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Kate se sumergió en la bañera repleta de agua caliente. Poco a poco, dejó que su cuerpo resbalara sobre la porcelana y hundió la cabeza bajo la espuma de las sales de baño. William, apoyado en el lavabo, la observaba sin apenas parpadear. Era tan hermosa que mirarla le dolía como una herida abierta. El amor y el deseo que sentía por la chica eran tan puros e intensos, que sabía que jamás podría saciarse de ella, que era su soplo de vida. Por eso, desde que la maldición se había roto, el miedo por la seguridad de la joven vampira lo torturaba hasta la locura. Pasaba cada minuto del día alerta, a la espera de cualquier ataque: ya fuera por un vengativo arcángel o por un grupo de proscritos dispuesto a clavar su cabeza en una pica.

Hacía todo lo posible para que ella no notara el estado paranoico en el que se encontraba. La tensión comenzaba a hacer estragos en su concentración, y le estaba resultando muy difícil mantener su cuerpo y su mente a raya. Seguía cambiando. Era más fuerte, más rápido y sus habilidades mucho más poderosas; otras nuevas se estaban manifestando. Pero lo que de verdad le preocupaba, era el cambio que su interior estaba sufriendo. Las emociones, los sentimientos que, de repente, ya no entraban en conflicto con su conciencia, como si estuviera por encima de ella. Sus actos, la forma en la que estaba mintiendo a Kate, sin ningún remordimiento, eran la muestra de ello. Pero mantenerla al margen, hasta que llegara el momento, era lo mejor para los dos.

Ella no iba a entender, y mucho menos aprobar, los planes que se estaban poniendo en marcha para acabar con la amenaza, cada vez mayor, que suponían los renegados. No habría escaramuzas, ni trampas, habría un solo ataque. Un asalto directo y contundente. De la perfecta planificación de ese ataque dependía el éxito; y tener a Kate a su alrededor, intentando convencerlo de que había otros caminos, no era lo que necesitaba. Tampoco discutir con ella cuando sabía que nada de lo que pudiera decir le haría cambiar de opinión; y eso era lo que comenzaba a asustarlo, que, a pesar de amarla tanto que daría la vida por ella, era capaz de aprovecharse de su confianza sin alterarse ni sentirse culpable por ello.

Se dio la vuelta y se contempló en el espejo. Sus pupilas emitían un brillo blanquecino y el azul de sus ojos comenzaba a diluirse en aquel halo plateado que los rodeaba. Se frotó los brazos y obligó a sus músculos a relajarse.

Su teléfono empezó a sonar en el salón. Salió del baño y se dirigió hasta la repisa de la chimenea donde lo había dejado. En la pantalla iluminada parpadeaba el número de Robert. Descolgó, pero no contestó.

—Era Duncan, pero el teléfono se ha quedado sin batería. Voy al coche, creo que dejé allí el cargador —dijo en voz alta.

—De acuerdo —canturreó ella desde el baño.

Salió de la casa y se llevó el teléfono a la oreja mientras se alejaba. Había anochecido por completo y arriba, en el cielo, una enorme luna resplandecía entre las nubes.

—Puedes hablar —susurró.

Robert suspiró al otro lado del teléfono.

—Este asunto empieza a descontrolarse —empezó a decir Robert—. El consejo se está poniendo nervioso, quieren respuestas. Quieren saber qué ha pasado y por qué la maldición se ha roto.

—¿No les basta con ser libres? —inquirió William, malhumorado.

—Están asustados, empiezan a darse cuenta de la magnitud de la situación. Pero eso no es lo peor, los Arcanos se niegan a nuestra petición —dijo Robert con tono prudente—. Consideran un sacrilegio simular el rito, solo lo llevarán a cabo si la abdicación es real. No queda más remedio, William, tendrás que hacerlo para seguir adelante con el plan. Padre ya lo está preparando todo.

—¡Joder! —masculló William. Se puso tenso. Un torbellino de rabia iba aumentando de intensidad en su interior—. No puedo hacer algo así. No es mi derecho, ni siquiera lo deseo.

—Es la única forma. Tienes que ser rey para presentarte ante ellos, tu palabra debe ser ley para que confíen en ti. No importa cuánto les prometa yo. Al final tú serás el único que logre atraerlos, y este es el único modo —aseguró Robert de forma vehemente.

—Lo sé… pero… ¡Robert, se trataba de que lo creyeran, nada más! Convertirme de verdad en rey…

—Los Arcanos no cederán, por muy noble que sea el motivo —dijo Robert—. Valoran las tradiciones más que su propia vida. La única forma de que todo el mundo crea que eres el nuevo rey, es que lo seas de verdad. No sabemos si hay más infiltrados en el Consejo, es arriesgado. Tienes que hacerlo, hermano, o habrá que pensar en otra cosa.

William meditó el asunto. Era imposible que las cosas pudieran empeorar más.

—Lo haré —aceptó entre dientes, sin dejar de moverse de un lado a otro—. ¡Malditos Arcanos, se creen omnipresentes y ni siquiera conocen el mundo tal y como es ahora!

—Quizá sepan más de lo que crees. Hay otro problema —indicó Robert con cautela.

—¿Qué problema? —masculló William apretando el teléfono en su mano.

—Adrien y su familia son el problema —respondió Robert.

William se paró en seco con los ojos muy abiertos.

—¿Qué tienen que ver ellos en este asunto?

—Son descendientes de Lilith. Los Arcanos exigen su presencia en el rito —se apresuró a aclarar—. Comparten nuestra sangre. Son herederos en igual medida y no van a pasarlo por alto.

William se quedó mudo. Eso sí que no lo esperaba.

—¿Y cómo vamos a explicar su presencia ante el consejo?

—Ya pensaremos en eso, pero has de traerlos. Contradecir a los Arcanos no es buena idea.

—Lo sé —admitió William con un atisbo de ira—. Hablaré con Adrien y su madre.

—Hazlo cuanto antes. No podemos perder tiempo. Las informaciones que me están llegando no auguran nada bueno, no podré controlarlos mucho más.

—No te preocupes. Sigue adelante y prepáralo todo.

—Deben aceptar. Tienen que estar presentes y participar en el rito, sino no sirve —aseveró Robert.

—Irán aunque tenga que llevarlos a rastras —concluyó William.

Colgó el teléfono y se quedó mirando el mar mientras trataba de ordenar sus pensamientos. Ni siquiera había considerado la presencia de Adrien y su familia en aquel asunto, pero si los Arcanos habían averiguado que existan, no iba a tener mas remedio que incluirlos.

Contempló la casa y sondeó su interior. Kate continuaba en la bañera. No quería dejarla sola, pero… Miró su reloj. Quince minutos, no le llevaría más tiempo si no se andaba con rodeos, y podría estar de vuelta antes de que ella saliera del baño. Cerró los ojos y se desvaneció en el aire.

Sus pies se posaron en la tierra bajo un sol de justicia. A pesar de encontrarse a principios de octubre, el otoño se resistía a aparecer en Heaven Falls. Rodeó la cabaña en la que Adrien se había instalado con su madre y su hermana, hasta un garaje trasero del que provenía el ruido de un motor en marcha, que se apagó con un sonido ronco. Encontró al híbrido de espaldas, inclinado sobre un banco de trabajo, limpiando con un paño un par de bujías.

—¿Solo llevas tres días fuera y ya has vuelto a verme? ¿Me echabas de menos? —preguntó Adrien con tono burlón.

William puso los ojos en blanco y tomó aire haciendo acopio de paciencia. Su relación con el chico se encontraba en un punto que no sabía muy bien cómo definir. Una parte de él deseaba desmembrarlo lentamente, para después arrancarle el corazón mientras continuaba vivo. Lo odiaba con cada célula de su cuerpo. Despertaba sus peores instintos, y sus deseos de venganza le hacían recrear cientos de torturas que elevaban esa ciencia a todo un arte; pero, por mucho que quisiera convertir aquellas fantasías en una realidad, sabía que no era lo correcto. Aunque, si sus ojos volvían a posarse en Kate con el más mínimo interés, se los arrancaría de las cuencas.

—Necesito hablar con tu madre —comentó con indiferencia.

Adrien ladeó la cabeza. Sus ojos entornados recorrieron a William de arriba abajo con un brillo de interés.

—¿Con mi madre? ¿Para qué? —preguntó mientras se limpiaba las manos llenas de grasa en el paño.

El rostro de William era una máscara que ocultaba sus emociones. Habló sin rodeos.

—Por favor, es importante, necesito hablar con ella. Dijiste que harías cualquier cosa para enmendar el desastre que has provocado…

Adrien se enderezó con los puños apretados. A su alrededor el aire comenzó a girar levantando las hojas secas del suelo.

—No soy el único que provocó el «desastre» —intervino con tono enojado.

William le lanzó una mirada asesina.

—Si tú no hubieras…

—Si yo no hubiera hecho lo que debía, mi madre y mi hermana estarían muertas —lo atajó Adrien—. ¡No vengas a darme lecciones!

La aparente tranquilidad de William se diluyó bajo la rabia que le corría por las venas.

—¿Lecciones? Convertiste a Kate en vampira, después le diste tu sangre. No tientes al destino, Adrien, aún no sé qué es lo que me contiene para no matarte.

Adrien soltó una carcajada sin pizca de humor. De repente un halo blanquecino rodeó sus manos.

—Inténtalo si puedes —lo retó dando un paso amenazador hacia él.

William reaccionó a la amenaza y su brazo prendió con un fuego sobrenatural.

—¡Adrien, madre quiere que invites al príncipe a entrar! —dijo Cecil.

La vampira había aparecido en la puerta sin que ninguno de los dos se percatara. Lucía una túnica de color azul, fruncida a la altura de las caderas por un cinturón de piel; y llevaba su largo pelo rubio recogido en una trenza que descansaba en su hombro. Le dedicó a su hermano una mirada que era una clara reprimenda. Después le indicó a William, con un gesto amable de su mano, que entrara en la casa.

—¡Príncipe! —masculló Adrien con una venia cargada de agresividad. Se dirigió al interior de la casa mascullando por lo bajo una retahíla de maldiciones.

—Os pido que le disculpéis, mi señor —susurró Cecil. Bajó la vista al suelo, tal como debía hacerse ante un miembro de la realeza—. Mi hermano siempre ha sido muy impulsivo y temerario. Pero su corazón es noble, os doy mi palabra. Es solo que… —Tragó saliva— los últimos dos años no han sido fáciles para él.

William se relajó un poco y se fijó en la muchacha, de un plumazo todo su enojo desapareció. Él tampoco había sido un ejemplo de buena educación. No era quien para recriminar al vampiro sus actos, cuando él mismo estaba siendo capaz de cualquier cosa para proteger aquello que amaba. En el fondo, su odio hacia Adrien se reducía a los celos enfermizos que sentía con solo imaginar la intimidad que había tenido con Kate y sus sentimientos por ella.

—Yo también os pido que me disculpéis. Mi comportamiento no está siendo apropiado —dijo con una sonrisa. Se encaminó a la casa y se detuvo junto a la hermosa vampira—. Por favor, intentemos tutearnos. Los formalismos no son lo mío.

Cecil levantó los ojos hacia él y sonrió mientras asentía.

Juntos entraron en la casa: una construcción de madera un tanto rústica, pequeña pero acogedora. William sintió que volvía a alterarse al imaginar a Kate retenida en aquella cabaña. Sus ojos vagaron por la estancia absorbiendo hasta el último detalle. Trató de tranquilizarse y de deshacerse de la rigidez de sus miembros.

Adrien, con los brazos cruzados sobre el pecho, se había colocado junto a una de las ventanas y contemplaba malhumorado el exterior, ignorando a propósito cuanto ocurría a su alrededor. Ariadna estaba sentada en un sillón, a su lado, se puso de pie y se inclinó ante William con una graciosa reverencia.

—Señor, es un placer recibiros en mi casa.

—El placer es mío, señora —respondió él con una inclinación de su cabeza. Sin más preámbulos, continuó en el tono más cortés y respetuoso que pudo adoptar—: Ariadna, necesito hablar con vos. Es importante.

—Por supuesto. Tomad asiento a mi lado —sugirió ella mientras se sentaba en el sofá. William la acompañó—. Bien, decidme, ¿en qué puedo ayudaros?

William dejó escapar un suspiro y se acomodó un poco más en el asiento. Le brillaron los ojos y en su boca apareció una sonrisa torcida.

—¿Le importa si nos tuteamos?

—Claro que no. Adelante.

—Primero hay algo que debo preguntarte, para asegurarme. ¿Qué sabes de tu linaje? —Debía cerciorarse de que eran descendientes—. ¿Estás segura de…?

—¿De si la sangre que corre por mis venas es la misma de Lilith? —Hizo una pausa y entrelazó las manos sobre su regazo. William asintió—. Lo es. No es mucho lo que puedo decirte sobre mi familia, solo conocí a mi madre. Llevo casi un milenio en este mundo. Nací en Italia, en un pueblecito cercano a Florencia. Mis abuelos fueron asesinados por nefilim antes de que mi madre pudiera conocerles como para albergar algún recuerdo de ellos. Durante la masacre que acabó con toda mi familia, la sirvienta que se ocupaba de su cuidado logró escapar con ella en brazos. Fueron las únicas que sobrevivieron esa noche.

—Entonces, estás completamente segura de que eres uno de los pocos descendientes de Lilith que quedan con vida —insistió William.

Ariadna asintió con la cabeza.

—Sí. Helena, que así se llamaba la sirvienta, se lo contó a mi madre, y ella a mí. La pobre no sabía mucho, solo lo que había oído en algunas conversaciones. Mi abuelo compartía la sangre de Lilith, al igual que su madre, y su abuela y su tatarabuela… Llevo mi nombre en honor a ellas.

William se quedó pensando. Conocía esa historia, cómo esa familia había sido aniquilada, casi dos mil años antes, en una masacre sin precedentes que hizo que los Crain se ocultaran durante mucho tiempo. Nunca tuvieron datos fiables sobre quiénes los habían asesinado. Desde luego, no le sorprendía que el mérito fuera de los nefilim.

—Lilith tuvo cinco hijos —comenzó a explicar él—. Cada uno de ellos creó su propia familia y dieron lugar a las cinco castas. Durante muchos siglos, las cinco familias gobernaron juntas el mundo vampiro. Siempre a través de un líder, un rey, el heredero del primogénito de Lilith. Ahora ese título lo ostenta mi padre y, por derecho de nacimiento, la sucesión le correspondería a mi hermano y, en su ausencia, a mí. Si la primera casta desapareciera, el reino lo heredaría la segunda, y así sucesivamente. Era una forma de preservar nuestra raza.

»Suponíamos que los Crain éramos los últimos, pero no lo somos gracias a ti. Si mi linaje desapareciera, tú y tu hijo…

—Entiendo… —susurró Ariadna tratando de asimilar la información que el joven príncipe le estaba dando.

—Vuestra sangre pura os otorga una serie de privilegios, posesiones y… obligaciones con las que cumplir —terminó de decir con cierta incomodidad.

Adrien soltó una risita y se dio la vuelta para encarar a William.

—¡Obligaciones! —exclamó con sarcasmo—. ¡Vaya, ya nos vamos acercando al motivo que de verdad te ha traído hasta aquí!

—Adrien —lo reconvino Ariadna.

—Vamos, madre, solo ha venido porque hay algo que necesita de nosotros, ¿o de verdad crees que quiere devolverte todas esas posesiones? Dudo que esté aquí por pura generosidad, ¿no es así… príncipe? —arrastró la palabra con desprecio.

—Si así fuera, ni siquiera con eso pagarías la deuda que tienes conmigo y con nuestra gente. Romper la maldición no fue ninguna liberación para ellos, al contrario, los has sentenciado a muerte si los humanos nos descubren.

—No fui el único, si no recuerdo mal.

—No tuve más remedio, ibas a sacrificarla…

—Yo tampoco lo tuve, y mi motivo está sentado frente a ti —le espetó Adrien mientras apuntaba a su madre con el dedo—. Lo haría mil veces más, y no dudaría. Además, creo que ya pedí perdón por eso y te ofrecí mi ayuda para solucionar el problema. Ayuda que tú has rechazado, pero que ahora, de repente, necesitas, ¿no es así?

—¡Basta! —gritó Ariadna al mismo tiempo que se ponía de pie. Lanzó una mirada reprobatoria a su hijo—. Será mejor que salgas de esta habitación y que dejes de avergonzarme con tu comportamiento, o puedes quedarte ahí y guardar silencio —le dijo con tono severo.

Adrien apretó los dientes y los puños. Al final resopló, dándose por vencido, y bajó la cabeza dispuesto a cumplir la orden de su madre. Se dio la vuelta y se dedicó a mirar por la ventana mientras farfullaba por lo bajo.

Ariadna se dirigió a William.

—Discúlpale, a veces su mal genio le hace perder los modales.

—Tiene razón —admitió William. También se había puesto de pie—. Estoy aquí porque necesito pediros algo.

—Lo sabía —replicó Adrien sacudiendo la cabeza—. Puedo ver en tu mente como si se tratara de la mía. ¡Nos parecemos demasiado! —le recordó con una mueca de burla.

—¡Adrien! —lo reprendió Cecil.

William soltó la respiración contenida y abordó el tema que le había llevado hasta allí. No podía perder más tiempo.

—Ariadna, debo pedirte que viajes con tu familia a Roma. De inmediato. Dispondré todo lo que podáis necesitar: un avión, vehículos, seguridad…

—¿Por qué? —preguntó la mujer con tono preocupado.

—Lo siento, pero eso no podré decírtelo hasta que estés allí. Tengo un buen motivo, te lo aseguro.

—¿Quién demonios te crees que eres? Si piensas que vamos a sacar un solo pie de esta casa sin un motivo… —le espetó Adrien mientras se ponía de pie y lo fulminaba con la mirada.

—Iremos —intervino Ariadna haciendo caso omiso a su hijo.

—Pero… —empezó a protestar Adrien.

—He dicho que iremos —ratificó su madre.