23

Carter puso el intermitente, y el furgón de reparto alquilado abandonó la Interestatal 10 y tomó la 641 en dirección a la 61. Doce horas antes habían cogido un vuelo desde Montreal hasta Houston, desde allí emprendieron por carretera el resto del viaje hacia Nueva Orleans. Carter conducía y William lo acompañaba en la cabina; en la zona de carga iban veintisiete licántropos del tamaño de un oso XXL, incluido Shane.

No había sido nada fácil calmarlos y hacerlos subir a un avión. Nunca habían visto uno de cerca. Conocían su existencia, máquinas voladoras que habían ido evolucionando en forma y velocidad; pero para los hombres de Daleh eran como engendros del demonio. Las aves volaban, no los hombres.

No dejaba de ser curiosa la percepción que tenían del mundo. Nunca habían abandonado las montañas en las que Victor los exilió, unos bosques donde solo moraban algunos pueblos nativos: nómadas que viajaban junto a los grandes rebaños de renos, alces y caribús para poder alimentarse. Cientos de años viviendo en un lugar salvaje que se había convertido en su hogar. Desde allí habían visto cómo el mundo avanzaba y evolucionaba, cómo aparecían nuevas máquinas, vehículos y objetos electrónicos; sabían en teoría qué eran todas aquellas cosas, pero nunca les interesaron ni trataron de comprenderlas. Eligieron vivir una vida solitaria y aislada de todo; hasta que los Solomon habían aparecido de nuevo para cambiarla.

El viaje había estado salpicado de momentos raros, tensos, incluso divertidos. Vestirlos fue el primer problema. No se acostumbraban a las camisetas de algodón ceñidas, ceñidas porque en la tienda no encontraron tallas lo suficientemente grandes para ellos. Se sentían torpes con las botas, parecían niños aprendiendo a andar.

En el aeródromo tuvieron serios problemas para no llamar la atención. Los tipos estaban nerviosos e irascibles; la idea de despegar los pies del suelo, unos cuantos cientos de metros, parecía suficiente para volverlos locos. William logró alquilar un avión de carga con suficientes arneses y cables como para mantenerlos quitecitos. Con dinero podías conseguir prácticamente todo lo que te propusieras, incluso cruzar una frontera y medio país en un vuelo sin declarar.

William miraba por la ventanilla del furgón. Todo lo acontecido en los últimos días le parecía algo muy fácil que había sucedido hacía mucho; pero solo lo parecía porque lo que estaba por venir era muchísimo peor.

Un destello llamó su atención. Se enderezó en el asiento y vio los coches aparcados en la cuneta. Todo estaba saliendo según lo planeado. Los señaló con la mano y Carter asintió mientras empezaba a reducir la velocidad. Se detuvieron tras un Hummer H2 negro y un GMC Yukon.

William saltó del vehículo, mientras del Hummer descendían Robert y Cyrus, y del GMC bajaban Daniel y su hermano Samuel.

—Me alegro de verte —dijo Robert yendo al encuentro de su hermano. Le dio un fuerte abrazo—. Sin problemas por lo que veo.

—Shane lo hizo bien—comentó William con una sonrisa.

Carter fue hasta la parte trasera del furgón y levantó la puerta. El primero en descender fue Shane. Aún cojeaba un poco y lucía varios moratones en la cara y en los brazos desnudos. Los ojos de Robert se abrieron como platos.

—¡Ni que te hubiera pasado un tren por encima! —exclamó el vampiro. Shane le dedicó un gruñido y una mueca de dolor se dibujó en su cara al enderezarse—. Venga, no seas quejica. Seguro que no era para tanto. ¿Al cachorrito le han hecho daño? —se burló como si lo estuviera arrullando.

—Un día de estos voy a cerrarte esa bocaza, Robert. Aunque después tenga que aguantar la bronca que me echará tu hermana.

Robert iba a replicar, cuando los lobos comenzaron a descender del camión. Se quedó mudo al ver a Daleh. El tipo era enorme (superaba con facilidad los dos metros de altura), sus hombros, bajo la chaqueta de aire militar, eran anchos como los de un defensa. De él emanaba un aire de amenaza que despertaba todos los instintos de los vampiros presentes. Cyrus se llevó la mano al costado donde una daga reposaba en su funda de cuero. La apretó con fuerza cuando todos los hombres quedaron a la vista.

William se acercó a él y le apretó el hombro.

—Están de nuestro lado, no lo olvides —le susurró al oído.

Cyrus aflojó su mano y se obligó a relajar el brazo.

—Si tú lo dices.

—Lo digo —afirmó.

Daniel, con Samuel tan cerca que parecía su sombra, se acercó a Daleh.

El viejo lobo se lo quedó mirando. De repente cayó hacia abajó y clavó una rodilla en el suelo, inclinando la cabeza en señal de respeto. No necesitó ver la marca para saber a quién tenía delante. La influencia de Daniel se le metía en la piel a través de los poros, penetrando en cada terminación nerviosa hasta calarle en el cerebro como un sello impreso. Sus hombres lo imitaron. Un gruñido de reconocimiento se elevó en el aire mientras se golpeaban el lado derecho del pecho con un puño.

—No es necesario que hagáis eso. Levantaos —pidió Daniel. Hacía décadas que un hombre-lobo no lo saludaba a la vieja usanza.

Daleh alzó la vista hacia él.

—Eres el padre de la raza. Debemos mostrarte nuestro respeto como es debido.

Daniel cruzó una mirada con Samuel. Su hermano le guiñó un ojo, divertido por el mal rato que estaba pasando. A Daniel nunca le habían gustado ese tipo de formalismos.

—Os lo agradezco, pero no es necesario… Y tampoco prudente —terminó de decir mientras un turismo pasaba por la carretera.

Sus ocupantes se quedaron embobados mirando la escena, incluso redujeron la velocidad. Samuel se movió incómodo. Empezaban a llamar la atención, así que tomó el control. Ese era su trabajo.

—Soy Samuel Solomon —informó a Daleh. Dio un paso hacia él y le tendió la mano.

Daleh se puso de pie y se la estrechó con fuerza. Sus ojos pasaron de un rostro a otro: Shane, Carter, Daniel y Samuel. La estirpe de Victor había seguido su camino sin perder un ápice de pureza, y mantenía su fuerza intacta. Eran hombres de valía y esa era una virtud que siempre había respetado. También percibió otra cosa: la relación que mantenían con aquellos vampiros iba más allá de una simple alianza. Entre ellos las emociones y los sentimientos mostraban algo más profundo. El abrazo entre Shane y un guerrero con el pelo muy rubio, le confirmó lo que su instinto ya sabía. «Muerde a uno y tendrás que enfrentarte a todos», pensó.

—Dirijo a los cazadores, y soy yo quien os dará las órdenes. A partir de este momento haréis lo que yo diga cuando yo diga. Sin preguntar, sin dudar —continuó Samuel. Su expresión era seria y parecía que tenía prisa—. Supongo que ya os habrán puesto al tanto de cómo están las cosas y de lo que nos jugamos.

Shane asintió en respuesta al comentario. Él había tratado de explicarle y detallarle a Daleh todo lo que necesitaba saber.

—El plan es sencillo. Una vez dentro, no dejéis que ningún renegado salga de allí con vida —terminó de decir.

Daleh asintió con la cabeza.

—Gracias por ayudarnos. Sin vosotros estaríamos en un aprieto mayor —dijo Daniel con expresión fiera.

—Siempre pagamos nuestras deudas. El desafío fue justo y tu sobrino ganó. Victor estaría orgulloso de él —respondió Daleh.

Shane se dio la vuelta para ocultar que se había sonrojado.

—Debemos ponernos en marcha, William —dijo Cyrus mientras guardaba su teléfono en un bolsillo de su guerrera—. En el barrio francés hay movimiento. Varios nidos han llegado ya.

—Prometieron no llamar la atención, espero que sean capaces de cumplirlo —replicó William; su tono de voz era de extrema gravedad—. En pocas horas habrán tomado la ciudad.

Se encaminó al Hummer, pero se detuvo al ver que Robert no se movía. Su hermano parecía una estatua, sin apartar la mirada de la manada de licántropos. Lo conocía demasiado bien como para saber lo que le pasaba por la cabeza. El aire que lo rodeaba parecía latir de pura furia. La tensión de su cuerpo hablaba por sí sola. Los hombres que tenía delante lo habían mutilado sin necesidad de tocarlo, la noche que asesinaron a Kara sin ninguna compasión.

—Robert —dijo William—. Tenemos que marcharnos.

Robert tardó un instante en darse la vuelta y subir al coche.

—¿Cuál de ellos crees que fue? —preguntó una vez dentro. No había emoción en su voz, solo frialdad.

—¿Acaso importa ahora? —preguntó William desde el asiento del copiloto.

—Importa —respondió Robert para sí mismo. Clavó la vista en la ventanilla tintada—. Duele demasiado para que no importe.

William se lo quedó mirando un largo segundo, nunca había visto así a su hermano. De repente parecía hueco, mayor y cansado, demasiado cansado. Era como si todos los muros que había ido levantando durante años y años a su alrededor, para poder protegerse y dejar de sufrir, hubieran caído de golpe y sin tiempo a reconstruirlos, mostrando al hombre que era en realidad. William pudo ver su dolor, tan real y sólido que pensó que podría palparlo si extendía la mano. Clavó la vista en el parabrisas. Nunca había conocido a la esposa de su hermano, apenas había oído hablar de ella. Pero si Robert la amaba tanto como él amaba a Kate, le parecía un milagro que su hermano hubiera sido capaz de controlarse; y bien sabía que no era por miedo. Él se habría vuelto loco y los habría matado a todos.

William salió del hotel a medianoche enfundado en acero. Desde que había llegado a Nueva Orleans, se había dejado ver por sus calles, apenas custodiado por un par de guerreros y su hermano, demostrando así que no sentía ninguna inquietud por su seguridad en una ciudad repleta de renegados.

Estaban por todas partes, en cada esquina, en cada calle. Habían acudido en masa tal y como esperaba. William los miraba a los ojos como si él fuera un dios invencible y ellos sus esclavos, a los que podía reducir a cenizas por simple capricho sin mancharse las manos. Debían temerle, tenían que saber que los mataría si se enfrentaban a él; y ese mensaje, de momento, les estaba llegando alto y claro.

Subió al Hummer junto a Cyrus, Robert y Mako. Mihail conducía. Nadie dijo una sola palabra mientras circulaban hacia el puerto. Esa noche se celebraba una gran fiesta de disfraces para los turistas, con un desfile, música en vivo recorriendo las calles y fuegos artificiales. Ruido y celebración, la mejor distracción para que nadie se fijara en lo que iba a ocurrir a poca distancia de allí. Para que los gritos y el fragor de la lucha pasaran desapercibidos.

William se acomodó en el asiento. La funda que le cruzaba la espalda estaba llena de armas que apenas podía disimular bajo su ropa, y se le estaban clavando en la piel. Se ajustó la pistola en un costado. Los hombres de Samuel habían logrado convertir en un líquido la extraña aleación de plata que usaban en sus dagas, y habían rellenado con él balas huecas con punta perforante. Un disparo al corazón y la plata se extendería por el torrente sanguíneo. Imposible recuperarse de esas heridas.

Mako se movió a su lado.

—Había olvidado que lo tenía —susurró mientras le entregaba su teléfono móvil.

—¿Has podido instalar las aplicaciones que te pedí? —preguntó él.

—Sin problema. Ahora podrás conectarte y manejar todos los archivos, listados, informes…, incluso el sistema de seguridad de tu casa: cámaras, contraseñas… Todo.

William le dedicó una sonrisa.

—Gracias.

Ella se encogió de hombros y le devolvió la sonrisa.

William aprovechó para hacer una última llamada. Duncan, el abogado de la familia, descolgó el auricular en su despacho del bufete.

—¿Lo has solucionado? —preguntó directamente, sin ningún tipo de saludo.

—Sí. No tienes de qué preocuparte. Si… si no regresaras. —El abogado hizo una pausa y tomó aire. Le resultaba difícil hablar, dada la situación y el carácter de la conversación—. Ella será la dueña absoluta de cuanto posees. También lo he dispuesto todo para ocultarla de una forma segura, junto a tu familia. Puedes estar tranquilo.

—Gracias, Duncan.

—No tienes que darlas, ya lo sabes. Suerte, mi rey —dijo a modo de despedida.

William colgó el teléfono y trató de distraerse comprobando las llamadas y los mensajes. Cualquier cosa que lo ayudara a no pensar. De repente, se quedó helado. El número destellaba en la pantalla como si lo iluminara una baliza. Ella lo había llamado. Se estremeció y las dudas se apoderaron de él. ¿Habría pasado algo? No, de ser así, Adrien hubiera contactado con Robert o Cyrus. Así lo habían decidido. ¿Entonces? Se estrujó el cerebro buscando una razón lógica a su llamada, porque no quería hacerse ilusiones. ¿Pero qué otro motivo podía tener ella para querer hablar con él?

—Ese número llamó un par de veces, pero nadie respondió —dijo Mako sin darle mucha importancia.

—¿Lo cogiste? —preguntó con un tono demasiado duro. Ella se quedó inmóvil un segundo, impresionada por su reacción—. ¿Contestaste? Te dije que no lo hicieras —le espetó enfadado sin esperar una respuesta.

—Lo… lo siento —se disculpó la vampira—. No pensé que estuviera mal.

—No debiste hacerlo.

Mako leyó en su cara la verdadera razón del problema. Se trataba de ella, por eso estaba tan disgustado. Ladeó la cabeza y contempló las calles a través de la ventanilla. Lejos de enfadarse por su reacción, una sonrisa se extendió por su cara. Sin proponérselo había logrado que la situación entre William y Kate se complicara un poco más; o eso esperaba. ¡A ver si de una vez por todas ella desaparecía de su vida!

William se tragó un par de maldiciones. ¡Genial, Kate lo había llamado y Mako había atendido el teléfono! Se sentía tan frustrado y preocupado por las conclusiones que Kate podría haber sacado. No necesitaba ser muy listo para saber qué impresión se habría llevado. Apretó el teléfono y le devolvió la llamada, a esas alturas le importaba una mierda arrastrarse y suplicar. Ella tenía el teléfono apagado. Colgó, pero negándose a rendirse. Necesitaba saber, así que buscó el número de Adrien en su agenda.

Mihail detuvo el vehículo frente a la puerta principal del enorme edificio.

—Hemos llegado —anunció Cyrus.

—Un segundo —pidió William. No encontraba el maldito número.

Robert le puso una mano en el brazo y detuvo sus movimientos compulsivos.

—No tenemos un segundo —le susurró con tono severo.

—Es importante —insistió William.

—¿Más importante que esto? —lo cuestionó su hermano.

William se detuvo. Apretó los dientes y guardó el teléfono en su bolsillo. Cuando se bajó del coche, un pasillo formado por sus guerreros se extendía hasta la entrada del edificio. Tomó aire y dejó que una máscara fría y letal cubriera sus emociones. Dio el primer paso con la seguridad de que ya no había vuelta atrás. Iba a interpretar su papel tan bien que deberían darle un jodido Oscar. Lograría entretenerlos el tiempo necesario para que los lobos pudieran rodear el edificio y sitiarlos sin que se percataran de la tela de araña que ya se estaba tejiendo.

Iba a vencerlos, acabaría con todos y saldría de allí intacto; solo por un único motivo: averiguar la razón por la que Kate lo había llamado, dos veces.

Caminó con paso seguro, escoltado por un gran número de sus hombres. Cuando atravesó la puerta, alzó una ceja y su pecho se infló con deleite. La realidad estaba superando con creces sus expectativas. No cabía un alma en el interior. A pesar del gran número de renegados, apenas se oían voces, solo susurros.

Los miembros de cada nido se mantenían juntos y observaban con cautela a los otros. La desconfianza se podía oler en el ambiente. Sus líderes ocupaban posiciones más seguras parapetados entre sus hombres. En cuanto se percataron de la llegada de William, se movieron abriéndose paso para ser los primeros en saludarlo, reclamando posiciones de poder al lado del rey; las que él les había prometido.

William esbozó una sonrisa. Eran tan predecibles que se sorprendió por haber pensado que podrían ser capaces de aliarse entre ellos y preparar una emboscada. Se les veía tan ciegos de poder que pactar entre ellos era lo último que habrían hecho.

Caminó sin prisa por el pasillo que los guerreros iban abriendo casi a la fuerza. Se dio cuenta de que su presencia ejercía un peso palpable y lo alimentó dejando que su oscuridad, que tanto se esforzaba por controlar, brotara de él sin control, sin ningún límite. Corría el riesgo de que más tarde no pudiera encadenarla de nuevo en lo más profundo de su ser, pero ya se preocuparía de eso más adelante. Su agresividad y su impulso asesino eran las únicas armas de que disponía para controlarlos; así que las dejó fluir, junto a una mezcla volátil de adrenalina y furia.

Roland salió a su encuentro con una gran sonrisa. Inclinó la cabeza a modo de saludo y se llevó un puño al pecho, después le ofreció su mano. William aceptó el fuerte apretón; luego hizo algo que sabía que seduciría a Roland y lograría que relajara su actitud: le dio un abrazo y, a continuación, le rodeó el hombro con un brazo invitándolo a acompañarlo.

«Primero córtale la cabeza a la serpiente, y el resto del cuerpo solo podrá dar sacudidas sin control hasta desangrarse», pensó; pero para eso necesitaba tenerlo cerca.

—Me alegra volver a verte, Roland —dijo William—. ¿Todo bien?

—Por supuesto, señor —contestó el renegado—. Es más, mis dagas están a vuestro servicio si las necesitáis esta noche. —Con disimulo levantó la solapa de su americana de firma y dejó a la vista el destello de una daga de plata—. Parece que los ánimos no están muy calmados.

William volvió a sonreír.

—Gracias, mi querido amigo, pero para eso estoy aquí, para calmarlos. —Se inclinó sobre su oído y le susurró—: No te alejes mucho. Tengo una sorpresa.

Le palmeó la espalda y fue en busca del siguiente líder que buscaba su atención. Ya tenía a Roland de su lado, con su gesto le había dado una posición de ventaja y el viejo vampiro parecía encantado. El resto de cabecillas se obligaron a relajar su postura. William no solo contaba con sus guerreros, sino con el apoyo del nido de San Diego, el más grande; así que, someterse era la única opción. Ahora solo se trataba de conseguir un buen trozo del pastel.

—¡Lukan! —William abrió los brazos al cabecilla de Seattle—. Tu presencia me llena de alegría.

—Señor, a mí me llena de alegría tu gratitud.

—Me gusta cuidar de mis hermanos; siempre y cuando ellos sean buenos conmigo, por supuesto —replicó William con tono malicioso.

Los ojos de Lukan se abrieron como platos. El rey lo había llamado hermano y el halago tuvo un efecto inmediato, pasando por alto la amenaza implícita. Sus hombros se relajaron y una sonrisa sincera se extendió por su cara.

—Mi privilegio es protegerte, mi rey.

—Y mi obligación es garantizar tu protección y la de los tuyos. No dudes que lo haré siempre que lo necesites.

—Gracias, señor. Sois muy generoso.

—¡Aún no te he dado nada, Lukan! Espera a ver lo que tengo para vosotros, entonces podrás empezar a frotarte las manos.

El renegado sonrió encantado y dejó que William continuara con su paseo.

Cyrus y Robert cruzaron una mirada temerosa, asombrados por el comportamiento de William. Se había transformado por completo, metiéndose en su papel tan bien que se veían obligados a recordarse que solo se trataba de una representación y no de algo real.

William saludó uno a uno a todos los dirigentes de los nidos. Su diplomacia resultaba sorprendente. Se movía entre ellos como pez en el agua. Cuando llegó al otro extremo del edificio, se subió a una escalera de metal que daba acceso a una oficina de paredes de vidrio. Desde allí podía controlar hasta la esquina más alejada y a todos los renegados que se agolpaban frente a él.

Con las manos en la barandilla, sonrió a los presentes y dejó que el silencio se prolongara a propósito. Todos lo observaban ansiosos. Por debajo de la violencia latente y el juego de las apariencias, podía percibir una corriente de miedo fluyendo hasta él. Aquellos vampiros lo temían, temían su calma y su indiferencia; pero, sobre todo, temían su deseo de agradarles.

Los sentidos de William captaron los movimientos que nadie más pudo ver, los renegados estaban demasiado impresionados y expectantes como para darse cuenta. El número de guerreros estaba aumentando sin que se percataran de ello. Se colaban por los accesos como un ligero goteo apenas perceptible, creando un cerco de cuerpos y acero, como un redil conteniendo ovejas.

En pocos segundos llegarían los licántropos, tomarían el tejado y los accesos bajo el suelo. Necesitaba distraer a los renegados un poco más y enmascarar el olor de los lobos. Ellos eran su arma secreta, y debía ser secreta hasta que sus mandíbulas empezaran a moverse desmembrando cuerpos. Solo había un modo de lograrlo y, aunque les costó mucho aceptarlo, por el riesgo que implicaba y lo que suponía, habían llegado a la conclusión de que los sacrificios eran necesarios para alcanzar un bien mayor.

—Bienvenidos… —dijo William.

No se oía nada salvo el sonido de los cuerpos al moverse nerviosos; y comenzó un discurso preparado al milímetro. Les habló del pasado, de la supremacía de la raza, de lo que esperaba del futuro y del mundo que iba a servirles en bandeja de plata. Un mundo solo para ellos, convertido en restaurante de lujo y sin límite en la carta. En este punto, hizo una pausa.

Desplegó sus sentidos de ángel y los sintió en el tejado. Suaves y silenciosos en su forma humana. Letales y crueles cuando la bestia tomaba el control. Hizo un gesto con la mano y la puerta de la oficina se abrió. Cyrus salió arrastrando por el cuello a un tipo con aspecto de motero, y Stephen hacía lo mismo con otro que parecía a punto de hacerse pis en los pantalones. Habían tenido mucho cuidado a la hora de elegirlos. No podía ser cualquiera, estos debían merecer lo que les iba a pasar, de modo que su pérdida supusiera un bien. Y, desde luego, a esos dos no los iba a llorar nadie salvo sus clientes.

Hora de crear la distracción.

William sujetó por el brazo a uno de los hombres y tiró de él. Por dentro temblaba como un flan, rezando para no sucumbir y mandarlo todo al infierno por un trago de la esencia del humano. Por fuera continuaba siendo el rey: frío, indiferente y con una mirada psicópata que lograba que pensaras dos veces el simple hecho de dirigirle la palabra.

En su mano apareció un cuchillo y sin ningún tipo de preámbulo le abrió la muñeca al humano. Un suspiró ahogado recorrió el edificio, los vampiros se movieron dentro de sus propias ropas, provocando una fría corriente de aire. William colocó una copa bajo la sangre que brotaba profusa. El olor lo mareaba. Sus colmillos pulsaban en sus encías deseando liberarse. Hizo crujir su cuello y alzó la copa rebosante.

—Esto es lo que os prometo y lo que tendréis si me aceptáis. Nadie os tocará un pelo por tomar lo que os pertenece.

Los murmullos se extendieron. Las cabezas se movían de arriba abajo, asintiendo sin parar. El olor dulzón de la sangre lo inundó todo y distrajo a los renegados. William se llevó la copa a los labios y dio un trago mientras sus ojos volaban arriba. Había llegado el momento, y no le quedó más remedio que confiar en cada uno de sus hombres, en su voluntad de hierro y en su entrenamiento para no distraerse con nada que no fuese rebanar cuellos y arrancar corazones.

—Y bien, ¿qué respondéis? —preguntó con una sonrisa maliciosa.

Un segundo después, los renegados comenzaron a arrodillarse, inclinando sus cabezas en señal de respeto. Una sonrisa se extendió por la cara de William. Abrió los brazos como si quisiera abrazarlos a todos. Su presencia se adueñó del edificio. Una señal y el baile comenzaría. Se llevó la copa a los labios y bebió de nuevo.

—Entonces… Sed bienvenidos a mi reino —dijo con un tono de voz que habría parado el corazón de cualquier ser vivo.

Alzó una ceja y un brillo de diversión iluminó sus fascinantes ojos azules. Soltó la copa, impactó contra el suelo y se hizo añicos. La sangre se extendió por el piso de cemento. La siguieron los cuerpos de los humanos…

Y el caos se desató. Los sonidos del acero y los disparos se mezclaron con los gritos y los gruñidos. Los licántropos irrumpieron y, en pocos segundos, aquel edificio fue el escenario de la mayor carnicería que una ciudad como Nueva Orleans jamás había acogido; y puede que ninguna otra.