William estaba inmóvil frente a una de las ventanas. El silencio de la habitación pesaba en el aire, enrareciéndolo, lo sentía viscoso en sus pulmones. Su cuerpo rezumaba nerviosismo y sus pensamientos vagaban en una única dirección: Kate. Pensar en ella lo desgarraba por dentro, como si un animal salvaje tratara de abrirse camino a través de su pecho, arañando cada uno de sus huesos. Estaba flaqueando y su seguridad comenzaba a diluirse bajo las vibraciones de un brote de pánico incontrolable.
Sabía, sin necesidad de comprobarlo, que todas las miradas estaban puestas en él. De repente, el peso de la responsabilidad le pareció insoportable, lo aplastaba de una forma odiosa y persistente. ¿Cómo iba a guiar a todas aquellas personas si no era capaz de manejar su propia vida? Se dio la vuelta mientras se masajeaba el puente de la nariz. Shane se acercó y le puso en la mano un vaso que contenía un líquido lechoso de color verde que apestaba a alcohol.
—Es absenta, tumbaría a un elefante. Bébetelo, te calmará un poco.
William frunció los labios con una mueca de asco, pero le hizo caso y se lo bebió de un trago. El líquido bajó por su garganta, abrasándola como si hubiera bebido ácido. Dejó el vaso sobre la mesa y se sentó en un sofá con brocados dorados. Sus pensamientos iban a mil por hora sin poder encontrar una vía de escape de aquel callejón sin salida.
Todos estaban igual de nerviosos.
La frente de Sebastian se arrugó sobre sus ojos azul marino. En breve comparecería ante el Consejo. Tendría que dar explicaciones y contestar preguntas para las que no tenía respuesta. No podía decir la verdad sobre su hijo, su esposa, los ángeles…, ni sobre por qué abdicaba en realidad. En cuanto a Adrien y su madre, aún no sabía cómo iba a explicar la oportuna aparición de unos descendientes de Lilith a los que se daba por muertos. ¡Que Dios le ayudara con todo aquello!, porque él sentía que se le escapaba de las manos. Entre todos, y con la ayuda de Silas, habían inventado una historia bastante creíble que incluía una profecía; aunque no la verdadera. Con un poco de suerte saciaría la curiosidad de los miembros del Consejo; al menos, eso esperaba.
William alzó la vista y se encontró con la mirada de su padre sobre él. Se dedicaron una sonrisa, apenas insinuada: una palmadita de ánimo. Recorrió con la vista los rostros de los presentes. Robert se hallaba sentado junto a Sebastian en un incómodo sofá de terciopelo burdeos. Daniel, Samuel y Carter se encontraban a su derecha. Shane y Cyrus a su izquierda, de pie, hombro con hombro; aquellos dos habían creado un lazo de lealtad que William nunca imaginó posible.
Adrien se mantenía apartado, pero sin perder de vista a ninguno de ellos. Minutos antes le habían explicado todo lo que iba a acontecer en las próximas horas, por qué estaba allí y cuál era su papel. Su cuerpo exhalaba desconfianza, y solo seguía allí por ese pequeño resquicio de culpabilidad que lo obligaba a hacer lo correcto.
Adrien miró a William. La conexión que había entre ellos se estaba volviendo más fuerte. Podía sentir sus emociones, incluso su presencia cuando no se encontraban en la misma habitación. Tenía la impresión de que se debía a que los ángeles funcionaban como si fuesen las abejas de una colmena, todos conectados; o puede que solo se tratara de algo entre ellos dos. Al fin y al cabo, eran los primeros y únicos de una nueva especie. Aún no lograba asimilarlo.
Unos golpes sonaron en la puerta y todos se pusieron en guardia. Cyrus, que había salido un minuto antes, entró en la sala y clavó sus ojos en William.
—Los Arcanos han llegado. Te están esperando. —Ladeó la cabeza y señaló a Adrien con un dedo—. A él también.
Adrien se puso de pie con el ceño fruncido.
—¿A mí?
Cyrus asintió.
—Daos prisa —los urgió.
Los dos vampiros abandonaron la sala y siguieron al guerrero hasta el vestíbulo principal. Una vez allí, salieron al jardín y se dirigieron a una pequeña capilla en la parte trasera de la mansión. Penetraron en el interior, recorrieron el pasillo hasta el altar y entraron en una pequeña sacristía. En el suelo se abrían unas escaleras de piedra que descendían.
—¿Hay algo que deba saber sobre esos tipos? —preguntó Adrien cuando no pudo soportar la tensión que sentía en el pecho.
William se encogió de hombros.
—Nunca los he visto, solo he oído hablar de ellos. Pero te daré un par de consejos: habla solo cuando se dirijan a ti y no les mientas. Si lo haces lo sabrán, lo saben todo. Pueden ver dentro de tu mente.
—¿Lo dices de forma literal?
William asintió, a modo de respuesta. Sonrió al ver la cara de estupor de Adrien.
—¡Eso no me gusta nada! —exclamó Adrien con la voz aguda y fría como fragmentos de hielo. Su mente estaba llena de recovecos oscuros de los que no se sentía orgulloso. De deseos y remordimientos que no era capaz de confesarse a sí mismo.
La escalera desembocó a un frío pasillo de piedra abovedado.
—¿Tienes miedo? —inquirió William, y una sonrisa maliciosa curvó sus labios.
—No tanto como tú. Yo no soy el idiota que va a convertirse en rey —respondió el mestizo con voz queda.
—Solo si ellos me aceptan, si no lo hacen, estamos jodidos. Si no me convierto en rey no tendré nada con lo que negociar. —Entornó los ojos—. No vuelvas a llamarme idiota, o esa será la última vez que uses la lengua.
Adrien lanzó un silbido y sus ojos brillaron en la penumbra del pasillo.
—A todo esto… ¿de quién fue la idea? No es que me asuste morir, pero nunca imaginé que sería porque iba a suicidarme.
William lo miró fijamente con una mueca de fastidio.
—Si tienes una mejor, soy todo oídos.
Adrien puso su cara más inocente.
—¿Enviar a los ángeles y a los humanos al infierno, y convertirnos en la raza suprema? —sugirió—. No sé, a mí me suena bastante bien. Prefiero una vida tranquila, rebosante de sangre y sexo, a que me corten la cabeza. ¿Tú no?
William resopló, cada vez más mosqueado.
—Y pensar que tú y yo compartimos la misma sangre.
Adrien soltó una risita.
—Si esperas que te abrace…
—¿Sabes? No impresionas a nadie con esa actitud de «a mí no me importa nada». Si, por una maldita vez, intentaras tomarte algo en serio, yo no tendría que ir solucionando todo lo que estropeas —soltó William sin rodeos.
Adrien se paró en seco y le lanzó una mirada feroz.
—Tú tampoco impresionas a nadie. —Le apuntó con el dedo índice y lo golpeó en el pecho—. Con ese aire de héroe atormentado solo das pena.
—No me toques —masculló William. Lo apartó de un empujón.
Adrien le devolvió el empujón.
En un visto y no visto, ambos estaban de espaldas contra la pared. Sus cabezas rebotaron contra la piedra y les rechinaron dientes con una nueva sacudida.
—Basta ya, os comportáis como niños. Deberíais avergonzaros —masculló Cyrus en tono severo mientras los estrangulaba con sus manos—. ¿Y vosotros sois los que vais a salvarnos? Estupendo… ya podemos darnos por muertos.
Los miró a los ojos sin disimular el desprecio que sentía por ellos en ese instante. Los soltó, se recolocó la guerrera con un par de tirones, y reanudó el camino.
—¿Te sirve y le permites que te falte al respeto? —preguntó Adrien a William en cuanto recuperó el funcionamiento de sus cuerdas vocales.
—No importa si se es rey o vasallo. Un hombre debe ganarse el respeto de otro con sus actos. Y el mío por vosotros está bajo mínimos —les espetó Cyrus con una mirada aviesa por encima de su hombro.
—¿Siempre es así?
—Cierra la boca —masculló William—. Ya has visto cómo las gasta. Ahí donde le ves, tiene unos mil quinientos años. Yo me lo pensaría dos veces antes de provocarle.
—¡Joder! —soltó Adrien con los ojos clavados en la espalda de Cyrus. El vampiro apenas aparentaba los diecisiete y llevaba sobre la tierra más de quince siglos. Pero no era eso lo que llamó su atención. ¿Qué clase de tipo lograba sobrevivir tanto tiempo en un mundo como aquel? La respuesta era evidente. Alguien con la fuerza y los recursos suficientes para ser considerado un arma peligrosa. Algo parecido a la admiración cruzó por los ojos de Adrien.
Giraron a la izquierda y penetrando en un pasadizo iluminado por antorchas. El sonido de unos pasos llegó hasta ellos, reverberando en las paredes. La silueta de tres personas quedó recortada contra el resplandor de las llamas. Cyrus se detuvo.
—Yo no puedo pasar de aquí —informó a William; y con un gesto de la cabeza les indicó que continuaran caminando.
Dos vampiros de un tamaño descomunal se pararon frente a ellos. Lucían el emblema de la Guardia Púrpura, los soldados que se ocupaban de la seguridad de los Arcanos. Se hicieron a un lado y la tercera figura, más menuda, quedó a la vista: una mujer. Era alta, esbelta, con una larga melena negra y lisa hasta la cintura. Caminaba sobre unos tacones imposibles que hacían que sus caderas se contonearan con un movimiento felino y cimbreante. Unas caderas que se adivinaban a la perfección bajo la fina seda de su vestido de estilo oriental. Cada vez que daba un paso, la abertura de la prenda púrpura y dorada mostraba sus largas piernas hasta la cintura. Se detuvo frente a ellos e inclinó la cabeza. Conocía la costumbre, a un miembro de la realeza no se le miraba a los ojos hasta que este te dirigía la palabra.
Los ojos de William se abrieron como platos y una sensación extraña le recorrió el cuerpo.
—¿Mako? —preguntó, frunciendo el ceño con desconcierto.
La mujer levantó sus ojos rasgados del suelo y, con cierta timidez, enfrentó la mirada asombrada del vampiro.
—Príncipe —saludó Mako con tono ceremonioso. Miró a Adrien e inclinó la barbilla con una leve reverencia—. Debéis acompañarme, los Arcanos os recibirán ahora.
Dio media vuelta y emprendió el camino de regreso que la había llevado hasta allí. William y Adrien la siguieron, tras ellos los dos guardias cerraban la marcha.
—¿La conoces? —susurró Adrien, usando el lenguaje de los ángeles.
—No es asunto tuyo —le respondió en la misma lengua. Ninguno sabía cómo y cuándo había surgido esa habilidad, pero la hablaban a la perfección.
A Adrien no le pasó desapercibida la incomodidad de William.
—Vaya, ya veo que sí la conoces —y añadió con malicia—: Y Kate, ¿ella también ha tenido el placer…?
—Déjalo —lo avisó William con una mirada asesina. Aceleró el paso hasta colocarse tras ella, tan cerca que casi la rozaba al andar—. Mako, ¿qué haces tú aquí?
Ella se estremeció un instante y enderezó la espalda intentando controlar sus pasos.
—Mako… —insistió él.
—Aquí no. No me está permitido hablarte —dijo ella en un susurro.
—Pero… la última vez que te vi… tú… ¡Te fuiste sin siquiera despedirte!
—Por favor. No es el momento —suplicó con la vista al frente.
Al final del pasillo había una puerta. Estaba abierta y penetraron en una sala tallada en la roca.
Un silencio sepulcral se impuso en el ambiente mientras ocupaban el sitio que les indicó Mako: frente una plataforma de piedra a la que se llegaba a través de tres escalones de poca altura. Sobre esa plataforma había un altar flanqueado por varios velones negros, tan gruesos como el brazo de un hombre, encajados en unos candelabros de hierro. Detrás del altar, una pintura ocupaba toda la pared: la imagen de una mujer muy hermosa de ojos rojos, semidesnuda, con una serpiente enroscándose en su pierna. Lilith.
William contempló la sala y sus ojos acabaron encontrándose con los de Mako. La vampira apartó la mirada rápidamente, más afectada de lo que intentaba aparentar; cerró los párpados un momento, antes de volver a abrirlos y dirigirse a la plataforma donde permaneció inmóvil con la barbilla levantada.
—Bienvenidos, hijos de Lilith.
Adrien y William se volvieron hacia la voz.
Tres figuras cubiertas por túnicas de color púrpura pasaron junto a ellos aspirando hasta la última molécula de aire, dejando tras sus pasos un extraño vacío. Nada en ellos era visible, ni siquiera sus caras. Se situaron delante del altar. Hubo un largo silencio en el que Adrien y William empezaron a ponerse más nerviosos de lo que ya estaban.
William no tenía ni idea del protocolo a seguir, pero si algo tenía claro era que con los Arcanos había que tener mucho cuidado. Ni siquiera sabía cómo dirigirse a ellos sin arriesgarse a ofenderlos. Su padre apenas pudo darle un par de directrices, ya que la primera y única vez que estuvo ante ellos fue durante su coronación, muchos siglos atrás. Y ni de lejos la situación era la misma, aunque pudiera parecerlo.
William dio un paso al frente con la actitud más sumisa que fue capaz de adoptar.
—Arcanos… —empezó a decir.
La figura que ocupaba el centro alzó el brazo, pidiéndole que guardara silencio, y dejó a la vista una mano de largos dedos de un color dorado resplandeciente. William inclinó la cabeza y se quedó inmóvil. La misma mano hizo una señal a Mako. La vampira se giró hacia el altar y cogió una bandeja donde reposaban dos cuencos de barro con sendas dagas de plata.
—La sangre pura que corre por vuestras venas hablará por vosotros —dijo el ser que se ocultaba bajo la segunda túnica, situado a la derecha del altar.
Mako se acercó a Adrien, sus rodillas se doblaron con una venia. A continuación, tomó una daga de la bandeja y se la ofreció.
No había que ser un genio para darse cuenta de qué se le estaba pidiendo, así que, sin vacilación, Adrien tomó la daga e hizo un corte en su muñeca, extendida sobre el cuenco. Recuerdos de lo ocurrido en Heaven Falls cruzaron por su mente. Los remordimientos que su conciencia no lograba acallar se agitaron dentro de él.
Mako se colocó frente a William y realizó una reverencia. Tomó la otra daga y se la ofreció. Durante un instante no pudo resistir el deseo de mirarlo y alzó los ojos hacia él. William le sostuvo la mirada hasta que ella la apartó, agitada. El tintineo de la sangre al gotear sobre el cuenco reverberó en las paredes y su olor metálico llegó hasta el último rincón.
Mako les dio la espalda y se acercó a los Arcanos. Se arrodilló en el suelo y les ofreció la bandeja. Uno a uno tomaron los cuencos y bebieron un sorbo del líquido que contenían. Sus cuerpos comenzaron a vibrar con un tenue zumbido.
William se sintió helado hasta las puntas de los pies. Un rápido vistazo al rostro de Adrien le bastó para saber que estaba experimentando lo mismo. De repente, notó un pequeño roce, ladeó la cabeza buscando aquello que lo había tocado, pero allí no había nada. Un nuevo intento, esta vez más intenso. Entonces se dio cuenta de que era dentro de su cabeza donde estaban intentando entrar. Un brote de pánico se apoderó de él. Su instinto trató de bloquear la intromisión. Imposible. Sintió una presión, un fuerte tirón, y las puertas de su mente se abrieron. La oscuridad lo rodeó por completo, ávida como un animal salvaje y hambriento, iluminada por leves destellos de colores. No podía moverse mientras sentía cómo su cerebro era desmenuzado hasta la última célula. Cada pensamiento, cada sueño, cada deseo, cada miedo fue absorbido por aquella fuerza que lo devoraba.
«Te vemos… Sabemos lo que eres… Luz… Miedo… Dolor… Ira… —Tres voces se colaron en su cabeza. Hablaban a la vez, inconexas y frías—. Tiene debilidades… Pero se hace fuerte… Muy fuerte… Demasiada humanidad… —William se llevó las manos a las sienes, convencido de que no podría aguantar mucho más aquella furiosa invasión—. La sangre de ellos es preponderante… Ellos nos traicionaron… La dominará… No se apartará del camino… Ella lo aprueba… Empuñará la espada contra la serpiente… Pero no por el motivo correcto… Venganza… Es él… Debe ser él… No, ellos… Sus hilos se tejieron entrelazados… Son uno solo, comparten el vínculo… Es débil…»
—Basta —dijo William entre dientes; su cerebro ardía.
«Se fortalecerá… La sangre les une… El destino les une… Es puro… Sacrificio… Vida… Traición… —Las voces comenzaron a retirarse—. Está escrito… El don será concedido… Muerte… Muerte… Muerte…»
La luz fue desapareciendo y el frío dejó de atenazar sus huesos. Toda la ilusión desapareció. Los ojos de William se abrieron de golpe. El estómago se le puso del revés y unas arcadas que sabían a bilis ascendieron por su garganta. Logró enfocar la mirada en el altar, los Arcanos habían desaparecido. A su lado, Adrien resoplaba como si se estuviera ahogando. Se acercó al vampiro y su mirada vidriosa inyectada en sangre se posó en él.
—¿Estás bien?
—¿Ya está, ha terminado?
—Creo que sí.
—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó Adrien con un hilo de voz.
—No lo sé.
—Pues no me ha gustado. No quiero volver a sentirlo. Me encontraba… —Apenas podía pensar.
—¿Expuesto, vulnerable…?
Adrien se enderezó en toda su longitud. En la expresión de William pudo ver que para él tampoco había sido un paseo agradable.
—Sí —respondió a media voz, y añadió preocupado—: Han visto lo que somos.
—Hemos visto lo que sois —dijo uno de los Arcanos tras ellos.
Adrien y William se dieron la vuelta con un respingo.
—Lo que habéis provocado —dijo el segundo a su derecha.
—Lo que habéis despertado —susurró el tercero a su izquierda.
—Ahora debéis pararlos —habló de nuevo el primero.
—Este mundo no les pertenece…
—Él no debe entrar…
—No debe quedarse…
—O todos desapareceremos.
—¿Quién? ¿Quién no debe entrar? —inquirió William. No lograba entender nada. Le ponía de los nervios todo aquel misterio.
—¿Los renegados? ¿Es a ellos a quienes debemos parar? Joder, pues por eso estamos aquí —intervino Adrien.
William le lanzó una mirada airada, instándolo a que guardara silencio. Los Arcanos se acercaron a ellos, formando un círculo a su alrededor.
—Tu petición es aceptada. El rito tendrá lugar.