La primera nevada cayó antes de lo previsto. Aún faltaban dos meses para el inicio del invierno, pero un temporal surgido de la nada había cubierto con más de un metro de nieve todo el norte de la reserva.
William y Shane caminaban sobre el manto blanco, completamente inmaculado bajo los abetos y píceas rojas. De la boca del licántropo surgía una columna de vaho, que se condensaba a su alrededor como una nube.
Las coordenadas que Silas había logrado descifrar en la carta astral del diario, correspondían a un punto concreto al noreste del parque; pero ese punto era tan amplio que alcanzaba una vasta extensión de bosques y lagos. La probabilidad de encontrar a la manada de licántropos era mínima. Solo disponían de unas pocas horas y necesitaban mucho más tiempo para patearse la zona de arriba abajo. La situación pintaba tan mal que rezar para que ocurriera un milagro, que los pusiera tras la pista correcta, les parecía una buena opción.
El sonido de unas zarpas arañando madera llegó hasta ellos. Vieron un oso negro afilándose las garras en la corteza de un árbol, a unas decenas de metros de donde se encontraban. El animal se quedó quieto durante un segundo, alzó la cabeza y olfateó el aire, miró hacia ellos y, de repente, dio media vuelta y se alejó perdiéndose entre los árboles.
—Llevamos dos horas andando y ni rastro de esa cueva, ni de perros del infierno, ni nada —se quejó Shane.
—¿Tienes prisa por enfrentarte a ese tal Daleh? —preguntó William.
—Sí, la verdad es que sí —susurró Shane para sí mismo.
Continuaron caminando sin decir nada más. Atentos a cualquier rastro o ruido extraño. Sentían que los estaban vigilados, pero solo por pequeños animalitos asustados por su presencia.
William se concentró en la nieve y en la forma en la que sus botas se hundían en ella. Estaba preocupado por su amigo. Si encontraban a las bestias el enfrentamiento sería inevitable; y, aunque conocía la fuerza y el poder de Shane y de lo que era capaz, no tenía ni idea de cómo podía ser Daleh. Solo sabía que el tipo era uno de los lobos más viejos que existían, y eso no lo tranquilizaba en absoluto. Cuanto más viejo más fuerte, al igual que ocurría con los vampiros. Deseó poder ocupar su lugar, pero hasta un semiángel tenía poco que hacer contra una manada como aquella. Sí, podría deshacerse de ellos uno a uno, aprovechando sus poderes, pero los necesitaban vivos y dispuestos a colaborar.
Llenó sus pulmones con una fría bocanada de aire y se paró en seco. El ambiente le estaba crispando los nervios y prefería mil veces discutir con él a aquel silencio.
—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó con tono seco.
Shane se detuvo un poco más adelante. Se quedó quieto mientras su ancha espalda subía y bajaba por la rapidez con la que respiraba.
—Adrien me lo contó antes de salir hacia aquí —respondió el licántropo. Ladeó la cabeza para mirarlo por encima del hombro—. Aunque hace días que lo sospecho.
—¡Ese estúpido bocazas! —gruñó William. Lanzó una patada a la nieve con gesto infantil.
—Me duele admitirlo, pero ese estúpido bocazas ha hecho lo que debía. Por alguna extraña razón le importas, y sabía que no debía dejarte salir de Heaven Falls sin niñera —comentó el licántropo. Su instinto le decía que Adrien se había convertido en el tipo de persona en el que podía confiar; pero que a él le llegase a caer bien ese tipo, era un asunto totalmente distinto.
—No necesito una niñera —masculló William.
Shane sonrió con aire travieso.
—No, en realidad necesitas dos. Por eso Carter también está al tanto, y has de saber que su lealtad ha sufrido un leve conflicto de intereses. Tú eres su amigo, pero Adrien tiene a la chica, así que… pórtate bien o se chivará.
William se quedó mirando a Shane, con las manos en los bolsillos. La declaración lo había pillado a contrapié. Una brisa helada jugueteó con uno de los mechones que le caían por la frente.
—No estoy tan mal —comentó sin mucha convicción.
—Sí lo estás, pero eres tan arrogante y orgulloso que jamás dejarás que tus instintos te conviertan en ese monstruo que crees que llevas dentro. Y si al final sucumbes, siempre estaremos nosotros para traerte de vuelta.
Hubo un momento de silencio. Se quedaron mirándose fijamente. No había reproches, ni acusaciones en los ojos de Shane, solo comprensión y la misma lealtad de siempre. William se dijo a sí mismo que era un maldito afortunado que no merecía a su amigo. Asintió despacio, sin dejar de mirarlo. No había nada más que decir salvo…
—Gracias.
—De nada —respondió Shane. Se percató del anillo que colgaba del cuello de su amigo sujeto a una cadena. Se le encogió el estómago, no tenía ni idea de que las cosas hubieran llegado tan lejos—. ¿Estás bien?
William se llevó la mano al cuello. Cogió el anillo y lo guardó debajo de su ropa.
—Sí, no te preocupes. Nada va a distraerme.
Shane sonrió, pero el gesto desapareció de su cara con la misma rapidez que había aparecido. Por el rabillo del ojo vio un lobo gris de ojos oscuros que lo observaba con cautela, apenas había alcanzado la madurez. Meneaba el rabo de forma vacilante y se movía de un lado a otro en una especie de extraño baile, extendiendo y retrayendo las zarpas con nerviosismo. Solo era un lobo normal y corriente, pero su bestia se puso alerta.
—¿Quieres decirme algo? —preguntó Shane con una sonrisa.
Se agachó y alargó la mano hacia el animal.
El lobo dudó; poco a poco se acercó hasta olisquearle la mano. Se alejó de Shane dando saltitos y se detuvo una decena de metros por delante de ellos. Dio media vuelta para mirarlo, moviéndose en círculos. Gimoteó, como si le estuviera pidiendo que lo siguiera.
Shane se puso de pie y comenzó a quitarse la ropa.
—Están cerca de aquí —anunció.
—¿Estás seguro? —preguntó William. Se estremeció con un escalofrío. Había llegado el momento.
Shane asintió.
—Al otro lado de esa montaña. Tenemos el viento a favor, eso ha evitado que nos descubran; de haberlo hecho, ya estaríamos muertos. A partir de aquí sigo yo solo. —Hizo una pausa, completamente desnudo. Su enorme cuerpo parecía esculpido en granito, con los músculos tan tensos que una roca habría rebotado en ellos. Agarró su ropa y le pasó el montón de prendas a William—. Si no… si no regreso…
—Regresarás, ¿vale? Sé que lo harás.
—Pero si no lo lograra. No dejes que Marie… Dile…
William le rodeó la nuca con una mano y clavó sus ojos en los de él.
—Puedes hacerlo.
Se quedaron mirándose unos largos segundos. Shane tomó aire, dio unos pasos atrás y se transformó en lobo. Se perdió en la espesura, fundiéndose con la capa de nieve que la cubría. Su olfato le mostró el camino con la precisión de un GPS. Recorrió unos diez kilómetros antes de salir a campo abierto. Se detuvo en la última línea de árboles y escudriñó el prado helado.
Shane era cauteloso y disciplinado; rápido y peligroso; y el lobo más fuerte de su manada en los últimos siglos. Además, estaba tan furioso y decidido a regresar a casa, que esa emoción le daba unos cuantos caballos más al motor que lo hacía funcionar, convirtiéndolo en un tren sin control. Se tomó unos segundos, tiempo para reunir el control necesario sobre sí mismo, antes de enfrentarse a la bestia que lo observaba oculta entre la maleza.
Con pasos firmes, largos y seguros, se adentró bajo cielo abierto. Se mantuvo tranquilo mientras los licántropos más grandes que había visto nunca, salían de la espesura y formaban un círculo a su alrededor entre un coro de gruñidos y leves aullidos de advertencia. ¡Dios, eran enormes!, pero lo que más le sorprendió fue comprobar que su propio tamaño era similar al de ellos. ¿Cuándo había dado semejante estirón?
Abandonó sus pensamientos, y a punto estuvo de quedarse con la boca abierta, cuando un último lobo de pelo gris tomó posición frente a él. Tenía una expresión fiera, acentuada por una cicatriz que le cruzaba la cara desde la ceja al labio superior.
«Nunca creí que volvería a verte, pero aquí estás. Y el único motivo que se me ocurre, es que vienes a reclamarme la deuda que tengo contigo», dijo el lobo.
Shane supuso que era Daleh y guardó silencio. Sabía que, en cuanto abriera la boca, se darían cuenta de que él no era Victor. Asintió sin más.
«¿Y qué es eso que necesitas de mí, Victor Solomon?», preguntó Daleh a través del vínculo mental que les permitía comunicarse cuando se transformaban en bestias.
Shane ignoró el penetrante olor que destilaba la ira de Daleh, y prestó atención al resto de la manada. Ninguno apartaba los ojos de él, alertas, preparados para atacar a la más mínima orden o señal de alarma. Uno de ellos lanzó un rugido, un aullido ronco que contenía poco más que furia ciega.
Shane le sostuvo la mirada sin inmutarse. Sus brillantes ojos dorados desprendían una seguridad perturbadora, la seguridad que distingue a todos los Alfas, y Shane lo era aunque no tuviera la marca. Por ese motivo abandonó toda cautela y enfrentó lo que no le quedaba más remedio. Cuanto antes mejor.
«Soy un Solomon, pero no soy Victor…»
No pudo terminar la frase. Un lobo, de pelo tan negro como una noche sin luna, abandonó su posición y saltó sobre él desnudando los dientes. El instinto fue lo que hizo que Shane se moviera sin pensar. Se apartó en el último momento y, con un giro imposible, logró apresar la garganta del atacante. Usó la fuerza de su cuerpo en movimiento, para levantarlo en el aire y hacerlo caer de espaldas, inmovilizándolo. Un solo jadeo más fuerte que un susurro y le partiría el cuello.
Nadie se movió. Todos se quedaron mirando a Shane y a su presa sobre la nieve. Las caras de sorpresa casi parecían una cómica caricatura. Un segundo lobo gruñó y se preparó para abalanzarse sobre él. Daleh lo detuvo con una orden. Los ojos de Shane se movían de un rostro a otro, alerta. Los latidos de su corazón le estaban machacando el pecho con un ritmo frenético. ¡Dios, seguía vivo! Y no solo eso, de momento parecía tener el control. Con más calma evaluó la situación. Los lobos no apartaban los ojos del compañero que yacía en el suelo, y podía sentir el desasosiego en sus pensamientos. Vale, se preocupaban los unos por los otros, eso era bueno.
«¿Cómo nos has encontrado?», preguntó Daleh.
«Victor era mi bisabuelo…», respondió Shane.
«¿Era? Eso quiere decir que Victor ya no mora en este mundo». Los ojos de Daleh se entornaron.
«No. Murió hace mucho tiempo, pero nos habló de ti y tu deuda, y nos explicó cómo encontrarte si te necesitábamos», declaró de forma concisa, aunque solo era una verdad a medias.
«Mi deuda era con Victor, él ya no está. Tú no tienes poder sobre mí», respondió Daleh.
Su mirada bajaba constantemente al lobo que permanecía sometido sobre la nieve. Un presentimiento se apoderó de Shane: los lazos que unían a Daleh con aquel licántropo eran fuertes, de sangre. ¿Hijo, hermano… hija? ¡No se había dado cuenta de que era una chica!
«Están sucediendo cosas que también os afectan, corréis el mismo peligro que nosotros. La maldición de los vampiros se ha roto y cientos de renegados van a tomar las ciudades si no lo impedimos», dijo Shane. Fue directo al grano. Intentaba ganar tiempo, porque no tenía ni idea de cuándo dejarían de hablar para pasar a la acción.
Daleh se enderezó y su enorme cuerpo se puso tenso.
«Esa lucha terminó para nosotros, no nos incumbe. Tenéis lo que os habéis buscado. Avisé a Victor, se lo dije».
Se movía de un lado a otro, con la cabeza rozando el suelo y los ojos entornados. Lo estaba acechando. Daleh continuó:
«Los vampiros jamás serán aliados, y se propagarán como la peste matándolo todo a su paso. Mis hermanos y yo vinimos al mundo por la magia de una bruja. Fuimos los primeros y creamos una estirpe fuerte y poderosa. Los vampiros nos lo arrebataron todo y nos encadenaron. Nunca debisteis confiar en ellos».
«El pacto se mantiene y es más fuerte que nunca. Pero guerreros y cazadores no son tan numerosos como en otros tiempos, y los renegados se están convirtiendo en un problema mayor de lo que jamás imaginamos», dijo Shane.
«¿Crees que me importa?», preguntó Daleh con desdén.
«Voy a soltarla», anunció Shane como muestra de buena fe.
«Si la sueltas, nada impedirá que mis hermanos te descuarticen después», comentó Daleh. Una ligera sonrisa se insinuó en su boca. Los lobos se movieron nerviosos, pateando el suelo, girando sobre sí mismos mientras gruñían mostrando una hilera de dientes afilados.
«Tú no dejarás que lo hagan. Tienes honor, y un día respetaste tanto a mi bisabuelo como para cumplir hasta hoy un trato con él. Consiguió ganarse tu respeto», replicó Shane.
Muy despacio abrió las fauces y la loba quedó libre. De un salto se puso de pie y quiso arremeter contra Shane, pero Daleh ladró una orden que la dejó clavada en el suelo. Shane se enderezó y sus músculos se perfilaron bajo su pelo blanco. Su aspecto era impresionante, se fundía con la nieve como si formara parte de ella. Sus ojos resaltaban en el blanco como las llamas de una hoguera. Miró fijamente al Alfa de la manada.
«Yo no soy él, pero… Daleh, he venido a desafiarte y a cobrar la deuda que asumiste con Victor».
Daleh estudió a Shane unos largos segundos.
«Confías demasiado en unos principios en los que yo ya no sé si creo. ¡Matadle!», gruñó mientras daba media vuelta.
Dos lobos se lanzaron contra Shane. Logró evitar al primero, pero el segundo le machacó las costillas dejándolo sin aire en los pulmones. Aun así, logró que su mente funcionara y le gritó a través del vínculo:
«No fue por Victor, ni porque ganara el desafío. Fuiste un cobarde, Daleh, porque no eras capaz de enfrentarte al mundo que te arrebató lo que amabas. Odiar es fácil, lo difícil es tomar ese odio y usarlo para hacer las cosas bien y aceptar que pueden cambiar, tal y como hizo Victor hasta sus últimos días. Tú elegiste la muerte, y cuando esta no acudió, preferiste el exilio. Eso es de cobardes», gritó mientras se defendía de los ataques.
Daleh se detuvo y sus zarpas crispadas se hundieron en el manto blanco.
De repente, un misil plateado se abalanzó contra Shane, llevándose por delante a unos cuantos licántropos. Lo único que pudo hacer Shane, fue absorber el impacto y evitar perder el equilibrio mientras sus patas se deslizaban por la nieve.
«Acepto el desafío», rugió Daleh.
Los lobos se apartaron formando un amplio círculo en el claro. Nubes de vaho se alzaban desde sus hocicos, y el ambiente se cargó del olor acre del sudor que emanaban sus cuerpos. La adrenalina fluía como electricidad entre ellos. Shane apenas tuvo tiempo de recomponerse antes de que Daleh lo atacara de nuevo. Se vio obligado a aplicar todo el músculo, la velocidad y la inteligencia a su alcance para evitar que el licántropo lo abriera en canal cada vez que se acercaba demasiado. La batalla se transformó en un baile mortífero de dentelladas y garras rasgando carne hasta el hueso.
La prístina nieve se convirtió en un barrizal donde la sangre se mezclaba con el hielo derretido y las huellas de los cuerpos. Shane sentía su cuerpo aplastado y machacado, no había un solo centímetro que no le doliera. Por eso no tenía ni idea de dónde estaba sacando la voluntad para seguir moviéndose, atacando y encajando golpes sin desfallecer. Quizá fuera por la imagen de Daleh. No se encontraba mucho mejor que él. Así que se obligaba a aguantar un segundo más, y después otro, con la esperanza de que fuera el viejo licántropo el que se viniera abajo.
Shane sacudió la cabeza para aclarar su mente y su vista; Daleh resbaló en el barro y perdió el equilibrio durante una décima de segundo. Shane la aprovechó. Se lanzó hacia delante, clavó las garras en el suelo para ganar tracción y embistió el cuerpo de Daleh, al tiempo que con la boca le apresaba la parte posterior del cuello y la oreja. No frenó, sino que lo arrastró con él y dieron vueltas con sus cuerpos formando una maraña de miembros. Cuando por fin se detuvieron, Daleh estaba de espaldas en el suelo, entre las patas delanteras de Shane y con sus colmillos desnudos a escasos centímetros de la parte vulnerable de su cuello. Un giro y le rompería el pescuezo y le destrozaría la arteria.
La tensión se alargó en el tiempo. Los lobos gruñían y arañaban el suelo, alentando a Daleh para que se moviera. No lo hizo, sino que relajó su cuerpo a modo de rendición. Lo había intentado, pero finalmente el auténtico Alfa se había impuesto. Cerró los ojos y se quedó quieto. Poco a poco su cuerpo adoptó una forma humana, y Shane se encontró con unos rasgos duros enmarcados en una piel clara cubierta de pecas rojizas, al igual que la cabellera que le llegaba hasta los hombros. Unos ojos tan verdes como el tallo de una flor recién cortada se clavaron en los suyos.
—¿En qué podemos ayudarte? —preguntó Daleh, tragándose el orgullo que aún bullía en sus venas.
El lobo negro también se transformó, revelando el cuerpo de una mujer idéntica a él, que corrió a su lado después de que Shane se dejara caer al suelo.
—Estás hecho un asco —dijo Carter mientras cargaba con las bolsas de ropa y botas que acababan de comprar en una tienda de artículos de caza en Laval.
Shane lo miró de reojo, ni siquiera podía respirar sin ver un millón de estrellas. Se apoyó en el mostrador y apretó los dientes hasta que el calambre que le oprimía el diafragma se aflojó un poco.
—¿No me digas? Porque yo me siento de maravilla —masculló con tono irónico.
—¿Algo más? —preguntó el dependiente, mirándolos con desconfianza. El aspecto de los tres chicos no le gustaba nada. Eran de esos tipos que llevaban colgado el cartel de peligro en cada parte visible del cuerpo.
—No, gracias —respondió William. Le entregó una tarjeta de crédito y, tras firmar el recibo, volvió a guardarla en su cartera. Después sujetó a Shane por un brazo y lo ayudó a caminar hasta la salida.
—Pues si tú has quedado así, el otro tiene que estar hecho trizas. ¿Cómo demonios vais a estar en forma para mañana por la noche? Ni siquiera puedes caminar —replicó Carter, sosteniendo la puerta abierta para que salieran.
—Como no cierres el pico, mis piernas no serán las únicas que dejen de funcionar.
—¡Vale, ya me callo! Por cierto, tengo hambre, ¿vosotros no?
Shane puso los ojos en blanco.
—Primero hay que encargarse de Daleh y su manada —dijo William—. Les hemos conseguido ropa, ahora hay que procurarles comida.
—Creía que no podían transformarse en humanos —comentó Carter. Miró con aprensión hacia el parque sumido en sombras donde sabía que se encontraban los licántropos, ocultos bajo un puente. Aún no había podido verlos y la excitación por contemplar a unos seres como aquellos, sus antepasados, lo ponía nervioso.
—Puede que fuera así en aquel tiempo. Pero han pasado siglos en ese bosque, aislados de todo. Quizá la soledad les ha ayudado a ser un poco más humanos —comentó Shane—. Aunque eso es bueno, simplifica su transporte, ¿no?
Cruzaron la calle y se adentraron en el parque. Les pareció que el silencio los engullía y que el zumbido de la ciudad se apagaba a sus espaldas. Se perdieron en la oscuridad, cargados con un montón de bolsas de plástico que crujían por el peso.
—Es ahí —dijo Shane, señalando el puente con la cabeza. Se detuvo y miró a William—. Es mejor que tú no te acerques mucho. Están al tanto de todo y saben quién eres y que en pocas horas estarán rodeados de vampiros. Pero es prudente ir poco a poco.
William dijo que sí con la cabeza y le pasó sus bolsas a Carter. Shane y su primo continuaron andando hasta llegar al puente. Del hueco surgieron dos licántropos en su forma animal. Olisquearon el aire y se les erizó el pelo del lomo. Gruñeron por lo bajo al reconocer el olor a vampiro. Otro gruñido los tranquilizó desde la oscuridad.
—¡Madre de Dios! —susurró Carter—. Menudos músculos tienen estos tíos.
Shane le dio un codazo para que mantuviera la boca cerrada, y se adentraron bajo el puente. Los lobos se hicieron a un lado, permitiéndoles el paso. Al final, cerca del otro extremo, sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared, se encontraba Daleh en forma humana y completamente desnudo. Su aspecto era tan terrible como el de Shane, que lograba mantenerse de pie a duras penas. La chica estaba junto a él, igual de desnuda, y Shane apartó la vista, incómodo. Estaba convencido de que se trataba de su hija, puede que su hermana; el parecido era asombroso.
—Os hemos traído ropa —informó Shane.
Carter se adelantó un par de pasos y dejó las bolsas en el suelo, haciendo todo lo posible para no mirar a la loba. Daleh emitió un sonido áspero y los lobos comenzaron a transformarse. En cuestión de escasos minutos, todos estaban vestidos. Se movían molestos, tirando de las costuras de los pantalones y de la tela de algodón de sus camisetas.
Daleh se puso de pie con esfuerzo. Apoyándose en la pared, se acercó hasta la boca del túnel donde se había detenido Shane. Se quedó mirando las montañas, que se recortaban con siluetas agudas sobre el cielo estrellado. Después del enfrentamiento, y a pesar de las heridas y el cansancio, Shane y él habían conversado durante mucho tiempo. El chico Solomon le había relatado todos los acontecimientos importantes que debía saber. Desde entonces, no había dejado de pensar en la emboscada en la que tendrían que participar. Sus hermanos y él iban a estar rodeados de vampiros, de supuestos aliados y fieros enemigos. Ni siquiera sabía cómo iba a distinguir a unos de otros. Si por él fuera, los mataría a todos; pero tenía una deuda que pagar e iba a pagarla de una vez por todas.
Le preocupaban las consecuencias del ataque, no quería perder a ningún miembro de la manada; aunque algo le decía que no todos sobrevivirían. Cuando Shane le explicó el plan desesperado que iban a llevar a cabo, pensó que todos ellos estaban locos. También le inquietaba qué sucedería después si lo lograban.
—¿Qué pasará con nosotros si logramos ganar la batalla? —preguntó.
Shane cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro.
—Si ganamos… —empezó a decir.
—No te lo estoy preguntando a ti, sino a él —lo interrumpió Daleh, señalando a Carter con el dedo—. Tiene la marca, puedo sentir su influencia. ¿Eres el Alfa de la especie?
Carter sacudió la cabeza. El aire despreocupado y atolondrado que solía lucir desapareció de su rostro. Sus rasgos se endurecieron y se transformaron en una máscara fría y controlada. No era el heredero solo por la marca, lo era por otras muchas razones. Era fuerte, letal y extremadamente inteligente; además de noble y compasivo.
—No, yo no soy el Alfa, lo es mi padre. Daniel Solomon. Pero puedo hablar en su nombre y mi palabra es ley —respondió sin vacilar, con tanta seguridad que Daleh creyó lo que decía—. Si vencemos, los que sobreviváis seréis libres. La deuda se considerará pagada y podréis regresar aquí o ir a cualquier parte que queráis. Siempre y cuando cumpláis las leyes. —Hizo una pausa y su expresión se tornó solemne—. Aunque, me gustaría que permanecierais con nosotros. El clan necesita a miembros como vosotros.
Daleh levantó la vista del suelo, sorprendido. Shane percibió claramente lo que Daleh sentía en ese momento por Carter: cautela. Ni desprecio ni rechazo, sino una respetuosa cautela, la actitud de un depredador hacia otro en territorio neutral.
—Piénsalo, ¿vale? Solo es una opción tan buena como cualquier otra —continuó Carter. Se dio la vuelta y echó a andar en busca de William. De repente se detuvo y añadió—: Una cosa más. Si tocáis un solo pelo del vampiro equivocado. Los golpes de Shane van a parecerte caricias al lado de lo que yo podría hacerte. Os avisaré en cuanto tengamos listo el transporte.