La lluvia volvía a caer azotando las ventanas. William estaba en el porche, viendo cómo el agua fría empapaba la tierra. La preocupación se reflejaba en sus rasgos apuestos y orgullosos. Vestido tan solo con unos vaqueros y una camiseta, parecía que lucía un traje de diseño. Así era él, la viva imagen de una perfección de la que ella estaba perdidamente enamorada.
—¿Estás bien? —preguntó Mako tras él. Se apoyó en la balaustrada de madera, de espaldas al bosque.
William asintió un sola vez y se quedó mirando los árboles. Permanecieron en silencio unos minutos, en los que él no dejaba de mirar su reloj.
—Vendrá. Cualquiera vendría con la cantidad de dinero que le has prometido —le hizo notar ella.
William levantó los ojos, traspasándola con la mirada. La observó un momento, luego retrocedió y se sentó en el sofá donde Alice solía acomodarse para coser.
—No te estoy criticando. No lo tomes en ese sentido —se apresuró a aclarar Mako. Se sentó a su lado, tan cerca que sus piernas se tocaban—. Esa mujer vendrá esta noche y ayudará a Kate. Estoy segura. Así que no te preocupes, ¿vale? —Le sonrió mientras le apretaba la mano intentando reconfortarlo.
—Gracias —dijo William.
Apartó la mano. No se sentía cómodo cuando se acercaba a él, más por Kate que por sí mismo. William tenía muy claro qué lugar ocupaba Mako en su vida. Era una amiga, nada más; pero una amiga importante a la que quería y protegería. Durante una época de su vida ella fue compañera, la más leal. La recorrió con los ojos, desde el pelo, recogido en una coleta, hasta las botas de combate que solía llevar. Era como si estuviera reencontrándose con ella, como si llevara años sin verla. Esbozó una leve sonrisa.
—No he sido muy buen amigo últimamente, ¿verdad? —preguntó él.
Mako levantó la vista de sus pies, sorprendida, y se encontró con aquellos ojos azules que apenas recordaba. Allí estaba el chico con el que había convivido durante dos años. Su William, el de antes, no el que era ahora. Sonrió y casi se le escapó un sollozo.
—Bueno, estás pasando por muchas cosas. Es normal que no pienses en mí —musitó.
—Pero eso no es cierto, sí pienso en ti.
—¿De verdad? —preguntó ella con un nudo apretado en la garganta.
—¡Claro! —exclamó William; y le dio un golpecito cariñoso con la rodilla—. Siempre me preocuparé por ti, siempre. Y sé que Kate también acabará haciéndolo. Deberíais daros una oportunidad.
La luz desapareció de los ojos de Mako en cuanto William nombró a Kate.
—Sé que es importante para ti, así que lo intentaré —dijo con una sonrisa forzada. Lo miró de reojo—. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Sabes que sí.
—Hay algo que necesito saber, así que… tienes que ser sincero —pidió con voz entrecortada. Él dijo que sí con la cabeza—. Si yo no hubiera desaparecido entonces, tú y yo… ¿qué crees que habría pasado?
William meditó su respuesta durante unos segundos. Intentó dejar a un lado la vida que tenía ahora, a Kate…
La lluvia arreció, golpeteando con fuerza el tejado y los peldaños que subían al porche. Las últimas luces del crepúsculo desaparecían tras las copas de los árboles y la oscuridad cubrió de un manto húmedo y frío la tierra.
—Creo que, de haber seguido juntos, habríamos encontrado a Amelia y a Andrew muchos años antes de lo que yo lo hice. —Encogió un hombro, quitándole importancia—. Quizá, compartir ese momento de venganza nos podría haber unido más. Yo no habría acabado aquí y puede que mi vida hubiera sido muy distinta —comentó William con la mirada perdida en la cortina de agua.
—¿Conmigo? ¿Crees que esa vida habría sido conmigo? —preguntó Mako con un destello de esperanza en los ojos.
—No lo sé. Es posible. Puede que no como tú necesitabas, pero a mi modo te quería. Las cosas ocurrieron así y ya no sirve de nada darle vueltas. —Sonrió y le tiró de la coleta—. Deja el pasado como está y mira el presente, mira al futuro. Aquí estamos, como los mejores amigos, eso es lo que importa. Siempre estaré para ti.
La tomó de la mano y depositó un casto beso en sus nudillos. La soltó muy despacio y se puso de pie.
—Voy a ver cómo está Kate. Finge que se encuentra bien, pero yo sé que no. Está asustada.
—Claro, adelante. Yo tengo que ver a Stephen, quería que repasáramos el plan antes de salir.
William entró en la casa, dejando a Mako en el porche. La vampira se quedó mirando la lluvia, mientras en su interior estallaba una tormenta aun mayor que la que estaba teniendo lugar afuera. Dudas y miedos, resolución y más dudas.
«A mi modo te quería. Siempre estaré para ti», pensó en las palabras de William.
Quizás, si fuera paciente, si supiera esperar y estuviera ahí para ser ese hombro en el que llorar. Sí, él acabaría por verlo, tan claro como lo veía ella. Se daría cuenta de que el tiempo había vuelto a unirlos por un motivo.
Temblando como un flan se puso de pie. Empujó la mosquitera y bajó los peldaños. Caminó bajo el aguacero hasta perder la casa de vista. Comprobando que no había nadie, sacó su teléfono móvil y marcó. Esperó hasta que contestaron al otro lado.
—¿Lo has pensado mejor? —preguntó una voz.
—Prométeme que a él no le haréis daño —exigió Mako con voz ronca.
—Nadie le tocará un solo pelo.
—Y cuando todo acabe, dejaréis que nos vayamos, libres y a salvo.
—Lo prometo, por supuesto.
—Bien. Entonces, ¿tenemos un trato? —preguntó Mako con voz vacilante. De pronto todo su cuerpo le gritaba que diera marcha atrás.
—Eso depende de ti, ¿lo tenemos?
En la casa se respiraba nerviosismo, y William se encontraba de un humor de perros. Le estaba costando un esfuerzo enorme no empezar a gritar como un poseso, invitando a todo el mundo a largarse a casa y que dejaran a un lado esa cara de funeral que arrastraban y que no ayudaba a nadie.
Kate, sentada en el sofá del salón, no era capaz de levantar la vista del suelo. Rachel y Ariadna se encontraban sentadas a su lado. Marie estaba arrodillada en el suelo y no dejaba de acariciarle el brazo y de repetirle que todo iba a salir bien. Incluso Jill había acudido, a pesar de que había desarrollado alguna especie de fobia hacia William. No se fiaba de él, y mucho menos de sus colmillos y su «problemita» no resuelto. Keyla, Cecil y Sarah completaban el círculo.
William se apartó de la jamba de la puerta, donde llevaba diez minutos contemplando la reunión, y fue hasta la cocina. Se sentó a la mesa y echó un rápido vistazo a su alrededor. Volvió a mirar el teléfono y releyó el mensaje de Salma. Ya había llegado al aeropuerto, donde recogería a Maritza, que viajaba desde Virginia, acompañada de un par de guerreros encargados de protegerla. Había puesto objeciones a que la vidente abandonara la casa y su protección; sus visiones podían ser la ventaja que necesitaban desesperadamente. Pero ella era la única que conocía a Maritza y en la que la santera confiaba.
Escondió el rostro entre sus brazos e intentó tranquilizarse.
Una mano empujó un vaso a lo largo de la madera y lo detuvo frente a él. El olor a bourbon le colmó el olfato. Su estómago se agitó con náuseas, atiborrado de sangre humana. No quería beberla, por miedo a que su adicción fuera incontrolable, pero esa noche necesitaba sentirse al cien por cien. Tenía un extraño presentimiento que le había obligado a armarse hasta los dientes, y Adrien parecía sentir lo mismo, porque, cuando William levantó la vista, lo encontró cubierto de metal como si fuera una ferretería ambulante.
Shane entró en la cocina por la puerta trasera. Estaba empapado por la lluvia y sus pies cubiertos de barro dejaron un rastro al acercarse a la mesa. Se dejó caer en una silla y se sirvió directamente de la botella. Robert apareció arrastrando los pies, y se sentó en la encimera de un salto. Llevaba en la mano una bolsa de sangre y bebía distraído con sus pensamientos.
Por el rabillo del ojo, William vio a Daniel sacando un pack de seis cervezas de la nevera. Le pasó una a Samuel, que tenía los ojos hinchados y el pelo revuelto, como si hubiera estado durmiendo hasta hacía poco. Lanzó otra a Carter, que la atrapó al vuelo, y una más a Evan. Jared levantó la mano y recibió un gruñido a modo de respuesta. Daniel abrió de nuevo la nevera y le pasó un refresco a su hijo.
William se dio cuenta de que era un idiota afortunado por tenerlos a todos ellos allí. Incondicionales, dispuestos a dar su vida por él. Sabía que no merecía esa lealtad, pero no iba a rechazarla ni loco. Exhaló largo y despacio, y miró otra vez el reloj. Hora de marcharse. Tomó su vaso y bebió un buen trago. Se puso de pie y revisó las dagas que llevaba cruzadas sobre el pecho; luego aseguró las que escondía en los brazos; por último la munición en su cintura bajo la ropa.
Mientras se ponía la cazadora, su mirada se cruzó con la de Samuel. Llevaba todo el día dándole vueltas a un recuerdo. En Boston, el mayor de los Solomon le confesó algunas cosas difíciles de olvidar.
—Tú no deberías venir —le dijo al lobo.
—¿Por qué? —preguntó Samuel.
—Porque hay demasiadas coincidencias como para no pensar en ello. No te equivocaste cuando me viste convertido en rey… ¿Y si tampoco te has equivocado con esa parte?
Daniel miraba a uno y luego al otro sin entender de qué iba aquella conversación.
—Si ha de pasar pasará, no sirve de nada esconderse. Yo voy —mantuvo Samuel sin opción a réplica.
William contempló al lobo mientras este salía de la cocina. «Demasiadas coincidencias», pensó.
Minutos después, los coches estaban en marcha. Se había decidido que solo irían los imprescindibles: Daniel, Samuel, Carter, Shane y Evan; Robert, Marie y Stephen; Adrien y William. En el pueblo ya se encontraban un pequeño grupo de guerreros, bajo las órdenes de Mako; y otro de cazadores, bajo el mando de Daleh. Se mantendrían cerca, vigilando el barrio por si algo salía mal.
William se llevó la mano de Kate a los labios mientras conducía. La besó, entreteniéndose en el gesto. Ella estaba ausente, con la vista perdida en la oscuridad al otro lado de la ventanilla. No había dicho nada de nada en las últimas horas, ni siquiera había preguntado por el plan ni los pasos a seguir esa noche. Ella misma tomó la decisión de mantenerse al margen de las reuniones. Temía poseer algún vínculo con Lucifer que hiciera que él pudiera ver sus pensamientos, saber las cosas que ella sabía. Si ese vínculo existía y el Oscuro averiguaba lo que se proponían, intervendría para evitarlo.
El exorcismo, por llamarlo de algún modo, debía llevarse a cabo en un lugar santo. Un lugar bendecido, impregnado con la influencia positiva de la fe. En los sitios santos las fuerzas oscuras perdían gran parte de su poder; y necesitaban cualquier ventaja que pudieran lograr.
La lluvia continuaba cayendo, fría y espesa, sin tregua desde esa mañana. La carretera se había convertido en un río que brillaba como una estela plateada bajo la luz de los faros. Un poco más adelante, unos destellos rojos y azules llamaron su atención. Conforme se acercaban, pudieron comprobar que se trataba de un accidente. Un par de coches de policía, una ambulancia y un camión de bomberos cortaban la vía.
William detuvo el coche frente a un policía que no dejaba de hacer señales con una baliza luminosa. Bajó la ventanilla cuando el agente, cubierto por un impermeable transparente, se acercó a ellos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Un camión que transportaba reses ha volcado por culpa del barro —respondió el policía, alzando la voz por encima de repiqueteo de la lluvia contra la carrocería—. ¿Van al pueblo?
—Sí, y tenemos un poco de prisa.
—Pues lo siento, pero la carretera está cortada hasta que los bomberos retiren los animales que han muerto en el siniestro.
William se tragó una maldición.
—Mis amigos y yo podemos echarles una mano —sugirió, señalando los dos coches que le seguían.
El policía se enderezó y miró los vehículos. Sacudió la cabeza y se pasó la mano por la cara para quitarse el agua que le entraba en los ojos.
—Lo siento, pero eso va contra las normas. Además, lo que hay ahí no es agradable, se lo aseguro, es una auténtica carnicería. Hay sangre y restos por todas partes. Es como si alguien se hubiera entretenido en hacerlos picadillo. —Dio un golpecito con la mano en la ventanilla—. Quédense dentro del vehículo, no tardarán mucho.
El agente se alejó de regreso al lugar del accidente. Se detuvo junto a uno de los bomberos y le dijo algo mientras señalaba a su espalda.
Robert salió del segundo coche y se acercó al de su hermano.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Un accidente. No podemos pasar hasta que limpien la carretera.
—¡Joder! ¡Qué oportunos! —maldijo Robert—. ¿Qué hacemos? Los hombres que enviamos al aeropuerto acaban de llamar. Están a punto llegar.
William tamborileó sobre el volante, pensando. No podían llamar la atención desobedeciendo las órdenes del policía. Debían ser prudentes y no dejarse dominar por los nervios; así que, no les quedaba más remedio que esperar.
—Dile a Stephen que ataje campo a través y que se asegure de estar allí cuando lleguen —dijo, tomando una decisión.
Robert regresó a su coche. Segundos después, la puerta trasera del otro vehículo se abría y una sombra se perdía en la oscuridad a gran velocidad.
—Algo no me gusta —dijo Adrien desde el asiento de atrás.
—A mí tampoco —confesó William. Tenía el vello de punta desde que habían salido de la casa. Se acercó a Kate y le acarició la mejilla con el dorso de la mano—. ¿Estás bien?
Kate asintió sin apartar la vista de aquello que solo ella parecía ver. William cruzó una mirada preocupada con Adrien y volvió a sujetar el volante para tener algo que hacer con las manos, que empezaban a iluminarse como neones.
Veinte minutos después, los bomberos habían logrado despejar la carretera. Sin prisa y con los nervios de punta, William le dio las gracias al policía en cuanto este les permitió continuar.
Cuando entraron al pueblo eran más de las once; y, al contrario que la noche que intentaron huir de allí, todo parecía de lo más normal. Había gente por la calle, en los restaurantes, en los bares de copas… No percibieron nada raro en nadie que hiciera pensar que continuaban bajo el control de algún ser sobrenatural.
Kate seguía igual de inmóvil, ajena a todo. William pensó que quizá fuera mejor así.
Dejaron atrás el centro y se dirigieron al este, hacia uno de los barrios residenciales. Dieron un par de vueltas a la manzana para asegurarse de que no había nada extraño por lo que preocuparse. A simple vista no se percibía nada raro, de hecho, todo estaba demasiado tranquilo. Detuvo el coche y apagó las luces.
Kate reaccionó por primera vez en horas. Se encogió en el asiento, abrazándose el estómago como si le doliera. Saint Mary se alzaba frente a ellos como una sombra siniestra entre los árboles, tras una verja oxidada de hierro forjado. Decrépita, envuelta en una fantasmal bruma azul, sobrecogedora bajo la lluvia. Sus recuerdos de ese lugar no eran buenos: dolor, miedo, rabia… Y ahora estaba allí de nuevo.
—Voy a echar un vistazo. Esperad aquí —dijo Adrien.
Se desmaterializó desde el asiento trasero y tomó forma sobre uno de los tejados próximos. Fue de azotea en azotea, recorriendo el entorno como lo haría la brisa, rápido e invisible. En el suelo vio a los lobos recorriendo el perímetro. Regresó en cuanto estuvo seguro de que no había ningún peligro.
—No hay nada, salvo el Jeep de tus hombres aparcado en la esquina —informó Adrien a William en cuanto este bajó del coche—. A través de las vidrieras he visto a Salma y a la santera, están sentadas en el primer banco, a la derecha. A Stephen y sus hombres no los he visto, pero los he sentido. Están dentro y todo parece en orden.
Continuaba lloviendo, no de un modo torrencial, pero lo suficiente para acabar empapados en poco tiempo.
—Bien, cuanto antes empecemos mejor —dijo William.
—No creo que sea buena idea que entréis solos ahí —indicó Adrien.
Robert bajó del segundo coche. Marie lo siguió. Mako apareció tras ellos, recorriendo con su mirada felina hasta el último rincón. Acababa de dejar a sus hombres apostados en lugares seguros.
—Él tiene razón —dijo Robert a su hermano.
—Kate se sentirá mejor si hay cierta intimidad —susurró William. Miró de reojo al interior del coche.
—Eso es una tontería. Necesitará saber que estamos a su lado, que no está sola —dijo Marie.
—Ella misma me lo ha pedido. Le da miedo que sea como en las películas y no quiere que nadie la vea así. Debéis entenderlo —insistió William—. Esto no es fácil y menos para ella.
—No tenemos por qué mirar, nos quedaremos junto a las puertas, de espaldas. No me gusta que estéis ahí dentro, solos con los arcángeles. Nos ayudan porque les interesa, pero ¿qué pasará en cuanto consigan lo que quieren? No me fío de ellos —masculló Adrien.
—¿Acaso nuestra palabra no es suficiente? Prometimos no haceros daño —dijo una voz tras ellos.
Los cinco se giraron con un susto de muerte en el cuerpo. Gabriel había tomado forma junto a la verja y miraba la iglesia con ojos críticos y suspicaces. Sacudió la cabeza para apartarse unos mechones mojados de la frente.
—Tienes que dejar de hacer eso, aparecer sin avisar. Me pones de los nervios —le espetó Adrien.
Gabriel se giró y clavó una mirada asesina en él, con la que lo retaba a decir alguna tontería más.
—¿Has venido solo? —preguntó William. Miró a su alrededor, esperando ver al resto. Si algo malo ocurría, no estaba demás tener a un grupo de arcángeles cubriéndoles las espaldas.
—Sí. Yo seré el portador.
—Creía que estábamos todos en esto —le hizo notar William.
—Y lo estamos —afirmó Gabriel—. Pero en este momento mis hermanos y yo somos vulnerables, más débiles en fuerza y número que Lucifer y Mefisto. Debemos evitar el enfrentamiento.
Robert resopló con los ojos en blanco.
—En mi mundo a eso se le llama esconderse —masculló.
—¿Qué? —inquirió Gabriel con voz ronca.
—Que os tenía por muchas cosas pero no por cobardes.
—¿Cómo te atreves? —estalló el arcángel.
William se interpuso entre Gabriel y Robert. Empujando a este último hacia atrás con las manos en el pecho.
—Este no es el momento —recriminó en voz baja a su hermano—. ¡Maldita sea, no ayudas!
Robert se relajó entre los brazos de su hermano y asintió una sola vez, asegurándole que iba a portarse bien. Al otro lado de la calle, los lobos contemplaban la escena, alertas por si debían intervenir. Los ojos de William se encontraron con los de Daleh. Había acudido a la llamada de Daniel, su Alfa. El viejo licántropo y su manada se habían instalado en las montañas, en un albergue abandonado, lejos del bullicio y la gente a la que aún no terminaban de acostumbrarse. Se saludaron con una inclinación de cabeza.
William se puso en marcha. Estaban perdiendo el tiempo, cuando cada minuto contaba. Rodeó el coche en busca de Kate. Antes de abrir la puerta, volvió a explorar con sus sentidos los alrededores. Continuaba sin saber nada de Lucifer, aunque estaba seguro de que se encontraba en alguna parte, no muy lejos, escondido mientras fuera vulnerable y fácil de matar.
No obstante, eso no había impedido que extendiera sus garras sobre el pueblo, recordándoles a todos que estaba allí, que no iba a dejarlos tranquilos. Los poseídos habían sido el primer aviso. Se preguntó cuándo llegaría el segundo; o peor aún, el ataque definitivo. Necesitaba a Kate y no tardaría en reclamarla.
Abrió la puerta del Porsche y se agachó hasta quedar a su altura. Ladeó la cabeza, buscando su mirada, pero Kate tenía los ojos clavados en el edificio y todo su cuerpo temblaba.
—¿Por qué aquí? —preguntó ella.
—Te expliqué que debía ser un lugar sagrado. Ese tópico parece que es cierto, los objetos y lugares religiosos afectan a los ángeles caídos. Los debilita y les sale urticaria —dijo a modo de broma, buscando su sonrisa.
Ella lo miró a los ojos. No había humor en ellos, sino miedo.
—La última vez que estuve ahí, Mefisto entró y se paseó entre sus paredes sin que nada pareciera molestarle.
—Créeme, le afectaba —le aseguró William. La tomó de la mano y la besó en la muñeca—. ¿Lista?, porque deberíamos hacer esto cuanto antes.
Kate bajó la mirada un segundo y volvió a contemplar la iglesia con aprensión.
—¿Y por qué no Saint Martin? También es una iglesia.
—Porque Saint Martin está en el centro. Necesitamos un lugar en el que no corramos el riesgo de ser descubiertos. Alejado y fácil de vigilar. Por aquí vive poca gente y durante la noche ninguna patrulla circula por la zona. Kate… —Le deslizó una mano por la nuca para que lo mirara a los ojos—, va a salir bien. Esa mujer sabe lo que hace, puede ayudarte. Después nos iremos de aquí, lejos de todo. Tú y yo solos —susurró con la frente apoyada en la de ella.
Kate sintió el suspiro de William contra su boca y después cómo sus labios se curvaban con una sonrisa. Él le dio un beso suave y profundo que borró parte de su malestar. Entre sus brazos se sentía segura y él no permitiría que le hicieran daño. Dejó que entrelazara los dedos con los suyos y que tirara de ella fuera del coche.
Marie se acercó y le dedicó una sonrisa. Kate se la devolvió sin mucha convicción. Robert y Adrien se plantaron delante de ella. Con un nudo en el estómago contempló a su familia, una parte de ella. La otra se encontraba justo detrás, escondidos en las sombras. Miró por encima de su hombro y supo, sin necesidad de verles, que estaban allí. Un destello dorado surgió de la nada para desaparecer igual de rápido. Un leve aullido llegó hasta sus oídos. No estaba sola.
Cruzaron la verja y se dirigieron con paso rápido hasta la puerta principal de la iglesia. Gabriel los seguía a poca distancia. Estaba serio y fruncía el ceño, preocupado. Sus sentidos no habían percibido nada que indicara que los Oscuros se encontraban por allí.
¡Parecían niños escondiéndose los unos de los otros! Mefisto no se arriesgaría a exponerse mientras Lucifer fuera débil; y ellos no podían permitirse un enfrentamiento que no estaban seguros de poder ganar. A pesar de esa seguridad, no podía quitarse de encima aquella sensación. A veces, la guerra se ganaba con las pequeñas batallas.
Se detuvo un segundo y giró sobre sí mismo, escudriñando las sombras.
—No puede ser tan fácil —susurró para sí mismo.