Habían pasado otros tres días y el atardecer volvía a pintar el cielo de un rojo intenso. Solo quedaban cuatro noches más; contando la que se abría paso en ese momento, arrastrando tras ella un manto cuajado de estrellas. Durante la quinta mucha gente iba a morir. La tensión de su inminente llegada se palpaba en el ambiente con tanta intensidad que podía saborearse. Todo el mundo estaba nervioso y la sensación crecía minuto a minuto.
—Lo estás haciendo bien —dijo Robert.
William se levantó del escritorio de su estudio y se paseó por la habitación.
—¿Qué parte, la de mandar o la de atemorizar?
En apenas una semana, había tenido que tomar más decisiones que en toda su larga vida. Decisiones de las que dependía la supervivencia de los dos linajes y la de muchos humanos. Descubrió que tenía un don natural para dirigir; el de provocar miedo ya venía de serie desde el mismo momento que se convirtió en la clase de persona que ahora era.
Su oscuridad nació aquella noche en la que tres renegados entraron en su casa y le arrebataron la inocencia a su espíritu. Después, su mujer le marchitó el corazón. El odio y la venganza lo convirtieron en un guerrero sin escrúpulos que no sentía nada. Sanguinario y cruel. Su nombre era leyenda entre los proscritos por ese motivo.
Después de ciento cincuenta años sin sentir nada, Kate le había devuelto la vida a su corazón; y ahora era incapaz de saber qué hacer con todos aquellos sentimientos que lo abrumaban, que lo llenaban de paz y sufrimiento en igual medida.
—Ambas —respondió Robert con una leve sonrisa. Se masajeó las mejillas con las palmas de las manos y se dejó caer en una silla—. ¿Vas a contarme qué te atormenta?
William lo miró de reojo.
—Estoy bien.
—Nunca has podido ocultarme tus emociones. Leo en tu rostro como lo haría en un libro. Algo te atormenta.
William suspiró y se encaminó a la puerta.
—Mi vida en sí es un tormento, siempre lo ha sido —dijo mientras giraba el pomo.
Abrió y se dio de bruces contra dos guerreros que hacían guardia en el pasillo. Inclinaron sus cabezas como muestra de respeto y él les devolvió el saludo. Si fuera humano, ya tendría calambres en el cuello por la cantidad de veces que repetía ese gesto a lo largo del día. Aquella casa era como una estación de metro en hora punta.
Sus botas sonaron con fuerza sobre el suelo de baldosas de la cocina.
Salió afuera. Al instante, sus ojos dieron con ella. Se encontraba en medio del jardín. Había arrastrado hasta allí el sofá de la terraza y, enterrada en una pila de cojines, contemplaba el cielo plagado de estrellas.
No habían cruzado más de tres palabras en los últimos días; y la última vez que habían logrado estar a solas, discutieron completamente alterados porque él se empeñó en convertir la casa en unos grilletes para ella.
Se dejó caer a su lado. Tenía la sensación de que el cuerpo le pesaba una tonelada y que, si cerraba los ojos, podría sumirse en un sueño profundo. Miró a Kate, de repente sin palabras. Había tantas cosas que quería decirle, que confesar, que no sabía por dónde empezar. Aunque se conformaba con olvidarse de todo durante un rato y abrazarla muy fuerte. Se moría por hacerlo, pero solo se atrevió a colocarle un mechón de pelo tras la oreja. Ella ni siquiera lo miró. ¿Cuándo se habían distanciado tanto?
Dando rienda suelta a su deseo de tocarla, le acarició la mejilla y la observó detenidamente. Su cuerpo parecía exhalar oleadas de cansancio; y se la veía tan triste que el alma le sangraba solo con pensar que él tenía la culpa. Con un diminuto pantaloncito y una camiseta sin mangas, su pálida delgadez era evidente. Estaba muy delgada y no lo había notado hasta ahora. Se la veía tan pequeña, tan vulnerable… Le acarició el cuello, rezando para que no lo rechazara. No lo hizo.
Kate se acurrucó entre sus brazos. Se apretó contra su pecho y le rodeó el torso con los brazos. William la besó en el pelo e inspiró su olor hasta llenar los pulmones por completo.
—Hueles tan bien —susurró él—. A violetas y tarta de frambuesa.
Se inclinó y la besó en la frente.
—Y tu piel sabe igual de bien, a bizcocho recién hecho y a sirope de caramelo. Tan dulce —continuó. Le tomó una mano y se la llevó a la boca. Olió su muñeca y la acarició con la nariz—. A manzanas y a licor de menta. No, espera…
Con la punta de la lengua recorrió la piel donde debería latir su pulso. Ella dio un respingo y lo miró con los ojos muy abiertos; el reflejo de su respiración se aceleró. William sonrió.
—… sabe a melocotones —terminó de decir con tono divertido.
Le besó la palma de la mano y después los dedos, uno a uno. Con los dientes apresó su dedo índice y lo mordisqueó.
—Lo sé porque me gusta saborearte.
Kate se estremeció e intentó soltarse. Una suave risa escapó de su garganta.
—Déjame, me haces cosquillas.
William la mantuvo abrazada.
—Vamos, solo un bocadito. Eres como un trozo de delicioso pastel y yo tengo hambre. Pensándolo mejor, creo que voy a comerte entera.
Apresó otro dedo con los dientes y jugueteó con ellos.
—Suéltame —insistió Kate riendo con más ganas. Logró que abriera la boca y aprovechó el momento para echarse hacia atrás y mirarlo a los ojos—. Eres tonto —le dijo con una enorme sonrisa.
William hinchó su pecho con orgullo.
—Lo sé. Si dieran un premio al tipo más tonto del mundo, me lo darían a mí sin lugar a dudas —susurró con un guiño. Se quedó mirándola como si fuera la primera vez, o puede que la última. Ella le acarició la mejilla y le sostuvo la mirada con la misma intensidad—. Te echo de menos.
—Y yo a ti —musitó Kate.
Con las puntas de los dedos le acarició la mandíbula y el cuello, maravillada al comprobar que William volvía a comportarse como siempre. Eso la reconfortaba. Era cierto. Lo echaba tanto de menos que su ausencia le dolía de una forma física. Echaba de menos sus largas conversaciones tumbados en la cama, en la oscuridad; sus escapadas a la cascada y los baños a la luz de la luna.
—Me alegra oírlo —suspiró él. La tomó por la cintura y la sentó en su regazo—. Kate, escucha, si lo conseguimos… Si logramos derrotarlos de algún modo…, te prometo que será distinto para nosotros. Mi padre volverá a ser rey, y tú y yo nos alejaremos de todo esto. Empezaremos de nuevo. —La tomó de la barbilla y la acercó a su cara. Sus ojos no podían disimular el sentimiento de culpa que lo consumía al mirarla—. Te quiero. Te quiero muchísimo. Lo sabes, ¿verdad?
—Lo sé —respondió ella con un hilito de voz.
William la besó con ternura, mientras ella enlazaba los brazos alrededor de su cuello. Podía sentirla en cada célula de su cuerpo. Deslizó la mano por sus piernas desnudas, ella se estremeció en respuesta a su caricia. Dentro de la casa se oyó un teléfono; los faros de un coche destellaron en el camino de entrada, acercándose; y entre la espesura se oían las pisadas de los lobos que vigilaban los límites de la propiedad. Echaba en falta tener intimidad.
Le costó ignorar la fiebre que empezaba a recorrerle el cuerpo, y separar sus labios de los de ella lo dejó moribundo. La realidad volvió a aplastarlo con todo su peso: puede que aquel fuera uno de sus últimos momentos con Kate. Forzó una sonrisa despreocupada y trató de no pensar en el futuro. Le echó un vistazo al viejo libro. Lo tomó y lo puso sobre las rodillas de ella, que aún continuaba sobre su regazo.
—¿Es bueno? —preguntó mientras pasaba las páginas—. Lo llevas contigo a todas partes.
Kate se encogió de hombros.
—No sé, es interesante.
—Interesante… —repitió él. Continuó pasando páginas.
—Sí, aunque no consigo leer la mayor parte. Hay frases escritas en latín, pero otras están en una lengua que desconozco.
William se fijó en el texto. Kate tenía razón, no solo estaba escrito en latín, había distintos pasajes en otras dos lenguas. ¡Qué extraño! Frunció el ceño y lo miró con más atención. Parecía una especie de diario que recopilaba información sobre seres sobrenaturales, hechizos, símbolos malditos, pentáculos que podían convertirse en trampas para fantasmas…
—Tienes razón, pero no hay una sola lengua, sino dos: arameo medio y polabo. Ambas dejaron de usarse hace mucho —empezó a explicar él.
Kate lo miró con los ojos como platos.
—¿Las conoces? ¿Puedes… sabes leer esto? —preguntó. William asintió—. ¡Vaya, es increíble!
—Bueno, mi infancia transcurrió entre libros y tutores. Cuando tus profesores son vampiros con cientos de años, aprendes cosas que no suelen estar en los planes de estudio de un colegio normal. No sé, quizá me hubiera resultado más útil Economía Doméstica.
Kate sonrió y le dio un beso en la mejilla.
—¿De dónde has sacado esto? —preguntó William.
Kate abrió la boca para contestar. Dudó un instante, no podía hablarle de Marak. Preocuparlo por algo que no sabía si era importante, no le parecía una buena idea dadas las circunstancias. Él ya tenía mucho por lo que inquietarse y ella no estaba de ánimo para otra discusión sobre su seguridad; y menos cuando parecía que volvían a estar tan bien como siempre.
—Amanda, me lo sugirió ella, el otro día en la biblioteca —mintió sin dudar.
William la miró a los ojos. Cuando habló con Amanda le pareció entender que no se habían visto, de hecho, en el parque… Se le encogió el estómago. En el parque había estado a punto de atacarla. Después intentó dejar seco a aquel hombre. Su mente se distrajo con el recuerdo de esa noche.
—¿Estás bien? —preguntó Kate.
William parpadeó varias veces y esbozó una sonrisa despreocupada.
—Sí —respondió. Miró de nuevo el libro, concentrándose en las palabras para no pensar en lo que su cuerpo le exigía sin tregua para apaciguarse: sangre directa de un cuerpo humano vivo y caliente. Pasó otro par de páginas—. Estos sí que dan miedo.
Kate miró la ilustración que representaba a los perros del infierno.
—Lo mismo pensé yo. ¿Qué dice sobre ellos? En Wikipedia solo he leído cosas sobre la diosa Hel, guardabosques esqueletos, jinetes muertos… Nada creíble.
—¿De verdad te interesa todo esto? —preguntó William.
Ella se encogió de hombros, quitándole importancia, pero lo cierto era que tenía una curiosidad inexplicable por aquellos seres. William paseó la vista por el texto. Había perdido práctica y le costó traducir algunas palabras.
—Bueno, según la fecha que figura en la ilustración y al comienzo, este libro lo escribió un tal Baptistam Thier en el año 1644. Según este tipo, los perros del infierno no son seres espectrales, en realidad son…
Un coche se detuvo en la entrada, se oyeron dos portazos y los pasos apresurados de alguien caminando sobre la hierba. William se puso tenso. El olor a vida inundó el jardín y llegó hasta él como el canto de una sirena. La cabeza empezó a darle vueltas y sus colmillos se alargaron con vida propia.
—¡Kate! —exclamó Jill mientras iba al encuentro de su amiga—: ¿Desde cuándo no miras el teléfono? Jane acaba de llamarme, por segunda vez en una hora. Estaba histérica. Dice que lleva días intentando hablar contigo, que te ha dejado un montón de mensajes… ¡Amenaza con coger un vuelo y venir hasta aquí si no la llamas inmediatamente!
Kate agachó la mirada y frunció el ceño.
—Ni siquiera sé dónde he puesto mi teléfono —se excusó.
William se movió inquieto, inclinó la cabeza y escondió el rostro en la larga melena de Kate. Aspiró su olor, pero ni la dulzura de ella pudo enmascarar el aroma que desprendía el cuerpo de su amiga. Apretó la mandíbula con fuerza y clavó sus ojos en la oscuridad del bosque. No sirvió de nada, el pulso de la humana era un eco que resonaba en sus oídos como una llamada insistente.
El teléfono de Jill vibró en el bolsillo trasero de sus pantalones. Lo cogió y le echó un vistazo.
—Es ella —se lamentó con una mueca de fastidio. Estiró el brazo y le plantó el teléfono a Kate a pocos centímetros de su nariz. Demasiado cerca de la cara de William—. Habla con ella antes de que envíe al FBI o a la CIA a buscarte.
Kate sacudió la cabeza.
—No, por favor, no puedo hablar con ella ahora.
—Kate, no me pidas esto. Jane es tan…
—Por favor —insistió la vampira.
William empezó a jadear. Giró la cabeza para perder de vista la muñeca palpitante; el impulso lo estaba desgarrando. Si continuaba allí, acabaría rajándole el cuello. Soltó un juramento en voz alta y se puso de pie. Kate casi tuvo que saltar de su regazo para no caer al suelo.
—Te ha dicho que no. No quiere hablar con ella. ¿Qué parte es la que no entiendes? —le espetó a Jill con malos modos.
La chica dio un paso atrás, demasiado impresionada.
—Yo…
—¡William, ¿qué demonios te pasa?, no le hables así! —exclamó Kate, tan sobrecogida por su reacción que no era capaz de moverse.
La voluntad de William estaba a punto de quebrarse. Clavó sus ojos en los de Kate y le envió una fiera orden mental: «No me reprendas. No vuelvas a hacerlo». Miró de nuevo a Jill, con su última defensa desmoronándose.
—Es mejor que te marches y no vuelvas por aquí. Tu presencia incomoda.
Dio media vuelta y se encaminó a la casa. Se cruzó con Evan; el chico había oído los gritos y acudía para ver qué estaba pasando.
—¿Qué ocurre? —preguntó el lobo.
—Que has olvidado que tu mujer es humana y que esta casa está llena de vampiros. Vampiros más interesados en su sangre que en prepararse para evitar que los decapiten dentro de pocas horas. ¡Llévatela a casa, Evan!
Evan se quedó de piedra. El tono airado y desquiciado de William lo había pillado por sorpresa. Su bestia reaccionó con un gruñido a la amenaza que suponía el vampiro en ese momento. Su lado racional le dijo que tenía razón y se obligó a tranquilizarse.
—Solo pensé en la seguridad de este sitio, creí que aquí estaría a salvo —se justificó.
—¿A salvo? —se burló William—. Tanto como un pequeño cervatillo entre una manada de lobos con sed de caza —le espetó con cada músculo de su cuerpo temblando por la tensión—. ¿Por qué no piensas de vez en cuando? Si le ocurriera algo tendría que castigar al responsable, y perdería un buen soldado solo porque tú eres un inconsciente.
Evan apretó los dientes.
—Lo he entendido.
—Eso espero. No necesito cachorros a los que sermonear, sino cazadores que no necesiten niñera. —Lo empujó con el hombro al pasar por su lado, y lo hizo a propósito, con todo el despotismo del que fue capaz. Estaba hirviendo de rabia y necesitaba dejarla salir.
—¿Pero a ti qué demonios te pasa? —gruñó Evan.
William se paró en seco. Se giró mientras sus manos se iluminaban y sus ojos se convertían en dos estrellas blancas. La bestia de Evan reaccionó a la amenaza y su cuerpo comenzó a convulsionar. Iba a transformarse.
—¡Eh, eh, eh, tranquilos! —Adrien apareció tras William y le rodeó el pecho con un brazo. Tiró de él hacia la casa; una tarea bastante difícil porque William no dejaba de retorcerse y maldecir—. Ya vale. Déjalo de una vez.
Daniel pasó por su lado e hizo lo mismo con Evan. Logró contenerlo y alejarlo hacia la espesura.
—Me parece que tú también necesitas una niñera —gruñó Adrien mientras lo sujetaba con más fuerza. William no dejaba de resistirse, fuera de sí—. No me obligues a dejarte frito.
—Como si pudieras.
—A este paso, vamos a necesitar un ring en el sótano —bromeó con la voz entrecortada. Logró arrastrarlo por la cocina y conducirlo hasta su estudio. Lo empujó dentro y entró tras él. Cerró la puerta y se apoyó contra la madera—. ¿Qué te ha pasado ahí afuera? Creía que esos chicos, los Solomon, eran como hermanos para ti.
William se movía por la habitación como un león enjaulado.
—Y lo son. Tuve a ese idiota en los brazos minutos después de que naciera —replicó con la mirada encendida. Se llevó las manos a la cabeza. Había estado a punto de hundirle el puño en el estómago y arrancarle los intestinos—. He perdido el control.
Los cuadros bailaban en las paredes y la pantalla del televisor se encendía y se apagaba.
—¿A él tampoco le gusta tu corte de pelo? —volvió a bromear Adrien.
—Con Jill, he perdido el control con Jill. He estado a punto de… —Cerró los ojos y lanzó un grito—. ¡Esto es un infierno!, ¿cómo lo soportas?
Se oyeron varios chasquidos. Las bombillas de las lámparas estaban explotando y los cristales vibraban como si los estuviera sacudiendo un terremoto.
Adrien miró a su alrededor, cada vez más preocupado por el poder que estaba manifestando William. A ese paso, iba a causar daños serios.
—Minuto a minuto —suspiró. Se acercó a él y le apretó el hombro—. Mira, el truco está en pensar en aquello que no puedes soportar y hacer justo lo contrario. No soporto ser un adicto; que me dominen mis impulsos; la debilidad que causa el dolor. Tampoco soportaría la mirada de mi madre si lo supiera. Ni el regocijo de mi padre si volviera a caer.
William lo miró a los ojos y empezó a tranquilizarse.
—Puede que tu voluntad sea mayor que la mía. Todos creen que soy una especie de héroe lleno de virtudes, y no hay nada más lejos de la realidad —dijo con tono amargo.
Adrien le dio un golpecito en el hombro y se apoyó contra la mesa.
—Bienvenido al Club de los desastres. —Sacudió la cabeza, preguntándose en qué momento aquel cretino había empezado a caerle bien—. No voy a dejar que hagas nada de lo que te puedas arrepentir. Aunque para eso tenga que convertirme en tu sombra, ¿de acuerdo? —William asintió. Adrien sonrió—. Pero no te hagas ilusiones, no voy a ducharme contigo.
Una leve sonrisa asomó a los ojos de William. No dijo nada, pero en su rostro se podía apreciar lo agradecido que se sentía. Adrien le sostuvo la mirada durante unos largos segundos.
—Quédate aquí un rato y tranquilízate, ¿vale? Voy a ver qué tal están las cosas ahí fuera.
Adrien salió del estudio y William se quedó inmóvil en el centro de la habitación. Se frotó la cara con la palma de la mano. Le dolía el pecho y se pasó los dedos por el esternón con un fuerte masaje. Sentía como si hubiera envejecido un siglo en las últimas dos semanas.
Se dio cuenta de que aún llevaba el libro en la mano. Lo apretó con fuerza y lo tiró sobre la mesa. Los papeles volaron y una caja con lapiceros se desparramó sobre la superficie. Oyó un sollozo que le costó identificar. De repente se dio de que era él quien sollozaba. Tenía lágrimas en los ojos y estaba gimoteando como un idiota. Se dejó caer en el suelo, con la espalda contra la mesa y los brazos cruzados sobre las rodillas. Frotó la cara contra las mangas de la camiseta y escondió el rostro.
La puerta se abrió y volvió a cerrarse con rapidez.
—¿Mi señor? —preguntó Mako.
—No tienes que llamarme así en privado —dijo él sin levantar la cabeza.
—Pero eres el rey, así debo dirigirme…
William resopló con frustración.
—Primero soy tu amigo, o al menos espero seguir siéndolo.
Mako se acercó a él y se arrodilló en el suelo, a su lado.
—Por supuesto que lo eres —susurró.
Su larga melena le caía sobre uno de los hombros y la apartó hacia atrás con una sacudida. Indecisa, alzó una mano y enredó los dedos en el pelo oscuro de William. Los deslizó hasta su nuca con una suave caricia. Al ver que él no la rechazaba, continuó repitiendo el gesto en silencio.
William apretó los párpados con fuerza. Se estaba derrumbando casi sin darse cuenta. Su mente retrocedió en sus recuerdos, hasta cuando era un niño tan pequeño que necesitaba ponerse de puntillas para subirse a una silla. Tenía miedo a la oscuridad y las pesadillas lo despertaban aterrado. Su madre solía calmarlo de aquel modo, lo acurrucaba en su regazo y le acariciaba la cabeza mientras tarareaba dulces melodías. Si solo pudiera volver atrás unos instantes.
Se inclinó sobre Mako hasta apoyar la cabeza en sus piernas. El calor de las lágrimas le abrasaba los ojos y la piel. Lloró en silencio. Por todo y por nada. Por el odio y el dolor que sentía. Porque era un corazón maldito incapaz de sentirse en paz.
Mako notó cómo se le humedecían los pantalones. Sorprendida, deslizó los dedos desde el cabello de William hasta su mejilla. Tragó saliva al notar el líquido caliente. Le tomó el rostro entre las manos y lo obligó a que la mirara.
—¡Dios mío, estás llorando! —exclamó atónita. Los vampiros no podían llorar—. ¿Cómo es posible?
—Nunca he sido muy normal, ¿verdad? —respondió con tono cínico.
Mako esbozó una leve sonrisa y sacudió la cabeza.
—No, pero dudo que eso sea algo malo. —Hizo una pausa, atrapada en su mirada zafiro—. ¿Qué eres en realidad, Will?
—No puedo decírtelo.
—¿Tampoco puedes decirme por qué estás aquí así, tan destrozado? —preguntó con cautela.
Le enjugó con los pulgares las lágrimas que le caían por las mejillas. Con una punzada de dolor recordó la última vez que hizo algo así, fue consolando a su hermana después de haberse caído de un manzano. Había pasado tanto tiempo que ya no recordaba la sensación.
William suspiró y negó con la cabeza, como si estuviera asumiendo la mayor de las culpas. Se estaba volviendo loco, sobre todo por tener que contener su violencia. Era increíble lo que podías aparentar cuando no tenías elección. No le quedaba más remedio que fingir normalidad y una mente fría, si quería mantener a todo el mundo tranquilo y que no se desmoronaran como un castillo de naipes sacudido por el viento. Así que eso era lo que fingía, porque la realidad era bien distinta. Su sed no cesaba porque solo había una cosa que podía calmarla; y no sabía cuánto tiempo pasaría hasta que volviera a caer, porque caería. Y su mal humor no ayudaba en la ecuación, incrementaba su deseo por destrozar todo cuanto sus ojos alcanzaban.
—Verte así me duele —susurró Mako.
Deslizó los dedos por sus mejillas hasta el arco que dibujaba su mandíbula. Lo miró a los ojos, esos preciosos ojos azules que muchas décadas atrás le habían sonreído solo a ella, y que ahora eran una dolorosa estaca clavada en su pecho. No lo había olvidado, a pesar de que sabía que nunca había sido correspondida del modo que cada célula de su cuerpo anhelaba. Pero así eran las cosas, uno sentía lo que sentía y no era culpa de nadie si la conexión solo funcionaba por una de las partes. El problema residía en su incapacidad para aceptar que esa conexión nunca fluiría en ambos sentidos. Mantenía la esperanza de que, quizá algún día, ellos podrían…
Se inclinó y posó sus labios sobre los de él. Un tímido roce que a William lo pilló desprevenido. Lo aprovechó y su boca presionó contra la de él con más urgencia, dulce y tierna.
William se apartó de golpe.
—Mako… —Empezó a negar con la cabeza, mientras se ponía de pie—. Tú eres importante para mí, siempre lo has sido, y hubo un tiempo en el que… Yo… —Suspiró, y continuó con voz firme—: Ese tiempo pasó.
—Pero podríamos hacer que regresara. Podría funcionar. Lo supe en Roma, cuando volví a verte. Lo sentí aquí. —Mako se llevó una mano al pecho e intentó acariciarle el rostro con la otra, pero él se alejó.
—Si estás aquí porque de verdad crees eso, lo siento mucho. No debiste dejar a los Arcanos y arriesgar la vida por algo que nunca podré darte. Amo a Kate y mi compromiso con ella es de verdad.
Mako se cruzó de brazos, con la amargura del rechazo aún en los labios.
—¿Y por qué no está ella aquí? Mírate, tú no estás bien, y a ella parece que no le importa. A mí sí me importa, Will.
William se acercó a la ventana. Los ojos le brillaron a la luz de la luna.
—Si no está aquí es por que últimamente no hago otra cosa que alejarla de mí. —Sonó aturdido, perdido incluso. Se apartó el pelo de la frente con una mano mientras apretaba la mandíbula con fuerza.
—Puede que tu subconsciente esté intentando decirte algo que tú te niegas a aceptar. No es buena para ti si te hace sentir así, si te abandona y se aleja de ti cuando la necesitas; aunque tú la hayas empujado a hacerlo —susurró tras él. Posó una mano en su espalda—. Ella no es lo que necesitas, ¿acaso no lo ves?
William se giró y la miró a los ojos.
—Arriesgaría cuanto poseo para mantenerla a mi lado: mi clan, mi familia, hasta mi alma. Ya lo he hecho y volveré a hacerlo. Haré pedazos este maldito mundo si la pierdo. No vuelvas a decir que no la necesito.
Mako dio un paso atrás, los ojos de William se habían iluminado desde dentro con una extraña luz blanca y se inclinaba sobre ella de forma amenazante. Dentro de él había algo que la asustaba. Una presencia inquietante y peligrosa que activaba todos sus instintos de supervivencia.
La puerta se abrió de golpe y Robert apareció en el umbral. Sus ojos evaluaron la escena y no le gustó lo que vio. William resplandecía como el maldito ángel que era, solo le faltaban las alas para completar la imagen. Parecía cualquier cosa menos un vampiro. Una multitud de emociones cruzó por el rostro de Mako al girarse hacia él.
—¿Todo bien por aquí? —le preguntó Robert. Ella asintió y recuperó de inmediato la compostura y su actitud marcial. Enderezó los hombros y relajó el rostro—. Si habéis terminado, necesito hablar con mi hermano.
Mako volvió a asentir y se dirigió a la puerta. Robert la sujetó por la muñeca cuando pasó por su lado.
—¿Estás segura de que todo está bien? —susurró sin mirarla. El tono de su voz era tan frío y mortífero como la daga que llevaba oculta bajo la manga en el antebrazo.
—Por y para siempre mi rey. Así lo juré ante Lilith —respondió ella consciente de la amenaza.
Una vez que Mako hubo salido, Robert cerró la puerta y se quedó mirando a William. Sin prisa se acercó a la mesa y se sentó en la esquina, con una pierna apoyada en el suelo y la otra colgando con un ligero balanceo.
—¿Eres consciente de que debería cortarle la cabeza a esa chica por lo que acaba de ver? ¿Y que tal vez lo haga en cuanto salga de aquí? —dijo como si nada.
William entornó los ojos y le dedicó una mirada furiosa a su hermano.
—No vas a tocarla. Confío en ella.
—No deberías confiar en nadie, ni siquiera en ti mismo hasta que todo esto acabe. Y no es prudente hacerlo en una mujer que evidentemente ha salido de este cuarto bastante despechada. —Robert suspiró con aire dramático—. Y yo pensando que todos estos años habías sido tan casto como un monje eunuco, y resulta que has sido un chico muy malo.
—¡Que te den, Robert! —le espetó William. Se dejó caer en un sillón y masculló una maldición—. ¿Qué quieres?
Robert fue directo al grano.
—¿A qué ha venido lo de antes? Ningún vampiro bajo tu mando habría puesto un solo dedo en Jill; y lo sabes. Esos guerreros llevan sobre sus espaldas siglos de entrenamiento. Se les ha puesto a prueba de todas las formas posibles y siempre han mantenido el control.
—Yo no estoy tan seguro de eso. Conforme se acerca el momento están más nerviosos. Solo intento…
Robert se puso de pie de un salto. Esbozó una sonrisa impenitente y ladeó la cabeza, estudiando a su hermano con detenimiento.
—¿Estás seguro de que es por ellos y no por ti? En San Diego…
—No tienes que preocuparte por eso, así que cambiemos de tema.
Robert entornó los ojos con perspicacia. Tenía un mal presentimiento. La esencia humana era la heroína de un vampiro, te volvía loco y te acababa matando. Él nunca lo había experimentado, pero lo había visto en otros, muchos siglos atrás. Antes del pacto, los vampiros eran auténticos monstruos.
—Si lo que pasó allí te hubiera trastornado de algún modo, sabes que podrías confiar en mí y contármelo. Te ayudaría a…
William se movió incómodo. Cada vez que pensaba en esa chica, en su sangre, en su esencia…, la cabeza le daba vueltas.
—No hay nada que contar. Todo está controlado —atajó.
—Somos hermanos, nos parecemos demasiado como para no darme cuenta de que lo que ocurrió allí te atormenta.
William se puso de pie. La rabia hervía de nuevo en sus venas.
—No creas que me conoces tan bien, no nos parecemos tanto. Compartimos el ADN de mi padre, pero es la sangre de mi madre la que se impone desde hace tiempo. Es un ángel, tenlo presente. ¡Soy un maldito mestizo! —le dijo con dureza.
La tensión de su cuerpo le estiraba la piel de tal modo que creía que iba a desgarrarse de un momento a otro. Todo se estaba volviendo rojo a su alrededor. Necesitaba deshacerse de la oscuridad que tan cerca estaba de gobernar su mente.
—¿Y quién estaba dispuesto a machacar a Evan, el vampiro o el ángel? Porque si es el mismo que quería merendarse a Jill, tiene un problema —replicó Robert, buscando las emociones que hicieran a William poner los pies en la tierra.
Un largo y tenso silencio llenó la habitación. William bajó la mirada y ocultó el sentimiento de vergüenza que se abría paso bajo su coraza. No le gustaba el sabor amargo que tenía. Creía que jamás sería capaz de agredir a alguien que le importara. Ya no estaba tan seguro.
—No hay tal problema. ¿Necesitas que te lo diga por escrito para que me creas?
—Will… —insistió Robert sin ánimo de ceder.
—¡Maldita sea, Robert! ¿Tengo que darte una puñetera orden para que me dejes en paz?
—¿Lo dices en serio? —preguntó el vampiro sin dar crédito a la amenaza de su hermano.
—Nunca lo he querido —masculló William, dándole vueltas al anillo de su padre en el dedo—. Pero ahora es mío y es lo que soy. Cambia de tema o te pediré que te largues, y no será un comentario, ni una sugerencia… Será una orden.