Entraron en la iglesia. Unas velas votivas eran la única iluminación en el interior. Kate contempló las vidrieras, el altar y el óculo en la cúpula bajo el que había estado suspendida mientras un rayo de sol le achicharraba la piel. Al tiempo que cruzaba el pasillo, comprobó que las huellas de aquel día seguían presentes en las paredes y en el suelo; al igual que los agujeros de donde habían colgado las cadenas.
Cerró los ojos un segundo y tomó aire. La mano de William se mantenía en la de ella, guiándola entre las losetas resquebrajadas.
«Puedo hacerlo, soy fuerte. Sé que puedo hacerlo», pensó Kate, invocando el coraje que necesitaba.
Vieron a Salma sentada en el primer banco, de espaldas, junto a una mujer de piel oscura y pelo corto y rizado que debía ser Maritza. Ambas se mantenían erguidas, con la espalda muy recta y mirando al altar. Estaban solas, no se veía a Stephen y sus hombres por ninguna parte.
Adrien aflojó el paso y examinó despacio el lugar.
—¿Salma? —la llamó mientras avanzaba con cautela, frenando a los demás con sus brazos extendidos. La mujer no contestó. Alzó la voz—. Salma.
La vidente giró la cabeza, sin prisa. Lo miró por encima de su hombro y una sonrisa se dibujó en su cara. Se puso de pie y la otra mujer la siguió.
—¡Hola! —exclamó Salma.
El viento comenzó a aullar y la campana de la iglesia sonó cada vez más deprisa.
—¿Ella es Maritza? —preguntó William al ver que la vidente no decía nada más.
El grupo se había detenido a mitad del pasillo; menos Gabriel, que se movía muy despacio entre los bancos sin apartar la vista de las dos mujeres.
—¿Cómo? —Salma parpadeó un par de veces y ladeó la cabeza para mirar a su amiga, como si acabara de percatarse de que se encontraba allí—. ¡Sí! Ella es Maritza.
La santera los miraba a todos con los ojos muy abiertos. Estaba pálida y en su mirada se reflejaban unas sombras de conmoción y de horror. En cierto modo, era normal, la reacción lógica de un humano rodeado de vampiros.
—¿Todo está bien? —intervino Adrien mirando a su alrededor con incomodidad. El vello se le había puesto de punta y un hormigueo extraño le recorrió la piel.
—Perfecto —respondió Salma. La sonrisa parecía dibujada en su cara, no variaba ni un ápice—. Estamos preparadas.
—¿Dónde está Stephen? —preguntó Robert.
—Stephen —repitió ella—. Stephen, Stephen… —Movía el brazo como si le picara bajo la manga. Sus ojos se desplazaron hasta Gabriel y lanzaron un destello de odio. Miró de nuevo al grupo, que permanecía inmóvil—. Stephen se encuentra bien. Sí, se encuentra bastante bien —comentó mientras alzaba la vista al techo. Le entró una risita floja.
Con un mal pálpito, William siguió la dirección de aquella mirada. Sus ojos se abrieron como platos y se le doblaron las rodillas. Stephen y los dos guerreros que habían acompañado a Salma al aeropuerto, colgaban de la pared por encima de la puerta, cabeza abajo y con los brazos en cruz. No se movían.
Estaban muertos.
Kate se llevó las manos a la boca y ahogó un grito. Estaba tan horrorizada como el resto. Cuando se giró hacia el altar, la imagen que sus retinas captaron la dejó sin habla: Salma sujetaba a Maritza por el pelo y sostenía un cuchillo en su garganta.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Adrien con voz ronca.
Salma gruñó y presionó con más fuerza el cuello de la santera. La mujer intentaba mover la boca, pero era como si tuviera los labios pegados.
—¡Sus ojos! —exclamó Marie.
Los ojos de Salma se habían vuelto completamente negros y la sonrisa de su cara era espeluznante.
—Esa no es Salma —dijo Gabriel. Se había deslizado por un lateral hasta colocarse a pocos metros de las dos mujeres.
—No te muevas, campanilla, o te cortaré las alitas después de que le rebane el cuello a esta zorra —masculló la vidente con tono burlón. Giró la cabeza muy rápido y miró fijamente a Kate—. Hola, preciosa. Estás siendo una niña muy mala, ¿sabes? Esto… —Arrugó los labios con una mueca de disgusto mientras sacudía la cabeza—, todo esto no está bien. No está bien hacer trampas.
—No te atrevas a hablarle —le espetó William.
Salma tiró del pelo de Maritza, obligándola a que echara la cabeza atrás.
—Kate, Kate, Kate… —canturreó—. Las promesas deben cumplirse, y tú le hiciste una promesa, ¿recuerdas? Le prometiste que se la devolverías, y a cambio él te llevaría con tus papás.
Kate dio un paso atrás. Lo recordaba, lo había visto en sus sueños.
—Cállate, demonio, engendro del infierno —ladró Gabriel. Una espada envuelta en fuego azul apareció en su mano. Extendió la otra hacia ella y trató de expulsar al demonio de su interior.
El cuerpo de Salma se convulsionó a una velocidad sobrenatural. Su boca se abría y cerraba. De repente se quedó quieta y, muy despacio, movió el cuello de un lado a otro, aflojando la tensión.
—No puedes echarme de este recipiente. No tienes ese poder —se burló. Sus ojos destellaron—. Al igual que esta zorra no podrá hacer lo que le habéis pedido. —Acercó la boca al oído de la santera—. No debiste ser tan avariciosa, es un pecado.
Sin tiempo a que nadie reaccionara, rebanó el cuello de la santera de una oreja hasta la otra. La mujer cayó al suelo y, bajo la mirada estupefacta de todos, Salma giró su brazo dirigiendo el cuchillo a su pecho.
—¡No! —gritó Adrien, lanzándose hacia delante.
Gabriel fue más rápido. Agarró a Salma por la muñeca y de un golpe le hizo soltar el cuchillo. Con la otra mano la sujetó por el cuello y la estrelló contra el suelo. La mujer empezó a reír, cada vez con más fuerza.
—¿Matarás a un inocente? —le escupió.
—Tú no eres un inocente —masculló Gabriel.
—Ella sí, y está aquí, conmigo. ¿Quieres saludarla?
Los ojos de la vidente recuperaron su color durante un segundo, el tiempo en el que un «por favor» se deslizó por su garganta. Gabriel dudó. De repente aquellos ojos volvieron a ser negros y a través de ellos escapó una sombra que acabó desvaneciéndose en el aire.
Salma regresó. Un grito agudo escapó de su boca mientras se abrazaba el estómago y se giraba hacia el cuerpo inerte de Maritza.
—¡Oh, Dios, oh Dios! ¿Qué he hecho? —Un llanto desgarrado la estremeció de arriba abajo. Se arrastró por el suelo con la vista clavada en aquellos ojos sin vida que le devolvían la mirada—. Perdóname, perdóname… —suplicaba entre sollozos.
Adrien se acercó a ella y la levantó del suelo. La abrazó, sosteniéndola para que no se desplomara.
—No ha sido culpa tuya —le susurró—. No es culpa tuya, no lo es.
—Lo es, tengo las manos llenas de su sangre. Han sido mis manos —gritó, rompiéndose por dentro.
—Lo sabían —dijo Robert—. ¿Cómo se han enterado?
—Ya contábamos con que nos estuvieran vigilando —le hizo notar Marie.
—No, hemos sido muy cuidadosos y rápidos —insistió Robert.
—Da igual cómo, lo sabían y han dejado muy claro que están dispuestos a lo que sea —masculló William. Tenía a Kate abrazada contra su pecho—. No es culpa tuya, ¿me oyes? —le dijo a ella mientras la besaba en el pelo—. Nada de esto es culpa tuya. Tenemos que salir de aquí y llevarnos los cuerpos. —Se volvió hacia Mako, que miraba sin parpadear el cuerpo de Stephen suspendido sobre su cabeza—. Hay que bajarlos de ahí —ordenó.
William intentó ignorar sus emociones. Hizo todo lo posible para no pensar en el hombre, su amigo, que colgaba de ese techo sin vida; en Keyla y en cómo iban a decirle que él ya no estaba. Ahora debía preocuparse de salir de allí.
Nada iba bien, todo estaba mal.
—Sácala de aquí —dijo a Adrien.
Adrien asintió sin soltar a Salma. La vidente estaba en estado de shock.
Gabriel se acercó al cadáver de la santera, extendió una mano y el cuerpo se redujo a cenizas sin más. Ni una llama, ni una chispa. Hizo lo mismo con los de los vampiros muertos. Una ligera brisa arrastró las cenizas.
—Este es el mejor modo —dijo sin más.
Afuera se oyó un extraño rumor que iba cobrando fuerza. Un golpe y un aullido, muchos aullidos y gruñidos. Corrieron hacia las puertas y al abrirlas y salir afuera, se quedaron paralizados. Frente a la verja había más de un centenar de personas; tras ella, todos los Solomon formaban un solido muro de músculos y peligrosas fauces.
Kate recorrió con la mirada los rostros de aquellas personas. Las conocía a todas, eran vecinos del pueblo, compañeros de instituto, amigos…
—¿Emma, Carol? —gimió.
Sus amigas le devolvieron la mirada, solo que ya no eran sus amigas, sus ojos negros anunciaban que ahora eran otra cosa. Justin y Becca surgieron entre el tumulto y se colocaron en primera fila. Iban armados con barras de hierro, cuchillos y todo tipo de objetos punzantes. La primera fila dio un paso adelante y los lobos gruñeron dispuestos a atacar.
—No podemos hacerles daño. Conocemos a todas esas personas, William —susurró Kate—. No son ellas las que quieren matarnos.
—No te separes de mí —fue la única contestación que él le dio.
La masa arremetió contra ellos. Cualquiera habría pensado que un centenar de humanos no tenían nada que hacer contra un reducido grupo formado por licántropos, vampiros y un par de híbridos. Y en circunstancias normales así habría sido, pero no lo eran. Poseídos eran prácticamente inmortales. Golpes y heridas que deberían dejarlos noqueados, no tenían ningún efecto sobre ellos.
El número no dejaba de aumentar.
—¿Son demasiados? —gritó Adrien.
—¿No puedes hacer algo? —gruñó William a Gabriel.
El arcángel se limitaba a esquivar los golpes y no hacía nada para devolverlos.
—¿Algo como qué?
—Algo como llamar a tus hermanos o traer a tu ejército de ángeles para que nos ayuden.
—No puedo hacer venir a mis ángeles.
—¿Por qué? —inquirió William. Se agachó para esquivar un tajo y se interpuso en el camino de otra estocada para proteger a Kate. Ella estaba en shock, mirando sin parpadear a todas aquellas personas que conocía desde que era una niña.
—Porque no se enfrentarán a ellos —respondió el arcángel—. Una de las primeras cosas que aprenden es a no dañar a los humanos. Aunque estos estén poseídos por demonios, su alma sigue dentro, al igual que su conciencia. Ven y sienten.
—¿Por eso no los atacas? —le reprochó William.
—Solo cuando sea necesario.
William iba a replicar. Las palabras se le atascaron en la garganta. Se giró con un gruñido cuando una barra de acero le golpeó en el cúbito, a diez centímetros de la muñeca. El crujido que notó le indicó que se había roto el hueso. Se le cayó la daga, pero no tuvo tiempo de preocuparse por haber quedado desarmado. Otro golpe le dobló las rodillas. Se estaba conteniendo para no herir de gravedad a aquellas personas, a la vez que trataba de mantener a Kate a su lado, a salvo de los golpes. Aunque ella no parecía ser el objetivo de ninguno de los poseídos. La evitaban como si fuera contagiosa.
Otro golpe en la cabeza lo aturdió. Lanzó un grito de frustración y esta vez no pudo contenerse, la rabia se escapó por su venas. Le rompió el cuello al tipo que le había golpeado; recordaba haberlo visto atendiendo una pequeña tienda de comestibles cerca de la floristería. No sirvió de nada, el hombre volvió a levantarse y se abalanzó sobre él. Otros cuerpos le cayeron encima, no sabía exactamente cuántos, pero cuando logró levantarse y sacudírselos de encima, Kate ya no estaba.
—¡Kate! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡No, no… Kate!
Sin saber cómo, Kate acabó separándose de William. Se encontró sola en medio de un grupo de aquellos seres. Empezaron a acorralarla, empujándola hacia el interior del cementerio. Dio media vuelta y echó a correr, espoleada por la persecución a la que Justin y Becca la estaban sometiendo. Podía detenerse y enfrentarse a ellos, pero no quería hacerles daño. Después de ver a Salma en la iglesia, sabia que ellos continuaban dentro de sus cuerpos, sintiéndolo todo y sin poder hacer nada.
Se encaramó a un árbol y desde una de sus ramas saltó a otro, y a otro. Aterrizó en el tejado de un mausoleo y se dejó caer al suelo con la esperanza de haberlos despistado. Se quedó quieta y exploró con sus sentidos los alrededores. Desde allí aún se oían los gritos y sonidos de la pelea; y la voz de William llamándola desesperado.
Lo sintió en su piel, en la forma en la que el vello se le ponía de punta y todos sus instintos le gritaban que saliera corriendo. Estaba allí. Muy despacio, giró sobre sus talones y se encontró con él. Sintió que las rodillas se le aflojaban.
—Lucifer —susurró.
Una figura oscura, distante, bella y majestuosa, dio un par de pasos emergiendo de la oscuridad que lo mantenía oculto. Lucía un aspecto impecable a pesar de que llevaba la ropa mojada. De su pelo bicolor caían gotas de lluvia que parecían existir en un tiempo diferente. Caían a cámara lenta. Sin disimular su asombro, Kate comprobó cómo el tiempo se detenía ante sus ojos. La lluvia quedó suspendida, los árboles dejaron de mecerse con el viento. Un grillo flotaba ingrávido a medio camino de un salto.
—Oh, no me llames así —dijo él.
—Ese es tu nombre.
—También lo es Marak. No te mentí, es mi nombre humano entre los humanos.
Dio un paso hacia delante y Kate retrocedió, manteniendo la distancia. El pánico se apoderó de ella, haciéndola jadear mientras miraba a su alrededor con ansiedad. Se repitió una y otra vez que debía mantener la calma. Él no podía hacerle daño, solo lograría recuperar su alma si ella se la devolvía por propia voluntad. Contaba con esa ventaja. Aun así, no pudo sustraerse a la sensación de que algo funesto, algo definitivo estaba organizándose.
—Esperaba que tuviéramos esta conversación de otro modo, porque ahora tengo la impresión de que ellos han pervertido tu preciosa cabecita con ideas equivocadas contra mí.
—¿Equivocadas? —lo cuestionó ella.
—¡Por supuesto! Te habrán repetido mil veces lo malo que soy y las cosas tan horribles que podría hacer si vuelvo a estar completo. ¿Sabes una cosa, Kate? Ni ellos son tan buenos ni yo tan malo. —Alzó las manos, frustrado e impaciente—. ¿Por qué creer esa versión de la historia? ¿Quién dice que vaya a hacer esas cosas que relatan las escrituras? ¿Mis hermanos? No son tan dignos como fingen ser. El bien y el mal no siempre está bien definido.
Kate se obligó a sostenerle la mirada a aquellos ojos que se introducían en su ser.
—Quizá les crea porque ellos no quieren la destrucción del mundo ni de los hombres. Tus hermanos quieren que las cosas se queden como están.
—¿Y quién ha dicho que yo no quiero eso? —la cuestionó él.
—Algo me dice que no.
Lucifer dejó escapar una risita.
—Puede que hiciera algunos cambios. Mira a tu alrededor. Por cada hombre justo hay diez que no lo son. Impera la mezquindad, la avaricia, la violencia… Todo está corrompido…
—Gracias a ti. Tú eres el perverso, esa vocecita que les susurra que obren mal.
—Podrían negarse, no escucharla, pero todos acaban prestando oídos con la oferta adecuada. No merecen este mundo. Mi padre les entregó un precioso regalo que están destruyendo. Un regalo que nunca debió ser para ellos.
—Yo no lo veo así.
—Sé que no, porque las nubes te impiden ver el paisaje tal y como es en realidad.
—¿Y cuál es ese paisaje? ¿Desolación, destrucción, muertes? —preguntó ella, perdiendo la paciencia que a duras penas lograba mantener.
—Has leído muchos cuentos, Kate. De todas formas, mi intención no es convencerte de nada. Tienes algo que me pertenece y quiero recuperarlo. Es mío —dijo él.
—No puedo devolvértela —replicó Kate.
—Pero ¡me hiciste una promesa! —exclamó Lucifer con tono inocente.
Kate sacudió la cabeza.
—¡Tenía cuatro años y estaba asustada! Me engañaste —le espetó ella recuperando su valor.
Él la miró de arriba abajo.
—Da igual, ahora necesito que me la devuelvas. Es parte de mí y tú cuerpo no podrá contenerla durante mucho más. Puedo sentir tu debilidad, te mueres —le soltó sin miramientos.
—Por lo que sé, si muero la arrastraré conmigo al otro lado. Sea como sea no la tendrás.
El aire se estremeció con una secuencia de chasquidos.
—Es mía. No tienes ningún derecho —rugió Lucifer.
Un rayo cayó a poco metros, resquebrajando un árbol. No llegó a desplomarse, estático como todo lo demás.
Kate dio un paso atrás. Pensó en las posibilidades que tenía de salir de allí si echaba a correr. Él movió la cabeza como si supiera lo que estaba pensando, y sus ojos plateados se convirtieron en dos pozos negros sin fondo.
—Tú tampoco tienes derecho —replicó Kate—. Sé lo que significa el Apocalipsis, lo que supone. No puedes destruir este mundo ni a los hombres.
—No tienes elección.
—Claro que la tengo.
—¿Morir?
—Si crees que me da miedo, estás equivocado. No me asusta morir —aseguró Kate de forma desafiante, pero ni siquiera ella estaba segura de que fuese así.
—¿Y qué hay de las personas que quieres? William, tu hermana, tus amigos…
—Seguirán adelante sin mí. Se cuidarán entre ellos y lo superarán.
—No me refiero a eso, mi preciosa niña.
Kate notó que se ahogaba, como si una tonelada de roca acabara de caerle sobre el pecho. Lucifer era hermoso e implacable. Le resultaba tan despiadado que apenas podía aguantarle la mirada.
—¿Me estás amenazando? ¿Intentas chantajearme con la idea de hacerles daño a ellos? —Un azote de rabia la sacudió. Sintió unos deseos incontrolables de arrancarle la piel—. Por lo que sé, ahora eres mortal, podría partirte el cuello en este momento y nadie lo lamentaría.
—Puede que yo sí. Un poco al menos —dijo una voz a su espalda.
Kate se giró y se encontró cara a cara con Mefisto. Su presencia la asustaba hasta la médula. Marak tenía ese aire infantil e inocente que podía distraerte de su auténtica naturaleza. Mefisto era más hermoso en todos los sentidos, pero su aspecto mostraba quien era y lo que podía hacer. Su mirada era una promesa de dolor y tortura. Su sonrisa el reflejo de miles de perversiones y maldades. Él era el infierno, el mal absoluto en persona. La mano derecha del diablo.
—Esta noche están muriendo personas, amigos tuyos—dijo Mefisto caminando hacia ella.
Kate retrocedía, manteniendo las distancias mientras la imagen de Stephen, asesinado, le revolvía el estómago. ¡Dios mío, pobre Keyla!
—Y están muriendo por tu culpa. La única culpable eres tú. Y seguirán muriendo hasta que cumplas tu promesa —continuó él, implacable—. Todo depende de ti, Kate. Es tu decisión.
Kate seguía retrocediendo, al tiempo que Mefisto la acosaba con su cuerpo cerniéndose sobre ella. De repente chocó, y se dio cuenta de que había topado con el pecho de Lucifer. Quedó entre ellos, completamente sometida. Su cuerpo palpitaba a un ritmo endemoniado, las costillas le crujían con la sensación de que en cualquier momento cederían y un hueco se abriría en su cuerpo dejando escapar aquella fuerza.
—Debes tomar una decisión, se te acaba el tiempo —susurró Lucifer junto a su oído—. Devuélveme lo que es mío o los mataré a todos.
Lucifer le acarició la oreja con la nariz, después la mejilla. Depositó un beso en su piel y añadió:
—Pero antes haré que los que significan algo para ti sufran, que supliquen una muerte rápida. Los obligaré a matarse entre ellos y a mirar; y alargaré ese dolor lo que dure la eternidad. Te lo prometo. Y yo sí cumplo mis promesas.
Se desvanecieron en el aire y Kate se quedó sola en la oscuridad. El tiempo volvió a ponerse en marcha. Corrió de vuelta a la vieja iglesia, con el pánico atenazándole las costillas. De repente se sentía muy pequeña y asustada, como cuando tenía cuatro años y el coche cayó al rio. A pesar de su corta edad, sabía que algo muy malo y sin remedio estaba pasando; y ahora tenía la misma sensación.
Cuando llegó a las puertas de Saint Mary, los últimos poseídos se perdían corriendo en la oscuridad. Kate contempló horrorizada los cuerpos caídos sobre la hierba mojada. Tenían la marca de una mano en la frente. Aquello debía ser obra de Gabriel.
Un lamento ahogado surgió del interior de la iglesia. Kate nunca había oído nada igual y el dolor que impregnaba aquel sonido la deshizo. Muerta de miedo por lo que pudiera encontrar, penetró entre las paredes de piedra. Daniel estaba de rodillas en medio del pasillo que formaban los bancos de madera, ahora destrozados. Sujetaba a Samuel entre sus brazos y lo apretaba contra su pecho, mientras un lamento inhumano ascendía por su garganta. Alzó la cabeza y gritó, el rugido de su bestia resonó en la sala.
Shane trataba de consolarlo, al tiempo que su propio rostro se inundaba de lágrimas. Las limpió con el dorso de la mano y corrió a ayudar a Carter: Evan acababa de desplomarse entre sus brazos. Daleh le exigía a Gabriel que hiciera algo. Le gritaba como si fuera su hermano el que yacía en el suelo en un charco de sangre.
Kate comprobó horrorizada que casi todos estaban heridos. ¿Qué demonios había pasado allí? Sus ojos regresaron a Daniel y Samuel. El licántropo estaba muerto. ¡Dios mío, estaba muerto de verdad! Dio unos cuantos pasos inseguros hacia ellos. William, que estaba arrodillado junto a los hermanos sosteniendo la mano de Samuel, alzó la cabeza y la miró. A pesar de la situación, su rostro reflejó el alivio que sentía al verla. Se puso de pie y fue a su encuentro. Sin mediar palabra la abrazó con fuerza.
—No debí permitirle que viniera —dijo él al cabo de unos segundos—. Demasiadas coincidencias. Yo sabía lo que él había visto, aquella noche en Boston él me habló de su visión. Y ha pasado tal y como dijo. ¡Maldita sea, no debí dejarle venir! —sollozó.
Kate no entendía nada de lo que William le estaba diciendo. No tenía ni idea de qué pasó en Boston, ni qué era esa visión de la que hablaba. Solo sabía que él se sentía culpable por la muerte de Samuel y sufría por ello. En realidad todos sufrían en ese momento. Nunca pensó que un sentimiento tuviera olor, pero en aquel preciso instante descubrió que sí. Cuando tantas personas sufrían de una forma tan intensa, la emoción se convertía en algo tangible. Aquella era áspera y olía a flores marchitas.
—No es culpa tuya —susurró.
Apartó la cara de su pecho y contempló la imagen espantosa que ofrecía la iglesia. Todos estaban heridos, tristes y cansados. En el suelo aún se apreciaban los restos, el polvo al que habían quedado reducidos los cuerpos de Stephen, sus hombres y Maritza. Ahora se mezclaban con la sangre que nunca debió derramarse.
«La culpa es solo mía. Empezó conmigo y solo terminará conmigo», pensó Kate.