Miguel dio un paso adelante.
—Lucifer, no me obligues a hacer esto.
—Nadie obliga a nadie a hacer nada. Acepta tu derrota y pongámosle fin —dijo Lucifer fingiendo un tono inocente.
—No puedo hacer eso y lo sabes —indicó Miguel. Miró a Mefisto. Sus emociones destellaban en su interior como dagas afilándose en las rocas—. ¿Cómo puedes seguir de su lado? ¿Cómo puedes enfrentarte a tu propio hijo y no sentir nada?
—Mi hijo tuvo la oportunidad de elegir y ha elegido —replicó Mefisto con la vista clavada en el chico. Su expresión no dejaba entrever la más mínima emoción.
Entonces Miguel se dirigió a Uriel.
—¿Y tú? Siempre has estado con nosotros. Has luchado contra ellos desde su caída y ahora…
—Y ahora —lo atajó el arcángel—, por fin me he dado cuenta de lo equivocados que estábamos. El hombre es una plaga que debe ser controlada. El libre albedrio no funciona y han de aprender que su vida es un regalo, no un derecho; aunque para ello tengan que perderla. Despierta, Miguel, las quimeras pertenecen a la inocencia del pasado. Han tenido milenios para demostrar que su creación fue un acierto. El tiempo se ha agotado.
Miguel sacudió la cabeza con el corazón roto. Nunca conseguiría lo que deseaba con toda su alma. Su familia nunca volvería a estar unida. Suspiró como si se arrepintiera de la decisión de Uriel.
—Te lo imploro una vez más —se dirigió a Lucifer—. Ven conmigo, y lo olvidaré todo. Él lo olvidará todo. Te ama.
Lucifer fingió reflexionar sobre el ultimátum de su hermano. Suspiró y sus ojos se transformaron en fuego. Sombras oscuras atravesaban su cuerpo, como gatitos demandando caricias. Empezó a tronar y una tormenta eléctrica sin precedentes creció sobre sus cabezas a una velocidad sobrenatural. Se fue extendiendo por el cielo y, a ese ritmo, tardaría pocos minutos en cubrir todo el planeta. Soltó una carcajada cargada de ironía.
—¿De verdad solo quieres vivir para servir? —le espetó a Miguel—. ¿No crees que ha llegado el momento de que tengamos algo más que las migajas que esas aberraciones humanas nos dejan? No volveré a arrodillarme. Todo lo que tiene un principio tiene un final, hermano. Ese final ha llegado.
Los dos hermanos se miraron durante largo rato. Miguel fue el primero en apartar la mirada. No había esperanza.
—No puedo creer que el final del mundo lo decidan un puñado de arcángeles —masculló Adrien.
—¿Y qué esperabas, legiones de ángeles con armaduras doradas y trompetas anunciando la batalla? —replicó Rafael.
Adrien se encogió de hombros.
—Pues ya que lo dices —respondió. Legiones de ángeles con armaduras no sonaba nada mal.
—Pues siento decirte que no existen tales ejércitos —comentó Gabriel mientras le guiñaba un ojo. La expresión de su rostro cambió de inmediato y el fuego de su espada cobró intensidad—. Preparaos —ordenó con un susurro.
Rayos y truenos cobraron más fuerza. En la distancia, las luces de las ciudades se fueron apagando. Países enteros se sumieron en la oscuridad, desatándose el caos. Miguel lanzó una mirada al cielo. De pronto, sus ojos cambiaron, se tornaron más salvajes y desaparecieron de ellos cualquier rastro de aprecio y bondad.
—Pues que así sea —sentenció.
Embistió contra Lucifer haciendo girar la espada sobre su cabeza.
William se lanzó hacia delante. Uriel salió a su encuentro y sus espadas chocaron provocando una lluvia de chispas. La tormenta se había convertido en una espiral que no dejaba de dar vueltas sobre sus cabezas. La tierra comenzó a resquebrajarse y de las profundidades surgieron columnas de humo y llamaradas naranjas. El suelo temblaba como si un fuerte terremoto lo estuviera sacudiendo.
William cayó al suelo y esquivó por unos milímetros una estocada dirigida a su pecho. Rodó sobre las cenizas que se posaban sobre la arena, y se puso de pie justo cuando una nueva grieta se abría bajo su cuerpo. Arremetió contra Uriel y bloqueó otro peligroso tajo.
Irónicamente, el campo parecía una pista de baile. Dieciséis cuerpos, ocho parejas, moviéndose con la precisión letal de la máquina más perfecta. El vórtice de la tormenta giró cada vez más rápido y decenas de rayos cayeron incendiando el gas que emanaba de las profundidades.
William interpuso el brazo entre su cabeza y la empuñadura de la espada que iba directa a su frontal derecho. Trastabilló hacia atrás y su espalda chocó contra otra espalda; la de Adrien, que luchaba contra su padre. El chico tenía un golpe muy feo en la mejilla y le costaba sostener la espada que esgrimía con la mano izquierda. Una herida profunda mostraba los tendones de su muñeca. Otra estocada de Mefisto le rasgó el pecho de lado a lado. Adrien cayó de rodillas con la cabeza colgando hacia delante. Las espadas se escurrieron de sus manos y se apagaron al caer al suelo. William se sacudió como si un látigo lo hubiera azotado. No, no, no… Mefisto alzó de nuevo su espada.
William gritó y una furia descontrolada veló sus ojos cuando echó a correr hacia Adrien. Uriel le cortó el paso con una sonrisa perversa jugueteando en sus labios. William no frenó su carrera, sino que aceleró. Saltó por encima del arcángel, convertido en un borrón, con la cara contraída con una mueca dura y salvaje. En el aire abrió los brazos, empuñando sus espadas gemelas. Su cuerpo trazó un arco y hundió las hojas en la espalda de Uriel. Este se desplomó en el suelo con los ojos abiertos por la sorpresa. De su boca escapaban jadeos agónicos.
William no se paró a comprobar si lo había dejado fuera de combate, solo podía pensar en Adrien; por eso le costó entender lo que estaba viendo. Mefisto aún sostenía su arma por encima de la cabeza y miraba fijamente al chico, que continuaba de rodillas, sin fuerzas. De repente, Mefisto soltó la espada y cayó de rodillas frente a su hijo.
—No puedo hacerlo —gimió mientras sacudía la cabeza—. No puedo hacerlo, no puedo…
Alargó los brazos y tomó el rostro de Adrien entre sus manos. El chico parecía a punto de desmayarse, temblaba y su sangre había formado un charco alrededor de su cuerpo. Lo atrajo hacia su pecho y lo abrazó, meciéndolo como si fuera un niño pequeño.
—Lo siento, lo siento… —le susurraba.
—¡Miguel! —El grito de Gabriel restalló por encima del chasquido de los relámpagos.
William se giró, a tiempo de ver a Lucifer atravesando el estómago de Miguel. Lucifer se entretuvo en sacar la espada de su cuerpo; lo hizo muy despacio para alargar la agonía que sentía su hermano. La blandió de nuevo, dispuesto a asestar otro golpe, el definitivo. Miguel ya no se defendía, estaba exhausto y su cuerpo mostraba muchas heridas.
William no supo qué lo impulsó, probablemente el odio, ya que no sentía otra cosa. El rencor se había fundido con su sangre y sus huesos. Quería arrancarle el corazón a aquel cabrón retorcido. Un poder escondido lo azotó y de un saltó logró detener el golpe de Lucifer. Empujó con todas sus fuerzas y consiguió lanzarlo por los aires.
La caótica batalla sobre el desierto se detuvo. Todos los que continuaban de pie se quedaron mirando con cara de asombro lo que William acababa de lograr. Lucifer se levantó del suelo y se limpió con el dorso de la mano la sangre que le manaba del labio. Empuñó su arma con una sonrisita que le oscureció el rostro.
—Comprendo que estés furioso. Cualquiera en tu lugar lo estaría —dijo el arcángel.
—¿Quién te ha dicho que yo esté furioso? —replicó William.
Giró las muñecas, blandiendo las espadas en círculos sobre su cabeza. El resplandor de las hojas aumentó hasta casi cegarlos. Era como si el poder que se arremolinaba en su interior se extendiera hasta el metal. Estaba frente al ser más poderoso que existía y no sentía miedo, sino la seguridad de que su fuerza estaba a la altura de la de él. Y todos parecieron notarlo, porque nadie se movió, contemplando atónitos cómo dos titanes giraban en círculos, midiéndose.
—No estoy furioso. Solo voy a acabar contigo por el placer de hacerlo —añadió William.
—Soy el ángel más poderoso que jamás ha existido, ¿de verdad crees que puedes derrotarme? —Soltó una carcajada llena de desprecio—. Voy a conseguirte un lugar privilegiado en mi infierno.
William se encogió de hombros. Si con eso pensaba atemorizarlo, perdía el tiempo. Él ya se sentía en el infierno sin Kate, tendría que sufrir la eternidad en soledad. Morir no parecía tan malo en comparación.
El aire que los rodeaba oscilaba igual que el vapor que emite el asfalto caliente. Pero el corazón de William se había cubierto de hielo. Adoptó una postura que irradiaba poder y amenaza. Lucifer lo imitó, y acometieron el uno contra el otro.
William detuvo una estocada con un violento impulso homicida recorriéndole el cuerpo. Sus brazos se movían deprisa, defendiéndose; y atacando en cuanto su oponente bajaba la guardia. La espada de Lucifer se precipitó sobre él, aumentando de tamaño y envuelta en llamas. Logró esquivarla por los pelos, pero no puedo evitar que le quemara el antebrazo y la parte superior de una de sus alas. Aprendió del peor modo posible que, a pesar de estar ocultas, sus alas eran vulnerables.
William no tuvo tiempo de pensar en nada más, Lucifer le lanzó un nuevo mandoble. Se agachó y la hoja le chamuscó la coronilla, pero no se detuvo. Arrojó su espada al suelo y cerró la mano libre alrededor de la garganta del señor del infierno. Lo empujó, derribándolo, y dejó que le siguiera su propio peso. Cuando golpearon el suelo, Lucifer le dio un cabezazo que lo dejó aturdido. Se apartó sin saber muy bien lo que hacía. Una estocada le alcanzó el muslo, enviando intensas punzadas de dolor por toda su pierna. Otro tajo le perforó el costado.
William se tambaleó en medio de una explosión de tormento. Con una rodilla en el suelo levantó un brazo para detener un nuevo golpe, pero no pudo frenar el puñetazo en la cara que le lanzó la cabeza hacia atrás. Rodó por el suelo, sintiendo en la piel las altas temperaturas que estaba alcanzando el aire; tan denso y caliente como si fuera a arder de un momento a otro. Se puso de pie y recuperó su espada. El dolor aumentó su ira, enviando a sus venas una descarga de adrenalina. Se arrojó hacia delante. Su brazo se movió lanzando un tajo horizontal y una estocada al frente. Lucifer fue más rápido, se coló bajo su brazo y le golpeó la espalda, logrando que cayera de bruces.
Gabriel sostenía a Miguel, que apenas conseguía mantenerse consciente. No podía quedarse quieto viendo cómo la lucha final se iba a decidir entre William, un neófito con más voluntad que fuerza, y su hermano. Al ver al chico en el suelo, soltó a Miguel y corrió para intervenir. Uriel y Azuriel también se movieron con las espadas desenvainadas.
—¡No! —gritó William, alzando una mano para detener a Gabriel—. No me vais a quitar también esto. —Lo miró a los ojos y añadió con una súplica—: Puedo hacerlo.
Lucifer detuvo a sus hermanos. Por la sonrisa de su cara era evidente que estaba disfrutando.
Gabriel accedió. Ni siquiera sabía qué disparate le había llevado a consentir que la mano de William peleara la última batalla; pero una voz en su interior le pedía que lo dejara hacer.
—Tú y yo, nadie más —masculló William.
—Por supuesto. No seré yo quien le niegue a un moribundo su último deseo —contestó Lucifer. Ordenó a sus hermanos que no intervinieran.
William apoyó el peso de su cuerpo sobre la pierna sana, y Lucifer se despojó de su camisa rota. Se miraron a los ojos y embistieron el uno contra el otro. Sus espadas chocaron una vez tras otra. El sonido reverberaba entre el rumor de los truenos y el chasquido de los rayos que caían por todas partes. William apretó los dientes cuando la hoja le cruzó la espalda de arriba abajo. No se detuvo a evaluar el daño. Se lanzó a por Lucifer con un grito salvaje. Con un ágil movimiento se agachó, rodó y se incorporó evitando un nuevo ataque. No pudo contener el segundo y una de las espadas le atravesó de lado a lado el costado. Soltó grito de angustia.
Se giró hacia el arcángel con una expresión de rabia deformando su hermoso rostro. Sin perder un segundo, agarró la empuñadura y arrancó el arma de su propia carne. Ardiendo de dolor, sufriendo una intensa agonía. Notó que un reguero de sangre caliente le recorría el costado. Todo su ser se tensó con una punzada de agotamiento y no había un centímetro de su cuerpo que no le doliera. Estaba pálido y muy débil después de haber perdido tanta sangre; tenía los labios amoratados y las manos le temblaban demasiado.
William dejó caer la espada que sostenía con su brazo izquierdo. Se había quedado sin fuerza en esa mano; tenía los tendones prácticamente seccionados. La cabeza le daba vueltas y, por un momento, creyó verla, de pie frente a él. Parpadeó y la imagen de Kate se diluyó como una columna de vapor. La de Lucifer seguía tan nítida como la agonía que él sentía.
Apretó la empuñadura hasta que las estrías del metal se clavaron en su piel dejando marcas. La culpa y la rabia formaron una desagradable combinación que le animó a seguir adelante. Estaba en las últimas, podía sentirlo, pero no era motivo suficiente para doblegarse. Saltó hacia delante, amagó a la derecha, giró a la izquierda y descargó su espada con todas sus fuerzas en la espalda de Lucifer. Se mantuvo en movimiento por pura fuerza de voluntad; porque no iba a ser débil, no iba a rendirse, debía acabar con él por Kate.
William volvió a atacar, con la desesperación del que ya no tiene nada que perder. Sentía sus antebrazos y bíceps entumecidos por el esfuerzo, pero no se detuvo. Concentró hasta la última gota de su fuerza y su poder en las piernas y en el brazo que aún le funcionaba. Con cada golpe lograba hacerlo retroceder un poco, y cada vez le costaba más detener sus acometidas. Un ataque tras otro, sin descanso; y, durante un instante, Lucifer tuvo un descuido. Alzó el brazo más arriba de lo que debía y su costado quedó vulnerable.
William no dudó. Amagó y pasó por debajo. Hizo girar la espada sobre su cabeza, dio media vuelta y le asestó un fuerte golpe. La hoja centelleó un segundo antes de hundirse en el hueco entre sus alas. No entendía cómo, pero sabía que el golpe de gracia debía ser allí. Empujó con las dos manos, lanzando un grito al aire, y la hoja penetró hasta la empuñadura.
El aullido de Lucifer eclipsó el fragor de la tempestad. Su cuerpo comenzó a convulsionarse y a desdibujarse, cambiando de tamaño y de forma. Y no dejaba de gritar. La tierra se agitó con un nuevo terremoto. William cayó al suelo, incapaz de sostenerse. Columnas de fuego surgieron de las grietas. Centenares de sombras se movían de un lado a otro en un caótico baile.
De repente, una de aquellas grietas se fue haciendo más grande y de ella surgieron más sombras. Planeaban y giraban sobre el cuerpo de Lucifer, que, con los brazos abiertos en cruz, rugía con tanta fuerza que sus tímpanos corrían el riesgo de estallar. Las sombras lo rodearon por completo y se precipitaron dentro de la grieta, arrastrando al arcángel con ellas.
Una calma absoluta se apoderó del desierto. Nadie se movía, contemplaban atónitos el lugar por el que las sombras habían desaparecido. Lo que acababa de ocurrir iba contra todo pronóstico, podía catalogarse de un milagro imposible; y, aun así, había sucedido. Todos se giraron hacia William. Yacía de espaldas, inerte sobre el suelo, con la vista clavada en el cielo.
Adrien no quería creer lo que estaba viendo. Muerto de miedo se puso de pie, y a trompicones logró llegar hasta él. La imagen lo deshizo. Cayó de rodillas a su lado, mientras con los ojos recorría su cuerpo. William tenía heridas por toda la piel, profundas y letales. Era imposible que quedara sangre dentro de él que lo mantuviera vivo, estaba tan pálido que parecía un espectro. Adrien trató de incorporarlo. No sabía que temblaba más, si sus manos, o el cuerpo que intentaba levantar. Lo notaba débil y frágil entre sus brazos. Hilos de sangre le caían de la boca y la nariz.
—Eh —le dijo.
Los ojos de William parpadearon y se abrieron. Separó los labios y una burbuja de sangre se formó en ellos.
—¿Está…? —logró articular.
—Sí, sí lo está. Lo has conseguido —musitó Adrien; y se obligó a esbozar una sonrisa.
El pecho de William se desinfló con un suspiro de alivio.
—Lo siento mucho, William —dijo Adrien. Movió la mano para limpiarle la sangre que le escurría por la barbilla, pero desistió en cuanto vio que la tenía cubierta de hollín y de su propia sangre—. Lo siento muchísimo.
—Chist —lo interrumpió William. La voz no le salía del cuerpo—. No ha sido culpa tuya.
—La brillante idea de meternos en esto fue mía. Lo siento mucho —repitió entre sollozos. Se puso tenso. Notó que William se iba entre sus brazos. Lo zarandeó para mantenerlo despierto—. Vamos, aguanta un poco. Vas a ponerte bien.
William parpadeó, intentando enfocar la vista, pero la imagen de Adrien se fue haciendo más brumosa.
—Cuida de todos —musitó, antes de sucumbir a un ataque de tos. La sangre le estaba inundando los pulmones y se escapaba por sus heridas con cada espasmo. Intentó seguir hablando. Movió una mano y logró agarrar la camiseta de Adrien. Tiró para asegurarse de que tenía toda su atención, y con la otra aferró el anillo que colgaba de su cuello—. Con ella… Quiero estar con ella.
Adrien apretó los párpados y los labios, que no dejaban de temblarle. Sabía perfectamente lo que le estaba pidiendo.
—Claro. Yo me encargo. Te lo juro —prometió con voz ahogada. William se apagaba. Miró por encima de su hombro, primero a su padre, y después al resto de arcángeles—. ¡Haced algo, maldita sea, haced algo! —gritó con la voz rota.
Miguel sacudió la cabeza.
—Arréglalo —le exigió a su padre. Con la mirada le pidió lo mismo a Gabriel, y añadió—: No se merece nada de esto. Él menos que nadie. ¡Por Dios, haced algo, os lo suplico!
La mano de William perdió la fuerza y soltó el anillo que apretaba. Cayó inerte sobre la arena. El dolor abandonó su cuerpo y el frío lo reemplazó. Frío, mucho frío, hasta que eso también desapareció y no quedó nada. Solo el murmullo de las voces que se alejaban.
—Haz algo, Miguel —gritaba Gabriel.
—Sabes que no puedo. Iría contra todo lo que creemos. Sacrilegio.
—¿Y crees que a estas alturas importa? —intervino Rafael.
—Hazlo, Miguel —replicó Mefisto.
—No puedo, Él…
—Pues pídeselo a Él. A ti te escuchará —insistía Gabriel.
—No aceptará —susurró Miguel.
—Puede que lo haga si se lo pedimos entre todos. Hemos dado demasiado. Va siendo hora de conseguir algo a cambio —dijo Mefisto. Sus ojos se encontraron con los de Adrien—. Y si hay un precio, yo lo pagaré.
—Lo pagaremos todos —dijeron los arcángeles con una sola voz.