William tomó forma frente a la casa de huéspedes. Adrien estaba en medio de jardín, como si le esperara. Kate se encontraba con él y hablaban en susurros. Guardaron silencio en cuanto se percataron de su presencia. Sintió una punzada en el pecho, allí estaban de nuevo los malditos celos: profundos y dolorosos; y también ese deseo desmesurado que sentía con solo tenerla cerca. Recompuso su actitud fría e indiferente de la mejor forma que pudo. Después de todo, habían terminado. Pero lo había llamado y ese pequeño detalle lo estaba volviendo loco.
—¡Estás horrible! —le hizo notar Adrien.
Menuda novedad, William sentía la piel tirante por toda la sangre seca que la cubría, sin contar con el olor nauseabundo que lo rodeaba.
—¡No me digas, porque yo me siento de maravilla! —le espetó en tono mordaz.
Su mirada se cruzó con la de Kate, que lo miraba con los ojos muy abiertos y una expresión de horror deformando su precioso rostro. Se obligó a continuar impasible. La máscara se le cayó en cuanto se percató de que ambos tenían las ropas manchadas de sangre; y del aspecto de la casa, parecía que la había azotado un tornado o una explosión.
—¿Qué demonios ha pasado? Me dijiste que estabais todos bien.
—Y lo estamos —ratificó Adrien. William lo fulminó con la mirada mientras se acercaba con paso rápido—. Menos por los desperfectos de la casa y los nefilim que hay muertos en el interior.
—¡¿Qué?! —exclamó.
—Tranquilízate, ¿vale? En las últimas dos horas han pasado muchas cosas que aún trato de asimilar. ¿Qué te parece si te pongo al día mientras nos deshacemos de todos esos cuerpos? Pronto amanecerá —sugirió Adrien.
—Pues empieza —dijo William mientras se dirigía a la casa para ver con sus propios ojos qué había sucedido.
Una hora más tarde. Todos los cadáveres habían desaparecido y la casa estaba limpia de restos.
—… y eso es todo lo que ha pasado —terminó de contar Adrien a William mientras apoyaba contra la pared lo que quedaba de la puerta principal.
William estaba paralizado, con la vista clavada en el suelo y la mandíbula tan apretada que era un milagro que no estuviera escupiendo trozos de dientes. Su frustración y su rabia se podían palpar en el aire. Un ligero temblor empezó a sacudir las paredes. Sarah y Salma se miraron la una a la otra, nadie más parecía preocupado por el terremoto; solo que no era un terremoto. El temblor aumentó y un extraño zumbido surgió del suelo. Una luz blanquecina iluminó la piel de William. La luz se encogía y se expandía como si palpitara; y con cada latido, el temblor cobraba intensidad.
Kate se dio cuenta de inmediato de qué ocurría. Quiso acercarse a William e intentar calmarlo, pero se quedó clavada junto a la chimenea cuando él levantó la vista del suelo y la taladró con una frialdad capaz de helar un desierto a mediodía. Estaba muy enfadado, aun así, en lo más profundo de sus ojos, pudo captar un destello de algo más.
William se enderezó y se pasó una mano por el pelo revuelto y salpicado de sangre.
—Según la profecía, solo queda un sello que romper: el alma dos veces nacida y no sé qué más…
Mientras hablaba, el temblor disminuyó hasta desaparecer.
—Sí —dijo Adrien.
—Y nada apunta a que pueda haber más sellos.
—El libro termina ahí, después no se volvió a escribir en él.
William ladeó la cabeza y miró a Salma.
—¿No has visto nada más? —La vidente sacudió la cabeza y musitó una negativa—. Debo pedirte que te quedes, y es algo que no voy a discutir. Pero te prometo que estarás bajo mi protección y que nadie te pondrá una mano encima.
Salma le sostuvo la mirada un largo segundo.
—Ayudaré en todo lo que pueda.
—Gracias —respondió él. Se quedó cabizbajo, pensativo. De repente se giró, agarró la mesa en la que estaba apoyado, la alzó, y la arrojó contra la pared—. ¡Voy a matarlos a todos!
—Eh. —Adrien se apresuró a contenerlo. Le puso las manos en los hombros y buscó su mirada—. Estoy contigo en esto y no vamos a quedarnos de brazos cruzados; pero esta vez iremos con mucha más calma. Haremos como que no pasa nada, no moveremos un solo dedo para no correr riesgos, y mientras averiguaremos todo lo que podamos sobre esa profecía. No podemos romper ningún otro maldito sello, ni siquiera por accidente.
—¿Y crees que van a dejarnos tranquilos mientras jugamos a los detectives? Hace una hora tu padre y el mismísimo Lucifer estaban en el porche —dijo William con tono escéptico.
—Hasta ahora lo han hecho —replicó Adrien. William le dedicó una mirada cáustica—. Vale, potencialmente lo han hecho. En realidad se han dedicado a jugar con nosotros y a empujarnos como reses al matadero; pero eso se acabó. ¿Quieren jugar? Jugaremos.
Marie se acercó a su hermano y lo abrazó por la cintura. Él la estrechó con fuerza, sintiéndose de pronto reconfortado entre sus brazos.
—No estoy segura de que quieran hacernos daño. Esta noche nos han protegido de los nefilim —dijo ella.
—Porque aún nos necesitan para lo que sea que tengan pensado —intervino Jared.
—El alma pura de la que habla la profecía está entre vosotros; y si no lo está, sois el medio para conducirlos hasta ella. Mientras no la obtengan, este juego se queda en tablas —dijo Salma.
—Si nosotros somos el medio, presionarán hasta que la consigan —susurró Ariadna—. Conozco a Mefisto y no se rendirá. Lleva años planeando esto y ha logrado traernos hasta aquí sin que nos demos cuenta. Tenéis que ser muy cautos.
—Necesito acabar con esta pesadilla y olvidarme de todo —masculló William.
Kate levantó la vista del suelo al percibir la pena que impregnaba la voz de William. Las facciones de su rostro eran tan hermosas, tan familiares. Deseó que él se diera la vuelta, la tomara entre sus brazos y la estrechara contra su pecho; pero, desde que había regresado, se estaba tomando muy en serio ignorarla. Salió del salón sin decir nada, necesitaba unos momentos a solas y una ducha que limpiara la sangre de su cuerpo.
—Lo que precisas es alimentarte y quitarte toda esa porquería de encima. Seguro que Adrien puede prestarte algo de ropa —oyó que decía Marie, mientras subía la escalera.
Kate se encerró en el baño durante un buen rato. Abrazada a sus rodillas, permaneció bajo el agua caliente hasta que su piel comenzó a arrugarse. Algo en su interior se moría. ¿De verdad había terminado todo entre ellos? No podía creerlo. No entendía cómo dos personas que se amaban tan profundamente como ellos, habían llegado a no entenderse hasta el punto de no dirigirse la palabra, ni siquiera una mirada.
Cuando encontró el álbum de fotos sobre la cama, creyó que era su forma de pedir perdón, el principio de un acercamiento que deseaba más que nada. Ya no lo tenía tan claro. Tras el frío reencuentro, su deseo de que las cosas pudieran arreglarse entre ellos se desvanecía como el humo. Y ahora que sabía lo de Marak… o Lucifer, todo se complicaba aún más. Nunca lo había visto tan enfadado como cuando Adrien le relataba esa historia.
No podía culparlo por sentirse decepcionado. Se estaban pagando con la misma moneda una y otra vez; y esa certeza le corroía las entrañas. Intentó enumerar las cosas que le habían molestado de él, y se dio cuenta de que ella había actuado de la misma forma. Y no porque no lo quisiera, o porque no le importaran sus sentimientos; todo lo que había hecho a sus espaldas estaba más relacionado con el hecho de protegerlo, o de que él pudiera quererla menos si se enteraba de ciertas cosas. No podía echarle en cara nada que ella no hubiera hecho antes.
William era como era, con sus defectos y sus virtudes. Era un ser especial y diferente: un depredador que no se parecía a ningún otro, y se comportaba como tal. No podía reprochárselo, porque sería como culparla a ella del color de su pelo o de tener pecas. Además, él nunca intentó aparentar ser otra cosa. Pero el daño ya estaba hecho, se habían dicho un montón de cosas difíciles de olvidar.
Regresó a su habitación y abrió el armario. Estaba vacío, toda su ropa se encontraba en su casa. «Su» casa, la de verdad, la que compartía con él. Tomó unos shorts olvidados en un cajón y se puso una camiseta de tirantes que colgaba del perchero.
El aire se estremeció con una leve perturbación. La ansiedad y el miedo se agitaron dentro de ella como las burbujas de un refresco. Se dio la vuelta, consciente de que su pecho se movía con una respiración acelerada que no necesitaba. William estaba en medio de la habitación, recién duchado, descalzo y vestido tan solo con un tejano negro. Su rostro había recuperado el color y las profundas ojeras que solían enmarcar sus ojos los últimos días habían desaparecido. Efectos inmediatos de haber tomado una considerable cantidad de sangre. A pesar de su buen aspecto, la expresión de su cara la hacía sentir como si alguien la estuviera torturando por dentro.
—Debiste hablarme de Marak —dijo William muy serio.
Kate se envaró y la rabia circuló por sus venas como un reguero de dinamita.
—Sí, debí hacerlo, pero escogí imitarte y guardarme mis secretos para mí. Tal y como estabas haciendo tú —replicó.
Kate no podía creer que hubiera dicho eso. No, otra vez no, no podía volver a las acusaciones y a los reproches. Él se quedó paralizado, y ella necesitó cada molécula de su fuerza para enfrentarse a sus ojos. Se miraron fijamente; hasta que Kate no pudo soportarlo más y agarró una toalla con la que empezó a secarse el pelo.
William la observó en silencio. La tristeza se arremolinó entre ambos como una nube de tormenta. Por el rabillo del ojo vio el álbum, abierto sobre la cama, y sus fotografías estaban pegadas en él. Todo su enfado y tensión comenzó a diluirse bajo la pequeña esperanza que aquel detalle inspiraba. Quiso rodearla con sus brazos y estrecharla contra su pecho para siempre, olvidar todo lo pasado como si nunca hubiera existido; pero había tanto que olvidar. Se frotó los ojos al sentir que todos aquellos malos recuerdos lo aplastaban.
—Me llamaste. Dime por qué —le exigió.
Kate se quedó quieta. Así que William sabía que ella había intentado hablar con él.
—Por nada. Si hubiera sido importante le habría dejado el mensaje a Mako. ¡Estoy segurísima de que te lo habría dado!
Era una mentirosa pésima. Además de orgullosa y una suicida por provocar su propia muerte alejándolo de ella cada vez que abría la boca. ¿Qué diantres le pasaba? ¿Desde cuándo era tan mezquina? Los celos eran una enfermedad horrible. Le dio la espalda y empezó a peinarse el pelo con los dedos.
—Dime por qué —insistió él, tan cerca que Kate sentía su aliento en la nuca.
Ella intentó zafarse, pero él la sujetó por la muñeca y le dio un tirón hasta que estuvieron cara a cara contra la pared. La miró a los ojos con la sensación de estar a punto de saltar desde el borde de un precipicio sin saber lo profunda que sería la caída. Kate tenía ese efecto sobre él.
—He pasado las últimas horas en un infierno —susurró pegado a su cara—, en una maldita guerra que podía habernos costado la vida a todos los que estábamos allí; y yo solo podía pensar en tu llamada. ¿Te das cuenta? Era lo único a lo que le daba vueltas. —William soltó una palabrota—. ¡Necesito saberlo! ¿Qué demonios querías decirme?
Kate se desmoronó, no podía más con aquella situación.
—Fui a buscarte la otra noche, cuando te dije las cosas que te dije —empezó a explicar—. Aún no había llegado al bosque cuando ya estaba arrepentida. Regresé, pero tú ya no estabas. Te llamé… te llamé porque necesitaba decirte que lo sentía. Que nada de lo que había dicho lo pensaba en serio. Solo estaba enfadada y celosa, porque los últimos días parecías estar más cerca de Mako que de mí; aún a sabiendas de lo que ella siente por ti.
»Me mantenías alejada, con tus secretos y tus cambios de humor… Tu actitud me estaba matando… —Se le escapó un sollozo. Las palabras salían de ella como un torrente, una tras otra—. Y en lugar de intentar hablarlo como adultos, me comporté como una chiquilla celosa e inmadura… Pero nada de eso importa porque sé que ahora tú me odias, y lo he estropeado todo. Y comprendo que me odies, porque ni siquiera te conozco de verdad. Creía que sí, pero no. He criticado y despreciado lo que eres sin intentar entenderlo, y yo… —Levantó las manos con un gesto de frustración—. Entiendo lo que te está pasando, y no me importa nada de lo que hayas hecho o puedas hacer. ¡No me importa!, porque yo te quiero tal y como eres. Y sé que lo que siento por ti no va a cambiar nunca, pase lo que pase. ¡Ojalá pudiera volver atrás y retirar las cosas que dije! Yo no…
William detuvo sus palabras con los labios, acunando su cabeza con las manos y besándola ferozmente, con una urgencia desesperada que le hizo anhelar mucho más. La presión de su boca era perfecta y su lengua terciopelo, sus besos lo abrasaban. Ella gimió cuando coló una mano por debajo de su camiseta, y ese sonido le calentó cada célula del cuerpo y llenó cada rincón oscuro de su ser.
—Lo siento… Lo siento mucho… Todo… He sido… He sido una idiota —murmuró Kate contra sus labios entre beso y beso.
William se separó de ella, solo un poco para poder mirarla a los ojos; mientras le recorría con los dedos la suave piel de la espalda. La miraba como si estuviera muerto de sed y ella fuera el único oasis en miles de kilómetros.
—Yo también lo siento —musitó él.
Volvió a besarla, sin estar muy seguro de si era su cuerpo el que temblaba o era el de ella. De repente, Kate lo empujó con fuerza y le dio una sonora bofetada. Se quedó alucinado, sin saber qué había hecho ahora.
—¡Me dejaste ir! —gritó Kate—. Dejaste que me fuera sin más, como si no te importara. Te quedaste mirando cómo me marchaba sin hacer nada. Sentí que todo te daba igual.
William tomó aire y se pasó la lengua por el labio inferior, probando el sabor de su propia sangre. Ladeó la cabeza y la miró. Estuvo a punto de echarse a reír. ¿De verdad todo podría haberse solucionado antes si la hubiera seguido? Sintiéndolo mucho, lo dudaba bastante. Probablemente lo habría llamado psicópata acosador. Aquella cabecita era demasiado complicada, y ambos lo sabían. Los separaban más de un siglo y medio de vida, y la psicología femenina nunca había sido su fuerte.
Le destellaron los ojos y le dedicó una mirada cargada de deseo. Acortó de un paso el espacio que los separaba y la alzó por las caderas. La estampó contra la pared.
—Déjame compensártelo —exigió con voz ronca, antes de besarla como nunca antes lo había hecho.
Kate dejó de pensar, perdida por completo en el roce de su piel contra la de él. Apenas fue consciente de cómo llegaron hasta la cama, pero allí estaban. La ropa fue desapareciendo y las velas prendieron con un solo pensamiento. Se arqueó con un suspiro cuando los dedos de William se deslizaron a lo largo de su vientre, mientras se susurraban un millón de palabras y promesas que cerraron todas las heridas. Cobró vida bajo él, solo para él, perdida en la forma en la que su cuerpo se movía contra el suyo; y, mientras lo abrazaba, se prometió a sí misma que jamás permitiría que nada ni nadie la apartara de él. La agonía de haberlo perdido casi la mata.
William se alzó sobre los brazos y clavó sus ojos azules en ella. Un débil resplandor le iluminaba la piel; hermoso no bastaba para describirlo. Se llevó la mano al cuello y arrancó de un tirón la cadena de la que colgaba el anillo. Se lo puso a Kate en el dedo.
—No vuelvas a quitártelo —le pidió en un susurro.
Kate negó con la cabeza. Él sonrió, y su mundo se redujo al espacio entre aquellas cuatro paredes, no existía nada más.
Adrien abandonó el baño con las caderas envueltas en una toalla. Buscó algo de ropa en el armario y se vistió a toda prisa. Necesitaba salir un rato de la casa y pensó que sería buena idea ir hasta el pueblo. Precisaban ventanas nuevas y una puerta, y eso solo para empezar; la casa tenía un montón de desperfectos. Se peinó con los dedos y le echó un último vistazo al espejo para comprobar su aspecto.
Frunció el ceño y acercó la cara a milímetros de su reflejo. Sus ojos cada vez eran más inhumanos, demasiado angelicales para su gusto. Le molestaban esos parecidos con una raza que no la sentía suya, pero la única forma de disimularlos sería extirpándolos; y, bien pensado, la posibilidad de unas lentillas que los disimularan le parecía mucho más cómoda. Se miró las manos y estas prendieron con unas llamas sobrenaturales. Presa de la frustración, pasó un dedo por la superficie de cristal y observó cómo se derretía.
Abandonó la habitación y enfiló el pasillo camino de la escalera. Al pasar junto al cuarto que su madre y su hermana compartían, vio la puerta entreabierta y escuchó un quejido que provenía del interior. Entró sin dudar. Se quedó parado y las palabras se atascaron en su boca. Sarah estaba de pie, frente al armario, en ropa interior y de espaldas a él. Quién iba a decir que bajo las toneladas de ropa sucia que le había visto usar, se escondía un cuerpo tan esbelto, bien formado y con las curvas justas en los lugares apropiados. Un cuerpo cubierto de cardenales de pies a cabeza. No era ningún experto, pero sabía que esas marcas eran producto de un maltrato continuado. Apretó los dientes.
—¿Quién te ha hecho eso? —preguntó con voz asesina.
Sarah se dio la vuelta con un susto de muerte. Se inclinó sobre la cama y agarró una toalla con la que intentó cubrir su desnudez. Se puso pálida al ver que se trataba de Adrien, y esa palidez se desvaneció tras un rubor que le encendió las mejillas.
—Ya no importa, está muerto. No volverá a tocarme —susurró sin ninguna emoción.
Adrien se acercó a ella. Sus ojos recorrieron cada centímetro de piel visible. Alzó una mano con intención de rozar un hematoma con mal aspecto que tenía sobre el hombro. Ella se estremeció y se apartó antes de que él la tocara. Podía oír su corazón latiendo como loco, y el olor de su sangre cargada de adrenalina llegó hasta su olfato. Le tenía miedo, y algo más que no supo distinguir. La miró con los ojos entornados y, muy despacio, bajó la mano. La chica tenía miedo hasta del aire, y sintió lástima por ella.
La contempló con nuevos ojos. Acababa de ducharse y aún tenía el pelo mojado, peinado hacia atrás, de modo que podía verle el rostro sin ese flequillo demasiado largo que le llegaba hasta las pestañas. Su piel, tersa y sonrosada, desprendía calor y olía al jabón de lilas que su hermana solía usar; solo que en Sarah el aroma tenía ligeras variaciones. Sus ojos eran de un color indefinido entre el azul oscuro y el negro, con pequeñas motitas grises que se asemejaban a estrellas en el fondo de sus iris. Era muy bonita. El estómago de ella gruñó sin ningún disimulo, lo que logró que se ruborizara aún más. Una sonrisa ladeada se dibujó en la cara de Adrien.
—Vístete, conozco un sitio donde preparan unas tortitas que levantarían a un muerto con solo olerlas —dijo con una sonrisa.
Se había puesto de buen humor casi sin darse cuenta. Sarah asintió con timidez y se acercó a una silla donde Cecil había dejado algo de ropa para ella. Se dirigió al baño y él se sentó en la cama con intención de esperarla. El silencio se vio interrumpido por un golpe seco y un gemido que revelaba mucho más que una imagen. Imagen que se coló en la cabeza de Adrien como si fuera una gota de ácido. Se puso de pie con el estómago en un puño.
—Te esperaré abajo, ¿vale? —le dijo a Sarah.
—Vale —respondió ella desde la puerta del baño. Los sonidos se hicieron más nítidos. Sarah miró al techo, y después hacia la puerta por la que Adrien había desaparecido. Se mordió el labio y trató de no pensar en cómo la hacía sentir todo aquello.
Adrien llevó el coche de Carter a la entrada. Un préstamo hasta que el licántropo regresara. Sentado sobre el capó contemplaba el lago, que parecía un lienzo inanimado, quieto y en silencio. Ni siquiera los árboles se agitaban con la más mínima brisa. La puerta se abrió y Sarah apareció en el porche. Vestía unos tejanos grises muy ajustados y una camiseta rosa que dejaba a la vista su estómago plano cada vez que se movía. Se había recogido el pelo en una coleta y su flequillo medía unos cuantos centímetros menos.
—¿Te has cortado el pelo? —preguntó.
Ella se sonrojó de nuevo y se frotó las manos contra los pantalones, después se las pasó por el cuello sin saber muy bien qué hacer con ellas.
—Sí. Encontré unas tijeras en el baño. Lo necesitaba, apenas podía ver nada —se justificó.
Adrien sonrió.
—Te queda muy bien —admitió con cierta timidez.
—Gracias.
—De nada —dijo mientras le abría la puerta del coche.
Se pusieron en marcha y viajaron en silencio hasta el pueblo. Adrien la miró de reojo. Sarah se giró hacia él y lo pilló observándola.
—¿Crees que después de esas tortitas podrías acompañarme hasta la estación de autobuses? No tengo ni idea de dónde está —pidió Sarah.
—No hay estación, solo una parada con una taquilla cerca de la gasolinera —le explicó—. ¿Piensas irte? —Ella asintió—. ¿Adónde? ¿Tienes familia?
Sarah apartó la vista y se concentró en el paisaje al otro lado de la ventanilla. Los comercios comenzaban a abrir sus puertas y los camiones de reparto ya ocupaban las calles para abastecerlos.
—No tengo a nadie —confesó—. Así que, cualquier parte lejos de los de mi especie me sirve. No sé, había pensado en irme a Los Ángeles.
—¿De verdad no tienes a nadie?
—No. Mi madre me abandonó en el hospital donde me tuvo. De ahí me llevaron a un orfanato. Después pasé por varios hogares de acogida, pero ninguno definitivo; hasta que T.J. y Emerson me encontraron hace unos cuatro años —explicó sin ninguna emoción en la voz, aunque su cuerpo temblaba de arriba abajo.
Se detuvieron junto a un semáforo en rojo.
—¿Cómo los conociste? —se interesó él. Sentía una creciente curiosidad por la nefilim. No era nada de lo que había supuesto que sería, incluso le inspiraba cierta ternura.
—Un día me abordaron a la salida de mi instituto, mientras regresaba a la casa de la última familia que me había acogido. Me obligaron a subir a una furgoneta y me explicaron que yo era diferente a los humanos; que era como ellos, y que por eso debía seguirles y olvidar mi vida anterior. No me dieron más opción que obedecerles, pero nunca encajé entre ellos —respondió como si nada, mientras se miraba las uñas.
Adrien se dio cuenta de que esa insensibilidad que mostraba la chica, era en realidad un mecanismo de defensa. Fingía no sentir, esperando de verdad no hacerlo. Se sintió irritado. Recordaba perfectamente el aspecto de los dos hermanos, la casualidad había hecho que fuera él quien se deshiciera de los dos. Al primero lo había degollado junto al río un par de meses atrás, al segundo no hacía ni cuatro horas; y eran dos tipos muy, muy grandes, que no necesitaban de la violencia para imponerse a una chiquilla. Y aun así…
—¿Por eso te pegaban? —preguntó.
Ella asintió con la cabeza antes de responder. El semáforo se puso en verde y Adrien continuó circulando.
—Era Emerson quien me pegaba. T.J. solo me llamaba estúpida bastarda y me obligaba a comer y a dormir en el suelo cuando no hacía las cosas bien, que era casi siempre. Nunca he sido muy buena en nada.
Adrien apretó el volante con tanta fuerza que crujió entre sus dedos.
—Lo has sido en sobrevivir. Créeme, eso cuenta —replicó él. Ella le dedicó una mirada sorprendida con aquellos ojos enormes y tristes. Adrien continuó—: ¿Por qué no intentaste marcharte?
Ella dio un respingo.
—¿Acaso crees que no lo intenté? Lo intenté. Logré escaparme en dos ocasiones, pero me encontraron y acabé con un grillete en el tobillo durante cuatro meses. Al final me resigné. Tampoco tenía a dónde ir. La gente no tardaba en darse cuenta de que era un poco diferente y se alejaban de mí como si tuviera la rabia. Con los nefilim no tenía que fingir que era normal. —Aunque era lo que parecía, no había hostilidad en sus palabras, solo una profunda resignación.
Se quedaron en silencio. Adrien la miró de reojo, Sarah parecía cualquier cosa menos alguien capaz de arreglárselas sola; al menos de momento. Olía a miedo, a desesperanza y no tenía ninguna seguridad en sí misma. Que acabara en manos de otro Emerson solo era cuestión de tiempo. Y sin saber muy bien por qué, eso lo preocupaba.
—No tienes por qué irte, podrías quedarte un tiempo. Esa casa en la que estamos, aunque no lo creas, es un refugio para seres como nosotros que lo necesitan; o eso es lo que Kate intenta lograr.
Sarah alzó la mirada de su regazo, atónita, y Adrien se sintió un poco incómodo por la atención tan descarada que estaba recibiendo.
—No tengo dinero para pagarlo —dijo ella—. Ni siquiera tengo dinero para unos zapatos nuevos —susurró avergonzada.
Adrien le miró los pies y vio unas zapatillas desgastadas que se caían a trozos.
—No te preocupes por eso. Lo que puedas necesitar…, yo podría…
—¡No necesito la caridad de nadie! —lo atajó ella con un repentino cambio de humor.
Él disminuyó la velocidad y le tomó la barbilla con la mano derecha para girarle la cara y que lo mirara.
—No es caridad, Sarah. Tómalo como un préstamo. Además, en esa casa harán falta unas cuantas manos que la hagan funcionar, tendrás que trabajar. Así que, te ganarás hasta el último centavo.
Sarah se quedó callada un largo segundo. Se frotó las mejillas con nerviosismo, notaba las lágrimas abriéndose paso bajo sus pestañas y se negaba a llorar. Una risita histérica escapó de su garganta.
—No lo entiendo, deberías estar echándome a patadas, y me estás ofreciendo tu ayuda y un lugar donde vivir.
—No pierdas el tiempo intentando entenderme, ni siquiera yo lo he logrado. Solo acepta lo que te ofrezco. Estoy seguro de que es la mejor oferta que vas a recibir —dijo con una sonrisa traviesa, que relajó el ambiente entre ellos.
Sarah también sonrió. Un calor reconfortante le calentó el pecho. ¡Dios, empezaba a gustarle de verdad! Se acomodó en el asiento casi sin aliento.
—¿Y no tendrás problemas con tus amigos? Quizá ellos no estén de acuerdo.
—No te preocupes por eso. Kate estará encantada de que te quedes, tiene la costumbre de adoptar a todos los huerfanitos que se cruzan en su camino. Es demasiado buena —susurró para sí mismo.
Sarah percibió en su voz lo que ya había intuido antes.
—Ella te gusta mucho, ¿verdad?
—Sí, me gusta —respondió Adrien sin pararse a pensar que lo hacía.
—Pero ella está con el otro chico, William. Son… son pareja.
—En realidad están prometidos. William es un buen tipo y sé que la quiere muchísimo. ¿Sabes? Son como una de esas parejas de los libros, destinados a estar juntos incluso antes de nacer.
Adrien frenó y maniobró despacio para aparcar en un hueco libre entre dos coches.
—Pero a ti eso debe de dolerte. No tiene que ser fácil estar cerca de ellos y… —Sarah no supo cómo terminar la frase.
—Al principio sí dolía, pero ya no —admitió Adrien con sinceridad—. Me hace feliz que Kate sea feliz y, aunque sé que siempre me preocuparé por ella, verla con William ya no me resulta difícil. No obstante, hay cosas de las que prefiero no ser testigo —dijo con una risita nerviosa.
Sarah lo miró y apartó la mirada rápidamente.
—Cuando menos te lo esperes, ella llegará —susurró.
Adrien detuvo el coche y sacó la llave del contacto mientras miraba a Sarah con curiosidad.
—¿Ella?
—Sí, la chica de la que puedas enamorarte de verdad y que te corresponda en igual medida o más —declaró Sarah. Notó cómo el rubor le cubría las mejillas de nuevo. No podía creer que estuviera allí, con él, como si no hubiera pasado nada. Como si fueran amigos desde siempre contándose sus secretos.
Una diversión genuina se asomó a los ojos oscuros de Adrien.
—¿Tú crees?
—Seguro que está ahí, en alguna parte, esperando que puedas verla —susurró ella incapaz de mirarlo a los ojos.
—Entonces, puede que deba empezar a mirar con más atención —replicó él con un tonito de suficiencia adorable; o eso le pareció a Sarah, que estaba a punto de hiperventilar.
Se bajaron del Hummer y Sarah siguió a Adrien por la acera. Ahora que podía observarlo sin esconderse, se dio cuenta de que era mucho más atractivo de lo que pensaba, con un cuerpo grande y atlético que no aparentaba toda la fuerza sobrenatural que contenía; pero que ella había podido comprobar durante la batalla contra sus hermanos nefilim. Se movía con la gracia y la seguridad de ser el depredador que se encuentra arriba de la cadena alimenticia. Atraía la mirada de cuantos se cruzaban con él. Aunque él parecía ajeno a las reacciones que despertaba.
—Entonces, ¿vas a quedarte? —preguntó Adrien.
Sarah tuvo que levantar la cabeza para verle el rostro. Le sacaba unos buenos veinte centímetros.
—El mismísimo Lucifer os visita en vuestro porche y, por lo que he oído, es posible que desatéis el Apocalipsis —dijo como si nada—. ¿Quién querría perdérselo?
—Me lo tomaré como un sí —replicó con una sonora carcajada.
De repente, Sarah se detuvo. Él también se paró y la miró sorprendido.
—Gracias —susurró la chica. Unas lágrimas se arremolinaban bajo sus pestañas.
Adrien sacudió la cabeza.
—No, gracias a ti. Pudiste largarte sin más y no lo hiciste. Viniste a avisarnos del ataque; aun cuando la primera y única vez que te vi quise matarte. Eso hace que tu gesto tenga más valor.
La tomó de la mano y tiró de ella, obligándola a caminar a su lado mientras cruzaban la calle. El olor de las tortitas que preparaba Lou flotaba en el ambiente. Abrió la puerta de la cafetería y la sostuvo para ella.
—Me alegro de no haberlo hecho —dijo Adrien, inclinándose sobre su oído cuando pasó bajo su brazo.
—¿El qué? —preguntó Sarah con una inocencia adorable.
—Matarte.