Mefisto prendió otro cigarrillo. Suerte que no podía enfermar, porque en los últimos días su consumo de tabaco se había disparado. Observó la casa de huéspedes, apoyado contra uno de los postes del viejo muelle, con un descuido y una tranquilidad que casi podría ser ofensiva para los que la habitaban si supieran que él se encontraba allí.
No podía resistir la tentación de verla de nuevo. Sabía que era una debilidad, quizá culpa de los dos años que la mantuvo retenida contra su voluntad. No estaba seguro del motivo, pero se había acostumbrado a verla de vez en cuando, a tenerla junto a él algún rato que otro; y, en cierto modo, sentía que la echaba de menos.
Ariadna.
Su nombre despertaba en él un extraño cosquilleo. Cuando la localizó en París, su interés en ella tenía un porqué: sembrar su semilla en su vientre y dar vida al instrumento que necesitaba. La habría llevado a su lecho aunque la hubiera encontrado repulsiva. De hecho, yacer con una descendiente de Lilith no lo entusiasmaba. Pero aquella noche en el Louvre encontró algo que no esperaba: una mujer hermosa, inteligente, divertida, y que había despertado su lujuria como ninguna otra en toda su larga vida.
Aún la deseaba. No solo eso, sentía cierta admiración, sus genes le habían proporcionado un hijo fuerte y merecedor de llevar su sangre. Jamás lo admitiría, pero se sentía orgulloso del descendiente que le había dado. Lástima que Adrien hubiera heredado el corazón y los principios de su madre. Una parte de él ansiaba tenerlo a su lado, que le llamara padre con afecto, y no con el desprecio que lo hacía cuando él lo obligaba a pronunciar aquella palabra.
Sus dedos se crisparon en torno al cigarrillo. Lo tiró al suelo y lo pisó sobre la hierba húmeda, después lo hizo desaparecer sin más, borrando cualquier evidencia de su discreta visita.
Se desmaterializó y un segundo más tarde tomó forma en el pueblo. Se encaminó hacia la iglesia de Saint Mary, paseando sin prisa por la calle. La gente iba de un lado a otro sin fijarse en él; en realidad, ni siquiera lo veían. Solo unos pocos reparaban en su presencia. Se encogían de miedo y respeto, bajaban la vista y lo saludaban con reverencias. Siempre despertaba esa reacción en sus siervos.
Llegó hasta la vieja iglesia. Cruzó la oxidada cancela y se dirigió al cementerio que se extendía bajo la arboleda. Caminó entre los mausoleos ruinosos y las tumbas elevadas. Aquel cementerio abandonado le recordaba un poco al Père-Lachaise de París. Aún recordaba los interminables paseos nocturnos que dio con Ariadna por sus calles, y sus conversaciones sobre arte junto a las tumbas de Chopin y Balzac.
Se detuvo frente a una cripta, con todos sus sentidos alerta, y fingió contemplarla con el interés de un turista. Una pareja de visitantes dobló una esquina y pasó por su lado sin prestarle atención. Simples humanos. Se relajó un poco y echó a andar. Conforme se adentraba en el campo santo, la mezcolanza de estilos era casi ridícula a la par que hermosa. Detalles victorianos, del renacimiento y del gótico se mezclaban en un caótico laberinto de tumbas invadidas por la naturaleza. Arbustos, plantas trepadoras y maleza habían conquistado hasta el último rincón.
Con la mano apartó la cortina de hiedra que cubría gran parte del frontal de una antigua capilla privada. En su interior se encontraba la única cripta subterránea de todo el cementerio. Traspasó la protección que la mantenía oculta, penetró en su interior y bajó sin prisa la escalera de caracol.
Sin necesidad de verle la cara supo que estaba de mal humor. Su disgusto se respiraba en el ambiente rancio y mohoso que impregnaba hasta la última piedra. Lo encontró sentado en un enorme sillón de terciopelo rojo, descansando como si durmiera rodeado del resto de sus hermanos. Uriel puso los ojos en blanco y Azaril le hizo un pequeño gesto con la mano, pidiéndole paciencia.
Mefisto se detuvo frente al sillón y guardó silencio. De repente, Lucifer se puso de pie con aire dramático.
—Lo han descubierto, lo saben, están aquí… Todos ellos —se quejó.
—Era cuestión de tiempo —adujo Mefisto.
—Sí, lo era, pero no tan pronto. No hasta que yo estuviera completo —escupió la última palabra con rabia contenida y taladró con su mirada plateada a Mefisto—. Es culpa tuya —lo reconvino—. Tus planes para distraerlos no han servido…
—¿Que no han servido? —estalló Mefisto—. Llevo siglos preparando hasta el último detalle, centrando todos mis esfuerzos en tu liberación. He dedicado cada segundo de mi vida para llegar a este instante. ¡Lo he logrado, estás aquí, a un solo paso de ser Dios! —gritó, alzando los brazos como si orara—. Te amo más que a mí mismo, hermano, pero no toleraré que menosprecies mis esfuerzos. Miguel ha pasado semanas persiguiendo distracciones para que tú pudieras prepararte, fortalecerte, ponerte a salvo de sus espadas hasta que estés completo. Y todo eso ha sido gracias a… ¡mí! —rugió como una fiera.
Lucifer le sostuvo la mirada. Poco a poco su enfado se fue atenuando. Con un suspiro regresó al sillón y se dejó caer con descuido. Con las piernas estiradas y el codo apoyado en el reposabrazos se acarició la barbilla.
—Necesito recuperarla. Con ellos tan cerca no logro sentirla, y mucho menos llegar a ella —dijo en voz baja—. Estoy enfadado porque estoy preocupado. Tú te sentirías igual si estuvieras en mi lugar.
Mefisto soltó un largo suspiro, arrepentido por su ataque de ira. Se acercó a Lucifer y se arrodilló a sus pies. Colocó su mano sobre la de él.
—Y lo estoy, Marak —susurró. Le gustaba llamarle por su nombre humano y no el divino—. También estoy enfadado y preocupado. Pero sé que todo va a salir bien; esta vez sí. La suerte está de nuestra parte. Nunca habíamos llegado tan lejos.
Lucifer levantó los ojos del suelo y miró a su hermano.
—Nunca —musitó más animado.
—Nunca —repitió Mefisto—. Todo es como deber ser. Estamos en el lugar adecuado y en el momento adecuado. La chica es un recipiente hermético en el que estás a salvo. Pronto te devolverá tu poder y serás invencible. Una batalla, la última, y todo será tuyo. Porque esta vez los venceremos.
—Los venceremos. —La sonrisa se extendió por la cara de Lucifer. Se inclinó hacia delante y tomó el rostro de Mefisto entre sus manos—. No más cadenas.
—No más cadenas —repitió. Ladeó la cabeza y besó la mano que aún le sostenía. El amor que sentía por su hermano pequeño era infinito.
—Necesito llegar a ella antes de que encuentren la forma de quebrarla —dijo Lucifer de forma vehemente—. Ha llegado el momento. Ha de ser ya.
—Todo está preparado. Aunque voy a precisar un poco de ayuda, necesitamos a alguien que pueda mantenernos informados de cada paso que den y que nos ayude a llegar a la chica. —La garganta de su hermano se movió y se le torció el gesto. Las velas de los anaqueles prendieron a su alrededor y las luces que proyectaban jugaron en las paredes—. No te preocupes, sé quién es esa persona.
William sabía que regresar a la casa de huéspedes e instalarse allí era lo más sensato hasta que tuvieran otro plan. No quería que Kate estuviera sola ni un minuto, y mucho menos con los arcángeles tan cerca. No se fiaba de ninguno, sobre todo de Gabriel.
Kate llevaba en su interior algo que ellos querían, y no solo ellos; allí afuera, en alguna parte, Lucifer esperaba con más necesidad que ningún otro. La situación era muy complicada y peligrosa, y no parecía haber opciones viables.
—¿Estás bien? —le preguntó Adrien mientras cargaban el coche con las cosas que podrían necesitar.
—Nada de esto pinta bien. Hay que sacarle esa cosa de dentro cuanto antes.
—Lo sé, pero ¿cómo lo hacemos? El modo fácil es darle a Kate el descanso eterno —comentó con tono ácido—. Otra opción sería que Lucifer recuperara su alma; aunque desencadenar el Apocalipsis tampoco parece la mejor solución.
William se estremeció con una punzada en el estómago, como si un fuego lo quemase por dentro. Quería sacarla de allí y desaparecer con ella, llevársela lejos. Y lo había intentado, pero desmaterializarse con Kate era algo que ya no podía hacer; Adrien tampoco. Así que, el problema residía en ella y en lo que llevaba dentro, que empezaba a actuar con vida propia.
—Hay una tercera opción: matarlo —dijo William.
—¿Te refieres a Lucifer?
—Sí. Lo encontramos y lo matamos. Dicen que ahora es mortal, ¿no?
Adrien le sostuvo la mirada durante un largo segundo. Desde luego, era la mejor idea que tenían.
—Vale, siempre he sabido que eras un idiota temerario con prisa por morir, pero que yo acabara siguiéndote el juego sí que no lo esperaba —indicó Adrien.
William se encogió de hombros mientras sonreía.
—No hace mucho me dijiste que no te importaba palmar.
—Y es cierto, lo que no entra dentro de mis planes es el suicidio, y tú pareces empeñado en que nos lancemos desde un precipicio —le hizo notar Adrien—. Claro que… saltaría sin dudar, por lo que soy tan idiota como tú.
Sonrió y se frotó la mandíbula con un gesto perezoso, aunque por dentro hervía como la lava de un volcán. Los arcángeles lo ponían nervioso y tenían a seis en la entrada. Sin contar con que su padre no andaría muy lejos.
—Deberíamos irnos. Shane ya habrá organizado la reunión —añadió Adrien.
William enfundó las manos en los bolsillos de sus tejanos y miró a su alrededor.
—No debería meterlos en esto. No hace ni una semana que casi mueren en ese almacén en Nueva Orleáns. Ya les he pedido demasiado y esto es cosa nuestra.
Adrien sacudió la cabeza. No estaba de acuerdo con William.
—Nos afecta a todos, incluso a los humanos. Pero, como siempre, ellos vivirán felices en su ignorancia hasta el último momento, y nosotros intentaremos deshacernos de los monstruos en su armario. Lo de Nueva Orleans no será nada comparado con lo que podría pasar si la profecía se cumple. No podemos con esto nosotros solos.
William era consciente de que Adrien tenía razón en todo, pero eso no lo hacía más fácil ni lo hacía sentirse mejor.
—Sabes que no tendrían ninguna oportunidad enfrentándose a un ángel.
—Lo sé —admitió Adrien. Suspiró—. Está bien, lo haremos nosotros. —Frunció el ceño, pensativo—. Si las cuentas no me fallan, son catorce arcángeles: siete para ti y siete para mí. ¡Pan comido! Y si no te importa, Mefisto y el tal Rafael son míos. Me muero por sacudirle a ese estirado.
William soltó una risita.
—Sabes que podrían estar oyéndonos, ¿verdad?
—Con eso cuento —replicó Adrien con ese tonito cargado de chulería que se había convertido en su marca personal.
William asintió y se lo quedó mirando.
—Gracias —dijo de repente—. Por todo.
Adrien clavó la vista en el suelo con timidez. Las palabras de William lo habían pillado por sorpresa, sobre todo porque sonaban sinceras. Empujó una piedra con la punta de su bota y se pasó la mano por el pelo sin saber qué hacer con las emociones que sentía.
—Bueno, sí, pero no hace falta que me compres flores. Ya sabes que no eres mi tipo.
—Lo sé, según me han dicho, te ponen las nefilim —comentó William como si nada mientras se dirigía a la casa—. Sobre todo una: morena, menuda, cuerpo bonito…
Los ojos de Adrien centellearon un instante. Sacudió la cabeza y una sonrisa maliciosa se extendió por su cara.
—Sigue así y seré yo quien clave la tapa de tu ataúd algún día.
William fingió no oírlo y continuó:
—Parece una chica lista, pero quién sabe, quizá tarde en darse cuenta de lo idiota que eres y se acabe fijando… —Se agachó para evitar la daga que volaba directa a su cabeza—. Alguien debería hablarle de tu mal genio —añadió.
Una segunda daga se clavó en el marco de la puerta, a milímetros de su oreja.
—¡Te gusta de verdad!
Se oyó un clic. Adrien acababa de quitarle el seguro a su arma. William entró a toda prisa en la casa con una enorme sonrisa en la cara. Bromear con Adrien había aligerado un poco el malestar que sentía.
Se encaminó a la escalera y… lo olió.
Corrió hasta la habitación, entró sin llamar y se dirigió al baño con un nudo en la garganta. Encontró a Kate de frente al espejo, y ella bajó la cabeza en cuanto lo vio aparecer. William la agarró por la nuca con una mano y la obligó a que lo mirara, mientras con la otra mano le apartaba los dedos con los que intentaba ocultar la hemorragia nasal.
—¡Mierda! —exclamó él. Se estiró para coger una toalla.
—No es nada. Estoy bien —dijo Kate. Quiso girar la cabeza, pero él la obligó a permanecer quieta mientras le limpiaba la sangre que le escurría por encima de los labios y la barbilla.
—No lo estás —replicó William, sacudiendo la cabeza sin parar. Dejó la toalla a un lado tras asegurarse de que había dejado de sangrar. La miró a los ojos—. ¿Cuántas veces?
Kate sabía perfectamente a qué se refería. Se encogió de hombros, quitándole importancia.
—¿Cuántas? —la presionó.
—Unas pocas, nada serio. Estoy bien, de verdad —insistió ella.
William no la creyó, pudo verlo en su mirada. Y la toalla empapada no ayudaba a tranquilizarlo. No dijo nada. Se inclinó, la cogió por la nuca y la besó con una desesperación que no tenía nada de ternura. Estaba aterrado y eso se transmitió en la forma en la que sus dedos se le clavaban en la suave piel del cuello. La tomó en brazos, mientras una furiosa impotencia se adueñaba de su mente. En otro tiempo la habría podido controlar para evitar así hacer alguna estupidez. Pero en ese momento, y tratándose de Kate, le era imposible.
Minutos después entraban en la casa de huéspedes. Y ese día el nombre le iba que ni pintado. Estaba llena de gente, casi parecía una celebración, sino fuera porque el ambiente se parecía más al de un funeral.
William dejó a Kate en el sofá de la sala. No la había soltado en ningún momento, permitiendo que Adrien condujera su coche. Mientras la llevaba acurrucada contra su pecho en el asiento trasero, su mente se había convertido en un hervidero de rabia y deseos de venganza. Repasó cada detalle, cada conversación, toda la información de la que disponía. Necesitaba tener cada pieza en su sitio con absoluta precisión.
Se sentó junto a ella y esperó a que todos ocuparan un sitio. Su corazón estaba lleno de una potente mezcla de ira y desesperación. Paseó su vista por la habitación. Todos los Solomon habían acudido, incluidas Rachel y Keyla. Robert y Marie permanecían juntos, él ocupando un sillón y ella sentada en el reposabrazos. Cecil y Ariadna se acercaron a Adrien, al igual que Salma y Sarah, que parecían sentirse más cómodas cerca de él que de los demás. El último en llegar fue Stephen, acompañado de Mako y dos jóvenes guerreros.
Todos miraban a Kate, no podían evitarlo. Su aspecto empeoraba por horas. Se la veía tan delgada y frágil, y con una palidez preocupante incluso en un vampiro.
William miró a Daniel, directamente a los ojos.
—Nunca te he mentido y tampoco voy a hacerlo ahora. Ha pasado algo que lo cambia todo y que me afecta más que nunca…
Daniel asintió, prestándole toda su atención.
De repente, el aire se agitó y los seis arcángeles tomaron forma junto a una de las paredes. Los ojos de Daniel centellearon con un susto de muerte.
—¿Pero qué demonios…?
—No exactamente —dijo William—. Daniel, estos son Miguel, Gabriel, Rafael, Nathaniel, Meriel y Amatiel. Los arcángeles.
—¿Y qué hacen aquí?
—Vigilan a Kate —respondió Adrien. Escupió las palabras como si estuvieran impregnadas en ácido.
—¿A Kate? ¿Por qué la vigilan? —preguntó Robert. Se había puesto de pie y contemplaba a los arcángeles con desprecio.
—Porque ella tiene algo que ellos necesitan —respondió William. Miró a Daniel y a Samuel sucesivamente—. Ella es el alma pura de la que habla la profecía.
Todos se giraron para contemplar a Kate, sorprendidos y con la esperanza de no haber escuchado bien. Un pesado silencio se impuso en la habitación. William ladeó la cabeza y buscó a Salma.
—Este sería un buen momento para decirme que has tenido una visión con la que todo se arregla.
Salma le devolvió la mirada con una pena profunda. Negó con la cabeza.
—No he vuelto a ver nada, lo siento —musitó.
Miguel dio un paso adelante y clavó sus ojos plateados en Salma.
—¿Tenéis a un profeta entre vosotros?
—¿Pro… profeta? —preguntó Salma, incómoda con la repentina atención de los ángeles en ella.