Adrien regresó a la casa de huéspedes en cuanto se aseguró de que los Solomon estaban bien. La rápida y sorprenderte recuperación de Evan había aliviado un poco la sensación de pérdida que estaban sufriendo. Encontró a Sarah en el porche, esperándolo, y no pudo evitar sentirse muy bien por ello. Era agradable tenerla allí, ser el único dueño de su cariño. Todos sus pensamientos, junto con su sonrisa, se desvanecieron en cuanto se percató de la expresión de su rostro.
Iba a preguntarle que si todo iba bien cuando su teléfono móvil vibró en su bolsillo. Le echó un vistazo sin dejar de caminar. Se detuvo de golpe al leer el mensaje y levantó la vista hacia Sarah. Sus ojos le confirmaron que no se trataba de una broma. Se desmaterializó en el aire y tomó forma frente a la verja que daba entrada al cementerio. La lluvia, concentrada en aquel lugar, lo empapó en un segundo. Miró al cielo y se quedó maravillado ante un firmamento que no dejaba de iluminarse y chasquear con una furia descontrolada. Uno de los rayos impactó en el campanario de la iglesia. La maldita iglesia que parecía haberse convertido en el epicentro del desastre. El campanario se vino abajo y Adrien tuvo que apartarse para que las piedras no le cayeran encima.
Sus piernas se convirtieron en gelatina. William caminaba hacia él por la avenida principal, con el cuerpo de Kate colgando entre sus brazos. Empezó a negar con la cabeza y notó cómo su propio cuerpo se rasgaba en dos mitades. No podía ser, de ninguna manera ella…
William pasó por su lado sin siquiera mirarlo. Acunaba el cuerpo de Kate como si fuera el de un bebé. El perfume de la muerte flotaba en el aire. Miró a la vampira. Su piel había adquirido un tono azulado y sus labios habían perdido el color hasta fundirse en su rostro. Uno de sus brazos colgaba inerte y se balanceaba al ritmo de la marcha fúnebre de los pasos de William. La realidad lo golpeó como un martillo directo a la cabeza. Kate se había sacrificado por ellos. No debía haber hecho eso, ninguno lo merecía.
William se encerró en su casa con el cuerpo de Kate. La dejó sobre la cama del dormitorio que habían compartido tantas veces y se arrodilló junto a ella, sujetando su mano. Tres días después no se había movido de su lado y no había dejado que nadie la tocara. El tiempo pasaba y ella merecía su descanso. Todo había sido dispuesto para enterrarla junto a su abuela y sus padres en el nuevo cementerio que había al lado de Saint Martin. La tumba continuaba vacía.
—¡Fuera! ¡Mataré al que la toque! —gritó William—. ¿Está claro? ¿Está claro para todos? —gritó con más fuerza—. Nadie va a tocarla.
Robert y Marie abandonaron la habitación completamente deshechos. Fuera, en el pasillo, Adrien y Shane cruzaron una mirada de impotencia.
—No atiende a razones —susurró Robert, dejándose caer contra la pared—. Asegura que si no nos vamos y lo dejamos en paz, se largará con ella de aquí.
—Quizá madre pueda convencerlo, ella siempre ha tenido mucha influencia sobre él —comentó Marie. Se acurrucó bajo el brazo de Shane. La muerte de Kate la había destrozado. Aún no podía creer que la chica ya no estuviera con ellos.
—Ha prohibido su presencia, y la de padre. No quiere ver a nadie —respondió Robert con tono hastiado—. De momento es mejor no forzarlo demasiado, no sea que haga alguna tontería. Démosle algo más de tiempo.
—¿Más tiempo? Lleva tres días ahí dentro. Todos hemos tratado con la muerte para saber qué le ocurre a un cuerpo sin vida. No dispone de mucho más tiempo —les hizo notar Shane.
Adrien se pasó una mano por la cara y después por el pelo. Exhaló un suspiro cargado de dolor.
—Necesita despedirse y aceptarlo. Acabará haciendo lo que debe. —Intentó parecer seguro, pero ni él confiaba en que William entrara en razón. Ya no era él mismo, se había convertido en un fantasma que yacía junto a otro fantasma, y temía que pudiera acabar usando la 45 que llevaba encima para volarse la tapa de los sesos. Con las balas que cargaba esa cosa podría—. Lo aceptará —aseguró, negándose a pensar en otra posibilidad.
La muerte de Kate había arrojado un velo funesto sobre todos ellos, y que afectaba por encima de todos a Adrien. Se sentía responsable de su fin. Nada de aquello estaba bien. Ella no merecía nada de lo que le había pasado. Quiso retrasar el tiempo, volver atrás, a aquel instante en el que chocó con ella en la calle de forma premeditada. La habría dejado en paz. De no ser por él, Kate estaría ahora en la universidad, rodeada de amigos y sin problemas. Sana y salva.
Las lágrimas regresaron a sus ojos. Dio media vuelta y salió de la casa. Caminó sin rumbo fijo, y acabó en la cascada. Le preocupaba William, no podía evitarlo, se había convertido en alguien importante para él. En el hermano que nunca tuvo. Se preguntaba si sería capaz de seguir adelante sin ella. No podría. Había dejado de vivir desde el primer segundo sin ella. No había comido, ni hablado salvo para gritarles que lo dejaran solo.
Adrien se agachó y contempló su reflejo en el agua, invadido por una sensación de fatalidad que lo aplastaba. De improviso, un escalofrío de peligro le recorrió la espalda. Alzó la vista y se quedó mirando el rostro que despertaba en él un desprecio absoluto. Mefisto se encontraba al otro lado del remanso que la cascada formaba al caer. Se tomó un momento para serenarse y se puso de pie. Sintió un odio infinito hacia él y hacia toda la maldita historia que los unía, hacia la sangre que compartían y que de buena gana drenaría de su cuerpo hasta quedar limpio.
—¿Qué quieres? —escupió.
Mefisto bajó la mirada un segundo, antes de clavarla de nuevo en su hijo.
—Te guste o no, somos lo que somos, Adrien. Siempre seré tu padre y tú siempre serás mi hijo.
—Si pudiera, me arrancaría ese ADN del cuerpo.
Mefisto se estremeció como si le hubiera dolido y se tomó unos segundos para calmarse. Adrien frunció el ceño. ¿Qué demonios había sido eso? ¿Sincero amor de padre en estado puro?
—Lo sé, pero no puedes. Yo te engendré, di luz a tu vida…
Adrien soltó una carcajada sin pizca de gracia. El impulso de saltar sobre él y golpearlo hasta dejarle la cara irreconocible, se convirtió en un dolor físico.
—Mi vida pertenece a mi madre, solo a ella le debo algo. Ella es la única familia que tengo. Tú no eres más que alguien a quien odio con todas mis fuerzas y a quien he prometido matar con mis propias manos.
Mefisto le sostuvo la mirada.
—Nunca quise hacerte daño, jamás. A mi modo siempre te he querido. Te pareces tanto a mí. Eres fuerte, peligroso y poderoso. Las cosas podrían haber sido de otro modo entre nosotros, si tú…
—¿Si yo qué? —le espetó Adrien con el pecho convertido en cemento. No pensaba entrar en aquel juego. ¿Qué intentaba hacer? ¿Acaso le estaba pidiendo perdón por haber sido el peor padre de toda la historia?—. ¿Qué haces aquí? ¿A qué has venido? El papel de padre preocupado no te pega. No quiero que te comportes así, me asquea.
Una oleada de calor brotó del cuerpo de Mefisto y su voz tronó.
—Te guste o no, soy tu padre. Eres parte de mí y me debes un respeto. Eres mi hijo.
Adrien desnudó sus colmillos.
—No me llames así. Nunca más. Tú y yo no somos eso. Me has herido, aterrorizado, amenazado y obligado a hacer cosas horribles. Un padre no habría hecho algo así —siseó con voz envenenada.
—Créeme, para mí tampoco fue agradable. Aunque no lo creas, siempre he estado ahí, tras tu sombra.
Adrien se echó a reír, aunque su risa se asemejaba más a un llanto amargo.
—Entonces, debería darte las gracias por haberte quedado mirando sin hacer nada mientras yo sufría; cuando por tu culpa perdí toda mi humanidad y mi inocencia. ¡Me lo has arrebatado todo! Me has robado lo poco bueno que había en mí, padre —escupió con desprecio.
Mefisto cruzó los brazos sobre el pecho.
—Fue necesario. Hay cosas que están por encima de ti y de mí —se justificó el arcángel.
—Si por un momento has creído que me importa, pierdes el tiempo. Ahora contesta a mi pregunta. ¿A qué has venido? —inquirió Adrien.
Mefisto se colocó los puños de su camisa y después se abrochó los botones de la chaqueta. Lo hizo despacio, sin prisa, y se quedó mirando a Adrien. Frío e inhumano, era imposible no apreciar hasta que punto era hermoso; y peligroso.
—El tiempo se ha acabado. Los tres días de gracia tras el retorno de Lucifer han pasado, y esta noche lanzaremos el desafío —respondió.
—¿Y se supone que tengo que saber de qué hablas? —replicó Adrien.
—Dentro de unas horas Lucifer retará a Miguel. No puede negarse, así que habrá guerra. La última batalla, la que dará comienzo al Armagedón. Vengo a pedirte que luches a mi lado, como mi descendiente, ocupando el lugar que te corresponde. Eres lo que yo, hijo. Mi sangre predomina en ti, eres un ángel.
Adrien se quedó mudo. Jamás habría esperado semejante petición por parte de su padre.
—Me estás pidiendo que olvide quien soy y todo en lo que creo. Que olvide a todas las personas que me importan y me una a ti para destruir el mundo en el que vivo. ¿Es eso lo que me estás pidiendo?
—No, te estoy dando la oportunidad de vivir y ocupar un lugar a mi lado. La oportunidad de proteger a tu madre y mantenerla a salvo, incluso a esa nefilim por la que sientes algo. Te estoy dando un futuro en el nuevo mundo que vamos a crear, hijo mío.
—Por mí puedes coger tu futuro y metértelo por donde te quepa. Espero que Miguel te saque el corazón del pecho y después te arranque el alma.
Mefisto entornó los ojos y ladeó la cabeza, esbozando una sonrisa maliciosa.
—¿Te refieres al mismo Miguel que no ha hecho otra cosa que esconderse mientras tus amigos mueren? ¿El mismo que ha permitido que Kate se sacrifique? ¿El mismo que no ha tenido las agallas de enfrentarse a nosotros sin la certeza absoluta de que sus artimañas le asegurarían la victoria? ¿Hablas de ese Miguel? Tienes demasiadas esperanzas puestas en un cobarde. Eso es lo que siempre ha sido, un cobarde; que esta noche caerá de su pedestal.
Adrien le dedicó una sonrisa cargada de desprecio. Apuntó a su padre con el dedo.
—En realidad me importa un cuerno quién gane. Por mí podéis mataros entre vosotros hasta que no quede ninguno. Pero te juro que no voy a quedarme de brazos cruzados si intentáis algo contra nosotros, y que haré lo que sea para proteger a los que quiero de toda vuestra mierda.
Dio media vuelta, de regreso a la casa. Aunque se moría por matar a aquel ser, ni siquiera merecía el esfuerzo. Ahora debía estar en otro lugar, al lado de las personas que de verdad lo necesitaban. Al lado de William.
La voz de Mefisto llegó hasta él, sinuosa como el contoneo de la serpiente que era.
—Tienes que elegir, Adrien. Hasta ella lo hizo; y optó por nosotros. Eligió salvaros a costa de su sacrificio. Al menos deberías hacer honor a eso y honrar su decisión. La apreciabas.
Adrien se detuvo con los puños apretados y los dientes rechinando. No se giró. Se quedó inmóvil con la vista clavada en el bosque, mientras un chisporroteo, que apenas podía contener, sacudía su cuerpo. Lenguas de fuego lamían sus dedos. Que osara hablar de Kate era más de lo que podía soportar.
—¿La apreciaba? —le gritó a Mefisto, destilando rabia—. Ella fue lo único que me sostuvo de pie cuando me quedé sin fuerzas. Me perdonó cuando ni yo mismo podía. No me ofendas. Mis sentimientos por Kate van mucho más allá del aprecio —gruñó, cada vez más alterado—. Pero alguien como tú, que no siente nada, jamás podrá entenderlo. Tú no quieres a nadie. ¿O es que te importó mi madre mientras la seducías para tus propósitos? ¿O te importaba yo cuando la tuviste secuestrada durante dos años para someterme?
Continuó caminando. Necesitaba alejarse de allí o acabaría perdiendo el poco control que le quedaba y se lanzaría sobre él con una daga en cada mano.
—Tienes que elegir, Adrien. Todos tendréis que decidir de qué lado estáis —insistió Mefisto, con una nota amenazadora en su voz.
Adrien giró sobre sus talones, como si un látigo lo estuviera azotando.
—¿Acaso no lo ves? Ya he elegido. Reniego de hasta la última gota de tu sangre que corre por mis venas. Yo nunca he tenido padre. Para mí tú eres el enemigo a derrotar.
Y sin más, se desmaterializó. Dejó a su padre con la palabra en la boca y un ataque de ira con el que hizo hervir el agua de la cascada, matando a todos los peces. Segundos después, Adrien tomaba forma en la cabaña que había alquilado meses antes de ir a vivir a la casa de huéspedes. Muchas de sus cosas seguían allí, incluida su moto. Entró en el garaje y le echó un vistazo. Correr con ella siempre le había gustado. Le ayudaba a pensar, y ahora lo necesitaba más que nunca.
La puso en marcha y se lanzó a una frenética carrera sin rumbo fijo. Lo único que quería era sentir el viento en la cara y la potencia de la maquina bajo su cuerpo. Centrar todos sus sentidos en la carretera y evadirse por un rato del inminente desastre.
En pocas horas, el destino del mundo iba a ser decidido por un grupo de semidioses, ególatras y vengativos, motivados por su propio deseo de revancha. Como si el mundo en realidad fuera un patio de juegos y ellos unos mocosos envidiosos, peleándose para ver quiénes se llevaban el juguete más grande. O, peor aún, para llamar la atención de un padre que los ignoraba por completo, con la indolencia del que está acostumbrado a sus rabietas y sabe que, antes o después, acabarán por hacer las paces. No sabía que idea le daba más miedo.
No era capaz de resignarse a ser un mero espectador. Iba en contra de su naturaleza; pero tampoco sabía qué podía hacer para evitarlo. Y la única persona con la que podía contar para intentar encontrar una solución, estaba viviendo el peor momento de su vida, el mayor de los sufrimientos. Necesitaba que William despertara y saliera de ese duelo doloroso que lo estaba consumiendo. No había nada que pudieran hacer por Kate, pero sí por el resto; y Adrien sabía que, a pesar de todo, a William le importaban sus hermanos, los Solomon…
Regresó a la casa del vampiro. Sabía perfectamente dónde encontrarlo.
Se coló en la habitación sin más. Sabía que pedir permiso para entrar sería inútil. La escena que encontró en aquella alcoba lo dejó sin habla. El cuerpo de Kate continuaba en la cama, inmóvil. Su piel tenía un color ceniciento y estaba tan rígida como una barra de acero. William se encontraba a su lado, de rodillas, con el rostro escondido entre sus manos. ¡Dios, aquello era demasiado macabro!
—Lárgate —dijo William con un gruñido.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Adrien, ignorando su petición.
William alzó la cabeza y lo miró. La vida había abandonado sus ojos. Apenas era la sombra del hombre que había sido tres días antes.
—¿Te das cuenta de que no va a levantarse de ahí? —continuó Adrien—. ¿A qué esperas? Ella no querría esto. Ya no está. Ella ya no está —repitió como una súplica—. Deja que su cuerpo descanse en paz, esto es… es… —No encontraba las palabras con las que explicar el horror dentro de aquella habitación.
William no apartaba los ojos de él. Hubo un cambio en el aire, y la explosión que siguió fue tan fuerte que destrozó las ventanas. Volaron cristales por todas partes. En un visto y no visto, William aplastaba el cuerpo de Adrien contra la pared. Las luces del techo parpadeaban sin parar. La energía vibró por el suelo, resquebrajando la madera. Se formó una especie de remolino que daba vueltas alrededor de la cama como un muro protector.
—Nadie va a moverla de ahí. ¿Entiendes? —gritó William, golpeando a Adrien contra la pared—. No puedo hacer lo que me pides. No puedo enterrarla, porque si lo hago, entonces estaría aceptando que… —se le rompió la voz.
—Dilo —le exigió Adrien. La mano de William sobre su garganta apenas le dejaba mover las cuerdas vocales—. Dilo —repitió en tono vehemente.
—No puedo…
—Sí puedes. Duele, pero tienes que decirlo. —Se miraron a los ojos—. Dilo, William.
—Que… que ella está… ¡Dios, está muerta! —sollozó con amargura—. Lo está, ¿verdad? Lo está —gimió.
Adrien asintió.
—Lo siento mucho —le dijo—. Lo siento mucho, William.
William aflojó los brazos y se dio cuenta de que se sostenía de pie porque Adrien lo sujetaba. Dio un par de pasos hacia atrás, alejándose de él. Se tambaleaba de un lado a otro, moviendo los brazos como si fuera a vomitar. Jadeaba sin parar. Sentía un dolor imposible. La pena que brotaba de él era como un virus extendiéndose por su cuerpo, enfermándolo, y que le hacía temblar y que le doliera el pecho. Nunca pensó que la tristeza pudiera ser una enfermedad física, pero lo era. Corrió al baño y empezó a vomitar. Cuando por fin pudo calmar su estómago, Adrien estaba a su lado, ofreciéndole una toalla mojada.
William se limpió la boca y se quedó sentado en el suelo, junto al retrete.
«Ella ya no está. Está muerta», el pensamiento se repetía en su cabeza sin parar.
No podía hacer nada para remediarlo. Salvo comportarse como un hombre que ya no tiene nada que perder. Quería tanto a Kate, que la vida sin ella no tenía sentido, era insoportable. Así que, no quería esa vida. Abandonarla, dejarse ir, sería fácil sabiendo cómo hacerlo; y él sabía cómo. Pero antes debía hacer algo.
Con la toalla se secó las lágrimas que aún le mojaban las mejillas. Las lágrimas eran inútiles, una debilidad indigna del recuerdo de Kate; cuando ella se había sacrificado sin dudar. Le ofrecería un tributo: muertes, y la venganza sería la tierra con la que cubriría su tumba. Uno a uno iba a acabar con todos ellos. Su mirada apagada, sin vida, comenzó a brillar, recubriéndose de odio.
Adrien vio en sus ojos lo que su mente pensaba y una idea se abrió paso en su cerebro. En pocas horas el mundo iba a cambiar. Tendría lugar una batalla, que Mefisto y Lucifer estaban seguros de ganar porque superaban en fuerza a sus hermanos. Pero ¿y si la balanza se igualaba? Si derrotaban a Lucifer, regresaría al infierno y, con un poco de suerte, no volvería a salir de allí. No todo estaba perdido. Aún tenían una oportunidad. Se agachó junto a William y lo miró fijamente a los ojos.
—Quieres venganza. Yo sé cómo puedes lograrla. Mi padre ha venido a verme, quería que me uniera a él. Van a desafiar a Miguel, van a luchar para ver qué bando se queda con el premio. Están convencidos de que ganarán porque son superiores en número y fuerza —explicó en tono vehemente. Las palabras fluían de su boca con rapidez, presa del nerviosismo que comenzaba apoderarse de él—. Pero ¿y si nosotros hacemos que esa pelea sea mucho más justa? Somos tan fuertes como ellos.
William se enderezó. Toda su atención pertenecía en ese momento a Adrien.
—Quiero matarlos a todos —dijo con una serenidad brutal.
—Y yo quiero que lo hagas, pero no podemos solos. Necesitamos a Miguel y a su corte de idiotas egocéntricos; aunque admitirlo me guste tanto como que me metan un hierro candente en un ojo.
—Dudo que acepten nuestra ayuda —terció William.
—Puede que seamos su única posibilidad. Tendremos que convencerlos de que nos necesitan.
—A mí ya me habéis convencido —dijo una voz desde la puerta.
Adrien y William se giraron a la vez, y vieron a Gabriel apoyado contra la madera. Su cuerpo reposaba con un descuido indolente. Se puso derecho y miró a William con una expresión más humana.
—Siento tu dolor —dijo el arcángel.