Kate entró en la cocina con la última caja entre los brazos. La habitación de Alice ya estaba vacía y al día siguiente podrían instalar el nuevo suelo. La dejó sobre la mesa y la cerró con cinta de embalaje. Se quedó mirándola con aprensión, mientras un montón de recuerdos afloraban con un dolor intenso. Dar sus cosas a la beneficencia iba a ser muy duro. Sentía como si se estuviera desprendiendo de ella y no de un montón de ropa usada.
—¿Estás bien? —preguntó Adrien a su espalda.
Ella lo miró por encima del hombro.
—Cuesta creer que ya no esté, que se haya ido para siempre —susurró. Se dio la vuelta y apoyó la cadera contra la mesa.
—Sigue aquí, contigo —aseguró él—. Las personas que queremos nunca nos abandonan, porque siempre las llevamos con nosotros, aquí adentro. —Le rozó el esternón con la punta del dedo.
Ella sonrió, agradecida.
Un coche se detuvo junto a la puerta principal. Llamaron al timbre. Segundos después, Carter aparecía en la cocina con tres pizzas de tamaño familiar. Arrastró una silla a su paso y se sentó a horcajadas mientras destapaba la primera, de queso y salchichas.
—¿Qué hace todavía por aquí? Piensa mudarse o qué —masculló Adrien, fulminándolo con la mirada.
Carter no se percató del comentario malicioso. Toda su atención estaba puesta en Cecil, que le sonreía con timidez desde la encimera donde envolvía unas figuritas de porcelana en plástico de burbujas. Kate sonrió. Ver a Carter flirteando con una chica era tan normal y frecuente como verle respirar, pero el brillo de sus ojos al mirar a Cecil era completamente nuevo y encantador.
—Algo me dice que lo vas a ver bastante. En tu lugar, yo empezaría a asumirlo —dijo Kate.
La música sonaba en la radio, amortiguando sus voces.
—¡Y un cuerno! —Adrien se cruzó de brazos y le dio la espalda a la «parejita». La sonrisa coqueta de Cecil le estaba provocando dolor de estómago—. Mi hermana… mi hermana es demasiado… Debo cuidar de ella. No dejaré que un tipo que colecciona figuritas de acción y miniaturas de coches salga con ella.
Kate se plantó delante de Adrien y le tomó las manos.
—Ese tipo liderará algún día el clan licántropo. Esa responsabilidad no recae sobre cualquiera, ¿no crees? Lo conozco, es un buen chico. Cecil está en buenas manos.
—Eso es lo que me preocupa… —susurró Adrien inclinándose sobre su oído— sus manos sobre ella.
A Kate se le escapó una carcajada. El instinto protector de Adrien hacia Cecil no dejaba de ser sorprendente; sobre todo, cuando él se comportaba como un auténtico Casanova. Kate estaba convencida de que la cama de Amanda no era la única que el chico había visitado desde que se instaló en Heaven Falls.
Carter se giró en la silla y echó un vistazo por encima de su hombro, con una pequeña sonrisa de despiste en los labios.
—¿Y a vosotros qué os pasa? —preguntó, intrigado.
Una canción comenzó a sonar. Adrien y Kate se quedaron mirándose, sin soltarse de las manos. Una sonrisa se extendió por la cara del chico. Un par de meses antes, en aquella misma cocina, estuvo sonando la misma canción. Desde entonces habían pasado muchas cosas que habían cambiado y unido sus vidas para siempre. La miró con la sensación de estar viviendo un déjà vu. Sin previo aviso la hizo girar entre sus brazos y la inclinó hacia atrás hasta que su larga melena tocó el suelo. Kate dejó escapar un grito. Tiró de su cintura y la colocó derecha, tan cerca que sus estómagos se tocaban.
—Madeimoselle. —Hizo una reverencia. Kate puso cara de espanto y dio un paso atrás. Adrien apretó la boca intentando aguantar la risa—. Esta vez prometo no tirarte al suelo ni romper los muebles. Mi trasero aún no se ha recuperado del… «incidente».
Kate sonrió como si fuera un buen recuerdo; y en realidad lo era. Colocó su mano sobre la de él y dejó que la guiara. Adrien subió el volumen con un simple deseo y la música se mezcló con la risa de Kate. Un brillo chispeante iluminó los ojos de Carter al ofrecerle su mano a Cecil; y la cocina se convirtió en una improvisada pista de baile. Adrien se percató de los dedos del lobo deslizándose por la espalda de su hermana en un peligroso descenso. Gruñó.
—Eh…
Kate le puso una mano en la mejilla para que solo la mirara a ella.
—¡Por Dios, cierra esa bocaza y déjalos en paz! —Él hizo ademán de protestar—. Lo digo en serio.
Adrien apretó los labios con una mueca de disgusto. Gruñó un «vale», y Kate se le recompensó con un beso en la mejilla. Sorprendido, contempló su rostro con un cosquilleo en el estómago que envió ondas de calor por tu su cuerpo. Tenía que dejar de pensar en ella del modo que lo hacía.
De golpe, sus ojos volaron a la ventana. Afuera había alguien, podía sentir su presencia familiar en la piel.
—¿Pasa algo? —preguntó Kate. Él se había quedado inmóvil.
Adrien suspiró y asintió con una sonrisa, como si estuviera asumiendo la culpa de un desafortunado acto de traición.
William se dio la vuelta y se perdió entre los árboles que rodeaban la casa de huéspedes. Había acudido con intención de disculparse con Kate y tratar de arreglar las cosas entre ellos. Esa mañana no se había comportado como debía y, aunque seguía convencido de que tenía razón en cuanto a su seguridad y la forma de mantenerla a salvo, sabía que debía pedirle perdón por cómo la había tratado.
El día se le había antojado eterno entre planes, estrategias y reuniones de las que apenas recordaba los detalles. Porque no hizo otra cosa que pensar en Kate y en que no había regresado con él, sino que había preferido ir hasta su antigua casa con un tipo al que apreciaba y que estaba enamorado de ella.
No fue capaz de entrar en la casa después de haber visto a Kate bailando con Adrien. Los espió durante unos minutos oculto en la penumbra. Mientras la veía girar y reír, intentó recordar cuándo fue la última vez que ella se había sentido así de bien con él. No estaba seguro, pero hacía mucho.
Unos celos dolorosos levantaron ampollas en su interior. Sabía que en aquella casa no estaba ocurriendo nada por lo que sentirse así. Para empezar, no estaban ellos dos solos, y su oído había captado la mayor parte de la inocente conversación. Pero no se trataba de eso, sino de su propia inseguridad, de que se sentía culpable por ser el responsable del distanciamiento entre ellos; de que no tenía ni idea de cómo arreglarlo, porque cada vez que volvían a estar bien, ocurría algo que los separaba creando un abismo cada vez mayor entre ellos. ¡Y eso lo cabreaba!
Su teléfono móvil sonó. Le echó un vistazo, era Robert. Rechazó la llamada. Un segundo después, le llegó un mensaje de texto en el que le pedía que regresara a casa. Había surgido algo. ¡Dios, no podían dejarle en paz ni un maldito segundo!
«Lo harían si tú no hubieras metido la pata hasta el fondo con la profecía», dijo una voz en su cabeza.
«Voy a arreglarlo y, una vez que lo haga, pienso desaparecer», pensó.
Mientras un gruñido brotaba en su garganta, estrelló el teléfono contra el tronco de un árbol. Pequeñas piezas quedaron incrustadas en la corteza. Apretó el paso hasta que se cuerpo se convirtió en un borrón. No veía nada con claridad, los colores habían desparecido y su vista solo percibía una luz azulada teñida de rojo.
William rogó por tener algún desahogo, pero el que necesitaba ni siquiera iba a planteárselo. Se detuvo al cabo de unos minutos. La frenética carrera no alivió la tensión; era un manojo de nervios. La rabia y la agonía bullían en su interior. Entornó los ojos y recorrió con la mirada el entorno. Había acabado en el parque, el mismo en el que Amelia hizo su aparición la noche que él pretendía contarle a Kate la verdad sobre su naturaleza. Se le humedecieron los ojos. Resopló para apartar esa mierda emocional más propia de blandengues. Él no era un maldito llorón, sino un cazador y un asesino; que estaba hecho polvo.
Sus sentidos se pusieron en marcha. Alguien se acercaba a la carrera, jadeando. Una mujer vestida con ropa de deporte apareció en el sendero. Caminaba a paso rápido mientras comprobaba el pulsómetro que llevaba en la muñeca. Se quedó mirándola, atrapado en el color sonrosado de su piel provocado por los latidos desbocados de su corazón. Podía ver las venas palpitando al ritmo de su respiración, y también percibía el olor de la adrenalina.
Ella se paró en seco al captar la presencia de un hombre en las sombras. Sus ojos lo examinaron, y el gesto de desconfianza se borró de su cara.
—¡Ah, hola, no te había reconocido! William, ¿no?
William dio unos pasos hasta colocarse bajo la luz amarillenta de la farola. La conocía. Al ver que él no decía nada, ella acortó la distancia y le sonrió.
—Soy Amanda, la bibliotecaria. Nos hemos visto un par de veces. Soy amiga de Kate. Bueno… lo era más de su hermana, Jane, íbamos juntas al instituto. Creo que no nos han presentado formalmente. —Alargó el brazo, ofreciéndole la mano. Él la miró durante un largo segundo antes de estrecharla—. Encantada de saludarte.
—Lo mismo digo —dijo William.
Sus ojos se convirtieron en dos ranuras que ocultaron el cambio de color de sus iris. Una sonrisa perezosa se extendió por su cara y, presa de un impulso incontrolable, se llevó la mano a los labios y la besó en los nudillos, inhalando su olor. Con suavidad le giró la mano, dejando a la vista el pulso que latía en su muñeca. Los colmillos presionaron en su encía y un hambre atroz se apoderó de él.
Amanda sonrió, encantada con el gesto tan galante del chico.
—Eres encantador, Kate tiene suerte —señaló ella casi sin pensar—. Por cierto, esta mañana estuvo en la biblioteca. ¿Te importaría decirle que no es suficiente con que deje los libros en el mostrador? —comentó divertida—. Necesito que vuelva y que lleve su carnet para poder registrar la devolución. Es un cielo, pero últimamente parece distraída y nerviosa. Supongo que será por el compromiso. La gente comenta que os vais a casar muy pronto.
A William le costó entender el parloteo de la humana, solo pensaba en cuál sería el mejor punto en su piel para hacer una incisión que mantuviera un flujo constante de sangre. Pequeños retazos se colaron en su mente: Kate, compromiso… De repente la soltó y dio un paso atrás. ¿Qué demonios estaba haciendo?
—Se lo diré —respondió él con un tono demasiado seco. Ella lo miró de hito en hito sin entender su cambio de humor—. Deberías regresar al pueblo, este sitio no es seguro tan tarde.
Y se lo dijo convencido. El mayor peligro se alzaba frente a ella, cada vez más nervioso, haciendo malabarismo con su autocontrol para no abalanzarse sobre su cuello y dejarla seca.
Amanda pareció dudar.
—Tienes razón, la gente chismorrea sobre un vagabundo que ha estado molestando a jovencitas estas últimas semanas —indicó ella; y su pulso se aceleró con un estremecimiento—. Bueno… Adiós.
Amanda se despidió con un gesto de su mano y se alejó corriendo, concentrada en poner en marcha de nuevo el pulsómetro. Él se quedó atrás, con las manos metidas en los bolsillos para esconder el temblor que las sacudía. En ese momento se sentía en el mismísimo infierno. Necesitaba sangre y… ese «algo» que empezaba a desear más que cualquier otra cosa. No podía quitárselo de la cabeza.
Oyó un grito ahogado, algo arrastrándose entre la maleza y después un siseo, como si alguien estuviera chistando para obligar a guardar silencio. Susurros, gemidos y un llanto suplicante. Sigiloso como un depredador, se dirigió al lugar de donde provenían los ruidos. Su retina captó la imagen: un hombre de mediana edad inmovilizando a Amanda contra el tronco de un árbol, mientras le tapaba la boca con una mano sucia. No pensó, solo reaccionó. Agarró al tipo por el cuello y se desvaneció arrastrándolo con él.
Una brisa helada los sacudió cuando tomaron forma a kilómetros del parque.
—Dios, ¿qué me has hecho? —gritó el hombre mientras se palpaba el cuerpo, como si estuviera comprobando a toda prisa que no le faltaba ningún trozo. Miraba a William con el rostro desencajado—. ¿Qué eres tú?
William aspiró el aire impregnado de miedo. Apretó los párpados con fuerza, inmóvil. Notó que el tipo echaba a correr. Sus pasos se alejaban erráticos y descoordinados. Abrió los ojos y una maldad absoluta brilló en ellos. Una de sus comisuras se elevó con una sonrisa ladeada. ¡A cazar!
Corrió tras él. Le cortó el paso y, sin darle tiempo a comprender lo que iba a ocurrirle, lo agarró por la pechera y lo levantó a la altura de su cara. Con un gruñido enterró los dientes en su cuello; y el dolor y el tormento desapareció bajo un chorro de vida que sabía a gloria.
El golpe lo pilló por sorpresa. Salió despedido por los aires y se estrelló contra un árbol, que se partió por la mitad con un crujido.
Adrien no desaprovechó la escasa ventaja que tenía. Cogió al vagabundo y con ambas manos le sostuvo la cabeza; un giro y le partió el cuello. El hombre se desplomó sin vida sobre la hojarasca, donde terminó de desangrarse. William se puso de pie en un nanosegundo.
—¿Qué diablos haces? —le gritó. Con el dorso de la mano se limpió la sangre que le escurría por la barbilla.
—¿Que qué hago? —le espetó Adrien—. ¡Evitar que te condenes!
—¿Rompiéndole el cuello?
—Mejor eso que lo que tú le estabas haciendo —bramó con las manos en las caderas—. Una sola vez basta para engancharte. Dos es condena segura. Si sigues no podrás parar. ¿Acaso no lo entiendes?
—¡No es asunto tuyo! —gritó William pegado a su cara—. Nada de lo que yo haga es asunto tuyo, ¿está claro? —Lo empujó en el pecho una vez, y después otra. La tercera no llegó porque Adrien le devolvió el golpe—. No deberías haber hecho eso.
Adrien, lejos de amedrentarse, sonrió.
—¿Quieres desahogarte?, adelante, desahógate. —Lo invitó mientras se desarmaba, tirando al suelo las dagas que llevaba escondidas bajo la ropa—. Hace tiempo que deberíamos haber hecho esto. Pero vamos a hacerlo sin truquitos de ángel que llamen la atención. No queremos visitas imprevistas, ¿verdad?
William no necesitó que le insistiera. Se deshizo de sus propias dagas, clavándolas en la tierra húmeda. Estaba fuera de sí, tan frustrado que solo se guiaba por impulsos. Sentía la sangre del humano pegada al paladar, pero eso no era suficiente, necesitaba lo que Adrien había permitido que se perdiera junto con su último aliento.
Se abalanzó sobre él, sin pensar, sin vacilar, y hundió un hombro en su costado. El sonido de un par de costillas al romperse llegó a su oído. Adrien ni siquiera se inmutó, devolvió el golpe y acabaron enzarzados en un combate titánico. Adrien lo agarró por la cintura y lo empujó como si fuera un jugador de rugby haciendo un placaje. William le enseñó los colmillos, se echó hacia atrás y le dio un cabezazo. Un gancho impactó en su mandíbula. Sacudió la cabeza, aturdido, y vio la sonrisita de suficiencia de Adrien mientras este volvía a levantar los puños en actitud ofensiva. Se lanzaron el uno contra el otro y el choque les hizo caer rodando por un terraplén. Lejos de detenerse, se pusieron de pie y continuaron golpeándose como si fuera lo último que harían en la vida; sin reglas.
Los dos terminaron en el suelo, hombro con hombro, tan débiles que apenas podían moverse. Adrien dio media vuelta y escupió la sangre que tenía en la boca. Volvió a acostarse como estaba, contemplando las estrellas. William se pasó los dedos por la mejilla (notaba un dolor intenso en ella) y notó sorprendido que tenía un corte enorme que no estaba cicatrizando. Ladeó la cabeza y miró a Adrien, su rostro no estaba mucho mejor. Habían consumido tanta energía atizándose, que ahora apenas tenían suficiente para curarse con rapidez.
—¿Cuántas veces lo has hecho? —preguntó Adrien.
William sabía de qué le estaba hablando. Se puso un brazo sobre los ojos. Estaba tan cansado que hasta su enfado se había diluido. Ya no tenía ganas de matar a nadie, de hecho, no sentía nada de nada.
—Solo una. Una chica. En San Diego. Roland, el jefe del nido, me la ofreció tras llegar al acuerdo. —Soltó el aire como si fuera un globo desinflándose—. No podía rajarme, mi tapadera habría quedado al descubierto.
—No, no podías. Hay que asumirla como un daño colateral —admitió Adrien. Se acomodó sobre el costado y frunció el ceño—. Pero sí podías haberla tomado como sierva, haberle hecho creer que la querías como amante; y dejar que se convirtiera. Mejor ser vampira que un cadáver.
William levantó la cabeza y la volvió a dejar caer sobre el suelo.
—Lo pensé. Te juro que lo pensé —su voz sonó desesperada—. No pude hacerlo, no pude detenerme. Fue como si… alguien se apoderara de mi razón. Dejó de importarme si estaba bien o mal, solo importaba lo que yo quería. Sentí a la chica apagándose poco a poco y lo único en lo que podía pensar era que quería que durara más. Entonces, con el último latido, su esencia entró en mí: un fuego exquisito quemándome la garganta y… después… Fue mil veces mejor que un orgasmo —declaró muerto de vergüenza. El deseo volvió a sacudirlo. Adrien asintió, entendía perfectamente lo que William trataba de explicarle—. Ahora no dejo de pensar en ese momento. Necesito volver a sentir esa cosa de nuevo. A veces creo que no podré vivir sin ella, y me siento despreciable.
—Te sentirás aún peor, te lo aseguro —dijo Adrien.
—Gracias por animarme —masculló William.
—Podría hacerlo, pero no serviría de nada. Métete esto en esa cabezota que tienes. Tú y yo no podemos cruzar durante mucho tiempo la línea que nos separa del lado oscuro, nos movemos en él como pez en el agua. Es nuestro hábitat natural, el elemento perfecto para lo que somos, y después no seríamos capaces de abandonarlo. Tú y yo, por naturaleza, somos viles, nos atrae como moscas a la miel. —Volvió a suspirar—. Lo difícil es ser bueno, por eso te sientes así de mal.
William arqueó las cejas con un gesto interrogante. Adrien resopló y añadió sin mucha paciencia:
—¡A ver si con dibujitos lo entiendes! Imagina, si un adorable unicornio y Alien echaran un polvo, el resultado sería un vampiro corriente con cierto equilibrio entre el bien y el mal. Bueno, pues tú y yo seríamos el resultado de un apareamiento entre Alien y Predator. ¡Todo bondad y buenas intenciones! —dijo con una risita.
William se cubrió la cara con las manos, sin dar crédito a la explicación surrealista que acababa de darle Adrien.
—Muy ilustrativo —se burló.
Aunque en su fuero interno había captado a la perfección lo que Adrien trataba de decir; y lo peor era que tenía razón. Cada vez se sentía más cómodo con «su lado oscuro», un lado que últimamente aparecía con demasiada frecuencia. Lo que de verdad le costaba era portarse bien.
—Necesitamos un trago —anunció Adrien, dándole a su voz un tono de entusiasmo que no sentía—. Un buen trago de algo muy fuerte.
—¿Con estas pintas? —le hizo notar William. Así no podían presentarse en ningún bar.
Adrien sonrió. Su rostro se contrajo con una mueca, tenía el labio partido y le dolía con el más ligero movimiento.
—Tengo una botella de Talisker escondida en la cabaña, reserva de diez años. ¿Te ves capaz de llegar hasta allí? Porque no pienso cargar contigo.
William lo fulminó con la mirada y asintió una sola vez. Un segundo después se desplomaba en uno de los dos sillones que había frente a la chimenea. Adrien se sentó a su lado con la botella de whisky en la mano, y la abrió usando los dientes. Se la llevó a la boca y dio largo trago. Chasqueó la lengua y se sacudió mientras el líquido dorado se deslizaba por su garganta. Se la pasó a William.
—¡Dios, esto es…! —no pudo terminar la frase.
—Bueno, ¡eh! —comentó Adrien con una sonrisita.
—¡Dios, sí! —exclamó William con un estremecimiento.
Beber y comer era de las pocas cosas buenas de las que podía disfrutar en su condición de ángel. Volvió a saborearlo y en su cara se dibujó la misma expresión cansada y relajada que lucía Adrien. Incomprensiblemente, se sentía bien junto al tipo que más odiaba sobre la faz de la tierra. Bueno, quizá no fuera al que más, pero se acercaba bastante a los primeros puestos.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó Adrien con cautela.
William se puso de pie a la velocidad del rayo. No tenía ánimo para confesiones a la luz de la luna, la única iluminación de la casa en ese momento. Se acabó el instante idílico.
—Gracias por el trago.
—Siéntate —le pidió Adrien—, o tendré que seguirte. —William le puso mala cara—. Lo siento, amigo, pero no vas a poder deshacerte de mí aunque lo intentes. Llámame sentimental, pero, por alguna extraña razón del destino, tú y yo nos hemos encontrado y nuestros caminos se han ligado. Voy a convertirme en tu sombra para que no metas la pata… Más aún —susurró para sí mismo, aunque William lo oyó sin ningún problema.
William se sentó con un gruñido y dio otro trago.
—¿Por qué haces esto? ¿Qué te importa lo que me ocurra? —Le pasó la botella—. Tú me odias.
—Yo no diría que te odio —admitió Adrien—. En realidad, no tengo nada contra ti. Es cierto que te mataría si pudiera; y que me quedaría con tu novia, adoptaría un par de niños y… ¿Quién sabe?, hasta me compraría un perro. Pero un perro de verdad, no esa cosa peluda y llorona que os habéis traído de Laglio. —Su nariz se arrugó con una mueca—. Pero no voy a hacerlo. Sé que esa partida la perdí antes de iniciarla. ¡Si hasta empiezo a creer que me caes bien!
William intentó parecer cabreado. No lo logró y las comisuras de sus labios se elevaron con una sonrisa. Lo miró de reojo.
—Púdrete. Nos acabamos de golpear hasta no poder más.
—Has empezado tú —le recordó Adrien, encogiendo un hombro como si nada.
Guardaron silencio durante un buen rato. Apuraron la botella de whisky y Adrien encontró otra de vino en la cocina. A ese paso la borrachera estaba asegurada. Suspiró con la vista clavada en las llamas que crepitaban en la chimenea.
—No puedes caer de nuevo —empezó a decir Adrien—. Si entras en esa espiral nunca volverás a ser el mismo. Acabará contigo, y te arriesgas a perder todo lo que de verdad te importa. Durante dos años me alimenté así. Dejé de ser yo, nunca era suficiente. He matado a muchos, William, algunos inocentes. Cada vez que asesinaba a un humano, una parte de mi alma se rompía y moría con ellos. No he recuperado esos fragmentos y sé que nunca lo haré, seguirá rota e incompleta mientras viva. No le deseo a nadie ese tormento.
William se inclinó hacia delante y se pasó las manos por la cara con frustración.
—¿Qué te llevó a hacerlo la primera vez? —Miró a Adrien, con la cabeza colgando de los hombros.
—No me dejaron alternativa, como a ti. Mi padre —aclaró—. Él me obligó la primera vez. Nos enfrentamos cuando me dijo quién era y lo que había hecho con mi madre y mi hermana. Casi me mata, y me necesitaba vivito y coleando, así que… —Se encogió de hombros y le dio un trago al vino con mirada ausente—. Me obligó a beber de aquella chica. Era casi una niña. Recuerdo su cara, el color de sus ojos… el miedo. Olía a miedo. La segunda vez fue con un tipo con ganas de pelea.
—Justo después de asesinar a esa chica, casi hago lo mismo con una camarera con la que choqué en la calle. Recuperé el juicio en el último momento; eso no impidió que un minuto más tarde le arrancara el corazón a un tipo en un callejón. Me descontrolé —confesó William.
Adrien lo miró de reojo.
—¿No le gustaba tu corte de pelo?
—Me preguntó que «qué estaba mirando».
—Ufff… —Adrien sacudió la cabeza—. Mala pregunta, no me extraña que le arrancaras el corazón. Aunque… no sé, quizá la lengua hubiera estado más acorde.
William sonrió, no pudo evitarlo. Miró a Adrien a los ojos. No, ni de broma iba a plantearse la posibilidad de que acabaran siendo amigos.
—Bueno, yo le rompí los brazos y las piernas a un idiota que pensó que era buena idea llamar a mi madre zorra. Luego me lo bebí enterito —comentó Adrien—. Después de él ya no pude parar.
Se puso de pie y se acercó a la ventana. William lo siguió con la vista.
—¿Y ahora?
—¿Te refieres a si he parado? —inquirió Adrien. William asintió con rigidez—. Kate fue la última humana a la que mordí. Desde entonces, el infierno que vivo por la culpa me ayuda a controlarme. Aunque hay días en los que… los supero a duras penas.
William apretó los dientes y tensó los músculos de la mandíbula. Le entraron ganas de volver a liarse a golpes con él.
—Ella no lo merecía.
—Lo sé —respondió Adrien sin disimular la culpa que lo ahogaba.
—Tampoco la chica de San Diego —dijo William para sí mismo; y una pequeña parte de él conectó con Adrien. «Daños colaterales», había dicho el chico, y eso eran, las bajas de un plan mayor que no lograba entender—. Aún no has contestado a mi pregunta: ¿por qué te importa lo que yo haga o deje de hacer?
Adrien se dio la vuelta y lo miró con aplomo.
—Lo hago por Kate, solo por ella. Se lo debo. Porque por mi culpa ha perdido demasiadas cosas y no voy a permitir que te pierda a ti también. —Hizo una pausa en la que tomó una profunda bocanada de aire, lo soltó muy despacio en un largo suspiro. Confesar aquello le resultaba difícil—. Kate te quiere y perderte la haría sufrir.
William se frotó los ojos, cansado.
—Y tú la quieres a ella —masculló.
—No voy a disculparme por eso —susurró Adrien cruzando los brazos sobre su pecho.
William agachó la mirada y frunció el ceño.
—Entonces… el pacto, los humanos, el problema con los renegados están para ti en segundo plano.
—No están en segundo plano, ni siquiera en tercero. Me importan un cuerno los vampiros, los humanos y las estúpidas leyes sobre ética y moral. También odio a los ángeles, así que, mejor no hablemos de Dios y su indulgencia o empezaré a vomitar. —Sacudió la cabeza y echó un vistazo al bosque—. No soy bueno, hermanito. Soy un maldito egoísta capaz de cualquier cosa para lograr que las personas a las que quiero estén a salvo; y si para eso hay que salvar a la humanidad… —Sonrió con malicia—, me pondré la capa de superhéroe. Aunque paso de las mallas.
William empezó a reír por lo bajo.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Adrien.
—Que yo también paso de las mallas… hermanito —usó el mismo nombre a propósito.
William apuró el vino de la botella y se puso de pie. Parpadeó para deshacerse del velo brumoso que le cubría los ojos. La debilidad y la falta de sangre habían hecho que su cuerpo asimilara el alcohol con mucha rapidez. ¡Estaba pedo!
—Creo que debería regresar a casa. —Miró a Adrien y un destello de dolor cruzó por sus ojos—. ¿Kate?
—Carter la habrá llevado a casa. Seguro que está allí —respondió. Vio el alivio en el rostro del chico cuando este se dirigió a la puerta—. William —lo llamó—. Déjala respirar. Si le quitas el aire buscará cualquier salida para recuperarlo. Entiendo por qué lo haces, pero una cárcel, aunque esté hecha de diamantes, no deja de ser una cárcel. No lo soportará y la perderás de todos modos.
—¿Te lo ha contado? —preguntó. Adrien dijo que sí con un gesto. William echó la cabeza hacia atrás y resopló—. Pero al menos seguirá conmigo, a salvo.
—¿Estás seguro de eso? No tienes ese derecho sobre ella y lo sabes.
William lo sabía y, aun así, era incapaz de asumirlo. Agarró el pomo, lo giró y abrió la puerta. La noche llenaba de vida el bosque, inundándolo de sonidos y extraños colores; de olores que durante el día el sol y su calor diluían.
Respiró el aire cargado de humedad y salió al porche.
Adrien lo siguió afuera.
—¿Vas a contarle mi… problema? —preguntó William.
—No, deberías hacerlo tú. Y te lo dice alguien que aún oculta a su familia que es un adicto psicópata que intenta no recaer.
—Entonces, entenderás que no pueda contárselo.
Adrien asintió y respondió:
—En ese caso, pórtate bien y no me obligues a decírselo yo.