16

Gabriel descendió a tal velocidad que, al posarse, sus pies se hundieron varios centímetros en la tierra dura. Estaba cubierto de sangre y aún sostenía sus espadas gemelas apretadas en las manos. Amatiel y Nathaniel aparecieron a su lado; un segundo después, Rafael se posó junto a ellos cargando con el peso de Meriel, que tenía una herida en el costado y parte del ala izquierda chamuscada.

La tregua entre ángeles y Oscuros (así era como llamaban a los arcángeles que habían seguido a Lucifer en su caída) había finalizado. Muchos siglos atrás, tras una batalla que mermó considerablemente sus filas y la población humana, llegaron al acuerdo de no intervenir en ningún plano terrenal. El mundo pertenecía a los humanos y no podría ser tomado por ninguno de los dos bandos.

No influirían en el futuro de la especie y permanecerían recluidos en sus planos correspondientes. Solo los arcángeles y algunos de los caídos de mayor rango podían descender y disfrutar de los placeres y la belleza del mundo, pero únicamente si mantenían su promesa de no intervenir. Lo que estaba escrito se cumpliría sin más, pero llegado su momento. Era la ley.

Los siervos y las almas rescatadas de ambos bandos tenían prohibido cruzar los portales. Aunque siempre había insurgentes del lado oscuro que incumplían dicha norma y cruzaban para poseer cuerpos y obrar con una maldad absoluta. Estos eran perseguidos por las Potestades y devueltos a su plano.

Gabriel le hizo un gesto con la cabeza a Rafael, y este último emprendió el vuelo con Meriel a punto de desfallecer. Clavó una de las espadas en el suelo, se agachó y hundió los dedos en el polvo cubierto de sangre, mientras con la vista recorría los cuerpos sin vida que yacían frente a él. Se habían ensañado con ellos de un modo repulsivo. No lograba entenderlo.

Las Potestades eran seres celestiales, que habían sido elegidos como guardianes de las fronteras entre el mundo espiritual y el físico. Eran los únicos con una verdadera conciencia que les impedía hacer el mal; eran justos. Y por ese mismo motivo, habían sido elegidos para ese papel tras el acuerdo y la tregua. Eran los únicos, sin conflicto de intereses, que podían vigilar los portales que permitían el acceso a la tierra y velar por que se cumplieran las leyes.

Pero, claro, la tregua había terminado.

Gabriel se puso de pie y con una mirada furiosa contempló la puerta que había sido abierta, invisible para ojos que no fueran divinos.

—Nos han engañado, todo este tiempo nos han engañado.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Nathaniel. Su larga melena cobriza ondeaba por el viento.

—Los ataques que hemos estado sufriendo en nuestras fronteras. —Gabriel miró a su hermano con furia silenciosa, luchando contra la fuerza de un arrebato descontrolado—. No eran reales, no pretendía tomar nuestros dominios. No tenía lógica que lo intentaran una vez tras otra cuando estaban sufriendo tantas bajas. Era un plan demasiado ambicioso, incluso para ellos; además de inútil. Intentaban distraernos para que no descubriéramos el auténtico ataque.

La confusión se reflejó en los rostros de Amatiel y Nathaniel.

—Pensadlo —continuó Gabriel—, han estado enviando huestes como corderos al matadero, pero solo eran siervos y almas descarriadas bajo el mando de los caídos de menor rango. ¿Y nuestros hermanos y sus capitanes? ¿Dónde estaban ellos?

Nathaniel se quedó pensando. Paseó la vista por los cuerpos de las Potestades y sus ojos se iluminaron con un destello de comprensión.

—Estaban aquí. No quieren un trono en los cielos. Con que logren uno en la tierra habrán ganado —susurró.

Gabriel apretó los dientes y su espada centelleó con una lengua de fuego que lamía la hoja.

—Este es el premio gordo. Siempre lo ha sido. Quienes controlen el lado físico dominarán el espiritual —dijo Gabriel—. Nos han hecho creer que apuntaban más alto, y mientras aniquilaban la primera defensa. ¡¿Cómo hemos podido caer en un ardid tan burdo?!

—No te atormentes, Gabriel —susurró Amatiel. Se acercó a su hermano y le colocó una mano en el hombro, intentando aliviarle el sufrimiento que casi lo convulsionaba.

—Está cumpliendo sus amenazas, no era ningún farol. Intenta lograr que cruce. ¿Te das cuenta ahora? —gritó Gabriel. Su mirada voló por encima de Amatiel y se clavó en Miguel, que acababa de aparecer tras ellos—. No era palabrería. Te transmití su mensaje y lo ignoraste. Podríamos haber evitado todo esto si hubiéramos reaccionado cuando debíamos.

—Se estableció un acuerdo de honor. El poder del cielo y el infierno lo decidían los hombres con su libre albedrío —empezó a decir Miguel. No podía apartar los ojos de los cuerpos salvajemente mutilados sobre el suelo—. La lucha se libraría en las mentes humanas a través de su voluntad para decidir entre el bien y el mal. El desequilibrio a favor de un bando u otro lo decide esa voluntad.

Gabriel resopló frustrado. Dio media vuelta y, con la espada colgando aún de su mano, se acercó a Miguel.

—Por nuestro padre te lo suplico, hermano. Deja de cegarte a ti mismo. Nunca se arrepentirán, nunca pedirán tu perdón. Tu amor por ellos no es correspondido. —Señaló los cuerpos—. Mira lo que han hecho con estos seres, han apagado la luz más pura que existía. Ni Mefisto ni ninguno de ellos tienen honor, tampoco Lucifer. El acuerdo se ha roto y debemos pasar a la ofensiva.

Miguel asintió. Estaba completamente deshecho. Millones de años, sin perder la esperanza de que algún día sus hermanos recapacitarían y volverían a los brazos del padre, le habían vuelto descuidado. El dolor que sentía al ver a su familia dividida era insoportable, y se había aferrado a la ilusión de que solo era una simple rabieta por parte de Lucifer, que estaba durando demasiado y que acabaría por terminar cuando esta pasara. Su esperanza escapaba con la misma rapidez que lo había hecho la sangre de sus hermanos, y del mismo modo que había dejado que su espíritu guerrero lo abandonara hacía mucho. Había sido un ingenuo, cegado por la culpa y un corazón donde aún sentía amor por su hermano pequeño, su pupilo.

Miró a Gabriel a los ojos. Su mirada solo le mostró lo que ya sabía, que hacía mucho tiempo que su hermano se había convertido en el recipiente vacío que era. Tras la primera caída, todos los arcángeles sufrieron un daño que los cambió para siempre. Amor, misericordia, honestidad… todos esos valores fueron sustituidos por otra «cosa» que les ensombreció el corazón; y, desde entonces, sufrían una lucha interior entre los destellos fugaces de esos sentimientos y la oscuridad más absoluta. Gabriel era quien más sufría esa lucha, sus ojos lo delataban.

—Tienes razón —admitió al fin Miguel, consciente de a dónde le habían conducido todos sus errores—. Averigüemos si todas las Potestades han sufrido la misma suerte. Necesitamos más guardianes que vigilen los márgenes. Nadie más debe cruzarlos. —Se giró hacia Amatiel—. Toma las huestes que necesites y encuéntralos a todos; después, devuélvelos al infierno. Revisa todos los portales. Busca cada grieta, cada agujero que hayan encontrado sus siervos y las almas descarriadas, y séllalos.

—Con los caídos solo será cuestión de tiempo, los atraparemos. Pero ni el mejor de nuestros capitanes puede hacer frente a nuestros hermanos —le hizo notar Amatiel.

—Oscuros —corrigió Miguel—. A partir de ahora solo usaremos el nombre que se les ha dado y al que hacen honor.

—Oscuros —repitió Amatiel.

—Nosotros personalmente nos ocuparemos de ellos.

Amatiel asintió una sola vez y emprendió el vuelo.

—Somos seis, ellos ocho. La balanza no está muy equilibrada —le recordó Gabriel.

Miguel exhaló el aire de sus pulmones. Uriel los había abandonado pocos meses antes. No lo vio venir. No percibió los cambios, las señales de aviso de la tentación cerniéndose sobre el arcángel. Se lamentó en silencio, ¿cómo había estado tan ciego ante lo que ocurría frente a sus ojos?

—Estar en minoría nunca ha sido un problema para ti. Disfrutas con los retos.

Gabriel sonrió y su expresión traviesa provocó que Miguel también sonriera.

—Cierto. —Arqueó las cejas con suficiencia. La sonrisa desapareció de su cara al echarle un nuevo vistazo al portal—. ¿Y si ha cruzado?

Miguel sacudió la cabeza con un gesto negativo.

—No hay posibilidad de que haya cruzado. Me encargué personalmente de cada portal. Hay tantos hechizos protegiéndolos que, ni con las puertas abiertas de par en par, él podría cruzarlos. He estudiado cada profecía relacionada con su alzamiento, y he creado un sello que anularía al roto en caso de que se cumpliera alguno de los presagios —explicó.

Gabriel no apartaba sus ojos de él y pudo ver en ellos lo que estaba pensando: los híbridos y la maldición de los vampiros eran dos de esos sellos; y ambos estaban rotos. Cada sello quebrado hacía más fuerte a Lucifer, y su poder siempre había sido superior al de todos ellos. Era más listo y escurridizo. No podían estar seguros de que fueran a funcionar, de que pudieran contenerlo para siempre.

—Aunque todas la profecías se cumplan y todos los sellos se rompan, no hay forma divina de que cruce —insistió Miguel. «Usé magia prohibida para desligar su alma», confesó a través del vínculo mental que lo unía a Gabriel, para que Nathaniel no pudiera escucharlos.

Gabriel lo contempló boquiabierto. El alma era el bien más preciado que existía. Cualquier acto contra el espíritu de un ser era tabú. El mayor pecado. Y a ese acto infame había que sumarle que la magia prohibida requería un pago importante de almas; y, en su caso, esas almas eran buenas. Después de todo, Miguel poseía menos conciencia de la que imaginaba. No podía criticarlo; en su lugar, él habría hecho lo mismo. Pero no dejaba de sorprenderle que su hermano hubiera considerado una medida tan extrema. La culpabilidad de tal acto debía atormentarlo.

«Cruzaría su cuerpo, pero no su alma. Quedaría atrapada en el infierno sin un recipiente que la proteja, exponiéndola a sus propios seguidores. Dudo que confíe tanto en ellos. Y sin alma en la tierra es tan frágil como un niño humano. No correrá un riesgo así», continuó Miguel con la voz teñida de vergüenza.

Gabriel consideró su confesión. Si Miguel estaba en lo cierto, la posibilidad de que Lucifer quedara libre era prácticamente inexistente. El mayor problema estaba resuelto, pero quedaban unos cuantos más.

—Es evidente que Mefisto está convencido de que puede hacerle cruzar, y pronto; el ataque a las Potestades así lo demuestra. ¿Qué ocurrirá cuándo se de cuenta de que es imposible? —preguntó Gabriel.

—Conociéndolo, cualquier cosa. Lo aniquilará todo, no dejará piedra sobre piedra. Por eso debemos encontrarlo, a él y todos los demás. Después haré con ellos lo mismo que con Lucifer, y destruiré los portales. —Acarició la mejilla de Gabriel y le sonrió—. Volvamos, veamos cómo se encuentra Meriel y organicémonos.

—Adelántate con Nathaniel. Quiero ver a los híbridos. Los ataques han hecho que no piense en ellos y me preocupa lo que puedan estar tramando —pidió Gabriel.

—¿Qué importancia tienen en este momento?

—Su profecía me preocupa. Es la única que no hemos logrado interpretar completamente. Tu confesión me ha tranquilizado, pero no quiero correr riesgos innecesarios. Es mejor que esos sellos no se rompan nunca.

—Está bien —cedió Miguel—, pero envía a otro. Alguien en quien confíes. No podemos perder ni un segundo más.

William se inclinó sobre la mesa y contempló los planos. A su lado, Daniel no dejaba de señalar los puntos que debían ser revisados con antelación; necesitaban conocer palmo a palmo el terreno. Alzó los ojos y su mirada se encontró con la de Mako, la vampira le sonrió y él le devolvió la sonrisa.

Intentó pasar por alto el hecho de que ella se había quitado la guerrera y que, cuando se inclinaba sobre la mesa, la camiseta de tirantes que vestía apenas lograba contener unos senos generosos. Resultaba embarazoso. Aunque no tanto para los presentes sin pareja: Robert y Adrien se estaban dando un buen atracón sin ni siquiera parpadear.

—No sé, quizá sea más seguro colocar un vigía… —comentó William. Se quedó pensando. De repente, su mano salió disparada—. ¡Aquí! —Su voz se convirtió en el eco de la de Mako. Sus manos chocaron sobre el mapa al señalar a la vez el mismo punto.

—Vaya, parece que hay cosas que ni siquiera el tiempo puede cambiar. Seguimos compenetrados —dijo Mako en tono suave, sosteniendo su mano. Le dio un ligero apretón antes de soltarla.

—Te equivocas. Esto se debe a que tú fuiste una buena alumna y yo mejor maestro —respondió él con una sonrisa tirando de sus labios.

Mako ocultó los ojos tras sus largas pestañas y frunció la boca con un mohín.

—Es cierto. En aquella época me enseñaste muchas cosas.

Durante un segundo, William notó calor en las mejillas. No le pasó desapercibido el tono tan íntimo que ella había usado. Un rápido vistazo a la cocina le bastó para darse cuenta de que a los demás tampoco: Robert estaba boquiabierto; Daniel y Samuel se habían ruborizado hasta las orejas; Carter trataba de contener una sonrisa nerviosa y Shane lo observaba con una mirada censuradora.

Confundido, William bajó la vista a los planos. No tenía muy claro si él había dado pie al coqueteo, desde luego esa no era su intención. O quizá sí, ya no estaba seguro de nada de lo que hacía. Kate se encontraba al otro lado del cristal, en el jardín, desde allí podía haber oído la conversación. Se pasó una mano por el pelo con un gesto de frustración. No deseaba añadir más problemas a la larga lista que ya tenían.

La noche anterior, cuando llegó bebido a casa, Kate ni siquiera le dirigió la palabra; y él pensó que era más prudente no hablar en esas circunstancias y dejarlo para cuando estuviera sobrio y fuera capaz de pensar con claridad. Desde entonces, encontrar un instante de privacidad para hablar con ella se había convertido en una misión imposible.

—¡Dios, tienes razón! —exclamó Marie, sentada bajo un árbol en un extremo del jardín. Sus ojos, ocultos por unas gafas de sol y el ala de una enorme pamela, estaban clavados en la puerta acristalada de la cocina. Miró a Kate—. Esa arpía va tras mi hermano.

—¿En serio? Y yo que pensaba que el coqueteo y las caricias accidentales eran de lo más normal entre un chico prometido y su examante ¡Qué ingenua soy! —exclamó Kate con tono irónico.

Le lanzó una mirada acusadora a Marie y esta se encogió de hombros con una disculpa. Se frotó los brazos y abrió el viejo libro que Marak le había dado. Empezó a hojear las paginas sin ver nada de nada. Su mente no paraba de reproducir la escena que presenció la noche anterior entre Mako y William.

Poco después de medianoche, se había asomado a la ventana de su dormitorio, justo cuando William salía del bosque con pasos inseguros. Parecía ebrio. Dos guerreros que vigilaban la casa corrieron hacia él, preocupados por si le ocurría algo. Él los detuvo con un gesto y se sentó en el columpio que un par de meses antes había colgado de una de las ramas del viejo roble. Kate pensó en bajar y hablar con él, o simplemente darle un beso y acurrucarse entre sus brazos. A pesar de las diferencias que estaban teniendo, él era todo cuanto quería y necesitaba.

No tuvo tiempo de moverse, se quedó petrificada viendo cómo Mako cruzaba el jardín a su encuentro. A ella sí la dejó acercarse. No estaba de guardia, así que había cambiado su uniforme por unos tejanos ajustados y una camiseta de licra que mostraba una figura perfecta. Se paró al lado de su novio y sujetó la cuerda para detener el balanceo del columpio. Comenzaron a hablar y, al cabo de unos segundos, William se hizo a un lado para que Mako pudiera sentarse junto a él. La conversación se transformó en risas a media voz, y las risas en leves empujones con el codo. Después, Mako le tocó la cara como si le estuviera limpiando algo y acabó apartándole el pelo de la frente con un gesto cargado de ternura. William la dejó hacer. Después de eso, Kate no quiso mirar más.

—Perdona, es que… no sé… Es tan fría que parece no tener sentimientos —dijo Marie.

—Pues es evidente que los tiene —intervino Jill. Sentada sobre la hierba, pelaba una naranja—. Aunque más que sentimientos, esa lo que tiene es un calentón.

—¡Jill! —la reprendió Marie—. No creo que a Kate le ayuden mucho esos comentarios.

—Solo digo lo que veo. Intento que no se ponga paranoica y que sea objetiva con la situación. A ver, dime, ¿tú qué prefieres, a una chica enamorada de Shane o a otra que solo quiere tirárselo? Lo primera es más peligrosa, te lo aseguro.

Marie frunció el ceño y buscó al licántropo con la mirada. Lo localizó cerca de la ventana, hablando con Samuel.

—La descuartizaría en trozos muy pequeñitos si se pasara de simpática —indicó la vampira como si nada. Adoraba a su novio y en ese sentido era bastante posesiva.

Jill puso los ojos en blanco y le dio un bocado a la naranja.

—No estoy paranoica, ni celosa sin motivo. Ninguna mujer mira a un hombre como lo hace ella solo en nombre de la amistad. Sigue enamorada de él, y parece que no le importe mucho que esté conmigo —comentó Kate bastante molesta.

—No solo está contigo —le hizo notar Marie mientras le acariciaba el brazo—. Tenéis un compromiso, vais a casaros. ¡Mi hermano está enamorado de ti como un idiota!

—Aun así, yo tendría cuidado. Esa vampira es demasiado lista, sabe lo que hace —sugirió Jill.

—¿Y eso qué quiere decir? —le espetó Marie.

—Vamos, miradla. Esta situación le permite estar pegada a él como si fueran siameses. No solo lo protege, también lo consuela. —Alzó las manos al ver la mirada furiosa de Kate—. ¡Eso es lo que nos has contado que ocurrió anoche! —se justificó Jill.

—No he dicho que lo consolara —replicó Kate.

—Vale, pero está claro que es lo que intentaba. Es evidente que William y tú no estáis pasando por vuestro mejor momento, y ella lo está aprovechando. Solo digo eso. Ten cuidado.

Marie se quitó las gafas y se inclinó sobre Kate, que había vuelto a concentrarse en las páginas del libro como si fueran lo único interesante. Solo el temblor de sus manos y la rigidez de su cuerpo mostraban lo mal que estaba llevando aquella conversación. Marie colocó la mano sobre la página que ella trataba de pasar. A Kate no le quedó más remedio que enfrentarse a su mirada.

—¿Tan mal estáis? —preguntó Marie.

Kate se encogió de hombros.

—No lo sé, pero no estamos bien. Está muy cambiado, a veces me cuesta reconocerle. Y lo peor es que siento que hemos dejado de comunicarnos. Nos estamos distanciando. —Frunció el ceño y empezó rascar con la uña una de las esquinas del libro.

—Y Lara Croft se está aprovechando de la situación, con su estrategia de «solo soy una amiga que me preocupo por ti y que te entiende mejor que nadie» —comentó Jill con tono burlón—. ¿Quieres un consejo? Acaba con esa historia antes de que empiece, porque esa arpía comienza a cogerte terreno.

—¡Estupendo, Jill, genial! Si algún día quiero suicidarme, ya sé a quién debo llamar para no arrepentirme —soltó Marie alzando la voz más de la cuenta.

Kate tragó saliva, mientras observaba cómo William y Mako salían juntos de la casa, seguidos de Cyrus y Mihail. Ella le estaba mostrando una pistola a la que acaba de quitarle el cargador. Captó retazos de la conversación, algo sobre la aleación de las balas y la plata con belladona que contenían en su interior. Mihail le dio la razón con cierto orgullo paternal en la voz. William sonrió. Tomó la pistola de sus manos y encajó el cargador. Ella le corrigió la postura de los brazos cuando él apuntó. Tenían demasiadas cosas en común contra las que Kate sentía que no podía competir.

William levantó la vista y miró a Kate directamente a los ojos. Su mirada la abrasó un instante, esperanzada y nerviosa. William aminoró el paso, parecía dudar; iba a acercarse. Ella se enderezó y le dedicó una tímida sonrisa. Uno de los dos debía dar el primer paso. La cara de William se iluminó y le devolvió la sonrisa.

—Tenemos prisa, William —le recordó Mako.

William asintió sin apartar la vista de Kate. Le dedicó un guiño a modo de despedida y trotó hasta el coche.

Kate habría jurado que percibió en Mako cierto aire de triunfo y diversión. Jill estaba en lo cierto. Su amiga tenía tendencia a decir las cosas tal y como las pensaba, sin paños calientes, pero eso no las hacía menos ciertas.

—William jamás te engañaría con otra —susurró Marie—. Lo sabes, ¿verdad?

Kate asintió, pero ya no estaba segura de nada.