Sebastian dio por finalizada la reunión del Consejo. Nadie se movió, ni comentó nada. Sus caras de estupor lo decían todo. Sebastian acababa de abdicar a favor de su segundo hijo, pasando por alto al primogénito, y lo había hecho con las explicaciones justas y necesarias, sin desvelar nada de nada. William podía ver en aquellos rostros la dudas y la curiosidad. Podía notar sus miradas sobre él, el agradecimiento por haberles liberado de la maldición, y el recelo sobre cómo lo había conseguido; pero nadie osó preguntar.
Durante miles de años la familia real había protegido a su pueblo y eso era lo importante. Indómitos y orgullosos, nunca habían dado un solo motivo para cuestionar su liderazgo. Ningún miembro del Consejo se atrevería a discutir sus decisiones, y menos ahora que habían logrado liberarlos de su peor debilidad. Los Crain se habían ganado el derecho a ser dictatoriales, en el buen sentido, y en aquel momento era una verdadera bendición.
Los miembros del Consejo se pusieron de pie y uno a uno fueron abandonando la sala. En pocas horas tendría lugar la coronación.
William se mantuvo impasible en su asiento, bajo el escrutinio de cada vampiro que dejaba la sala. Por dentro hervía de nerviosismo. No podía dejar de pensar en Kate. Necesitaba verla, hablar con ella, contarle de una vez por todas lo que estaba ocurriendo; antes de que alguien se le adelantara y echara por tierra su única posibilidad de hacerle entender.
Por fin los Crain se quedaron solos.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —gritó Marie poniéndose de pie. Estaba tan atónita como el resto de consejeros
Como miembro de la familia real pertenecía al Consejo y debía asistir a las reuniones. Le había costado mucho mantener la compostura y fingir que estaba al tanto de todo, mientras oía cómo su padre abdicaba en favor de su hermano.
William cerró los ojos un instante, se había olvidado completamente de su hermana. A ella también la habían mantenido al margen. ¿Por qué? Buena pregunta.
—¿Vas a convertirte en rey? —preguntó furiosa a su hermano. Después se giró hacia su padre y Robert—. ¿Va a convertirse en rey y así es como me entero?
—Marie, teníamos un motivo… —empezó a decir Sebastian.
—¿Qué está pasando? ¿A qué viene todo esto? —insistió ella.
Las puertas se abrieron y los Solomon entraron en la sala.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Shane.
Marie se volvió hacia él hecha una furia.
—¿Tú sabías lo que mi familia estaba planeando? —La culpa se dibujó en el rostro del licántropo—. No puedo creerlo. Lo sabías y me lo has ocultado.
Demasiado enfadada para seguir allí sin sacudirle a nadie, abandonó la sala con los puños apretados y soltando una retahíla de maldiciones. Shane la siguió.
—Marie, espera… No te lo dije porque… —trató de explicar.
Ella se dio la vuelta y le apuntó con un dedo acusador.
—Me has mentido, y me has mentido sobre mi propia familia.
—Puedo explicarlo.
—No, no puedes. —Marie sacudió la cabeza con vehemencia—. Dentro de dos horas William va a convertirse en rey. No hay lógica en el mundo que explique eso.
—¿Qué has dicho? —preguntó Kate tras ellos.
Se había acercado sin que nadie se percatara de su presencia. Cansada de esperar en su habitación, había estado curioseando por el interior de la villa. Al ver a los miembros del Consejo retirarse, corrió al salón en busca de William. Sus ojos volaron hasta él, que salía de la sala de reunión junto a Daniel. Se había estrujado la cabeza pensando en qué podría ser eso tan malo que él le estaba ocultando, pero jamás en la vida habría imaginado algo así. ¿Rey? No lograba entenderlo. No veía la jugada.
—¿Es eso cierto? —le preguntó.
Él le sostuvo la mirada. Con dos pasos acortó la distancia que los separaba y la tomó del codo instándola a acompañarlo.
—¡Respóndeme! —exclamó enfadada.
—Aquí no —masculló William.
Con ella casi en volandas, cruzó el vestíbulo y subió la escalera. La condujo hasta la alcoba que compartían y cerró la puerta una vez dentro. La soltó y se quedó apoyado contra la madera, sin apartar los ojos de ella.
—¿Este era el secreto, eso que no podías contarme porque tan seguro estabas de que no lo iba a entender? ¿Pues sabes qué?, tenías razón, no lo entiendo —dijo Kate desde el otro lado de la habitación.
Había puesto toda la distancia posible entre ellos sin ser consciente de que lo hacía. William, con una punzada amarga, sí que se percató del detalle. Se pasó las manos por la cara, dolido. Se acercó a la cama, que ocupaba el centro de la estancia, y se sentó en ella con gesto cansado.
—Hasta hace un instante me moría por saber. Estaba preocupada por ti, por eso que cargas y que parece pesarte tanto. Ahora me da miedo preguntar —musitó Kate.
William continuaba mirándola, de un modo que la estaba poniendo de los nervios. Podía sentir cómo la frustración se acumulaba en su interior. Él sonrió, aunque no había ni una pizca de humor en su gesto.
—Lo siento. Siento no habértelo dicho —dijo William.
—¿Lo sientes? ¡Sí, es evidente cuánto lo sientes! —replicó con tono mordaz—. ¿Quién está al tanto?
William dejó escapar un suspiro, pero no aflojó la presión que sentía en el pecho. Se acabó el tiempo, era hora de hablar y enfrentarse a lo que él mismo había forzado.
—Mi padre, Robert, los Solomon, Silas… —Sacudió la cabeza, pensando— Cyrus y Mihail. Nadie más.
—Está claro en quién confías y en quién no —criticó Kate, dolida, sintiéndose más sola que nunca.
William se puso de pie y se acercó a ella. Alzó la mano para acariciarle el rostro, pero sus dedos solo lograron rozarle las puntas del cabello antes de que la chica se apartara. Se moría por tocarla, abrazarla, y esconderse con ella para siempre bajo las sábanas de aquella cama.
—No digas eso. Sabes que no es cierto.
Kate sacudió la cabeza y se abrazó el estómago.
—¿Ah no? Entonces, ¿por qué ellos están al tanto y yo no?
—Para protegerte; y porque los necesito, porque sin ellos no puedo lograrlo…
—Los necesitas… Eso quiere decir que a mí no. Bueno es saberlo.
—Kate —William pronunció su nombre con un ligero tono de advertencia. No estaba dispuesto a entrar en ningún tipo de juego y chantaje emocional.
—Vale… —accedió Kate, replegando su mal genio y las ganas de gritar y discutir. Trató de que su voz sonara más calmada—. ¿Lograr el qué? ¿Para qué necesitas ser rey?
—Tengo que acercarme a los renegados, lograr que confíen en mí, y esta es la única forma de conseguirlo.
—Explícate —le exigió con un mal pálpito.
—Voy a hacerles creer que estoy de su parte, que pienso como ellos y, que como nuevo rey, estoy dispuesto a cambiar las leyes. Les he dado el sol, ahora les haré creer que les daré el mundo y que juntos lo gobernaremos. Demasiado tentador como para que no acaben aceptando. Y cuando eso ocurra, cuando confíen en mí, caeré sobre ellos y los borraré de la faz de la tierra.
Kate se pasó una mano por el cuello, sin saber muy bien qué hacer con la sensación angustiosa que le estrujaba las entrañas.
—¿Cómo?
—Tengo que lograr reunirlos; a todos los que pueda. Cercarlos en un lugar seguro y masacrarlos sin darles tiempo a que sepan lo que ocurre. Solo lo lograré si me los gano primero, si acuden sin reservas a mi llamada. Son más numerosos que nosotros, cinco a uno, por lo que todo debe estar muy bien planeado. Solo tendríamos esa oportunidad —admitió con una honestidad brutal.
Kate sintió que el pecho se le congelaba. Era el plan más absurdo que a nadie podría habérsele ocurrido. Tan absurdo como que un humano metiera los dedos en un enchufe mientras sumergía los pies en agua. El resultado era evidente.
—Eso es una locura. Un suicidio. No puedes hacer algo así, estarías enviando a una muerte segura a los que te sigan. ¡Dios, y algo me dice que todos están dispuestos a hacerlo! Shane, tu hermano, Daniel… —De pronto, notó que la rabia la dominaba. Su voz se alzó y resonó en la habitación—. ¿Has perdido el juicio? No puedes estar planteándotelo en serio.
La expresión de William cambió, sus ojos adquirieron un brillo hermoso y salvaje.
—Por eso no te lo dije. Sabía que no lo entenderías, que reaccionarías así —dijo él con un gruñido. El pecho se le encogió hasta caber en un puño.
—¿Y cómo quieres que me ponga cuando lo que estás planeando es tu muerte y la de todas las personas que me importan?
La pregunta fue como el azote de un látigo. William se puso de pie de un bote. La fulminó con la mirada, en sus ojos se distinguía remordimiento y algo más.
—¿Qué más puedo hacer? No hay otro modo, Kate. Una guerra no es viable, nos aplastarían; y cada minuto que pasa más cerca estamos de una. No se me ocurre otra cosa.
—Pues pensaremos en algo, pero con calma. Te ayudaré.
Él le dio la espalda. Estaba tan tenso como un cable de acero.
—No hay tiempo —gruñó.
—¿No hay tiempo o no quieres que lo haya? —estalló Kate—. Te has convencido a ti mismo de que no tienes más opciones, pero, si te paras a pensar, pueden que estén ahí, a simple vista.
William también estaba perdiendo la paciencia. El encuentro con los Arcanos lo había dejado exhausto, nervioso y confundido. Se giró hacia ella con los puños apretados. Un tenue chisporroteo vibraba en las yemas de sus dedos, lanzando chispas al aire. Se dio cuenta de su perdida de control, cuando ella dio un paso atrás con los ojos muy abiertos. Hizo desaparecer las llamas, pero no la rabia.
—¿Cuáles? —Alzó la voz—. Si estás tan segura de eso dime cuáles. ¿Crees que quiero hacerlo? Conozco los riesgos, soy consciente de que dentro de una semana puedo estar muerto. ¡Todos podemos estar muertos! ¡Pero tengo que intentarlo! Por esto no te lo dije, por esta actitud intransigente te mentí. Sabía que intentarías convencerme, manipularme, y que lo único que conseguiríamos sería distanciarnos cuando deberíamos pasar cada minuto del día juntos; ¡porque podría ser el último!
—¿Manipularte? —inquirió Kate sin dar crédito.
William se encogió de hombros, como si los hechos fueran tan evidentes que no necesitaban aclaración.
—Me dejé convencer por ti cuando te empeñaste en proteger a Adrien, y ahora mira dónde estamos. Si me hubiera desecho de él cuando debía… —Su rostro adoptó una expresión firme—. No volverá a pasar.
En lo más profundo de su ser, Kate supo que las palabras de William, a pesar de ser muy duras, eran ciertas. Estaban en aquella situación por su culpa, porque no quiso ver lo que todos veían. Aun así, el orgullo y el enfado que sentía no la dejaron ceder y le lanzó un golpe bajo.
—Pudiste evitar todo esto dejando que me fuera.
—No vuelvas a mencionarlo —masculló él con la mandíbula apretada. Sus ojos destellaron con impaciencia, cansado de volver siempre al mismo punto. Sacrificarla jamás había sido una opción. No se arrepentía. No hacía todo aquello porque se arrepintiera—. Te prohíbo que vuelvas a mencionarlo.
Los ojos de Kate se abrieron como platos.
—¡¿Me prohíbes?!
Unos golpes sonaron en la puerta.
—Márchate —gritó William sin pararse a pensar en quién podría estar llamando.
La puerta se abrió y Sebastian apareció en el hueco. Los miró con ademán serio, acusador, aunque un brillo de compasión dulcificaba sus ojos.
—Debemos prepararnos para el rito, hijo.
En su alcoba, Kate cerró el grifo de la ducha. Se envolvió en una toalla y comenzó a secarse. Sin pretenderlo, se arañó la piel con su anillo de compromiso. Un corte finísimo pero profundo apareció sobre su pálida piel, que sanó de inmediato. Se quedó mirando el anillo. Aún se le encogía el estómago con un millón de mariposas, al recordar el momento en el que William le pidió que se convirtiera su esposa; esa era una imagen que la acompañaría para siempre. Dejó de secarse un instante. Esa palabra: matrimonio. De repente la ahogaba.
Alguien golpeó suavemente la puerta de la habitación.
—¿Mi señora?
La desconocida voz femenina sonó amortiguada al otro lado de la pared. Kate se puso la bata que colgaba de la percha y se dirigió a la puerta. La abrió y al otro lado una sirvienta se inclinó ante ella con una reverencia.
—Me han enviado para que os ayude a prepararos.
Kate se hizo a un lado y la mujer entró en la habitación con una caja larga y plana en los brazos, la dejó sobre la cama y la abrió con mucho cuidado. Al descubierto quedaron unos pliegues de tul y satén púrpura. Se inclinó y sacó un maravilloso vestido. Kate lo contempló pasmada. Era precioso, lo más increíble que había visto nunca, y el tipo de vestido que ella misma habría elegido. Se percató de la nota que había pegada sobre la tapa de la caja. Tomó el pequeño sobre negro y lo abrió. Con las puntas de los dedos sacó la tarjeta que contenía y el estómago le dio un vuelco. Quién sino él.
No puedo hacerlo sin ti.
Se quedó mirando aquellas cinco palabras. Impresionada por la súplica y la incertidumbre que unos simples trazos de tinta en el papel podían transmitir. Se sentó en la cama con la tarjeta apretada entre los dedos. Estaba enfadada con William, asustada por el futuro e insegura porque no sabía cómo afrontar todo lo que estaba ocurriendo. Debía haber otra forma de solucionar el problema, de acabar con los renegados sin dar la vida a cambio.
—Señora —dijo la sirvienta.
Kate alzó la vista hacia ella con un gesto de sorpresa, se había olvidado de que seguía allí. No lograba acostumbrarse a que la llamaran de ese modo.
—Es casi la hora del rito —musitó la vampira sin atreverse a mirarla a los ojos.
Kate se estremeció. Esa noche, William iba a convertirse en rey y señor del clan vampiro. Se preguntó hasta qué punto cambiarían las cosas a partir de ahora, hasta qué punto cambiaría él; más de lo que ya lo había hecho.
—Señora, ¿pensáis asistir? —insistió la sirvienta, nerviosa por la hora.
Buena pregunta. Kate se sentía dividida. Asistir al rito daría a entender que estaba de acuerdo con toda aquella pantomima, y no lo estaba. Si no lo hacía, le estaría dando la espalda al hombre que amaba, lo dejaría solo en un momento crucial. «O todo o nada», la promesa aún resonaba en sus oídos.
Kate se puso de pie y tomó el vestido. Se vistió, dejando que la sirvienta la ayudara con los botones. Se acercó al espejo y contempló su aspecto. El vestido de corte imperio le confería a su silueta una forma aún más esbelta. Hacía palidecer su piel hasta un tono níveo que casi parecía traslúcido. Se pasó los dedos por las mejillas, cubiertas por un ligero rubor que nada tenía que ver con el maquillaje. Sus ojos relucían con un brillo violeta sobrenatural, tan intenso que captaban la atención sobre su rostro.
—Es un vestido precioso, hace juego con sus ojos —dijo la sirvienta terminando de abrochar los diminutos botones de raso.
Kate asintió. Pasó las manos por la suave tela de la falda. Era una auténtica maravilla, aunque ella habría elegido otro color menos llamativo. La sirvienta pareció advertir sus pensamientos porque añadió:
—Todos los asistentes deben vestir de púrpura en honor a los Arcanos. Hasta su guardia se hace llamar la Guardia Púrpura. El único que esta noche lucirá un color distinto es el príncipe.
Kate la miró por encima del hombro. Iba a preguntarle por qué, pero alguien llamó a la puerta. La sirvienta corrió a abrir. Robert entró en la habitación vistiendo una capa bordada con el emblema de la familia, de un tono muy similar al de su vestido. Se había cortado el pelo y lucía un estilo que le hacía parecer mucho más joven, acentuado por un remolino que se le formaba sobre la frente.
—¡Estás preciosa! —exclamó Robert con admiración. Kate esbozó una leve sonrisa y se inclinó con una reverencia tal y como había aprendido que se debía hacer ante un miembro de la realeza—. ¡Por Dios, no hagas eso! Tú no. —La tomó de las manos y depositó un beso sobre sus nudillos—. ¿Estás lista?
Kate quiso decir que sí, pero su barbilla se movió con un gesto negativo. Robert la abrazó, amoldando su cuerpo de forma protectora al de ella. Seducida por el cariño del gesto, Kate se apoyó contra el pecho del vampiro.
—Todo va a salir bien. Te lo prometo —dijo él.
—No hagas promesas que no puedes cumplir, Robert. Sé lo que está en juego y que es imposible que algo así salga bien. Os estáis sacrificando por nada —replicó Kate soltándose de su abrazo.
—Por nada no. Por nosotros, por la especie, por todo esto. —Hizo un gesto con los brazos con el que abarcó toda la habitación. Le lanzó una mirada penetrante—. Por la supervivencia de cada vampiro decente que habita este mundo. Y no olvides a los humanos.
—No intentes hacer que parezca que a mí no me importa. Me has entendido perfectamente. Lo que William pretende es una locura. Meterse en la boca del lobo, cuando ese lobo es mucho más grande que tú, no es lo más sensato.
Robert se acercó al tocador y cogió el collar que reposaba dentro de una caja de terciopelo. Otro regalo de William. Kate se dio la vuelta para que él pudiera colocárselo.
—Los lobos están de nuestra parte —le hizo notar él con un guiño travieso. Los ojos de Kate relampaguearon un instante; no estaba de humor para bromas. Robert terminó de abrochar el collar y le rozó la mejilla con el revés de la mano. La sostuvo por los hombros y la miró a los ojos a través de su reflejo en el espejo—. No temas, cuñadita, tengo un pálpito. Y yo nunca te he mentido. Tampoco soy de los que adornan la realidad para que el mundo parezca mejor.
—Espero que tengas razón —murmuró Kate con una afligida sonrisa.
—No suelo equivocarme. —Se inclinó sobre ella y la besó en la mejilla—. William nos necesita esta noche más que nunca. Sobre todo a ti.