Nada más terminar el funeral por Samuel, William regresó a casa de los Solomon. Estaba preocupado por el estado de Evan; y sobre todo por Kate. Ella se sentía culpable por todo lo ocurrido, por las muertes, y nadie mejor que él sabía lo que un sentimiento así podía destrozarte.
La vuelta desde las montañas se le había antojado eterna. Podría haberse desmaterializado sin más, pero no tuvo el valor de dejar a Daniel, ni a ningún otro Solomon, de ese modo.
Cuando se bajó del coche de Carter, estaba de los nervios. Había sentido una extraña opresión en el pecho durante las dos últimas horas, una sensación instintiva que le avisaba de un peligro real. Entró en la casa, cada vez más alarmado, y subió la escalera sin hacer ruido. La puerta del cuarto de Evan estaba entreabierta. Jill se había quedado dormida junto a él, sentada en una silla. Rachel descansaba profundamente en un sillón al otro lado de la cama. De repente, sus ojos se encontraron con los del chico. Había recuperado la consciencia, su piel el color y, por el sonido de su estómago, también el apetito.
William entró en el cuarto sin hacer ruido.
—Hola, campeón —susurró.
Evan le sonrió y utilizó sus brazos para incorporarse un poco sobre las almohadas.
—¿Mi tío…? —empezó a preguntar. William sacudió la cabeza—. No puedo creer que haya… —se le rompió la voz. Parpadeó un par de veces para alejar las lágrimas que se arremolinaban bajo sus pestañas.
—Y yo no puede creer que te estés recuperando —musitó William, mirándolo de arriba abajo sorprendido—. Estabas muy mal.
—Ni yo, creía que me moría. Pero he empezado a regenerarme y ahora me encuentro bien. Sentí algo extraño, unas manos sobre mi cuerpo, y te juro que creí ver a alguien en la habitación…
—Sea lo que sea, parece un milagro.
—¿Evan? —la voz somnolienta de Jill los interrumpió. Pegó un bote de la silla al verlo despierto—. ¡Oh, por Dios, estás aquí! ¿Te encuentras bien?
Rachel también se despertó. William aprovechó el momento y salió, dejándolos solos. Fue hasta su antigua habitación y entró. El estómago le dio un vuelco a comprobar que ella no estaba allí. Había dejado a Mako a cargo de su vigilancia. Sacó su teléfono móvil y la llamó por si habían vuelto a la casa de huéspedes. Tenía el teléfono apagado. Encontró papel sobre el escritorio y un bolígrafo, que no recordaba que estuviera allí antes. En la papelera vio un par de folios arrugados. Cogió uno y lo estiró con cuidado.
«No sé cómo decirte esto…», no había nada más. William se agachó y cogió otro. Deshizo la pelota y leyó. «Nunca creí que me resultaría tan difícil…», lo había tachado, pero aún se podía leer. Empezó a ponerse nervioso, paranoico. Su teléfono móvil sonó. El número de la casa de huéspedes iluminaba la pantalla.
—¿Kate?
—Soy Sarah —dijo la voz de la nefilim al otro lado del teléfono. Estaba alterada y junto a ella se oía un llanto desconsolado—. Acaba de llegar una mujer, buscándote. Está histérica. Dice que se llama Jane y que es hermana de Kate. No para de decir incoherencias y no sé qué le pasa.
—¿Kate está ahí?
—No, aquí no está.
—Bien, no te preocupes. Gracias.
William colgó el teléfono y se quedó petrificado. Aún seguía aquella opresión en su pecho, como un mal augurio. Recorrió toda la casa y no encontró ningún rastro de Kate. Con un mal presentimiento que le erizaba el vello, se desmaterializó y tomó forma en el porche de la casa de huéspedes. Entró y encontró a Jane en el salón, sentada en el sofá con Sarah y Salma. En cuanto lo vio, la chica se puso de pie y corrió a sus brazos. Temblaba como un flan y no dejaba de llorar, de una forma tan amarga y violenta que apenas podía respirar.
—Jane —se impacientó William, apartándola por los hombros de su pecho—. ¿Qué ocurre?
—Estaba en casa y… No sé cómo… entró en mí… Yo no podía moverme… Y me llevó hasta allí. Ella… ella estaba con ellos… Me dijo cosas… cosas que no entendí… Ese… hombre, ese hombre… le… hizo algo —gimoteaba.
A William le flojearon las rodillas.
—¿Qué hombre, Jane? —le preguntó en un tono más duro de lo que pretendía—. ¿Dónde está Kate? ¿Qué le ha pasado a tu hermana?
—Me pidió que te dijera… que lo sentía… y que… que te amaba —hipó.
Cada palabra era como una puñalada en el corazón de William. No quería perder el control, no quería, pero todo su cuerpo temblaba y su piel comenzó a iluminarse. Agarró a Jane con más fuerza y la sacudió.
—¿Qué le pasa a Kate? ¿Dónde está tu hermana, Jane? —preguntó casi sin poder contenerse.
—¡Está muerta! ¡Está muerta! —gritó Jane con voz estrangulada—. En el viejo cementerio.
William la soltó, como si de pronto su piel le quemara en las manos. Dio un paso atrás y después otro, hasta chocarse con la pared. Jane cayó al suelo, de rodillas, y se cubrió el rostro con las manos sin dejar de llorar. Sarah se arrodilló a su lado y la abrazó en un intento por consolarla.
William sacudió la cabeza, negándose a creer lo que la chica acababa de decir. Se quedó mirándola un largo segundo. De repente, se dio la vuelta y echó a correr hacia la salida. Cruzó el porche de un salto y se desmaterializó en el aire. Sus pies aterrizaron en el viejo cementerio. Echó a correr sin saber muy bien a dónde.
—Kate —gritó con un nudo en la garganta, tan apretado que le dolía como si alguien lo estuviera estrangulando.
No recibió más respuesta que el eco de su propia voz rebotando contra las piedras hasta perderse en el silencio. Apretó el paso, mientras rezaba para que nada de lo que Jane había dicho fuera cierto. No podía ser cierto. Quizá se había dado un golpe en la cabeza o había visto algo que no era. Sí, seguro que se trataba de eso. Quizá había averiguado que su hermana se había transformado en vampiro y se refería a esa clase de muerte. ¿Y quiénes eran ellos? Mientras su mente divagaba, convenciéndose a sí mismo de que todo estaba bien, sus ojos localizaron un rastro de sangre sobre las marcas de un cuerpo que había sido arrastrado.
Se agachó para verlo de cerca. Tocó con los dedos las manchas secas y se los llevó a la nariz. Un gemido desesperado brotó de su pecho al reconocer el olor. Era la sangre de Kate…
Dios mío.
No, no, no…
Siguió el rastro hasta la entrada a una cripta, semioculta tras una cortina de hiedra y maleza. El vestigio de sangre era más profuso, y continuaba por unas escaleras con forma de caracol que desembocaban en una sala de piedra. El moho cubría las grietas y los rincones, y el agua goteaba desde el techo formando pequeños charcos. Olía a cera quemada y a humo. Las velas de los anaqueles habían sido usadas hacía muy poco.
Giró sobre sí mismo. Le temblaba el cuerpo y era incapaz de controlar los cambios que estaba sufriendo: su piel se iluminaba como un faro, parpadeaba al ritmo de sus emociones. De sus dedos brotaban pequeños rayos, que chasqueaban al entrar en contacto. Notaba un picor insoportable en la espalda, a la altura de los omóplatos.
Un bulto en el suelo llamó su atención. Un cuerpo caído boca abajo, con la cabeza vuelta a un lado. Cruzó la sala como una exhalación y se precipitó de rodillas sin importarle el desgarro en su ropa y en la piel. Frenético, cogió el cuerpo y le dio la vuelta, sujetándolo entre sus brazos. La cabeza cayó hacia atrás. No se movía y tenía los ojos abiertos y fijos en ninguna parte. William sintió que se paralizaba al contemplar aquellos rasgos tan conocidos: Mako.
A Kate no la veía por ninguna parte. Pero había estado allí, esa sangre era suya.
La situación pintaba cada vez peor y sus esperanzas se desvanecían en una desesperación que rozaba la locura. Dejó el cadáver en el suelo con cuidado. Trató de comunicarse con Adrien a través del vínculo que poseían. No lo logró. Puede que estuviera demasiado lejos. Maldijo al comprobar que tenía el teléfono apagado. Con dedos temblorosos tecleó un mensaje que ni él mismo entendía. Le dio a enviar y salió disparado de la cripta.
—¡Kate! —gritó una vez tras otra mientras recorría las calles bordeadas de tumbas y mausoleos.
La terrible premonición, que había sentido durante toda la tarde y parte de la noche, se estaba cumpliendo. Giró en una esquina y al fondo de la siguiente calle vio una estatua. El tiempo se fue deteniendo a la vez que él reducía su carrera hasta pararse por completo. Conocía ese ángel. Su familia poseía una réplica exacta en el cementerio familiar que tenían en Blackhill House.
William sintió que el pecho se le abría de dolor. Su corazón gritando de agonía. En el suelo, recostada bajo la estatua, se encontraba Kate. Parecía que durmiera, con la mano del ángel sobre su cabeza como si estuviera vigilando su sueño. Se llevó las manos a las sienes, mientras se iba acercando a ella, tambaleándose, negándose a creer lo que estaba viendo. No podía ser.
Se dejó caer junto a Kate, sintiendo cómo su vida se hacía añicos. Ella ya no estaba allí, se había ido, y la única energía que sentía era el terror que surgía de su propio cuerpo diciéndole que estaba muerta. Cerró los ojos. No era capaz de mirarla y se limitó a seguir con los ojos cerrados, con la esperanza de que, cuando volviera a abrirlos, nada de aquello hubiera pasado. Que no fuera real, solo una pesadilla, otra más.
Tic… tac… tic… tac…
No sabía cuánto tiempo permaneció así. El paso de ese tiempo ya no tenía ninguna importancia. Tic… tac… Abrió los ojos y la esperanza se desvaneció. No se movía. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, dando paso a un llanto amargo y desgarrado mientras la tomaba entre sus brazos y la acunaba contra su pecho. Empezó a mecerse con ella, de delante hacia atrás con un rítmico balanceo. La miró a través de sus ojos vidriosos y, sin saber lo que hacía, posó una mano sobre el corazón del único amor verdadero que había conocido, como si con ese simple gesto fuese capaz de hacerlo latir de nuevo.
—¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué? —no dejaba de repetir.
El dolor que sentía lo hizo doblarse hacia delante hasta apoyar su frente contra la de ella. Empezó a temblar, sin soltarla. El olor de su piel, de su pelo… Dios, ¿cómo iba a vivir ahora? Besó sus labios, mientras en su pecho iba creciendo una fuerza descontrolada. Echó la cabeza hacia atrás y gritó. Gritó con todas sus fuerzas, con un odio infinito y un deseo de venganza que le quemaba las entrañas. Gritó hasta quedarse ronco, mientras una corriente de energía salía disparada hacia el cielo.
Decenas de rayos empezaron a caer, partiendo árboles, impactando contra las tumbas, devastando mausoleos. Las nubes cruzaban el cielo a una velocidad que el ojo humano no hubiera podido captar. El suelo temblaba haciendo que las lápidas se tambalearan, colisionando contra las losas de piedra y mármol, creando un ruido que se asemejaba al del cristal chocando entre sí. Y empezó a llover.
William abrazó el cuerpo de Kate contra su pecho y luego la levantó con mucho cuidado, como si todavía estuviera viva. Pesaba tan poco. Comenzó a caminar con ella en brazos, sin pensar en lo que hacía. Avanzaba a trompicones mientras la lluvia caía sobre él sin compasión, llevándose consigo las lágrimas que se deslizaban por su rostro de manera incontrolable. Se sentía roto y deshecho, y sabía que esta sería su existencia de ahora en adelante. Un cascarón vacío. El mundo ya no tenía nada que ofrecerle; por él podía acabarse. Kate lo había abandonado y, en aquel momento, la odiaba por haberlo hecho.