—¿Lo habéis oído? —preguntó Marie tras colgar el teléfono. Todos asintieron—. Bien, porque no tengo fuerzas para hablar —y dicho esto, se giró hacia Cecil y la abrazó con fuerza.
Kate y Adrien se miraron. La expresión de alivio iluminaba sus caras y una leve sonrisa les curvaba los labios. Shane lo había logrado y en ese momento viajaba con el resto de su extraño grupo a Nueva Orleans, para unirse al resto de cazadores y guerreros.
Kate había podido oír la voz de William mientras cruzaba unas palabras con su hermana. Cerró los ojos para dominar el repentino dolor que la asfixiaba: como un puño estrujándole el corazón. El tiempo pasaba implacable y, en apenas unas veinte horas, aquella pesadilla llegaría a su fin. Para bien o para mal.
A pesar de la buena noticia, la embargó una conocida sensación de ansiedad. La potente emoción la aplastaba, como si las paredes encogieran, estrechándose sobre ella sin dejarle espacio para respirar. «No necesitas respirar», se recordó para dominar su claustrofobia, que parecía empeorar cada vez más.
El pequeño labrador llegó corriendo hasta ella desde la cocina y comenzó a gimotear y a arañar la puerta. No era la única que estaba nerviosa, o quizá solo quería hacer sus «cosas».
Abrió la puerta y le dejó salir. El perrito echó a correr hacia el lago y desapareció de su vista.
—Eh, no es seguro que te alejes —gritó Kate—. Por aquí hay animales mucho más grandes que tú.
El perrito no hizo caso y sus ladridos se oían cada vez más lejos. Kate bajó del porche. La grava se clavó en sus pies descalzos, pero siguió adelante. Una brisa húmeda le agitó la ropa y le apartó el pelo de la cara. El cielo nocturno estaba abarrotado de estrellas, pronto desaparecerían en la luz del amanecer. Kate sentía la llegada del sol: un cosquilleo en su nuca que le erizaba el vello con una sensación desagradable, como si su cuerpo aún lo reconociera como un enemigo. Era extraño, pero, a pesar de que los vampiros podían moverse a la luz del día, continuaban sintiéndose más cómodos durante la noche; incluso ella, que solo se había visto sometida a su maldición unas cuantas semanas.
No tardó en alcanzar el lago. Mientras recorría la orilla, sacó del bolsillo de sus pantalones el teléfono móvil. Le echó un vistazo y el desencanto se apoderó de ella. Nada. Ni un escueto mensaje. Pensó en llamarlo, pero ¿de qué iba a servir? La segunda vez que lo intentó, Mako respondió de nuevo. No sabía el motivo, pero era ella quien llevaba su teléfono.
Al menos sabía que él se encontraba bien.
Cerró los ojos un instante. ¿De verdad todo se había terminado entre ellos? ¿Así, sin más? En solo unas horas podría estar muerto y ni siquiera ese motivo parecía suficiente para dejar a un lado todo lo ocurrido y llamarla.
De verdad era idiota si pensaba que él la llamaría después de las cosas que se habían dicho. Recordó su expresión segundos antes de dejarlo en la habitación, y sintió como si alguien la estuviese torturando por dentro. Adrien tenía razón, él había asumido lo que ella le había dejado bastante clarito con su ataque de celos y rabia. El mundo se desmoronaba a su alrededor y no sabía qué hacer. Apagó el teléfono. Se sintió fría, como fuera de sí misma. Deseó con todas sus fuerzas poder retirar cada palabra.
El perrito soltó un ladrido lastimero. Kate se puso de puntillas para intentar verle entre la maleza.
—Eh, pequeño, ¿dónde estás, pequeño?
Frenó en seco y se quedó inmóvil. Marak estaba a solo unos metros de donde ella se encontraba, mirándola, mientras acariciaba al cachorro de forma distraída entre sus brazos. Kate tuvo la sensación de que su aspecto era más sólido, menos etéreo. Llevaba la misma ropa que le había visto las veces anteriores.
—¿Cómo lo haces? —preguntó—. ¿Cómo logras sostenerlo si eres… así?
No estaba segura de qué sustancia estaba formado el cuerpo de un fantasma.
—Lo educado es saludar primero —dijo Marak con una sonrisa. Esperó, pero Kate no abrió la boca, así que respondió—: No lo sostengo con mi cuerpo, eso es evidente. Lo hago con mi mente. Dominar la materia a través del pensamiento es difícil, pero una vez que lo logra el mundo adquiere una nueva perspectiva para un ser como yo. Por cierto, ¿te gustó el libro?
Kate le dedicó una mirada de desconfianza.
—En realidad fue útil, demasiado útil.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Marak con un gesto inocente.
—Dímelo tú, estoy segura de que nada contigo es casual. Viniste aquí con un propósito. Darme ese libro y que yo se lo hiciera llegar a mis amigos para… ¿para qué exactamente, Marak?
—En serio, querida, no tengo la más remota idea de qué estás hablando —replicó él con un suspiro que no pudo esconder el sarcasmo en su tono de voz.
—Lo sabes. Sabes mucho más de lo que sospecho, y lo que me preocupa es qué pretendes y qué sacas tú de todo esto.
Marak se agachó y dejó al cachorro en el suelo. El perro se quedó sentado a su lado, mirando fijamente a Kate.
—Chica lista —susurró, más para sí mismo que para ella—. ¿Y si te dijera que quiero ayudarte porque me caes bien?
Kate se quedó mirándolo fijamente varios segundos.
—Me costaría creerte —respondió.
Marak sonrió. La luz de la luna jugueteaba sobre sus altos pómulos, mientras alzaba la cabeza para contemplar las estrellas.
—Pues es la verdad, me caes bien. Y tienes razón, puse ese libro en tus manos con la esperanza de que pudiera ayudarte. No quiero que te pase nada malo. Me gustas y no quiero que sufras daño alguno. Eres importante para mí y te necesito sana y salva, mi dulce mariposa.
Kate se estremeció; que la llamara así le ponía el vello de punta.
—Explícame por qué soy importante para ti. ¿Acaso ya nos conocíamos? ¿Llegamos a conocernos cuando aún estabas vivo? ¿Perteneces a mi familia? ¿Eres algún antepasado?
Kate estaba dando palos de ciego con aquellas preguntas. Confiando en que alguna de ellas fuese el motivo por el que Marak había aparecido en su vida. Algo así sería comprensible hasta cierto punto. Solo obtuvo un largo silencio por respuesta.
—¿Sabes qué? No sé qué pretendes ni qué buscas, pero no vuelvas a acercarte a mí —replicó ella con malos modos.
—¿Sabes qué? —repitió él—. Es posible que dentro de unas horas me agradezcas que ignore esa petición. Te guste o no, mi único interés es que tú sobrevivas el tiempo…
—¡Kate!
El viento arrastró la voz preocupada de Adrien hasta ella. Kate se giró hacia atrás por puro instinto, y cuando volvió a mirar a Marak, este había desaparecido. El perrito continuaba inmóvil, casi sin respirar, como si estuviera en alguna especie de trance. Kate se agachó y alargó la mano.
—¿Estás bien, pequeñajo?
El cachorro parpadeó. Ladró al aire y se precipitó en sus brazos, justo cuando Adrien y el guerrero aparecían tras ella muy preocupados.
—¿Qué parte de no te alejes de la casa es la que no entiendes? —le soltó Adrien a dos centímetros de su cara.
—Estaba aquí —dijo ella mirando a su alrededor.
—Eso ya lo veo, pero es allí donde deberías estar —protestó él, señalando entre los árboles el punto donde se alzaba la casa.
—No hablo de mí, sino de él.
—¿Quién? —preguntó con recelo Adrien. Deslizó una mano bajo su camiseta y sacó la daga que ocultaba en la cinturilla del pantalón.
—Marak. Estaba ahí hace un segundo.
Adrien giró sobre sí mismo, escudriñando el bosque mientras desplegaba todos sus sentidos. Nada, no percibía absolutamente nada. Resopló molesto. Cada vez que perdía a Kate de vista se ponía histérico; y saber que un poltergeist, demasiado oportuno como para no tenerlo en cuenta, la perseguía por toda la ciudad, no lo ayudaba mucho a calmarse.
—Me estoy planteando seriamente sacaros a todos de aquí y llevaros a un sitio muy, muy lejano y solitario. Como la Antártida, donde el mayor peligro lo suponga un pingüino cabreado —masculló mientras la cogía de la mano y la guiaba de vuelta a la casa.
—¿Un pingüino cabreado? —repitió Kate con los ojos como platos. Una sonrisa divertida se extendió por su cara.
—Por tu bien, borra esa sonrisa. Te supliqué que no salieras sola.
El perrito empezó a ladrar, como si estuviera reprendiendo a Adrien por hablarle de ese modo a Kate.
—Y tú cierra el pico si no quieres que te deje seco —le espetó al cachorro.
Esta vez, Kate tuvo que morderse los labios para no echarse a reír con ganas. Durante un instante volvió a sentirse bien, un solo instante.
Salma se sentó contra la pared con su cerebro amenazando con estallar. Las visiones estaban a punto de volverla loca. Al principio no lograba entenderlas, ni sabía qué relación tenían entre sí; solo veía ese libro una y otra vez, sus páginas escritas en un idioma que no reconocía, pero que, de algún modo, sabía qué decían. Contenían la fórmula para el desastre, la puerta hacia el caos absoluto y la aniquilación de los humanos.
Necesitaba el libro, sin él no la creerían. No podía presentarse ante ellos y decirles sin más que iban a acabar con el mundo. Aún recordaba al vampiro que había ido a buscarla, tan siniestro y peligroso. Se le ponía el vello de punta solo con pensar en él. Imaginar verlo de nuevo le disparaba el pulso. Pero no le quedaba más remedio, tenía que hacerlo. Nunca había sabido a ciencia cierta a qué se debía su don, por qué había nacido con él; por qué ella y no su hermana, o la vecina, o su compañera de instituto.
Quizá las respuestas a todas esas preguntas estaban por fin allí. Quizá su propósito era mucho más importante que adivinarle el futuro a unas cuantas adolescentes durante las ferias. Se había pasado toda su vida siendo la rarita, la loca, la marginada; sin entender por qué veía las cosas que veía.
—Salma, ¿estás bien?
Salma parpadeó y enfocó su mirada en el rostro que tenía pegado a la cara: Lena, la jovencita que tomaba fotografías junto a su tienda. La chica parecía confusa y asustada, no tenía color en la cara.
—Sí, solo ha sido otra visión. Esta noche va a pasar algo horrible. He visto un río de sangre —respondió mientras se masajeaba las sienes.
Lena se dejó caer al lado de Salma y le dio un pañuelo de papel para su nariz, le sangraba un poco. A través de los arbustos en los que se habían escondido, espió la casa que se encontraba al otro lado de la calle. No entendía cómo se había dejado convencer para aquello. Siempre había creído que Salma estaba loca de remate y que su don para la adivinación no era más que un fraude; que su suerte a la hora de vaticinar se debía a que era buena observadora; y que haciendo las preguntas adecuadas, podía dar con las respuestas correctas. Pero, en los últimos días, había comprobado de primera mano que no era así. Salma veía cosas. Y si había interpretado bien sus últimas visiones, estaban en un lío de los grandes.
—Siguen ahí —dijo Lena—. ¿Cómo vamos a entrar sin que nos vean?
—Esperando. Dentro de un rato recibirán una llamada y se moverán. Entonces solo tendremos unos minutos —respondió Salma.
—¿Y estás completamente segura de que el libro está en esa casa? —preguntó la chica.
—Sí —respondió Salma.
—¿Y por qué tienen algo tan importante guardado ahí?
—No tengo la respuesta a todas las preguntas, Lena. Solo sé lo que veo. Ese libro está ahí y lo necesito; no solo para que me crean y confíen en mí, sino para que lo descifren y se pueda evitar el desastre.
—Sigo sin saber cómo vamos a cogerlo. Si esos dos son… —Tragó saliva antes de pronunciar la palabra que, en las últimas horas, había adquirido un nuevo significado para ella— demonios, ¿no crees que se darán cuenta de lo que intentamos? ¿Qué crees que nos harán si nos descubren?
—Tranquila, lo he visto, saldremos de la casa sin que nos descubran. Confía en mí —dijo Salma.
Sonó un teléfono móvil y uno de los dos hombres a los que vigilaban respondió a la llamada, tal y como Salma había visto en su visión. La conversación llegó hasta ellas con claridad. Habían pedido comida a domicilio y el coche del repartidor se había averiado unas calles más abajo. El tipo que contestó al teléfono ladró un par de maldiciones y unas cuantas palabrotas, y se subió a un destartalado coche. Lo puso en marcha y desapareció al doblar la esquina.
—¿Los demonios conducen? Creía que volarían, o que se transportarían. Algo así, no sé… —susurró Lena.
—Han pedido comida. Quizá sean más normales de lo que imaginamos —respondió Salma.
Se movió hasta pegar la cara al arbusto. Ahora veía el porche de la casa con total claridad. En unos segundos aparecería la segunda distracción: cinco, cuatro, tres, dos… Allí estaba la rubia despampanante, embutida en un ceñido vestido que mostraba mucho más que si no lo llevara puesto. El tipo que se había quedado en la casa, junto a la acera, cedió a su sonrisa coqueta con una mirada cargada de lujuria, y no dudó en seguirla hasta el otro lado de la calle donde la chica acababa de detenerse para encender un cigarrillo.
—¡Ahora! —susurró Salma, tomando a Lena de la mano—. Tenemos un par de minutos.
Cruzaron la calle justo cuando un camión de reparto pasaba, ocultándolas mientras se deslizaban por un lateral de la casa y la rodeaban. Acabaron en un jardín abandonado, donde la hierba había crecido hasta cubrir los primeros peldaños que conducían a la puerta trasera. Abrieron la mosquitera y empujaron la puerta. Cruzaron la cocina y salieron a un pasillo enmoquetado que olía a pis de gato y a azufre.
—Abajo —susurró Salma.
Giró el pomo de una puerta que Lena ni siquiera había visto, y se precipitaron escaleras abajo hasta el sótano. Lena no daba crédito a cómo se desenvolvía la vidente dentro de la casa. Sabía dónde estaba cada cosa con una precisión increíble. Si le quedaba alguna duda sobre su don, esta acababa de disiparse. En medio del sótano encontraron un arca de madera, idéntica a la que Salma le describió unos días antes; y si había tenido razón en todo aquello, también la tenía sobre las otras cosas que había visto: el fin del mundo, el caos, la desaparición de la raza humana. Empezó a temblar.
—Lena, tienes que ayudarme a mover la tapa, yo sola no puedo —susurró Salma.
Lena parpadeó, volviendo en sí. Asintió una vez y se acercó a la tapa del arca. Para eso estaba allí. Salma había sabido desde un principio que sola no podría levantarla y que iba a necesitar ayuda, por eso se había visto obligada a contárselo todo a Lena.
Juntas colaron los dedos en la única rendija en la que podían hacer palanca, y tiraron hacia arriba. La tapa cedió muy despacio, con un chirrido de bisagras oxidadas que recorrió el sótano. El viejo libro quedó a la vista, situado en el centro del cofre.
—¿Puedes sostener la tapa? —preguntó Salma.
Lena utilizó toda la fuerza de su cuerpo para sujetarla, mientras Salma se inclinaba y cogía el texto, que no era más que unas cuantas hojas de papel amarillento perforadas con un punzón y unidas por un cordón que atravesaba los agujeros. Salma lo sostuvo en sus manos con sumo cuidado, como si acunara a un recién nacido. Alzó la vista y miró a Lena, que estaba roja y comenzaba a sudar por el esfuerzo. Dio un respingo y dejó el libro a un lado. Ayudó a la chica a bajar la tapa y salieron corriendo de regreso arriba.
Salma llevaba el libro abrazado contra su pecho y misteriosamente sintió un extraño vínculo con él. De repente, en su cabeza apareció la imagen de un hombre vestido con una túnica blanca, inclinado sobre una mesa de madera a la luz de un par de velas, escribiendo en él como si estuviera poseído por una especie de trance.
Oyeron pasos en el porche principal, justo cuando cruzaban el umbral de la cocina. Se precipitaron afuera y sus pies se hundieron en la hierba atestada de ortigas secas. Corrieron con todas sus fuerzas y enfilaron la acera en dirección a la calle donde habían aparcado la pequeña furgoneta de Lena.
Salma llevaba las llaves, gracias a sus visiones conocía la zona mejor que la chica. Abrió la puerta de un tirón y subió de un salto, se inclinó sobre el asiento y abrió la otra puerta para que la joven pudiera subir. Una vez dentro le pasó el libro y arrancó el vehículo. No perdieron tiempo ni en ponerse el cinturón. Salma pisó el acelerador a fondo y salieron disparadas hacia la salida del pequeño pueblo.
Se miraron un instante, y una sonrisa se dibujó en sus labios. Lo habían conseguido, tenían el libro. Ahora solo debían viajar hasta New Hampshire y dárselo a quienes de verdad podían hacer algo con él.
La mirada de Salma voló hasta la sombra al otro lado de la ventanilla tras Lena. Se encontró con unos ojos completamente negros e inhumanos. Un brazo atravesó la ventanilla y cogió a Lena por el cuello. Tiró de ella y la sacó por el hueco dejando tras de sí una lluvia de cristales. Salma no pudo reaccionar, solo tuvo tiempo de ver la expresión horrorizada de la chica; y cómo, en una fracción de segundo, su rostro se transformaba con un gesto audaz mientras empujaba el libro, que aún sostenía en su regazo, hacia el interior de la furgoneta. «No pares», pudo leer en sus ojos.
Salma pisó el acelerador hasta el fondo. El motor rugió, vibrando como si en cualquier momento fuese a desmontarse. Miró por el retrovisor y pudo ver a Lena en el suelo, inmóvil después de que le rompieran el cuello; y cómo el demonio iniciaba de nuevo su persecución. Las lágrimas resbalaban sin control por sus mejillas. Había muerto, Lena había muerto por su culpa. Por eso no podía permitir que la cogieran y que todo hubiera sido en vano.