8

El rito iba a tener lugar en la pequeña capilla situada en el jardín interior del palacio. Cuando Kate llegó del brazo de Robert, el Consejo al completo ya se encontraba allí. Daniel y sus licántropos ocupaban un puesto de honor junto a los Crain. Así lo había dispuesto Sebastian, dando una muestra rotunda de la confianza que tenía depositada en ellos. A esas alturas, nadie parecía sorprendido de que no solo el pacto uniera a dichas familias. Amistad y lealtad sentaban las bases de esa alianza.

Kate clavó la vista en el suelo, mientras recorría el pasillo hasta su lugar. Sebastian abría la marcha con Aileen de su brazo, y la cerraba Marie guiada por Shane. ¡Eso sí que había sorprendido al clan vampiro!, ya que nadie tenía la más mínima noticia sobre esa relación; y los dos tortolitos no se cortaban a la hora de demostrarse su afecto.

Una vez que Sebastian y su esposa tomaron asiento, Kate los imitó siguiendo el protocolo que Robert le había explicado a grandes rasgos. «Guarda silencio, no te muevas y haz solo lo que yo haga», le había dicho segundos antes. A simple vista, parecía fácil.

Con las manos entrelazadas en el regazo, observó el interior del templo. La decoración era tan sencilla que apenas existía. Las paredes estaban desnudas, y el único mobiliario se reducía a unas sillas antiguas, tapizadas con brocados, que habían sustituido a los habituales bancos en ese tipo de edificios; y al altar, donde reposaba una bandeja con unos lienzos blancos doblados y una jarra dorada.

Kate se fijó en el retablo tras el altar, y la sorpresa se reflejó en su cara. La pintura, que ocupaba casi toda la pared, representaba la imagen de una mujer semidesnuda de larga melena pelirroja y ojos penetrantes. Desde luego, no era eso lo que esperaba encontrar en un lugar santo.

—Esa es Lilith, nuestra madre —le susurró Robert inclinándose sobre su oído—. Es a ella a quien veneramos. Por las venas de mi familia aún corre su sangre. También por la de Adrien. Nosotros somos los últimos vampiros de su estirpe.

Kate volteó la cabeza buscando a Adrien. Acababa de sentirlo como un leve roce dentro de su mente. Nadie le había dicho que estaría allí. No tardó en localizarlo, sentado frente a ella al otro lado del pasillo, junto a Ariadna. Una sonrisa maliciosa se extendió por la cara del vampiro, que no había dejado de observarla desde que entró en el templo. Le guiñó un ojo, con ese gesto arrogante tan natural en él. Estaba a punto de levantar la mano para saludarlo, cuando un pequeño revuelo junto a la entrada captó su atención. Se estiró un poco para ver qué ocurría, mientras un silencio sepulcral invadía hasta el último rincón. Si la muerte tenía un sonido, era ese, el de varias decenas de cuerpos sin vida aguantando en sus pulmones un aire que no necesitaban para respirar.

Unos pasos vibraron sobre la piedra y cuatro soldados de la Guardia Púrpura penetraron en el templo en fila de a dos, con las cabezas cubiertas por las capuchas de sus capas granates. Otros cuatro caminaban un par de metros más atrás, custodiando a una única figura vestida con una capa similar, pero completamente negra. Kate no necesitó verle el rostro para saber que se trataba de William. Su forma de andar y de moverse era única e impresionante. Arrogante y poderosa. Se le formó un nudo en la garganta al recordar lo cerca que ese cuerpo había estado del suyo unas horas antes. Ahora se sentía a años luz de él.

Los miembros de la Guardia se posicionaron a ambos lados del altar. William se colocó en medio, de cara a los asistentes, con la cabeza inclinada hacia el suelo de modo que solo se podía ver de él el arco de su mandíbula. Una exclamación ahogada se extendió entre los presentes. Los Arcanos habían aparecido de la nada bajo la imagen de Lilith. Tras ellos, una mujer morena, apenas cubierta por una minúscula toga de seda casi transparente, se abrió paso hasta el altar, donde permaneció inmóvil.

Los asistentes se pusieron de pie e hicieron una reverencia. Desde su posición, William apenas podía ver nada. Solo oía el sonido de las ropas al moverse y ese zumbido metálico al que su cuerpo reaccionaba con un estremecimiento de inquietud. Aquellos tipos le ponían el vello de punta.

Los Arcanos dieron comienzo a la ceremonia. Sebastian abdicó en favor de su hijo sin que nadie objetara nada. Entregó su espada en señal de sumisión, a los pies del que iba a ser el nuevo rey, y regresó a su asiento. Los Arcanos iniciaron en voz baja un cántico, una suave letanía en el antiguo idioma de los vampiros.

William no lograba concentrarse ni prestar atención a cuanto sucedía a su alrededor. Le estaba costando un gran esfuerzo no levantar la cabeza y pasear la mirada por la sala en busca de Kate. No estaba seguro de si se encontraba allí y esa incertidumbre lo estaba matando. No soportaba la idea de que estuviera enfadada con él. Sabía que iba a tener que emplearse a fondo para conseguir que lo perdonara; aunque, por nada del mundo iba a ceder en nada que tuviera que ver con sus planes. Ni siquiera por ella, porque ella era suya y jamás le permitiría que lo dejara. Podía pasarse la eternidad molesta con él (si lograban sobrevivir), le bastaba con tenerla a su lado. «Aunque tenga que encerrarla en el maldito sótano», pensó, y él mismo se sorprendió ante tal idea.

El cántico se detuvo y William apretó los dientes. Había llegado el momento. Notó unos pasos suaves tras él y tuvo que obligarse a permanecer tranquilo. Se dio la vuelta y cerró los ojos un instante. Cuando los abrió, la visión de un cuerpo de mujer semidesnudo ocupó sus retinas. Tragó saliva. ¡La situación comenzaba a ser muy incómoda!

—William, hijo adoptivo de Sebastian, hijo de Alexander, hijo de Balzac, hijo de Lilith. Heredero al trono por voluntad de tu padre. Guerrero y protector de nuestra raza. Aquel que ha vencido al sol. —Empezaron a decir los Arcanos como si fueran una única voz, tan severa y remarcada como las líneas de sus túnicas contra la piedra blanca del suelo.

A William no le pasó desapercibida la mentira que contenían aquellas palabras, protegiendo así su secreto, su ascendencia, su verdadera naturaleza. Una parte de él respiró aliviada. Mantener ese secreto era vital, aunque no entendía por qué lo habían hecho.

—Nuestro pueblo es fuerte, indómito y orgulloso; y, aun así, su número disminuye —continuaron—. Necesita a alguien que medie en las disputas, que le dé esperanzas y que lo mantenga unido. Alguien que lo valore y lo guíe con la fuerza del corazón y la pericia de una mente inteligente que no se deje doblegar. Necesita un rey que lo ayude a sobrevivir, que lo proteja y que lo honre. Ese es ahora tu legado, guerrero. Liderarás a tu linaje, lo protegerás con tu vida y glorificarás la herencia que tus antecesores depositan en ti.

Hubo un largo silencio, durante el cual todos los presentes se pusieron de pie, tal y como exigía el protocolo.

—Si te consideras digno de dicho legado, descubre tu rostro —dijeron al unísono los Arcanos. Sus voces encajaban hasta fundirse en una sola. El mismo tono, el mismo timbre ronco y susurrante.

William tomó aire y, llevando las manos hasta su cara, echó la capucha hacia atrás y levantó la vista. Durante una milésima de segundo sus ojos procesaron que la mujer medio desnuda era Mako. Notó cómo se le tensaba la espalda al darse cuenta de que ella iba a llevar a cabo el rito. Se obligó a mirar imperturbable a las tres figuras que parecían flotar ante él.

—Soy digno —dijo William con voz alta y clara, firme.

Y no pudo evitar sentir un regusto amargo en la boca. Era mentira. No tenía ni la menor idea de cómo iba a gobernar. Él solo sabía matar, de muchas maneras diferentes. Era capaz de mantener la cabeza fría a la hora de tender una emboscada, de planear una batalla o de torturar a un enemigo sin sentir ni un ápice de arrepentimiento. Podía ser despiadado, letal, frío como un témpano de hielo; y capaz de sacrificar su vida por aquellos a los que amaba. De ahí a liderar a todo un pueblo, había un largo trecho que él no deseaba recorrer.

Los Arcanos inclinaron sus cabezas con un leve gesto de aprobación. Todo el mundo volvió a sentarse.

Mako se movió por primera vez desde que había aparecido. Muy despacio, se acercó a William y se detuvo frente a él; solo unos pasos separaban sus cuerpos. Con la misma lentitud, sus manos soltaron el cierre que mantenía la capa sobre sus hombros. La prenda cayó al suelo. A continuación, le quitó la camisa, sujeta por un fajín, y la dejó caer con el mismo descuido. Mientras tanto, William permanecía inmóvil, dejándola hacer hasta que lo desnudó. Quedó tan solo con los pantalones de lino que vestía.

Ella se acercó al altar, tomó la jarra y vertió la mezcla de aceites que contenía en un pequeño recipiente de metal. Cogió un paño, lo sumergió en el líquido y regresó junto a William. No vio en él ni rastro del hombre que conocía, solo su aspecto. Ese sentimiento latente que se había negado a abandonarla, cobró fuerza mientras escurría el lienzo entre sus manos y lo deslizaba por su pecho desnudo con la intimidad de una caricia.

Los ojos de Kate se abrieron como platos mientras sus puños apretaban con fuerza la tela de su vestido. ¿Qué demonios estaba haciendo aquella vampira? Se inclinó hacia Robert.

—¿Por qué hace eso? —preguntó.

Robert la miró de reojo, percibiendo su creciente incomodidad. Él mismo estaba sorprendido por la escena que tenía lugar.

—Está llevando a cabo la Unción, es la forma en la que nosotros coronamos a nuestros reyes. En la ceremonia ella representa a Lilith. Unge a William como una madre a su hijo. Limpia el mal que pueda haber en él y lo purifica, dándole así su bendición para que realice el sagrado designio de guiar a su progenie. Una vez finalizado el rito, William será omnipotente —respondió él.

Kate le agradeció la explicación con una sonrisa tensa.

«Como una madre a un hijo, ¡y un cuerno!», pensó Kate. Aquella vampira deslizaba las manos por el cuerpo de William tomándose demasiadas libertades. Podía ver el calor en sus ojos cuando lo miraba; el anhelo de sus manos al deslizar el paño sobre sus abdominales; la forma en la que buscaba el contacto entre sus cuerpos. ¡Aquella descarada lo estaba magreando! Se obligó a dominar el salvaje instinto posesivo que le retorcía las entrañas.

—Arrodíllate como siervo —dijo Mako.

William obedeció. Se arrodilló con las manos descansando sobre sus muslos. Ella tomó la copa que uno de los Arcanos le ofreció y dio un sorbo. Guardó la sangre en su boca y se inclinó sobre William, enmarcándole el rostro con las manos. Muy despacio, posó sus labios sobre los de él y vertió la sangre en su boca, alimentándolo. Se demoró más de lo necesario. Cuando se separó de él, sus ojos destellaban como ascuas ardientes.

Kate casi salta del asiento, pero Robert rodeó el respaldo de su silla con el brazo y le acarició con el pulgar la piel desnuda de su espalda que el vestido dejaba al descubierto. Siseó por lo bajo como si arrullara a una niñita, tranquilizándola.

—Lilith alimentó a sus hijos con su propia sangre, por eso ha simulado… —empezó a explicar él, consciente de su ataque de celos.

—Estoy al tanto de la historia —masculló Kate.

Robert sacudió la cabeza y guardó silencio. Más tarde averiguaría quién era aquella vampira; algo le decía que su hermano ya la conocía.

—Ahora, levántate como rey —pidió Mako.

William se puso de pie con una elegancia fluida. El aceite que lo impregnaba hacía brillar su piel bajo la luz de las velas. Se giró hacia los presentes y sus ojos, de un azul imposible, recorrieron la sala destilando fuerza y seguridad. El mundo dejó de respirar cuando su mirada se topó con la de Kate. Estaba preciosa. Ella apartó la mirada, y el puñal se clavó tan hondo que perforó su alma; y aun así, deseaba acercarse, necesitaba tocarla. Casi sucumbe a su deseo, pero la voz de los Arcanos reverberó contra las paredes llamando su atención. Quedaba un último paso: William, como nuevo rey, debía afianzar el pacto con los licántropos.

Minutos después, William y Daniel firmaban el viejo pergamino con su sangre. El juramento volvió a repetirse y la alianza quedó sellada con más fuerza que nunca.