Alice y Martha sobre ella, y no tenía que fingir que se encontraba bien.
A su regreso había mentido sin ningún pudor. Para todo el mundo, excepto los que sabían la verdad, William no había vuelto a Heaven Falls con ella por motivos familiares. Aunque no tardaría en regresar. Eso respondía a los curiosos, y lo hacía porque se negaba a aceptar la separación que él había impuesto. Así, cuando se diera cuenta de su error y apareciera, no tendrían que estar dando explicaciones que solo eran de su incumbencia.
Aparcó cerca del Lou’s Café y recorrió a pie el par de calles que la separaban de la elegante boutique donde había quedado con Jill y Keyla. Iba a probarse su vestido de dama de honor.
Al cabo de dos horas, su paciencia estaba bajo mínimos.
—¿Y qué te parecen estas? —preguntó Jill, mostrándole unas servilletas de color amarillo que acababa de sacar de una caja.
Kate levantó la vista de su libro. Se había sentado en una silla cerca de la puerta y esperaba pacientemente su turno con la cinta métrica y los alfileres.
—Son preciosas —respondió sin mucha emoción.
—Has dicho lo mismo de las azules, las verdes y las blancas —replicó Jill molesta.
—Porque todas me parecen bien —señaló cansadamente.
Jill soltó un suspiro exasperado.
—No sé, Kate, al menos podrías fingir que te interesa.
—Jill, me interesa, de verdad. Pero es que estoy cansada. En los últimos días hemos elegido manteles, vajillas, cuberterías, flores y lazos. Anoche probé cuatro menús diferentes. ¿No crees que va siendo hora de que le pidas ayuda a tu madre? Yo estoy al borde del colapso.
Jill se enfurruñó como una niña pequeña y se cruzó de brazos.
—No voy a pedirle ayuda a mi madre —negó de manera rotunda y miró a Keyla buscando su ayuda y comprensión.
—¡A mí no me mires! —exclamó Keyla—. Tengo doble turno las próximas tres semanas y hoy he tenido que mentirle a la jefa de enfermeras para venir a probarme el vestido. Además, Stephen acabará mandándome al cuerno si vuelvo a darle plantón otra noche —comentó con una mueca compungida. Dio un respingo cuando la dependienta tiró del corpiño de su vestido para ajustárselo.
—Vale, puede que me esté pasando un poco —admitió Jill con un suspiro.
—¿Solo un poco? —la cuestionó Kate alzando las cejas.
Una sonrisa se dibujó en los labios de la novia y lanzó contra Kate la servilleta.
—Ya me gustaría veros a vosotras en mi lugar.
—¡Oh no, yo no pienso casarme! —señaló Keyla tratando de recuperar el aire después de que le soltaran el corpiño.
—¿Y por qué no? Tal y como te mira Stephen, no creo que tarde mucho en hacerte una proposición —le hizo notar Jill con una mirada cómplice, en el último mes se habían hecho muy amigas.
—¿Tú crees? —preguntó con una sonrisa nerviosa, que se ensanchó de oreja a oreja cuando Jill asintió.
La dueña de la tienda surgió de la trastienda con un vestido idéntico al de Keyla y comenzó a quitarle el plástico que lo cubría.
—De verdad, señora Rossdale, gracias por permitir que mi amiga venga durante la noche para la prueba del vestido. Marie tiene una extraña alergia al sol y no debe salir durante el día —agradeció Jill con sinceridad.
—No tienes que dármelas, querida. Desde que mi hijo se marchó a la universidad, la casa se me cae encima.
—Aun así, gracias. Está siendo muy paciente conmigo.
La mujer la miró fijamente.
—¡Dios mío, y pensar que yo misma vestí a tu madre para el día de su boda! —exclamó dedicándole una sonrisa cariñosa a Jill—. Y también a tu madre, Kate, ¿lo sabías?
Kate negó con la cabeza, sorprendida.
—Pues sí —continuó la mujer—. Sus padres le enviaron un vestido de uno de esos diseñadores europeos tan famosos, pero ella se había enamorado de un precioso modelo que yo tenía en el escaparate. Por desgracia, el vestido ya estaba vendido. Tu madre no se conformó, buscó a la chica que me había comprado el traje y le ofreció el suyo a cambio, más trescientos dólares. Por suerte la chica aceptó y tu madre consiguió el vestido de sus sueños. Es uno de los recuerdos más bonitos que tengo de todos estos años al frente de la tienda —admitió con un atisbo de pena—. Supongo que te lo dirán continuamente, pero te pareces mucho a ella.
Kate la miraba muy atenta. Le encantaba oír historias sobre su madre y aquélla era una de las más bonitas que había escuchado.
—Sí, aunque nunca me canso de oírlo —admitió, y se inclinó hacia delante con una sonrisa radiante—. ¿Sabe qué fue de ese vestido? —preguntó muy interesada.
—Deberías preguntarle a tu abuela. Ella consiguió guardar muchas de las cosas de tu madre, antes de que sus padres, tus abuelos quiero decir, se presentaran aquí para llevarse sus pertenencias.
Kate apretó los labios ante el recuerdo de su otra familia. Cuando sus padres se enamoraron, la familia de su madre no estuvo de acuerdo con esa relación. Esperaban que ella se casara con un rico empresario de Virginia e hicieron todo lo posible para que su nueva relación fracasara. En el momento en que su madre decidió casarse, a su familia no le quedó mas remedio que aceptar el matrimonio, ya que ella los había amenazado con no volver a dirigirles la palabra. Pero cuando sus padres murieron en aquel accidente de tráfico, los viejos rencores volvieron a la luz.
Un día, sus abuelos aparecieron en Heaven Falls y se llevaron todas las cosas de su madre. Ni se molestaron en fingir interesarse por ella y por Jane, no les dedicaron ni una mirada. Eran el vivo recuerdo del hombre al que consideraban responsable de la muerte de su hija, su padre. No había vuelto a saber nada de ellos.
—Sería precioso que algún día tú también te casaras con ese vestido —continuó la mujer—. Me han contado que tienes un novio muy, pero que muy guapo. Si te quiere solo la mitad de lo que tu padre quería a tu madre, serás muy feliz. Por cierto, ¿cómo se llama el joven afortunado?
Kate sintió que el color abandonaba su rostro. Las manos y las piernas comenzaron a temblarle. Notaba las miradas preocupadas de Jill y Keyla sobre ella, y la expresión interrogante y desconcertada de la señora Rossdale ante su incómodo silencio. No pudo soportar el torbellino de recuerdos y sentimientos que se desató en su interior. Se puso en pie, farfulló una disculpa y abandonó la tienda como una exhalación.
Corrió por la calle, deseando llegar cuanto antes a su coche para una vez dentro poder desplomarse. Chocó contra algo, se llevó la mano al hombro con un gemido y se giró para ver a quién había golpeado. Un chico con el pelo muy corto y oscuro se agachó para coger su mochila y se la entregó alargando el brazo. Kate la tomó, levantó la vista y se encontró con unos ojos negros que la miraban fijamente. Tuvo que obligarse a apartar la vista de ellos y a articular una disculpa.
—Lo siento, no te vi —dijo Kate un poco avergonzada.
El chico la observó de arriba abajo y una leve sonrisa se dibujó en su rostro.
—No ha sido nada —respondió.
Kate le devolvió la sonrisa.
—Busco un sitio donde comer algo, ¿conoces alguno que esté bien? —preguntó él.
Kate se volvió para señalar con la mano el Café.
—Sí, en la otra acera, Lou’s. Allí, ¿lo ves? —contestó con voz temblorosa, aún le duraban las ganas de llorar.
El chico siguió con la mirada su gesto y asintió.
—Gracias —dijo a la vez que se ponía unas gafas de sol de estilo aviador y echaba a andar.
Kate lo observó mientras se alejaba y le calculó unos dieciocho años. Era alto, esbelto y muy atractivo, con una espalda ancha a juego con sus amplios bíceps. Vestía unos pantalones negros de estilo militar, con una camiseta ajustada del mismo color y botas de motero. Pero no era eso lo que le llamó la atención de él, sino la cámara fotográfica que colgaba de su hombro. La maravillosa Canon con la que ella había soñado durante meses. De repente se dio cuenta de que él se había detenido y que también la miraba. Bajó la vista, incómoda, y disimulando se recolocó la mochila en el hombro. Cuando volvió a mirar él ya no estaba.
Pisó algo con el pie derecho, que crujió como el plástico al romperse. Se llevó la mano a la boca, rezando para que no estuviera rota. Se agachó, recogió la tapa del objetivo y empezó a limpiarla con su camiseta. Estaba bien, solo un poco arañada. Respiró hondo y se dirigió al Café.
Saludó a Mary, la dueña, y se abrió camino entre los clientes, hasta el final de la barra donde el chico estaba sentado troceando un sándwich de pavo.
—Hola —dijo Kate, y dejó la tapa sobre la barra junto a la mano de él—. Se te debió caer cuando chocamos.
Él levantó la vista de su plato. Cogió la tapa y la guardó en uno de sus bolsillos.
—Gracias.
—De nada —respondió ella y dio media vuelta.
—Disculpa.
Kate se detuvo con un vuelco del corazón. Seguro que la tapa estaba rota y el chico acababa de darse cuenta. Se giró con una sonrisa.
—Busco un sitio tranquilo donde pasar unos días. ¿Conoces alguno?
Su voz era fuerte y grave, pero muy agradable. Kate volvió a respirar aliviada.
—Hay un hotel al final de la calle. Dicen que está bien, y tiene piscina —respondió.
—No, estoy buscando otra cosa. Algo apartado, con poca gente. Vengo de una ciudad grande y quiero descansar del ruido. Y hacer algunas fotos —comentó mientras le daba un sorbo a su café.
Kate dudó un segundo de si debía sugerirle la idea que de verdad le rondaba por la cabeza. Tenía la sensación de estar aprovechándose de las circunstancias, pero llevaban dos semanas sin recibir ni un solo huésped, y el señor Collins las había abandonado para ir a vivir con sus hijos a Oregón. Así que, alquilarle una habitación a aquel chico iba a pagar algunas facturas, motivo más que suficiente para no andarse con remilgos.
—Pues entonces conozco el sitio perfecto. Una casa de huéspedes bastante acogedora junto al lago —dijo con una sonrisa—. Discreto, buena comida y mucha tranquilidad. Y hay unos lugares preciosos si te gusta fotografiar paisajes.
Él frunció el ceño y torció la boca con un esbozo de sonrisa. Una sonrisa con un punto de chulería muy atractivo.
—Parece demasiado bueno. ¿Dónde está el truco?
Kate enrojeció y empezó a morderse el labio inferior.
—La casa de huéspedes es de mi familia —dijo esquivando su mirada—. Mi abuela y yo nos ocupamos de ella.
Él apuró su café y se giró en el taburete para mirarla de frente. Apoyó el brazo sobre la barra y Kate se fijo en sus manos y en el anillo de mujer en su dedo meñique.
El chico sonrió dejando a la vista unos dientes brillantes y perfectos. Ladeó la cabeza hacia un lado y la miró de arriba abajo. Su sonrisa se ensanchó con una expresión muy masculina que le iba a la perfección.
—¿Tú vives allí?
—Sí —respondió Kate, tratando de ignorar la forma en que la observaba.
—Lo cierto es que suena bien lo de la buena comida y la tranquilidad —señaló él—. ¿Y dónde se encuentra ese sitio tan maravilloso?
—A pocos kilómetros de aquí. Cuando salgas, gira a la derecha, continua hasta pasar dos cruces y en el tercero gira a la izquierda. Encontrarás un semáforo, ahí gira a la derecha. Por esa calle saldrás del pueblo. Continua por la carretera, hasta encontrar una bifurcación a la izquierda y…
—Espera un momento —la interrumpió él con el ceño fruncido—. Has dicho dos cruces y a la derecha o tres cruces, semáforo y a la izquierda.
Kate sacudió la cabeza.
—No, en el tercer cruce gira a la izquierda y en el semáforo a la derecha. Sigues la carretera…
—Espera, espera… —Una risa ronca brotó de la garganta del chico—. Se me ocurre una idea, ¿por qué no me acompañas? Así no tendrás que sentirte culpable cuando me pierda y acaben encontrándome muerto de inanición en el bosque.
Kate lo miró y no pudo evitar sonreír. Él había adoptado una expresión compungida con la que parecía realmente afligido, aunque sus ojos chispeaban divertidos.
—¿Vas a dejar que acabe perdido? —insistió.
Ella meneó la cabeza sin dejar de sonreír.
—Está bien, de todas formas pensaba regresar ya —contestó con un suspiro.
Él se levantó y pagó su almuerzo, prácticamente intacto en el plato.
—Por cierto, me llamo Adrien —dijo él.
—Kate, Kate Lowell.
—Kate Lowell, es un placer conocerte —susurró estrechándole la mano con un ligero apretón. Se agachó para coger una bolsa de lona que debía pesar una tonelada.
Abandonaron el café y recorrieron juntos la decena de metros que los separaban del lugar donde ella había aparcado su coche.
—¿Piensas quedarte muchos días? —preguntó Kate mientras hurgaba en sus bolsillos buscando las llaves.
—No lo sé, depende de si me siento a gusto aquí. Pero creo que no tendré problemas con eso —respondió, y le guiñó un ojo mientras se ponía las gafas de sol.
Miró a su alrededor como si buscara algo y centró de nuevo su atención en Kate. Un par de chicas que salían de una tienda cercana se detuvieron junto a ellos fingiendo mirar un escaparate. No paraban de lanzar miradas fugaces hacia él y cuchicheaban sin dejar de atusarse el pelo.
Kate sonrió por lo bajo y tiró su mochila dentro del coche.
—Sí, yo tampoco creo que tengas problemas con eso —admitió mirando con disimulo a las dos chicas y rió por lo bajo.
Adrien también empezó a reír.
—No lo decía por ellas —respondió repentinamente serio.
Kate sintió su mirada atravesándola a pesar de los cristales oscuros. ¿Había sido su imaginación o él acababa de insinuar que estaba interesado en ella? Lo miró fijamente sin darse cuenta de que lo estaba haciendo. Era guapo, con su mandíbula ancha y cuadrada y aquel hoyuelo en la barbilla. No se sentía atraída por él ni nada de eso, pero era imposible no admitir la verdad. Adrien parecía un modelo de revista y resultaba muy difícil no contemplarlo.
—¿Te llevo o tienes coche? —preguntó ella fingiendo no darse por aludida. Pero en su interior su autoestima había subido un par de puntos.
—Te sigo —respondió él.
Dio media vuelta y cruzó la calle mientras se colgaba a la espalda la bolsa de lona. Se acercó a una Shadow 750 Black Spirit aparcada tras una camioneta y se subió a ella. Arrancó, maniobró con habilidad y, con un ronco acelerón del motor, se colocó junto al viejo Volkswagen blanco.
Quince minutos más tarde, Kate abandonaba la carretera y enfilaba el camino que conducía a su casa con Adrien detrás. Miró por encima del hombro la bolsa de su nuevo huésped, que traqueteaba en el asiento trasero por culpa de los baches. Se había ofrecido a llevarla para que a él le resultara más cómodo el viaje. Le parecía que debía de pesar una tonelada y le costó creer que pudiera viajar con aquello a la espalda.
Se bajó del coche a la vez que Adrien desmontaba de la moto y miraba con curiosidad la casa.
—¿Decepcionado? —preguntó ella mientras abría la puerta del asiento trasero.
—¡No, este sitio es genial! Justo lo que andaba buscando.
—Me alegro —señaló ella.
Agarró la mochila y tiró, pero no se movió ni un centímetro, volvió a tirar.
—Yo llevaré eso.
Adrien estaba pegado a su espalda, con las manos en las caderas y sonriendo verdaderamente divertido por sus inútiles esfuerzos. Ella se apartó. Adrien sacó la bolsa con una sola mano, se la echó a la espalda como si no pesara nada y empezó a caminar hacia la casa.
—¿Qué llevas ahí? Pesa una tonelada.
El chico la miró por encima del hombro y se limitó a sonreír.
Tras las oportunas presentaciones a Alice y Martha, Kate condujo a Adrien a la que sería su habitación durante el tiempo que se hospedara allí. Una vez dentro abrió las ventanas para que entrara aire fresco. Adrien dejó su bolsa sobre la cama y le echó un rápido vistazo a la estancia.
—Ese es el baño —le informó Kate señalando una puerta blanca—. Además de ducha también dispone de una bañera, por si quieres darte un baño.
Adrien asintió, abrió la puerta un poco y asomó la cabeza dentro. Volvió a cerrarla y miró a Kate fijamente.
—Puedes moverte por la casa a tu antojo, salón, cocina… usa lo que quieras. El horario de las comidas está junto a la puerta, al igual que los días de colada. Dispones de Internet y televisión por cable, y en la sala de estar tienes una videoconsola y algunos juegos, por si te aburres. Muchos de nuestros huéspedes son familias con niños —aclaró al ver la cara del chico. Y añadió—: Una cosa más, la última planta es privada. La buhardilla es donde dormimos mi abuela y yo. Pero si necesitas algo durante la noche, puedes llamarnos marcando el asterisco en el teléfono.
—¿Y acudirás tú? —preguntó él con una sonrisa torcida.
—¿Qué? —inquirió ella a su vez, aunque había entendido perfectamente la pregunta.
—Si necesito algo, ¿serás tú quien me atienda?
—Bueno… supongo que sí —dijo un poco cohibida, pero inmediatamente recuperó su seguridad—. Aunque, hasta ahora, los huéspedes siempre han sido muy considerados a partir de ciertas horas y, a no ser que haya una autentica emergencia, no suelen pedir nada.
Adrien asintió con la cabeza y su sonrisa se ensanchó. Inmediatamente se puso serio y entornó los ojos con una extraña expresión. Se giró hacia la ventana dándole le espalda a Kate.
—Gracias, ahora voy a deshacer el equipaje —indicó con voz ronca.
Kate se sorprendió por su repentino cambio de humor.
—¿Estás bien?
—Sí, solo un poco cansado. Así que me echaré un rato en cuanto coloque mis cosas —respondió muy serio.
Ladeó la cabeza para mirarla por encima de su hombro.
—Gracias —repitió.
Kate le dedicó una leve sonrisa y abandonó el cuarto con rapidez, con la duda de si había dicho algo inoportuno que le hubiera molestado. Se encaminó a la escalera y al agarrar el pasamanos sintió un fuerte dolor en el dedo pulgar. Miró la tirita que llevaba puesta, estaba empapada de sangre. El corte que se había hecho el día anterior al cortar verduras debía de haberse abierto. Con cuidado la despegó, solo para comprobar que la herida no estaba cicatrizando bien.
Sintió una ráfaga de aire frío en la nuca. Muy despacio se giró, con la vaga sensación de haber vivido ese momento antes, y encontró a Adrien en el vano de su puerta mirándola fijamente. Él bajó la vista como si estuviera turbado y entró en su cuarto dando un portazo. Kate tragó saliva con un sentimiento de inquietud muy fuerte. Y se preguntó si su herida tenía algo que ver con el cambio de Adrien. Consideró la idea un instante e inmediatamente la descartó, culpando a su estado paranoico de todas las locuras que se le pasaban por la mente. Últimamente veía vampiros por todas partes, vampiros que solo estaban en su imaginación.
Kate pasó el resto de la tarde realizando las tareas de la casa. A eso de las seis, Carter apareció al volante de su llamativo coche, media hora antes de lo que habían concertado. Se echó a reír cuando lo vio entrar en la cocina con su sonrisa de niño bueno y unas flores en la mano. Se encaminó directamente al fregadero, donde Alice lavaba unas patatas, y con un movimiento exquisito se inclinó ante ella ofreciéndole el ramo.
—Flores para mi chica favorita —dijo con voz zalamera.
Alice comenzó a reír con ojos brillantes. Se secó las manos en el delantal y cogió las flores.
—Eres un cielo, pero no necesitas adularme para que te invite a merendar.
Carter soltó una carcajada y abrazó a Alice alzándola del suelo.
—¡Vamos, déjame en el suelo, ya no estoy para estas cosas! —protestó Alice mientras reía con ganas.
—No sea modesta, en el fondo sigue siendo toda una rompecorazones. ¿No siente cómo el mío se hace pedazos?
Alice le pellizcó las mejillas y sacudiendo la cabeza se dirigió al horno.
Carter arrastró una silla a la mesa y se sentó junto a Kate. Unos segundos después Alice ponía ante él un plato con un enorme trozo de tarta de manzana y un tenedor. Los dejó solos.
Carter se inclinó un poco sobre la mesa y observó el montón de papeles que Kate tenía entre las manos. En las últimas semanas se habían visto casi a diario, se había tomado como algo personal el bienestar de Kate. En un principio por un compromiso de lealtad hacia William, sabía que, a pesar de haberla abandonado, el vampiro amaba a aquella humana, y él amaba al vampiro tanto como a sus propios hermanos. Pero después, simplemente lo hizo porque era imposible no caer rendido a los pies de Kate, y ahora la consideraba una amiga de verdad a la que protegería a toda costa.
—¿Qué haces? —preguntó mientras se llevaba un trozo de tarta a la boca y lo devoraba con deleite.
—Facturas —respondió suspirando. Empujó los papeles con desgana y se masajeó las mejillas.
—¿Necesitas dinero?
—¡No! Solo las estoy organizando. Se llama contabilidad.
—¡Vamos, Kate! ¿Cuánto necesitas?
Se inclinó un poco más hacia delante y Kate se removió incómoda en la silla.
—No necesito dinero.
—Ya —replicó con burla.
Metió otro trozo de tarta en su boca y lo masticó despacio, sin apartar la vista de ella, estudiando cada gesto de su cara.
—Si acabaras necesitándolo, ¿podrías dejar a un lado tu orgullo y pedírmelo?
—No necesito dinero. Hoy mismo se ha registrado un nuevo huésped y tenemos varias reservas para la semana próxima.
Carter empujó el plato y se estiró hacia atrás, cruzando los brazos sobre el pecho. La miró con un atisbo de exasperación, pero le sonrió.
—No te he preguntado eso.
—Ya lo sé —replicó Kate.
—¿Lo harás? —insistió.
—¿Si te digo que sí dejaremos esta conversación?
Carter se encogió de hombros y esbozó una sonrisita de chico malo que le iba como anillo al dedo.
—Lo haré. ¿Contento?
Él asintió y se puso en pie, llevó el plato al fregadero y lo aclaró. Tras secarse las manos con un paño, se plantó en medio de la estancia, alzó el cuello y comenzó a olisquear el aire.
—¿Es cierto que tienes un nuevo huésped?
—Sí, la moto que hay fuera es suya.
—No hay ninguna moto fuera —replicó Carter mirándola con atención.
—Qué raro. No le he oído salir.
—Lo raro es que no huele a humano —susurró y volvió a inspirar.
Kate se estremeció.
—¿Insinúas que es…?
—No empieces a alucinar. Aquí no huele a vampiro, ni a lobo. ¡Eh, tranquila! —dijo al ver que ella se abrazaba los codos muy nerviosa—. Puede que no capte su olor porque no ha estado aquí el tiempo suficiente. Si fuera un lobo lo sabría, y los vampiros no se pasean en moto a plena luz del día. No hay de qué preocuparse.
—Vale, pero ahora que sé lo que habita entre nosotros, no puedo evitar comportarme como una paranoica.
Carter se acercó a ella y le acarició el brazo.
—Cuidamos de ti. Eres una de los nuestros. —Kate asintió y le dedicó una sonrisa—. ¿Y qué clase de moto tiene ese tío? —preguntó intentando distraerla, aunque también sentía un poco de curiosidad.
—A mí me parecen todas iguales, pero creo que dijo algo como speedy.
—¿Spirit? ¿Shadow Spirit?
—Sí, eso.
—¡Es una máquina estupenda! Puede que me pase más tarde para echarle un vistazo. —«Y también a su dueño», pensó.
Adrien cerró el último libro y se mordió el puño con frustración, reprimiendo así el deseo de hundirlo en la mesa. Apoyó los codos en la madera y escondió el rostro entre las manos. Las deslizó con lentitud por su pelo, con rabia agarró dos mechones y tiró de ellos hasta que pensó que podría arrancárselos.
Oyó los pasos de la joven bibliotecaria acercándose. Se atusó el pelo y recompuso una amable sonrisa en su rostro.
—¿Ha habido suerte? —preguntó la chica.
Adrien la miró y negó con la cabeza.
—No, aquí no está lo que busco.
Ella dejó con disimulo un libro antiguo frente a él y se inclinó un poco para poder hablarle en voz baja.
—Puede que aquí encuentres algo —susurró. Adrien la miró sorprendido—. No debería enseñarte esto, no forma parte del catálogo de la biblioteca. Lo tenemos aquí mientras acondicionan para él una sala en el museo.
—¿Qué es? —preguntó Adrien con verdadero interés.
La chica miró a su alrededor y, cuando se aseguró de que no había nadie cerca, se sentó junto a él. Con extremo cuidado abrió el libro.
—Es un diario, el diario de los Padres Fundadores de Heaven Falls. Verás, algunos de los colonos que se establecieron en Virginia, decidieron traer a sus familias hasta aquí. Pensaban que estas tierras eran mucho más prosperas, y no se equivocaban; en poco tiempo Heaven Falls pasó de ser una pequeña aldea a convertirse en un pueblo de grandes fortunas. Te cuento todo esto porque, si esa iglesia que buscas de verdad fue construida, en este diario debe haber algo sobre ella. Aquí se detalla todo: nacimientos, muertes, cosechas, hasta el granero más pequeño figura en sus páginas. También se mencionan un par de incendios devastadores. Puede que tengan relación, que no quede ni una sola piedra de ese templo porque lo consumiera el fuego.
Adrien sonrió y, en un impulso, tomó el rostro de la chica entre sus manos y la besó en los labios. Ella enrojeció y su corazón se aceleró.
—¡Dios mío, van a despedirme por esto! —dijo mientras se cubría las mejillas con las manos. La atracción que sentía por aquel desconocido era tan intensa, que estaba jugándose su puesto de trabajo solo por complacerlo. Se entretuvo mirando sus ojos, tan negros como el ónice—. Estamos a punto de cerrar, pero… podría sacar el diario de aquí y, si no tienes planes, le podríamos echar un vistazo mientras cenamos. En un sitio discreto, por supuesto.
Adrien la miró de arriba abajo y una sonrisa traviesa curvó sus labios.
—Por supuesto.
Dos horas después, Adrien sujetaba la puerta de su habitación para que Amanda, la bibliotecaria, entrara en ella. Inmediatamente se dio cuenta de que allí había estado alguien.
—¿Te importa si uso tu baño? —preguntó ella.
—Es ahí.
Esperó inmóvil a que la chica hubiera cerrado la puerta y dejó la cámara fotográfica sobre la cómoda. Había sacado fotos de cada una de las páginas del diario, para examinarlas con atención más tarde y que así Amanda pudiera devolverlo sin meterse en un lío. La otra alternativa, era partirle el cuello y quedarse con el diario, algo más práctico que unas fotografías; pero mucha gente los había visto juntos y sumar uno más uno no les iba a costar demasiado.
Cerró los ojos y giró sobre sí mismo mientras llenaba sus pulmones de aire, lo retuvo unos segundos. El sonido de una risa ahogada escapó de sus labios y sacudió la cabeza de un lado a otro. En el fondo no estaba sorprendido y tampoco esperaba menos de ellos. Lo que sí le preocupaba, era si habían descubierto algo.
Recorrió con la vista la habitación, todo parecía en orden. A continuación se asomó a la ventana y tanteó la parte superior del marco, y allí estaban, tal y como las había dejado. Si hubieran descubierto algo las dagas habrían sido lo primero y, de haber sido así, ya habrían intentado matarle. Volvió a inspirar y buscó en sus recuerdos, inmediatamente reconoció los dos rastros. Uno era el del amiguito de William, el lobo blanco, y el otro el del lobo que había visitado a Kate unas horas antes y con el que se había marchado.
La puerta del baño se abrió y Amanda apareció con menos ropa de la que llevaba al entrar. Adrien la contempló de arriba abajo. Sonrió con suficiencia y se quitó la camiseta mientras se acercaba a ella. Antes de besarla un único pensamiento ocupó su mente, tendría que ser muy cuidadoso si no quería despertar sospechas entre los lobos.