42

El funeral de Kate se celebró en la más estricta intimidad. Todos pensaron que William por fin había recapacitado y reunido el valor para despedirse de ella como era debido. De pie, frente a la tumba, él miraba impasible el féretro mientras era cubierto por capas y capas de tierra.

Jane estaba a su lado, llorando en silencio, aferrada a la mano del vampiro. El shock que había sufrido al presenciar la muerte de su hermana, fue comparable al que le sobrevino después al descubrir la verdad sobre las personas que la rodeaban. La incredulidad había dado paso al miedo, después a la rabia, finalmente a la aceptación. Vampiros, licántropos y ángeles velaban el cuerpo de su hermana, lloraban su muerte, y ella solo podía pensar que se había vuelto loca de remate.

William apretaba entre sus dedos una cadena de la que colgaba el anillo de Kate. Notaba los eslabones clavándose en su piel. Si al menos hubiera podido convertirla en su esposa. No sabía por qué, pero tenía la necesidad imperiosa de poder tener ese recuerdo. Kate siendo su mujer. Ahora era demasiado tarde para ellos. Era demasiado tarde para volver a sentirla, para tocarla, para tenerla de nuevo entre sus brazos. Tarde para compensarle la vida que no pudo ni supo darle.

—¿Estás bien? —preguntó Shane.

—Sí —respondió William—. Solo quiero estar un rato a solas con ella.

—Te esperaremos en casa, ¿vale? —dijo Marie.

William asintió y se inclinó hacia su hermana cuando ella se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla. La vampira rodeó los hombros de Jane con el brazo y se la llevó consigo. Poco a poco, todos regresaron a los coches y abandonaron el cementerio. William se quedó solo, con los ojos clavados en la tierra húmeda. Aún con la esperanza de que todo fuera un mal sueño y que de un momento a otro despertaría con ella a su lado. No iba a despertar. Kate solo se encontraba viva en su mente. Siempre con él, por siempre fuera de su alcance.

Iba a tener que cargar con su sufrimiento un poco más, pero esa clase de sufrimiento era como un purgatorio para alguien que no había muerto.

Adrien se paró a su lado. Segundos después, Gabriel apareció frente a ellos.

—Se ha lanzado el desafío —dijo el arcángel al cabo de unos segundos.

William alzó los ojos hacia él.

—Estamos listos.

—Sí —confirmó Adrien.

No se habían despedido de sus familias. Ninguno de los dos había dicho nada a nadie; no tenía sentido preocuparlos. Si todo salía bien, ya tendrían tiempo de aclarar lo sucedido; si no acababa como esperaban, ya se verían al otro lado.

Gabriel esbozó una sonrisa y su voz adquirió un tono grave.

—Un consejo: cogeos de las manitas —dijo entre dientes.

Gabriel se esfumó arrastrándolos consigo. El aire crujió y una intensa luz brilló en el cielo.

Adrien y William se encontraron cayendo al vacío sin ningún control. Se estamparon de bruces contra el suelo y sus cuerpos se hundieron varios centímetros en la arena. Una arena fina y suave que debía rondar los cincuenta grados de temperatura, a pesar de que el sol ya se estaba poniendo. Ambos se levantaron, sacudiéndose el polvo de las ropas y escupiendo tierra.

—Os dije que os dierais la mano —se rio Gabriel.

Adrien estaba a punto de mandarlo al infierno, cuando se percató del paisaje que los rodeaba. Ante ellos se extendían kilómetros y kilómetros de páramos pizarrosos y cañadas arrasadas por la erosión. A lo lejos se intuían unas ruinas, difuminadas como si fueran un espejismo. Nunca habían visto un lugar tan inhóspito como aquel. El sol se ocultó por completo a sus espaldas y en el cielo comenzaron a brillar las estrellas. Puntos borrosos entre dos luces. La temperatura bajaba a toda prisa y el escenario se transformó con una rapidez increíble. En la tierra debía haber pocos lugares tan hermosos como aquel.

—¿Dónde estamos? —preguntó William.

—En el desierto del Néguev —respondió Gabriel.

—¿Estamos en Israel? —inquirió Adrien con la boca abierta.

—En este desierto tuvo lugar la primera batalla de la historia, y tendrá lugar la última. Tiene sentido, ¿no? En el fondo siempre hemos sido unos sentimentales —contestó el arcángel. Dejó escapar un suspiro y echó a andar—. Vamos, mis hermanos ya han llegado.

Caminaron en silencio durante unos minutos. Descendieron por una escarpada cañada y recorrieron con paso rápido el pasillo que formaban sus paredes.

—Se me olvidó comentaros una cosa —dijo como si nada Gabriel.

William clavó sus ojos en la espalda del arcángel y frunció el ceño con desconfianza.

—¿Qué cosa?

—Para que podáis luchar en esta batalla, primero tendréis que hacer un pequeño sacrificio. Una parte de vosotros se perderá para siempre y la otra se afirmará definiendo lo que sois. —Ladeó la cabeza y los miró por encima de su hombro—. Y, por cierto, el proceso duele bastante.

Adrien apretó el paso hasta colocarse al lado de Gabriel.

—¿De qué sacrificio estamos hablando? —preguntó bastante mosqueado.

Gabriel se limitó a reír.

La cañada se fue ensanchando y desembocó en una vasta extensión de arena y guijarros; y allí, frente a ellos, estaban los hermanos de Gabriel: Miguel, Rafael, Amatiel, Meriel y Nathaniel.

—¿Qué hacen ellos aquí? —gruñó Rafael, dirigiéndose hacia ellos con los puños apretados.

Gabriel le cortó el paso con una mano en el pecho y lo empujó para que retrocediera.

—Los necesitamos. No podemos ganar nosotros solos —dijo en tono vehemente.

—¿A esos? —lo cuestionó Meriel.

Gabriel apretó los dientes. Sabía que iba a ser difícil convencerlos, pero no tenía paciencia para discutir.

—He pensado que otro par de espadas nos vendrían bien, ¿no crees?

Los dos hermanos se quedaron mirándose un largo segundo. Al final, Meriel dio un paso atrás y se separó de Gabriel. William y Adrien cruzaron una mirada. No había que ser un genio para darse cuenta de que nadie estaba al tanto de los refuerzos, y que tampoco estaban muy contentos de verlos allí.

—¿Qué estas haciendo, hermano? —preguntó Miguel, que hasta ese momento había guardado silencio.

Gabriel sacudió la cabeza y se acercó a él.

—El mundo tal y como lo conocemos se encuentra al borde del precipicio. Estamos ante el fin de los tiempos y solos no podemos detenerlo —dijo Gabriel en voz baja—. Con ellos seremos ocho contra ocho. La igualdad supone esperanza. No cierres los ojos a eso.

Miguel miró por encima de su hermano a los híbridos.

—No son como nosotros, es imposible —le hizo notar.

—Tú tienes el poder de cambiar eso, y ellos están dispuestos al sacrificio.

—Lo que pides no es posible —insistió Miguel.

—¡Maldita sea, hermano! Sí lo es —gruñó Gabriel—. Sabes que no solo se nace, también pueden crearse. Pueden surgir de la fuerza de su carácter, de su virtud y del poder de su voluntad. Ellos tienen todo eso, y la sangre de sus padres.

—¿Te das cuenta de lo que estás pidiendo? —intervino Rafael. Agarró a su hermano por el hombro y lo obligó a girarse para que lo mirara—. ¡Son vampiros!

—¿Y qué? —explotó Gabriel—. Ellos se alimentan de sangre y nosotros de almas. No hay tanta diferencia.

—Va en contra de nuestro código —susurró Amatiel.

Gabriel lo fulminó con la mirada.

—¿Qué código? —escupió con desprecio—. ¿El mismo que nos saltamos cuando nos interesa? —Entornó los ojos y miró a Miguel, recordándole a través de su vínculo cómo el arcángel se había saltado todas la normas habidas y por haber para lograr encerrar a Lucifer con magia prohibida.

—Él no lo aprobará —terció Miguel.

Gabriel lanzó una mirada al cielo antes de volver a posarla en su hermano. Se encogió de hombros con indolencia.

—¿Se lo has preguntado? —Hizo una pausa, antes de añadir—: Dáselas para que puedan luchar. Son tan fuertes como nosotros.

Miguel sostuvo la mirada de su hermano durante unos segundos que se le antojaron eternos. Los engranajes de su cerebro estaban funcionando a su pleno rendimiento. Pensando, evaluando, decidiendo. Masculló algo por lo bajo y apartó a Gabriel de un empujón. Tenía que hacer cuanto estuviera en su mano para que Lucifer no se alzara con el poder, esa era la máxima prioridad.

Adrien y William dieron un paso atrás cuando vieron al arcángel acercándose a ellos con cara de pocos amigos.

—Arrodillaos —les ordenó.

—¿Por qué? —preguntó William. No confiaba en él; en realidad no confiaba en nadie.

—Os dije que tendríais que hacer un sacrificio. ¡Quién sabe!, quizá hasta lo encontréis liberador —intervino Gabriel. Sonreía de oreja a oreja. Al ver que seguía dudando añadió—: ¿Quieres venganza, sí o no?

William se arrodilló a modo de respuesta. Adrien lo siguió.

—Quitaos la camisa —les pidió Miguel.

Los híbridos obedecieron.

Gabriel y Rafael sujetaron a William por los brazos; Nathaniel y Meriel hicieron lo mismo con Adrien.

—¿Os dije que podía doler mucho? —les preguntó Gabriel en tono burlón—. No os resistáis y será más fácil.

Miguel posó su mano izquierda sobre la espalda de William y la derecha sobre la de Adrien. Mientras invocaba su poder, su cuerpo se iluminó con un torrente de energía. Sus manos desaparecieron entre la claridad y penetraron en los cuerpos arrodillados. Un arco de luz surgió del pecho de William y salió disparado hacia el mismo centro de Adrien. La corriente de energía brotó despedida hacia el cielo, inmediatamente sucumbieron a un dolor insoportable que casi les hace perder el conocimiento. Sentían un ardor inmenso en las terminaciones nerviosas, sus cuerpos rezumaban calor y dolor; y acabaron desplomándose sobre la arena en cuanto Miguel rompió el contacto y los arcángeles los soltaron.

Adrien se abrazó el estómago, reprimiendo las ganas de vomitar. Jadeaba como si le faltara el aire. William, con los puños clavados en la tierra, intentaba mantenerse derecho sobre las rodillas.

—¿Qué… qué ha sido eso? —logró articular.

Alzó la cabeza con esfuerzo y se encontró frente a frente con Gabriel. Parecía tan satisfecho que su expresión se asemejaba a la de un niño abriendo sus regalos el día de Navidad.

—¡Vuestro renacimiento! —exclamó, alzando las manos hacia el cielo.

William se puso de pie al segundo intento y se enderezó despacio. Sentía la espalda como si la tuviera cubierta de llagas, tan dolorosas como una quemadura; y algo más. Por la cara de Adrien supo que él también lo sentía. ¿Qué demonios les habían hecho? Le faltaba algo, podía notar que ya no estaba allí, pero no lograba identificar qué era.

La realidad lo golpeó de lleno. El deseo, el ansia, su sed había desaparecido, y había otra cosa en su lugar. Apretó los puños al darse cuenta del precio que acababa de pagar. Había dejado de ser quien era, y ahora se había convertido en uno de ellos, en un ángel completo. Sus ojos sin pupilas se clavaron en Gabriel. No había gratitud en ellos, solo el deseo de aplastar su hermosa cara contra una roca. Ya no le quedaba nada, ni siquiera su identidad.

—¿Por qué? —gritó William.

—Porque en todos los contratos hay letra pequeña.

La rabia y el instinto se apoderaron de William. Perdió el control. Una ira profunda y desbocada se disparó a través de su piel. De repente, surgidas de la nada, dos alas negras aparecieron en su espalda. Grandes, oscuras y majestuosas. No supo qué le causó más sorpresa, si el hecho de tener alas, o que cada célula de su cuerpo estuviera regresando a la vida. Podía sentir cómo se regeneraban. Se le doblaron las rodillas, ¿ese sonido era el de su corazón?

Giró sobre los talones, tratando de ver el aspecto de aquellas plumas, y se quedó de piedra al toparse con Adrien; el chico lucía otro par de alas, y la misma cara de idiota que él mismo estaba seguro de tener.

El cielo se iluminó. Ambos miraron hacia arriba, al tiempo que dos bolas de luz se precipitaban sobre ellos. Dos espadas envueltas en un fuego azul se clavaron en la arena.

—Tomadlas, son vuestras —les dijo Miguel—. Ahora somos iguales en forma, espero que también en corazón.

Como si hubiera nacido con ellas, William replegó sus alas hasta que desaparecieron. Ni siquiera había tenido que pensar en ello; y no solo eso, todos sus sentidos se habían agudizado aún más, como si le hubieran arrancado una capa de piel muerta. Se acercó a la espada y la tomó. La examinó, controlando su peso y la empuñadura. La esgrimió en el aire y giró la muñeca dibujando arcos con la hoja. Era perfecta para su brazo. Notó algo extraño en ella y la estudió con más atención. La espada podía desdoblarse y convertirse en dos armas gemelas.

—Ya están aquí —dijo Nathaniel con voz grave. Sus ojos plateados destellaron bajo las últimas luces del crepúsculo.

Ocho sombras surgieron a varios metros por encima de sus cabezas. Una a una cayeron a tierra. Los Oscuros tomaron forma mientras descendían y sus pies desnudos se hundieron en la arena del desierto. El último en posarse fue Lucifer. Su sonrisa era maldad en estado puro, siniestra y peligrosa.

—Hola, queridos. Tan puntuales como siempre —dijo con un suspiro.

Sus ojos recorrieron los rostros de sus hermanos y acabaron deteniéndose en William y Adrien.

—Esto sí que es una sorpresa. ¿Tan desesperado estás? —preguntó Lucifer a Miguel con tono divertido.

En realidad, no le hacía ninguna gracia. No había contado con que reclutaran nuevos guerreros para igualar el número. Siempre había envidiado ese poder de su hermano. Crear vida, transformarla; debía ser la sensación más intensa y maravillosa que se podía experimentar. Clavó sus ojos en William con una expresión desdeñosa y despectiva.

—Le prometí a ella que no os haría daño a ninguno. Que estés aquí cambia un poco las cosas, ¿no crees? ¡Qué lástima, tenía intención de cumplir mi palabra! —se burló.

William no pudo controlarse. Kate había sacrificado su vida por ellos, pero el intercambio nunca había sido justo. Aquel tipo había matado a Kate. Ella estaba muerta por su culpa. Sin pararse a pensar, arremetió contra él. En un visto y no visto todos habían desenvainado sus espadas, menos Gabriel, que sujetaba a William a duras penas.

—Déjame, voy a matarlo y acabaré con esto de una vez.

Empleando todas sus fuerzas, Gabriel lo hizo retroceder más atrás de la línea que formaban sus hermanos.

—Escúchame bien. Esto es un duelo, un desafío, y hay reglas que cumplir. Tú estás sujeto a esas normas… —empezó a explicarle.

—¿Tus abominaciones se rebelan? —se burló Uriel.

Gabriel puso los ojos en blanco y cogió a William por el cogote para que le prestara atención.

—Tienes el poder de un ángel, pero el corazón de un hombre. Para sobrevivir no puedes sentir nada por nadie. Olvídala, ella ya no está. Deja a un lado tus emociones o perderás la batalla. Eres un guerrero, lo llevas en la sangre —le hizo notar. William asintió, sosteniéndole la mirada—. Pues actúa como tal. Aguarda, calcula, y golpea solo en el momento preciso.

Hubo un largo silencio durante el cual, William tuvo la sensación de que su cuerpo y su mente se estaban reajustando. De que cada engranaje volvía a encajar en su lugar. Gabriel tenía razón. Clavó sus ojos en Lucifer y un gruñido brotó de su pecho.

—Lo siento, pero él es para Miguel. Es demasiado personal —le reveló Gabriel antes de soltarlo. Se inclinó sobre su oído y añadió—: Pero si tienes la oportunidad, no lo dudes.

—No dudaré —respondió William, de acuerdo con la sugerencia.

—Ahora bien, hay normas, no puedes lanzarte contra ellos sin más. No hasta que Miguel dé la orden. Él ostenta el mayor rango y, aunque no lo creas, tanto ellos como nosotros respetamos esos detalles.

William asintió con la cabeza. Gabriel le deslizó la mano hasta la nuca con un insólito afecto y lo guió a la línea que formaban sus hermanos. Miró a Adrien por el rabillo del ojo. Tenía la vista clavada en su padre, que se hallaba a tan solo un par de metros con la espada empuñada, preparado para el enfrentamiento. De forma imperceptible, arrimó su hombro al de él y le dio un golpecito.

—Si no salimos de esta… —susurró Adrien.

—Entre hermanos no existen las disculpas —dijo William.

Se miraron y el entendimiento fluyó entre ellos. Eran hermanos, porque no se trataba de una cuestión de sangre, sino de corazón.