33

William expuso lo mejor que pudo la situación a sus amigos, y después trató de explicar a Miguel lo referente a Salma. Al narrar la historia en conjunto, y con todos los datos de los que ya disponían, la gravedad del problema tomó una nueva dimensión. La profecía estaba a punto de cumplirse. Un paso más y Lucifer recuperaría todo su poder; algo que no tardaría en intentar. El tiempo era un bien escaso, que comenzaba a agotarse en aquella cruzada en la que estaban inmersos desde hacía mucho y sin saberlo.

—¿Así que Mefisto te indicó el camino hacia ella? —preguntó Miguel, señalando a Salma con la barbilla. Sus ojos centelleaban de rabia. Adrien dijo que sí con la cabeza—. ¡Bastardo manipulador! —exclamó para sí mismo. Y añadió—: ¿Puedo ver ese libro?

Adrien y William intercambiaron una mirada. Este último se llevó la mano a la espalda y sacó el ajado manuscrito de debajo de su ropa. Lo dejó en un extremo de la mesa y lo empujó con su mente hasta el arcángel.

Miguel tomó el diario y comenzó a leerlo. Conocía el contenido. Había vigilado al profeta que lo escribió durante toda su larga vida, y guardaba en su mente todo lo que el hombre había presagiado. Aunque en aquel instante, y con las pistas que ahora tenía, la dimensión de la profecía cobró forma ante él.

Donde el cielo cae dando nombre a la tierra. Ante los que un día estuvieron y ya no se encuentran. Ante los que fueron carne y en polvo se desvanecen. Una promesa cumplida traerá consigo el fin de los días. El velo caerá, la oscuridad retornará, y la tierra llorará sangre cuando los primeros hijos se desafíen —leyó para sí mismo. Y añadió en voz alta—: Donde el cielo cae, dando nombre a la tierra…

—Ninguno de nosotros hemos logrado averiguar a qué se refiere —dijo William.

Un leve resplandor iluminó el cuerpo de Miguel, y una corriente de energía se extendió por la sala.

—¿Cómo se llama este pueblo? —preguntó.

—Heaven Falls —respondió Daniel—. Así lo bautizó uno de los colonos fundadores, un hombre de Dios.

Donde el cielo cae… —repitió William. De repente se puso de pie y soltó una palabrota. Últimamente su lenguaje dejaba mucho que desear—. ¡Es aquí, este es el lugar del que habla la profecía! ¿Cómo no lo hemos visto?

Se agachó. Metió un brazo bajo las rodillas de Kate y el otro se lo pasó por la espalda. La levantó y se encaminó con ella a la puerta principal.

—Nos vamos —le dijo en un susurro.

—William, no creo que… —empezó a decir ella.

—Nos largamos de aquí —insistió sin ánimo de ceder. Su expresión hosca era pura furia.

Robert salió tras él.

—¿A dónde la llevas? —preguntó.

—Lo que quiera que deba pasar, será aquí, en Heaven Falls. Así que voy a llevármela lo más lejos posible y donde nadie pueda encontrarla —respondió William.

La mirada de Kate se encontró con la de Robert. El entendimiento fluyó en ambos sentidos. William actuaba a la desesperada. Poner distancia, cuando se estaban enfrentando a unos seres tan poderosos como los arcángeles…, no podía ser tan fácil.

—Voy contigo —dijo sin más.

Y no fue el único. Adrien y Shane se unieron a ellos.

Estaba a punto de llegar al coche, cuando Miguel y sus hermanos aparecieron de la nada interponiéndose en su camino. Sus ojos plateados se enfrentaron a los de William con un propósito inconfundible.

—Moverla es exponerla. No puedo permitir que lo hagas. El riesgo es demasiado grande —dijo Miguel con voz suave, como si le estuviera hablando a un niño al que pretendía convencer con condescendencia.

Pero William no era ningún niño, y sí lo suficientemente obstinado y despiadado como para no dejarse impresionar y mucho menos manipular. Prefería marcharse e intentarlo, que quedarse allí como prisioneros a la espera de un desenlace.

—Sacarla de aquí supone una oportunidad. No me quedaré de brazos cruzados esperando a que pase algo. La profecía habla de este pueblo, lo que está escrito debe ocurrir aquí. Si me la llevo no pasará nada —replicó William.

—¿De verdad crees que Lucifer te dejará llevártela sin más? No va a permitirlo —le hizo notar Gabriel.

—Lo sabré cuando llegue el momento —respondió William. Sus ojos destellaron con impaciencia—. Lo que no entiendo es qué hacéis vosotros aquí. ¿No deberíais estar buscándolo ahora que aún es débil? Esta situación acabaría si volvéis a someterlo.

—Lucifer es débil, pero no el resto de mis hermanos. La lógica apunta en una única dirección. —Miguel señaló a Kate con un gesto de su barbilla—. Mantenerla alejada de los Oscuros y encontrar la forma de recuperar el alma de mi hermano. Es lo más sensato.

Adrien se adelantó hasta colocarse al lado de William.

—Os guste o no, nos la llevamos. Si queréis protegerla, tendréis que venir con nosotros.

Miguel dirigió una breve mirada a Adrien, antes de pasearla por el porche de la casa. Todos los licántropos observaban la escena con cara de pocos amigos. También los vampiros. No le preocupaban en absoluto, reducirlos apenas requería un poco de esfuerzo mental, puede que algún golpe. Pero ellos no eran el enemigo. El enemigo real estaba allí fuera, en alguna parte, y compartían la misma sangre. Un adversario peligroso al que no debían enfrentarse, si la solución al problema podían hallarla de otro modo; porque si había un enfrentamiento, las posibilidades de vencer en las condiciones actuales eran inexistentes.

—Está bien, intentadlo —dijo Miguel después de un largo silencio.

—¿Y ya está? ¿Vais a dejar que nos marchemos? —inquirió Adrien.

—Sí —respondió Rafael—. Así mediremos sus fuerzas.

William no esperó ni un segundo más. Abrió la puerta del coche y depositó a Kate en el asiento. Le lanzó las llaves a su hermano.

—Tú conduces, eres mejor que ellos al volante, y Adrien y Shane son más rápidos en caso de que tengamos que defendernos en marcha.

No hubo despedidas. Los neumáticos del Porsche chirriaron cuando Robert pisó a fondo el acelerador, lanzando una lluvia de gravilla al aire.

Kate apenas tuvo tiempo de echar una mirada por la ventanilla y alzar una mano. Dejó caer la cabeza contra el asiento. Se sentía tan cansada que ni siquiera intentó pensar en lo que estaba sucediendo. Cerró los ojos. Vivía una pesadilla de la que no lograba despertar, pero se aferraba a la creencia de que, si lo intentaba con más ganas, al final lo haría, despertaría.

Mentira, su pesadilla era muy real.

Se rodeó la cintura con los brazos, sintiéndose expuesta. Las emociones brotaron en una gran ola que trató de reprimir. Llenaban su ser con miedo, impotencia, dolor y una negativa rotunda a rendirse. Se inclinó sobre William, que le envolvía los hombros con un brazo protector, y lo estrechó ciñéndole el torso con sus brazos temblorosos. Él le devolvió el abrazo con toda la ternura de que era capaz. Apoyó el mentón en su pelo y la mantuvo pegada a su pecho mientras el coche volaba en dirección al pueblo.

Al contrario que ella, William solo sentía una agresividad descomunal invadiendo su cuerpo. Era descarnadamente consciente de la energía apenas contenida en su cuerpo, repentina e incontrolable.

Las luces del atardecer eran engullidas por la oscuridad de una noche sin luna. Al penetrar en las calles de Heaven Falls, sus instintos se pusieron en marcha. Algo no iba bien, era temprano para que las calles estuvieran tan vacías. Ni un alma se paseaba por las aceras. Los comercios tenían las luces encendidas, las puertas abiertas, pero no se atisbaba a nadie en el interior. Y luego estaba ese olor que se colaba en su olfato, rancio y sulfuroso.

No había coches circulando. Nadie dijo nada, pero todos pensaban lo mismo.

—Acelera —ordenó William a Robert, al ver que este dudaba al acercarse a un semáforo en rojo.

Su hermano obedeció de inmediato y cruzaron la intersección como un rayo. Giró a la derecha y el coche derrapó. A punto estuvo de quedarse sobre las dos ruedas del lado izquierdo y volcar. Pero Robert era un dios pilotando cualquier cosa con ruedas y un motor. Ante ellos apareció la larga recta que los sacaría del pueblo en dirección sur.

—¿Qué es eso? —preguntó Adrien, inclinándose hacia el parabrisas.

Algo se movía en la carretera, pero no estaban lo suficientemente cerca para ver de qué se trataba. Robert aceleró y cambió de marcha. Mientras no fuera un muro de hormigón, aparecido de la nada, sin problema. Pero no estaban preparados para lo que encontraron. Pisó el freno a fondo y el coche se deslizó, quemando goma sobre el asfalto hasta que se detuvo por completo.

Había un muro, pero no de hormigón, sino humano. Frente a ellos, ocupando la carretera de lado a lado, había un montón de personas.

—Es gente del pueblo —susurró Shane con la cabeza entre los dos asientos delanteros—. ¿Qué demonios hacen ahí parados?

Adrien se pasó una mano por el pelo, frustrado. Su aguda visión había captado lo que los otros no; excepto William, que abrazaba a Kate con más fuerza mientras sus brazos se convertían en piedra.

—De eso se trata —respondió William. Adrien se giró en el asiento y cruzaron una mirada—. No son gente del pueblo, son otra cosa.

Robert se inclinó sobre el volante y forzó su vista. De repente dio un respingo que le hizo saltar en el asiento. Había hombres, mujeres y niños, y todos tenían los ojos completamente negros. Reconoció a algunas de aquellas personas. Llevaba semanas viendo sus rostros casi a diario.

—¿Qué hacemos? —preguntó

—Seguir adelante —respondió William con voz inexpresiva.

Kate se enderezó y clavó su mirada violeta en él.

—¡No puedes pasarles por encima! —exclamó.

—Estamos perdiendo el tiempo. Si mi padre o cualquiera de los otros aparecen, entonces sí que no podremos salir de aquí —indicó Adrien, que parecía compartir los mismos escrúpulos que William: ninguno. Miró a su alrededor, inquieto, como si en cualquier momento esperara ver surgir de la oscuridad un dragón de dos cabezas con mucha hambre.

«Están poseídos. Han anulado su voluntad y harán lo que les hayan ordenado. Mi hermano está desplegando a su ejército de demonios. Estará cerca», la voz de Miguel se coló en la mente de William.

—Acelera —ordenó William a Robert.

—William, hay niños —le hizo notar Kate con voz rota—. Conozco a esas personas. No tienen la culpa de nada.

—Pues más les vale apartarse. ¡Acelera! —gritó William.

Robert obedeció al instante, sin dudas, sin vacilación. El motor del Porsche negro rugió, cuando la aguja del cuentakilómetros llegó al límite, y salió disparado hacia delante. Los faros iluminaron los rostros desprovistos de vida que formaban la barricada.

—No van a apartarse —gimió Kate. Escondió la cara en el pecho de William. No podía ver aquello.

—Lo siento, pero son ellos o tú —musitó William, sangrando por dentro. No era el monstruo sin remordimientos que podía parecer.

Robert no vaciló y se mantuvo en línea recta como si fuera una bola dispuesta a hacer un strike con un montón de bolos. En el último momento, todos se apartaron y dejaron que el vehículo continuara su camino. Kate se enderezó al no oír nada, y pudo ver cómo sus vecinos volvían a ocupar la carretera sin apartar sus ojos del coche. Se llevó las manos a la cara, aliviada. Una sonrisa se dibujó en sus labios y se aferró a William. En el fondo quería alejarse de allí cuanto le fuera posible.

En una oscuridad absoluta, rota tan solo por los dos haces de luz de los faros, Robert conducía sin aflojar el ritmo. El plan era llegar cuanto antes al aeropuerto más cercano y salir del país. El destino daba igual, lo más lejos posible de Heaven Falls.

De repente, Kate se dobló por la mitad, apretándose el pecho con el puño. Oh, Dios, aquello dolía, le dolía mucho.

—Kate, ¿qué te pasa? —preguntó William, asiéndola por los brazos. Con una mano temblorosa le alzó la barbilla.

—No lo sé —logró responder. Otra punzada la estremeció de arriba abajo y las náuseas se agitaron en su estómago. Otro doloroso espasmo la partió por la mitad con un grito—. Duele —masculló—. Duele mucho.

Adrien se giró en el asiento.

—¿Qué ocurre? —preguntó. Entonces vio el hilo de sangre que le resbalaba por la nariz—. ¡Madre santísima! —Sin pensar se puso de rodillas mientras sacaba del bolsillo de su pantalón un pañuelo. El hilo se convirtió en una hemorragia.

William logró moverla en el asiento y la colocó en su regazo, de modo que podía verle la cara. Shane se acomodó para sujetarla por la espalda. Kate empezó a gemir. Notaba un dolor agudo en la cabeza que se extendía hacia sus oídos. Se llevó las manos a las orejas y comprobó horrorizada que también le sangraban. Dentro de su pecho, aquella fuerza latente cobró vida, palpitaba como loca haciendo crujir sus costillas. Se estaba muriendo, o algo peor, y tenía la sensación de que cuanto más se alejaban, más empeoraba.

—Para el coche, para, por favor —logró articular Kate.

—Detente —ordenó William.

Robert obedeció. El fuerte frenazo los lanzó hacia delante. Adrien chocó contra el salpicadero y se golpeó la cabeza con fuerza. William logró poner una mano en el asiento, mientras con la otra sujetaba a Kate, y absorbió la fuerza del impacto.

Kate volvió a gritar con fuerza. Unas garras invisibles se clavaban en su mente, despedazando su cerebro, y la hoja de un cuchillo se abría paso desgarrándole las entrañas. Se miró el estómago, esperando ver cómo sangraba abierto en canal. No había nada, pero el dolor era tal que ni siquiera podía oír sus propios gritos.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Shane.

William no contestó. No tenía ni idea, y solo podía pensar en cómo acabar con la agonía que ella estaba sufriendo.

—No podemos quedarnos aquí —adujo Robert.

—¡Joder! —bramó William, desesperado—. Continua al aeropuerto.

Se pusieron en marcha, pero apenas cien metros más adelante, la hemorragia de Kate se convirtió en un torrente profuso sin control. Shane se quitó la camiseta y se la pasó a William. El vampiro la usó para ejercer presión en el rostro de Kate. Nunca había oído un sonido tan absoluto de agonía como el que ella lanzó mientras convulsionaba. Su mente estableció una relación.

—Da la vuelta, da la vuelta —gritó. Robert lo miró por encima de su hombro, sin entender nada de nada—. Da la vuelta, maldita sea.

Robert hizo lo que le pedía. Se las arregló para frenar el coche y hacerlo girar en la misma maniobra. Dio media vuelta y, sin perder un segundo, emprendió el camino de regreso a toda velocidad.

—¿Volver? ¿Te has vuelto loco? —inquirió Adrien.

—Ella empeora conforme nos alejamos —intentó explicar. Kate se quedó inmóvil contra él. Ahuecó la mano sobre su mejilla y la miró a los ojos; seguía con él, pero tan débil que apenas estaba consciente.

Kate le devolvió la mirada. «Mátame», articuló con los labios. A William se le rompió el corazón. «Antes los mato a todos ellos, a todos», le dijo a través de su mente, pero no logró llegar hasta ella. Estaba cerrada para él. William rezó para tener razón con aquel presentimiento. El tiempo que tardaron en regresar al pueblo se le antojó una eternidad. Kate no daba muestras de recuperarse y temió que su tiempo se estuviera agotando inexorablemente. La rabia lo desgarró, dejando una estela de desolación a su paso. Al mirarla a los ojos, la expresión de su cara era de puro tormento.

—Siguen allí —anunció Robert, deteniéndose a unos trescientos metros de la entrada al pueblo.

La gente seguía en el mismo lugar. Autómatas sin voluntad. Kate se estremeció en los brazos de William, recuperando poco a poco el dominio sobre sí misma. Había dejado de sangrar. Él le apartó el pelo de la cara y contempló a las personas desplegadas frente a ellos. Poco a poco se fueron separando, dejando libre uno de los dos carriles, y formaron un pasillo de cuerpos rígidos.

—Sabían que volveríamos —dijo Adrien—. Por eso nos dejaron marchar.

—Robert —lo urgió William para que continuara. Cada segundo que pasaba, más convencido estaba de que Kate se recuperaría si volvían al pueblo.

—No entiendo nada —dijo Robert mientras volvía a ponerse en marcha.

Aceleró y pasó entre ellos sin el menor incidente. A través del espejo retrovisor vio cómo empezaban a caminar tras el coche. Las farolas comenzaron a parpadear y una a una se fueron apagando tras ellos, sumiendo las calles en una oscuridad absoluta.

William saltó del coche antes de que se detuviera por completo. Tomó a Kate en brazos y corrió con ella hasta el baño en la buhardilla. No quería que nadie más la viera en aquel estado. Una vez dentro, la sujetó con un brazo y con el otro la fue desvistiendo como si fuera una muñeca. Apenas se tenía de pie y tuvo que sostenerla con la habilidad de un malabarista. Intentó no fijarse en la cantidad de sangre que humedecía sus ropas, además de la que le empapaba el pelo y manchaba su cara. Como no tenía modo de desvestirse sin soltarla, de un tirón desgarró su camiseta y la arrancó de su cuerpo. Después se sacó las zapatillas con un par de sacudidas y se quedó vistiendo tan solo sus tejanos.

Abrazó a Kate mientras abría el agua caliente de la ducha, y muy despacio entró con ella bajo la cascada de agua. En pocos minutos el baño se cubrió de una espesa nube de vapor. La pegó contra la pared y le apartó de la cara los mechones de pelo que se le pegaban a las mejillas. A sus pies, el agua teñida de rojo se fue aclarando poco a poco, llevándose consigo los restos de la peor pesadilla que William había tenido nunca.

Kate lo miró a los ojos y alzó una mano para tocarle la cara. Él le sonrió, aliviado de ver cómo empezaba a responder.

—¿Crees que puedes sostenerte un minuto? —preguntó. Kate asintió—. Bien, date la vuelta y apoya las manos en la pared. Voy a lavarte el pelo.

Kate obedeció. Se dio la vuelta muy despacio y apoyó las palmas contra la pared de azulejos blancos. William alcanzó un bote de champú y se puso un poco en las manos. Las frotó hasta lograr abundante espuma y después comenzó a masajear su cabello con suaves caricias. Kate cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás, aún sumida en una extraña neblina de debilidad. Aquello era agradable y soltó un suspiro mientras él le aclaraba el pelo. Después le dejó que le frotara el cuerpo con una suave esponja; y el aroma a violetas del jabón sustituyó al olor frío y metálico de la sangre.

De repente, él la hizo girar y la abrazó con fuerza. La sostuvo así durante un largo rato, sin decir nada de nada, al menos no con palabras. Su piel y el ímpetu de su abrazo, sus labios apretados con fuerza contra su sien lo decían todo. Miedo, desesperación, preocupación…, y un amor como nunca había existido otro igual. Kate se apretujó dentro de aquel abrazo fuerte y seguro.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó él. Kate asintió con un gesto imperceptible—. Lo siento, ha sido culpa mía, no me detuve a pensar. ¡Jamás había pasado tanto miedo, yo…!

Kate se puso de puntillas con las manos en sus hombros y acalló sus palabras con un beso.

—No quiero hablar sobre lo que ha pasado. No quiero hablar de nada, solo deseo fingir que todo es perfecto. Quiero olvidarme de esta pesadilla durante un rato —susurró contra sus labios.

Le puso las manos a ambos lados del cuello y volvió a besarlo, acercándolo cada vez más a ella. Sintiéndose más y más ansiosa por momentos, a pesar de la extrema debilidad que notaba. Pero necesitaba sus caricias, necesitaba que borrara cualquier cosa de su mente que no fuera él y lo que le hacía sentir.

William pareció percibirlo, porque obedeció su petición y no dijo nada más. La acarició, adorándola con cada gesto. Sus movimientos eran lentos y delicados, y ella comenzó a derretirse. Volvió a besarlo, mientras con sus manos le recorría los musculosos brazos, unos brazos que podían partir por la mitad a un hombre o reducir a escombros aquella casa. Unos brazos que con ella eran dulces y cariñosos, suaves; y que la alzaron como si no pesara nada de nada. Goteando y olvidándose por completo de cerrar el agua, la sacó de la ducha y la llevó hasta su habitación. La dejó sobre la pequeña cama.

Y él cumplió su palabra. No la dejó pensar en nada. En algún momento se percató de que se estaba alimentando de su vena, que las fuerzas regresaban a su cuerpo y que las sensaciones se apoderaban de cada terminación nerviosa de su ser. Y eran las más eróticas que había sentido nunca. No había nada como estar segura de que la muerte te aguardaba en la siguiente esquina, para devorar cada minuto como si fuera el último; y eso estaban haciendo, devorarse el uno al otro.

William le puso una mano detrás de la espalda y le dio la vuelta colocándola bajo él. Sintió su peso ya familiar sobre ella y dejó escapar un ruidito adorable cuando se relajó para acogerlo. Abrió los ojos, no quería perderse nada, ni un gesto, ni una mirada. Algo dentro de su pecho le decía que esa noche no iba a repetirse, que sería la última. La seguridad de esa realidad casi la rompe en pedazos, pero no lo permitió.

Le acunó el rostro entre las manos, deleitándose con el deseo que reflejaban sus ojos, oscuros y perversos; y esa sonrisa tentadora en la que no había ninguna clemencia. ¡Dios, era tan sexy! Cuando la miraba de ese modo, ella no podía hacer nada salvo sentir cómo se derretía y se moldeaba bajo su cuerpo. Reclamó sus labios con un beso fiero y exigente que le hizo perder el control, sin importarle que en ese momento la casa estuviera llena de gente. Al infierno con todos. Lo único real en su mente era la masa jadeante y desmadejada en la que se convertía entre sus brazos. Y, por los ruiditos que brotaban de su garganta, a William tampoco parecía importarle. Cuando eres vampiro, todo, hasta lo más insignificante, se siente con una intensidad desmedida. Y esa intensidad podría aplicarse con mayor ardor a la lujuria.

Volvió a morderle, pero esta vez no era por el hambre de la sed, sino por otra igual de primaria. Él se alzó sobre los brazos para mirarla y ella esbozó una sonrisa culpable como respuesta, que lo único que logró fue que William se apretara aún más contra su cuerpo.

—Mía —le susurró él al oído—. Toda mía —repitió—, para siempre.

—Para siempre —musitó Kate. «Sea cual sea ese tiempo», pensó, abrazándolo contra su pecho como si tuviera miedo a que fuera a desvanecerse.