William entró en su habitación y cerró dando un portazo. El recuerdo de Kate ofreciéndole su sangre no dejaba de atormentarlo. Se imaginó aceptando su regalo, tomando su sangre… Sacudió la cabeza apartando la idea. Jamás la convertiría, no iba a arrebatarle su humanidad, su bien más preciado. Había olvidado por completo lo hermoso que era estar vivo, ser humano, y Kate se lo había recordado. De alguna forma sentía que podía vivir a través de ella.
Estaba demasiado tenso y su cuello se había convertido en un bloque rígido como el acero. Rotó los hombros tratando de aflojar la tirantez de sus músculos, pero el movimiento solo consiguió agarrotarlos aún más. Se desprendió de la ropa y entró en la ducha, apoyó la espalda contra la pared y cerró los ojos dejando que el agua caliente resbalara por su cara.
Se vistió con un pantalón negro y paseó nervioso por la habitación. La ducha había aflojado la tensión de su cuerpo, pero su enfado seguía intacto. Se asomó a la ventana y vio a Kate acercándose a la casa; caminaba despacio con los hombros encogidos. Apoyó las manos en el cristal y enmarcó con ellas su figura, deseando poder envolverla de aquella forma en la realidad. Quería protegerla de todo y de todos, incluido él mismo.
Se dejó caer en la cama y se cubrió la cara con las manos. El enojo le quemaba la piel, la frustración lo ahogaba y el miedo a estar cometiendo un error, del que ya era imposible arrepentirse, lo sumía en un estado de paranoia. Y a todas esas emociones, ahora se sumaban los remordimientos.
Se arrodilló en el suelo, dejando que el peso de su cuerpo descansara sobre los talones. Colocó las palmas de las manos sobre los muslos e inclinó la cabeza hasta que la barbilla tocó su pecho. Cerró los ojos y se concentró en vaciar su mente de cualquier estímulo. Hacía muchos años que había aprendido a meditar, y era lo más parecido a dormir que había experimentado nunca. Si lo hacía bien, conseguía abstraerse de todo lo que le rodeaba durante horas. Esa era su vía de escape, y cuando volvía a abrir los ojos tenía la vaga sensación de que todo iría mejor.
De repente abrió los ojos y miró el reloj que había sobre su mesa. ¡Eran más de las doce! Empezó a sentirse realmente mal por haber dejado a Kate sola durante tanto tiempo, también por la forma en la que la había abandonado bajo aquel manzano. Salió al pasillo, descalzo, y se encaminó a la escalera mientras abrochaba un par de botones de su camisa. Kate estaba en alguna de las salas de la planta baja, podía oler su perfume. Aguzó un poco el oído y su voz llegó hasta él, trazando una vibrante estela que siguió completamente hipnotizado.
—¿De verdad luchaste en esa guerra? —oyó preguntar a Kate en tono incrédulo.
—Esa solo fue una de tantas —respondió Robert tras una sonora carcajada—. Pero he de reconocer que fue una de las más divertidas. Me sentaba muy bien el uniforme.
—Me cuesta creer que tengas tantos años. Todo lo que has conocido es fascinante. ¿Volverías a algún momento en particular? ¿Cuál fue el mejor año para ti? —preguntó Kate con avidez.
—Sin duda, los años que pasé en Francia en la corte de Maria Antonieta. Fue una época de excesos que no me importaría volver a repetir.
—¿Conociste a Maria Antonieta? —preguntó ella boquiabierta.
—Profundamente —contestó Robert con un asomo de ironía. Kate dejó escapar una risita azorada—. Levanta la barbilla y no dobles la muñeca.
—Pesa mucho —se quejó ella.
—Eso es porque estiras demasiado el brazo, dobla un poco el codo. Así, muy bien…
Se oyó el sonido del acero chocando contra acero. A continuación el estruendo del metal al desplomarse sobre el suelo y la risa de Kate brotando con ganas de su garganta.
—¿Has visto? Ya es tuyo, y ahora, el golpe de gracia —dijo Robert con entusiasmo.
William abrió la puerta del salón donde solía practicar esgrima de pequeño. Se detuvo bajo el marco de madera, contemplando la escena que tenía ante sus ojos con el rostro mortalmente serio. Robert rodeaba con sus brazos a Kate. Con el derecho sostenía la mano de ella ayudándola a empuñar una espada y con el izquierdo mantenía su otro brazo sujeto contra la espalda. Una armadura abollada estaba en el suelo, a sus pies.
—¡William! —exclamó Kate con una mezcla de alegría y sofoco.
—Hola, hermano. Empezaba a preguntarme cuándo aparecerías. Estábamos preocupados por tu ausencia —dijo Robert, soltando a Kate muy despacio.
—Estaba ocupado. Gracias por entretener a Kate —declaró mientras forzaba una sonrisa que desapareció inmediatamente. Sintió el aguijonazo de los celos en su pecho.
—Ha sido un placer, y he de admitir que te envidio. Esta dama posee todo lo que un hombre podría desear, eres afortunado —dijo con sinceridad.
—Lo soy —respondió sin apartar la vista de ella. Se acercó a la chica y le quitó la espada de las manos—. Podrías herirte con esto, y no creo que sea lo más recomendable en una casa repleta de vampiros —dijo en un tono que era una clara reprimenda para Robert.
Kate desvió la mirada un poco avergonzada.
—Tienes razón, ha sido un descuido imperdonable por mi parte —se disculpó Robert, y esta vez no parecía tan sincero.
William se quedó callado un momento. Apretó los labios como si intentara reprimir las palabras que empujaban por salir de su boca. Tomó aliento en un intento de calmarse, pero no funcionó del todo. La sonrisa despreocupada y condescendiente de Robert le estaba sacando de quicio. ¿Qué demonios le pasaba a su hermano?
—¿Has cenado? Podemos ir a la cocina y prepararte algo —sugirió a Kate.
—Robert me ayudó a preparar rissotto para Shane y para mí —respondió ella—. Creí que tú… —no acabó la frase y se encogió de hombros.
Robert le dedicó una sonrisa de disculpa a su hermano.
La expresión decepcionada de William dio paso a otra más difícil de interpretar. Admiraba a su hermano y lo respetaba, pero había algo en su comportamiento de los últimos días que lo tenía desconcertado. Incluso había momentos en los que le costaba reconocerlo. No pudo contenerse.
—¿Para Shane también? ¡Vaya, es todo un detalle por tu parte! ¿Es algún tipo de compensación por tu deferencia para con Fabio?
Robert no pareció molestarse por la observación. Al contrario, esbozó una sonrisa socarrona que era pura astucia.
—Si me tocas en cuatro movimientos, puede que te conteste —propuso Robert.
Tomó una de las espadas que había sobre la mesa y la blandió con un giro de su muñeca.
William apretó con fuerza la empuñadura de la espada que aún sostenía y la alzó.
—¿Cuatro? —preguntó. Su hermano asintió—. ¿Y serás completamente sincero?
Robert volvió a asentir y sus labios se curvaron con auténtica satisfacción. Su hermano pequeño siempre había sido su mejor adversario y hacía tiempo que no se batían.
William movió los hombros en círculos. Aseguró los pies en el suelo y esgrimió su espada; estudió a Robert con los ojos entornados. Arremetió. Uno, dos, tres y cuatro movimientos, y la punta de su espada presionaba contra la garganta de Robert.
—¡Eso ha sido impresionante! —alabó Robert.
—Te toca —dijo William.
—Hice lo que tenía que hacer —replicó, empujando con el filo de su espada el arma de su hermano—. Puede que Fabio sea un demente descontrolado que merezca muchas cosas, pero es uno de los nuestros. Dejarse llevar por los impulsos no suele ser acertado. Y eso fue lo que le pasó, un impulso poco acertado que le costó controlar —respondió Robert con un destello carmesí en los ojos, mientras sus hojas chocaban una y otra vez.
Kate los contemplaba sin saber muy bien qué estaba pasando entre ellos. Hablaban tranquilamente, pero golpeaban las espadas con demasiada violencia.
William empezó a reír como si Robert hubiese hecho un chiste.
—Un impulso poco acertado —repitió con sarcasmo—. Si hubieras aplicado esa teoría la noche del robo a la cámara, habría quedado alguien vivo a quien interrogar. Alguien que nos habría dado alguna información a la que atenernos para no andar dando palos de ciego… —Sus armas se engancharon en las empuñaduras, y los hermanos se quedaron mirándose— y ahora sabríamos quién intenta crear un suero.
Robert empujó a su hermano.
—¡Maldita sea, William! Si no me falla la memoria, ya dispones de esa información. Fue Amelia quien orquestó la trama. Y los que asaltaron esta casa eran renegados armados que amenazaban a nuestra hermana, merecían lo que les hice. En cambio, ejecutar a un vampiro que simplemente ha perdido los estribos, lo considero excesivo. ¿No crees que ya sufrimos bastante? —le preguntó con tono airado. Levantó la espada por encima de su cabeza y lanzó un mandoble contra él.
—¿Qué quieres decir? —preguntó a la vez que detenía su acometida con un giro de muñeca. No daba crédito a la respuesta de Robert, era imposible que pensara en serio que Fabio solo había perdido los estribos.
—Hablo de dolor, de sufrimiento. Estamos condenados por una maldición divina a vagar en la oscuridad, y condenados por nuestras propias fantasías a soportar el dolor que nos causa negar nuestros instintos. Nos hemos convertido en mártires, pero no en depravados —dijo sin disimular su rabia, y lanzó otro tajo que rasgó la camisa de su hermano.
—Existe una esperanza —replicó William, apenado y desconcertado por el comportamiento de Robert. Podía ver el dolor en sus ojos—. Un día los humanos estarán preparados para acogernos, para comprendernos…
—¡Oh, por favor! —rugió con exasperación, abriendo los brazos en cruz como si lanzara una súplica—. ¡Si supieras lo cansado que estoy de oír esas palabras! Tengo más de mil años, y tú, qué, ciento setenta y uno. Creo que tengo más experiencia respecto a humanos que tú. —Lanzó una fría mirada a Kate—. Los humanos son criaturas paranoicas que temen todo lo que es diferente a ellos, jamás aceptarán a los vampiros.
—Hablas como un Renegado —susurró William dejando caer los brazos a ambos lados de su cuerpo.
Robert apretó con fuerza su espada y lanzó una estocada con la que hirió a William en el pecho.
Kate gritó cuando vio la sangre manchando su blanca piel.
—Los humanos son frágiles, débiles —terció Robert destilando ira. Sin dejar de atacar a su hermano, continuó hablando—: ¿De verdad quieres que nos sometamos a ellos?
—¿Y cuál es la alternativa? —preguntó William casi con miedo a la respuesta. Robert desvió la mirada—. ¿Qué te pasa, hermano? —más que una pregunta pareció una súplica.
Detenía cada una de las arremetidas de Robert, pero se negó a atacarlo. Tenía la sensación de que su hermano solo estaba pasando un mal momento, una de esas épocas en las que uno se cuestiona sus principios y se ve tentado a elegir el camino fácil.
—Lo mismo que a ti, la única diferencia es que yo he dejado de mentirme. Somos iguales, tú también despertarás.
—Yo no soy así —la última palabra se le atascó en la garganta, porque la espada de Robert se hundió en su estómago.
Kate volvió a gritar e intentó acercarse, pero William le hizo un gesto para que se detuviera.
—Sí lo eres, solo que aún no lo sabes —susurró Robert al oído de su hermano, mientras este caía de rodillas—. Puedo sentir como tu cariño se transforma en odio en este mismo momento. Eso me entristece, creí que me conocías mejor.
—El Renegado que me vigilaba en Heaven Falls es como yo —dijo William entre dientes, sujetando con fuerza la mano de Robert para que no se alejara. Eso hacía que la hoja se hundiera más en su cuerpo—. Sebastian me pidió que no te comentara nada, no me dijo el porqué.
Robert intentó alejarse, demasiado abrumado por esa confesión, pero él le sujetaba la muñeca con fuerza.
—¿Por qué me lo cuentas? —susurró.
—Porque no quiero que te rindas. Ese es el camino fácil y a ti no te gusta lo fácil. ¿No te interesa el reto? ¿Averiguar quién es? Puede que ahí estén tus respuestas.
William se quedó sin fuerza y soltó la mano de Robert, que abandonó de inmediato la sala sin decir una palabra.
Kate corrió al lado de William y se arrodillo junto a él.
—¡Dios mío! ¿Es grave?
—Tranquila, no es nada —dijo con calma.
Agarró la empuñadura, tiró de ella hasta sacar la hoja de su cuerpo y la arrojó lejos. Se puso en pie y con los dientes apretados se subió la camisa. La herida comenzó a desaparecer ante la mirada atónita de Kate.
—Será mejor que me quite esta ropa.
William entró en su habitación despojándose de la camisa. Arrojó la prenda a un rincón y comenzó a pasearse de un lado a otro muy nervioso. No dejaba de revolverse el pelo de forma compulsiva.
Kate salió del baño con una toalla húmeda y se acercó a él para limpiar la sangre que manchaba la piel de su torso.
—No es necesario que hagas eso —dijo con pesar, pero la dejó hacer al darse cuenta de que ni siquiera lo había escuchado.
—¿Qué ha pasado ahí abajo? —preguntó ella intentando parecer calmada, aunque su cuerpo la delataba temblando de pies a cabeza.
Deslizó con lentitud la toalla y al retirar la sangre la piel apareció inmaculada. No había ningún rastro de la herida.
—Él no es así. A mi hermano le ocurre algo y voy a averiguar qué es.
Se acercó a la ventana. Oscuros nubarrones surcaban el cielo ocultando las estrellas y un relámpago iluminó durante un segundo la habitación en penumbra. Las primeras gotas golpearon el cristal. Apartó la vista de la ventana y encontró a Kate sentada sobre la enorme cama. Miraba al vacío, completamente confundida. Verla así hizo que se olvidara de todo y que solo quisiera abrazarla; aunque no estaba seguro de si ella se lo permitiría.
Un trueno estalló sobre sus cabezas y el sonido de la lluvia se intensificó. Se acercó y se arrodillo frente a ella, sin tocarla, y alzó los ojos hacia su rostro con una mirada triste.
—Lo siento —dijo en un susurro. Ella lo miró sin decir nada—. Sé que paso la mayor parte del tiempo disculpándome. De hecho creo que es lo único que hago desde que estamos juntos, y es porque soy un completo idiota que siempre lo fastidia todo…
—Tú no has fastidiado nada —intervino la chica, alargando la mano para acariciarle la cara.
William la sujetó por la muñeca y besó la palma de su mano.
—Déjame terminar, ¿vale? —suspiró—. Esta tarde no debí dejarte sola. Tampoco debí pedirte que me acompañaras a este viaje, porque así no tendrías que haber visto nada de todo esto. Ahora tengo miedo de haberlo estropeado todo, de que mi mundo te supere más allá de lo que sientes por mí. Tengo miedo de no estar dándote lo que necesitas, lo que esperas. ¡Ni siquiera sé qué esperas de mí! —exclamó cabizbajo.
—No has estropeado nada —dijo Kate tomando el rostro de William entre las manos, acariciando con lentitud su incipiente barba—. Me alegro de estar aquí, porque de otro modo jamás hubiera podido comprender quién eres de verdad. Lo único que necesito de ti es que me quieras, y lo que espero es que nunca dejes de hacerlo.
Él se inclinó hacia delante sobre sus rodillas y aferrándola por el cuello la atrajo para besarla.
—¡No tienes idea de cuánto te quiero! —musitó William sobre sus labios—. Te quiero, te quiero, te quiero…
Kate se separó un poco y, sin apartar la mirada de sus ojos, tragó saliva.
—Demuéstramelo —le ordenó, deslizando las yemas de sus dedos por los brazos desnudos del vampiro hasta las manos. Las tomó y las llevó hasta sus caderas.
Él la miró con un cálido fulgor en el pecho. La invitación le había llegado de forma clara y directa. Y la verdad es que no había dejado de pensar en ello desde su encuentro frustrado la noche del baile.
—¿Estás segura? —preguntó deseando que la respuesta fuera un sí.
Cuando ella asintió, él deslizó las manos por debajo de su camiseta y muy despacio las subió arrastrando la prenda hacia arriba hasta quitársela por la cabeza. Enredó las manos en su pelo y se levantó del suelo. La besó, empujándola con su cuerpo hasta que la colocó de espaldas sobre las sábanas. Kate le rodeó el cuello con los brazos y acarició su mandíbula con los labios. Él volvió a besarla profundamente, mientras le deslizaba la mano por la pierna, subiendo sin prisa por su rodilla hasta su muslo.
William se apartó para mirarla y ella le devolvió una mirada cálida, intensa e incitante, mientras arqueaba la espalda para pegarse a él. Enterró el rostro en su cuello y no pudo evitar aspirar el calor de su piel, el olor de su sangre. Cubrió de besos su garganta, su mandíbula, su oreja y de nuevo su garganta.
Kate lo abrazó con más fuerza. Las sensaciones que recorrían su cuerpo y los pensamientos que llenaban su mente la abrumaban. Dejó de pensar y su cuerpo tomó el control, guiándose solo por irrefrenables impulsos. Arqueó la espalda y ladeó el cuello, sintiendo su aliento frío sobre la piel. El corazón comenzó a latirle muy deprisa. Podía sentir las palpitaciones en la vena del cuello y se lo ofreció inclinando la cabeza hacia atrás. Puso una mano en su pelo y volvió a atraerlo cuando él quiso apartarse completamente agitado.
—No —dijo William en apenas un murmullo. Todo el cuerpo le temblaba.
Kate enredó los dedos en su pelo y le mostró con sensualidad la suave curva de su garganta. Notó que él empezaba a rendirse, que poco a poco se inclinaba sobre ella y que con los labios entreabiertos le rozaba la piel. No sintió miedo, al contrario, todo su cuerpo se retorcía expectante pidiéndole que lo hiciera.
—Quiero que lo hagas —musitó. Él separó un poco más los labios y entonces pudo sentir dos puntas afiladas que le arañaban la piel—. Hazlo.
William saltó hacia atrás en el último momento. Derribó el jarrón con rosas que había sobre la mesita, y a punto estuvo de estrellarse contra la pared. Su pecho subía y bajaba con rapidez, como si en realidad necesitara aquel aire para respirar.
—¿Por qué me haces esto? —se lamentó mareado, intentando no mirarla para no abalanzarse sobre ella.
—No… no pasará nada, podemos hacerlo.
Kate se puso en pie, y tuvo que agarrarse a una de las columnas del dosel porque sus piernas eran incapaces de sostenerla.
—No, no podemos —dijo él dándole la espalda.
—Hablé con Sebastian, a él le parece bien.
William se encogió como si hubiera recibido un latigazo y se volvió, fulminándola con la mirada.
—¿Pediste la bendición sin consultarlo primero conmigo? —preguntó sin dar crédito.
—Sí, pero no fue premeditado. Surgió y yo… —De repente estaba asustada porque él la miraba de una forma horrible—. Lo he pensando mucho, y sé que es esto lo que quiero. Quiero que me conviertas y que podamos estar juntos para siempre.
William negaba con la cabeza. No quería seguir escuchándola.
—¿Y qué hay de lo que yo pienso y de lo que yo quiero? —le espetó—. No puedes hacer esto. No puedes tentarme, obligándome a hacer algo que no deseo.
—Tú tampoco tienes derecho a obligarme a que siga siendo humana. ¡No es tu decisión!
—Sí lo es —alzó la voz—, ya que parece que soy el único aquí que piensa con la cabeza. Por nada del mundo te convertiré, no vuelvas a pedírmelo jamás.
—¿Pero por qué? —la frustración la ahogaba.
—No voy a seguir con esta conversación, Kate —respondió con firmeza, y volvió a darle la espalda.
—Dices que me quieres, pero no es así. Si me quisieras no podrías soportar la idea de que algún día pudiéramos separarnos para siempre —le reprochó. Se sentía rechazada a la par que humillada.
Un relámpago iluminó el exterior y la silueta de William quedó perfilada en el marco de la ventana. Su torso desnudo, extremadamente pálido, temblaba a causa de la tensión de sus músculos. El vampiro sintió cada una de sus palabras como una puñalada. Se acercó a ella y le puso una mano en el pecho, sobre el corazón. Durante un segundo cerró los ojos sintiendo cómo latía. Las vibraciones de aquel movimiento se extendieron por la palma de su mano y a lo largo de su brazo. Se inclinó y la besó en la frente con una profunda tristeza.
—No sabes cuánto me duele que creas eso —dijo sin despegar los labios de su piel.
Dio media vuelta y salió de la habitación. Bajó hasta el vestíbulo en dirección al exterior, intentando que la rabia no se apoderara de los últimos vestigios de su autocontrol. Si el encuentro con Robert le había dolido, lo que acababa de pasar entre Kate y él lo estaba destrozando.
La lluvia caía con fuerza y, empujada por el viento, azotaba sin compasión cada centímetro de su cuerpo; pero él continuó caminando sin que pareciera importarle. Llegó hasta la abadía derruida y se sentó junto a uno de los muros donde el agua no golpeaba con tanta saña.
Hundió la cabeza entre las rodillas. Cada célula de su cuerpo le gritaba que volviera junto a ella. Que la tomara en brazos y hundiera los dientes en su cuello, uniéndola a él para siempre. Eso era lo que ansiaba, lo que había deseado desde el primer día y de lo que se había estado protegiendo. Mintiéndose a sí mismo con excusas, pero a pesar de la aplastante realidad, no conseguía moverse. Era incapaz de ir a buscarla, como si toneladas de roca lo aplastaran contra el suelo.