14

Olvídalo —dijo Kate mientras se movía por el salón buscando las llaves del coche—. No pienso llevar escolta. ¿Sabes… sabes lo raro que sería ir por ahí rodeada de unos tíos que parecen clones de Riddick?

—¿Quién? —preguntó William.

Kate lo miró como si tuviera delante a un extraterrestre. Sacudió la cabeza y puso los ojos en blanco.

—No necesito guardaespaldas —aseguró con voz firme.

William se reclinó en el sofá, acomodándose de un modo perezoso y arrogante. La miró con las pestañas bajas.

—Kate, por favor, serán discretos. No puedes ir por ahí desprotegida.

—No estoy desprotegida. Sabes muy bien que puedo defenderme, y estos días he practicado con Adrien. Pregúntale, verás cómo te dice que sé protegerme bastante bien.

La sonrisa desapareció del rostro del vampiro. No le gustó oír aquello. Intentó apartar de su mente la imagen de un combate cuerpo a cuerpo entre ellos. Imposible. Ahora no lograba pensar en otra cosa que no fueran brazos y piernas entrelazados. Se puso de pie y se dirigió a la cocina. Sacó de la nevera una bolsa de sangre y la rasgó con los dientes. Empezó a beber. Necesitaba calmar los nervios que sentía en el estómago.

Ella lo siguió. Se quedó parada junto a la puerta, mirándolo. Solo llevaba un pantalón de pijama que colgaba por debajo de sus caderas, mostrando lo suficiente para que pudiera distraerse con su perfecta anatomía.

—Will —dijo con tono mimoso. Él la miró de reojo, enfadado. Unos mechones de pelo oscuro le cayeron por la frente cuando ladeó la cabeza hacia la ventana—. Sé que te preocupa mi seguridad. Pero, intenta pensar, no puedo pasearme por Heaven Falls con un ejército de vampiros. Llaman demasiado la atención, son… son enormes y dan miedo. La gente hará preguntas, empezaran a fijarse en nosotros y a especular. Sabes que eso no sería bueno para nosotros.

»Además, no hay motivos para pensar que en este momento los renegados vayan a atacarnos. Y si lo que te preocupa son los ángeles, sabes que solo necesitan un pensamiento para reducir a cenizas a uno de nosotros. Si deciden ir a por mí, ni siquiera tendrán que acercarse.

William dejó de beber. Parpadeó y pareció caer en la cuenta de lo que ella acababa de decir. Que tuviera una escolta no era suficiente. ¡Dios, cómo no se había dado cuenta antes!

—Tienes razón, por eso será mejor que te quedes en casa hasta que todo esto pase y estemos seguros. Puedo traer a Jill para que te haga compañía, seguro que a Evan no le importa. También trasladaré a Marie. Os podremos proteger mejor si estáis juntas.

—¿Qué? —Kate dio un respingo—. No pienso quedarme en casa encerrada.

—Solo será hasta que todo acabe. Hasta que eliminemos el peligro.

—¿Eliminar el peligro? ¡Siempre habrá ángeles! No puedes tenerme encerrada por toda la eternidad.

—Lo que no puedo permitir es que te hagan daño.

—¿Incluso a costa de mi libertad? ¡No eres mi dueño!

—Estoy cansado de discutir. Es lo único que hacemos, discutir y discutir —respondió exasperado.

Tiró la bolsa vacía a la pila. No lograba entender la actitud de Kate. ¿Acaso no se daba cuenta de que lo hacía por ella, para mantenerla a salvo? Que la quería tanto que perderla no era una opción.

—Puede que dejemos de discutir si tú intentas ser más razonable —le espetó Kate.

La irritación aguijoneó a William. Se plantó delante de ella, tan cerca que el aire apenas circulaba entre sus cuerpos. Apretó los labios con una mueca de escepticismo.

—¿Razonable? ¿Ser razonable es quedarme de brazos cruzados mientras tú te expones con una diana del tamaño de Maine en la espalda? Todo el mundo sabe lo que significas para mí, que eres mi debilidad, e intentarán aprovecharla para controlarme o castigarme.

»Reduciría el mundo a escombros por ti y lo saben. Al igual que saben que moriría si te pierdo. Así que, no estás en posición de negociar conmigo, sino de hacer lo que yo diga.

Kate retrocedió un paso, estremeciéndose como si la hubiera abofeteado. William se había pasado con su actitud machista y controladora.

—Bueno, yo veo otra solución al problema: dejaré de ser tu debilidad. Quizá debamos demostrarles que no soy tan importante para ti; es más, les dejaremos muy claro que no soy nada tuyo. Así dejaré de interesarles. —Lo apuntó con el dedo—. Ni siquiera habrá que fingir… ¡porque a este paso será la verdad!

La piel de William comenzó a iluminarse y sus ojos se convirtieron en dos pozos sin fondo de plata fundida. Su expresión era siniestra y amenazante.

—¿Y eso qué quiere decir?

Kate se envaró, dispuesta a no dejarse amedrentar. No podía permitir que él la doblegara. No iba a dejar que nadie pensara y decidiera por ella. Y mucho menos iba a quedarse encerrada, vigilada día y noche, de forma indefinida.

—Justo lo que he dicho, que no soy nada tuyo. No soy una propiedad, ni una mascota, ni una esclava que obedezca todas tus órdenes sin rechistar. Si lo que buscas es una mujercita sumisa, te has equivocado conmigo.

La luz que rodeaba a William, cada vez era más intensa. De repente, empezaron a oírse un montón de clics. Todos las ventanas y puertas se estaban cerrando solas. Solas no, las estaba cerrando él. Los ojos de Kate se abrieron como platos. No daba crédito al comportamiento de William.

—Todo lo que estoy haciendo es para mantenerte a mi lado. Para que mañana, dentro de un siglo o de diez, sigamos juntos y tengamos una vida que vivir. Solo intento protegerte —masculló él.

—No, tú quieres enterrarme entre estas paredes. Sin aire, sin vida. Yo no puedo vivir así, ni siquiera por ti. Lo siento. Esta es mi última palabra. —Kate se sacó su anillo de compromiso del dedo.

—Vuelve a ponértelo —ordenó él en un susurro.

Ella no le hizo caso, sino que extendió la mano con el aro en la palma dispuesta a devolvérselo. Estaba tan enfadada que no lograba pensar, solo quería ganar aquel pulso de poder injusto; y, en ese momento, estaba dispuesta a romper el compromiso, aunque eso también le rompiera el corazón.

—No estoy de broma, Kate. ¡Vuelve a ponerte el maldito anillo! —gritó William.

Alguien tosió afuera. Los dos se giraron hacia la puerta acristalada. Robert y Adrien saludaron, sin poder disimular la incomodidad del momento.

—Terminaremos esta conversación más tarde —dijo William en voz baja, mientras cogía el anillo y se lo colocaba en el dedo casi a la fuerza.

—No hay nada que terminar. No vas a encerrarme, ni vas a controlarme, eso te lo aseguro —replicó de forma tajante Kate. Se dio la vuelta y salió de la cocina hecha una furia.

William movió la mano y la puerta de la terraza se abrió.

—No pretendíamos interrumpir —dijo Robert a modo de disculpa.

—No habéis interrumpido nada —respondió William. Miró su reloj y exhaló el aire que estaba conteniendo. No tenía ni idea de que fuera tan tarde. En pocos minutos aquella casa iba a llenarse de gente—. Iré a vestirme.

Subió al dormitorio. En el baño se oía el agua de la ducha. Cogió el picaporte y lo giró, solo para comprobar que ella había cerrado desde dentro. Una sonrisa arrogante se dibujó en su cara. Si de verdad pensaba que eso podía detenerlo…

Se le cayó el alma a los pies. Se dio cuenta de que Kate sabía perfectamente que un cerrojo no iba a impedirle el paso, pero sí el claro mensaje que estaba enviando y que lo ponía a prueba. No lo quería cerca.

Se alejó de la puerta y se sentó en la cama. Se quedó mirando las sábanas desordenadas. Presa de la frustración, se pasó una mano por la barba incipiente y después por el pelo. Solo un par de horas antes habían estado en esa cama, envueltos en besos y abrazos; y ahora ni siquiera estaba seguro de si ella volvería a hablarle. ¿Por qué tenía que ser tan testaruda? ¿No se daba cuenta de que solo quería protegerla?

Sacó del armario unos tejanos azules y una camiseta gris de manga larga. Quizá no fuera el atuendo más adecuado para el rey de una de las razas más poderosas que existían, pero eso era algo que estaba lejos de importarle.

Cuando bajó al salón, todos a los que había convocado ya se encontraban allí. A William no le pasó desapercibido que el ambiente entre vampiros y licántropos era mucho más relajado que en Roma. Eso era bueno, un problema menos del que preocuparse. Que llegaran a entenderse, como si de un solo clan se tratara, hacía más fácil que se cubrieran las espaldas los unos a otros sin importarles de qué linaje procedía el que luchaba a su lado.

Se sentó junto a Daniel, que le dio un fuerte apretón en el brazo a modo de saludo. Robert se acomodó a su lado con Adrien unos pocos pasos por detrás. William recorrió con la vista los rostros de todos los presentes y el peso que sentía en el estómago se aligeró un poco. Los Solomon habían acudido al completo, también Cyrus, Stephen y Mihail, junto a sus mejores hombres. Confiaba en todos y cada uno de ellos.

—¿Y bien? —preguntó William.

—Tengo hombres revisando palmo a palmo los muelles —empezó a decir Cyrus—. Pero van con cuidado y tardarán un par de días en pasarme un informe fiable. No me fío de que los renegados también envíen a algunos de los suyos, para asegurarse de que no tramamos nada, y sorprendan a los nuestros.

—Yo lo haría —dijo Robert—. Intentaría conocer el lugar: las salidas, los accesos y las zonas donde podrían tenderme una emboscada. Necesitamos conocer muy bien el terreno para poder esconder a nuestros hombres antes del ataque.

—Habría que trasladarlos hasta allí con bastante antelación. Es probable que los renegados comprueben el terreno varias veces. Sería de ilusos creer que confían en nosotros, aunque hayan jurado lealtad —replicó Mihail.

—Ese juramento no sirve de nada hasta que lo hagan de forma pública y derramen su sangre en señal de obediencia —intervino William.

—Y, aun así, no sería sensato fiarnos de ellos —indicó Daniel. Miró a William a los ojos—. ¿Tenemos alguna idea de cuántos serán?

William le hizo un gesto a Cyrus para que contestara.

—No, solo previsiones. Pero estoy seguro de que son muchos. Tengo hombres vigilando los nidos, intentando conseguir un censo. No es fácil, no están tan unidos como creíamos, se disgregan continuamente.

—Mis hombres estarán listos en tres o cuatro días. Se están concentrando al norte de Atlanta. Allí pasarán desapercibidos —informó Samuel—. ¿Los vuestros?

—Nos está costando un poco lograr que entren en el país sin llamar la atención —admitió Mihail—. Tres, cuatro días, puede que cinco. Eso nos deja poco margen antes de la noche de la reunión.

Kate abandonó la habitación y enfiló el pasillo hacia las escaleras. Desde allí podía oír el murmullo de las voces que ascendían desde la sala. Notaba la tensión y preocupación que debía respirarse en el ambiente. Nerviosa se arregló la ropa, un vestido muy corto y ajustado a juego con unos botines de tacón y una cazadora de piel sintética. Demasiado atrevido, pero era así como se sentía, atrevida y desafiante; e inexplicablemente le hacía sentirse más segura que su ropa de oferta de tiendas outlet.

Bajó las escaleras como si nada y entró en la sala con su bolso en una mano y las llaves del coche en la otra. Sus ojos recorrieron las caras de los presentes, que de golpe se habían puesto de pie y la saludaban con una inclinación de sus cabezas, como si ella fuera alguien importante. Consecuencias de salir con el nuevo rey de los vampiros; y no le hacía ni pizca de gracia. Les devolvió el saludo. Se fijó en la silueta grácil que había junto a la puerta: Mako, ataviada como un guerrero más, solo que en ella esa ropa destacaba de una manera muy diferente. La vampira le dedicó una extraña sonrisa. Kate se puso tensa, rígida, e inmediatamente fingió que le era indiferente.

—¿Vas a salir? —la voz de William llegó hasta ella abriéndose paso como una hoja afilada.

Kate clavó su mirada en la de él, fría y desafiante.

—Sí. Tengo cosas que hacer —respondió.

«Kate, no salgas por esa puerta. ¿Me oyes?», William le habló directamente dentro de su cabeza.

Kate le sostuvo la mirada durante un largo segundo, retándolo a que dijera o hiciera algo delante de todas aquellas personas; a que se pusiera en evidencia. Pero él no hizo nada, solo fulminarla con una mirada asesina. Ella se dio la vuelta y fue a la puerta.

«¡Kate! ¡Joder!», maldijo William. Le costó un esfuerzo sobrehumano controlarse y no salir tras ella para volver a meterla en la casa. Kate se había propuesto volverlo loco de preocupación con su tozudez. Buscó a Adrien con la mirada. Apretó los labios y exhaló el aire de sus pulmones por la nariz. No necesitó decirle nada, y fue un alivio porque la frustración que sentía ni siquiera lo dejaba pensar.

Adrien asintió una sola vez.

«No la perderé de vista», le dijo a William antes de seguir a Kate hasta la calle.

Kate entró en la biblioteca pública, cargada con todos los libros que tenía en casa y que había sacado prestados unas semanas antes con intención de familiarizarse con algunas de las asignaturas que daría en la universidad. Eso había ocurrido antes de que un híbrido la convirtiera en vampiro y que toda su vida cambiara para siempre. Estudiar, tener un trabajo normal, ese tipo de cosas parecían lejanas e imposibles en ese momento. Su día a día se había convertido en una sala de espera en la que el reloj avanzaba implacable mientras ella era un mero objeto inanimado sin prisa.

Cruzó las puertas dobles y se dirigió al mostrador. Ni rastro de Amanda, la bibliotecaria. Miró su reloj de pulsera. Eran más de las diez y quería regresar a la casa de huéspedes antes del mediodía, para continuar recogiendo las cosas de Alice. Dejó los libros sobre el mostrador y deambuló por las salas en busca de la chica. Recorrió un pasillo tras otro, rodeada de montones de estanterías. Apenas encontró gente en las mesas a esas horas, y más allá, en los atrios junto a los ventanales, solo halló un par de parejas dándose el lote. Menudo lugar para meterse mano.

Escudriñó la sala e inconscientemente se dirigió a la sección de antiguas religiones. Notó un calor en la nuca y se giró. Durante una milésima de segundo le pareció ver una figura familiar desapareciendo tras un cubículo. La siguió, sin tener muy claro por qué y qué estaba siguiendo. Llegó hasta la zona donde se amontonaban los ordenadores anticuados, que poco a poco iban siendo sustituidos por otros más actuales.

Se paró de golpe y, aunque estaba tan muerto como las mariposas que colgaban de alfileres en los cuadros de la pared, sintió su corazón saltar con fuerza dentro del pecho. El hombre de la cafetería estaba sentado a una mesa no muy lejos de donde ella se encontraba, y la miraba. Su instinto le decía que saliera corriendo, pero se impuso la curiosidad y la necesidad de saber si solo se trataba de alucinaciones. Se acercó con cautela, sin apartar la vista de aquella mirada que le sonreía.

—Saludos, mi pequeña y hermosa vampira —dijo el hombre.

Kate se puso tensa al escuchar el timbre de su voz, se asemejaba a una sucesión de roncos suspiros provocados por el placer. Tentadora.

—¿Cómo sabes lo que soy? —se atrevió ella a preguntar.

El hombre sonrió.

—Yo sé muchas cosas —respondió. Le hizo un gesto con la mano para que se sentara en la silla, frente a él. Kate dudó y miró por encima de su hombro, solo para comprobar que estaban solos—. Tranquila, soy completamente inofensivo para ti.

Kate apartó la silla y se sentó. Apoyó las manos en la mesa y contempló al hombre. Tenía un aspecto que le resultaba familiar y, a la vez, sobrecogedor. Poseía un rostro hermoso que distaba mucho de ser perfecto, pero sus rasgos la tenían embelesada.

—No eres una alucinación. En la cafetería, y más tarde en la carretera. Ayer te vi de verdad.

Él le dedicó un guiño y sonrió. Sus labios se curvaron hacia arriba, confiriéndole a su boca una expresión incitante.

—Solo por que yo quise que lo hicieras.

—¿Por qué?

Él se inclinó sobre la mesa y entornó los ojos, ocultándolos bajo sus largas pestañas.

—¿Y por qué no?

Se produjo un largo silencio en el que Kate era incapaz de apartar la vista de él. Sabía que estaba mal mirar a una persona de ese modo, pero tenía una sensación extraña que la empujaba a buscar algo que, estaba segura, tenía ante las narices y se le escapaba. Algo importante que aparecía en su mente y que era tragado por una oscuridad absoluta y silenciosa antes de que tuviera tiempo de averiguar de qué se trataba.

—¿En qué piensas? —preguntó él con verdadera curiosidad.

—Intentó averiguar qué eres. No eres un vampiro, ni un licántropo, y tampoco pareces un ángel. ¿Qué eres? —Kate continuaba mirándolo atónita.

Él se reclinó en la silla y sacó del bolsillo de su chaqueta una bolsita con galletas saladas.

—Será divertido ver cómo lo averiguas —dijo mientras abría la bolsa y se echaba una galleta a la boca—. Por cierto, ¡qué maleducado soy!, no me he presentado. Me llamo Marak. ¿Quieres? —Le ofreció una galleta con la palma de la mano extendida.

Kate se quedó mirando la galleta. Sacudió la cabeza con un gesto negativo.

—Soy un vampiro, supongo que sabes que no puedo comer.

—¿Lo has intentado?

—Oye… Marak —pronunció su nombre, que se atascó en su boca un instante—. Sé que no puedo. Los vampiros enfermamos con la comida.

—A lo mejor sí puedes —la contradijo. Se encogió de hombros y se comió la galleta—. Tú no eres un vampiro corriente. Te convirtió un semiángel y la sangre de otro te alimenta. Querida, tú también eres única en tu especie. Otro milagro de la evolución. ¡Quién sabe qué cosas podrás hacer!

Kate lo miró estupefacta, con el miedo reflejado en la cara. Aquel… lo que fuera, sabía cosas sobre ella que era imposible que supiera; y que no debía saber. Su instinto la apremiaba para que saliera de allí a toda prisa, Marak no era de fiar, pero no le hizo caso y se quedó donde estaba. Necesitaba saber quién era y qué hacía allí. Por qué ella podía verle.

—¿Cómo sabes tantas cosas sobre mí? —preguntó Kate.

—Observar es lo único que me distrae. Podría decirse que soy un voyeur.

—¿Nadie te ha dicho que es de mala educación espiar a los demás?

La sonrisa desapareció del rostro de Marak.

—No soy un mirón en ese sentido. —Parecía ofendido—. No necesito acechar en las sombras para saber esas cosas. Puedo leer el alma de las personas. Es el registro más completo que existe, todo se almacena ahí. La mente olvida, el cuerpo olvida, el alma nunca lo hace.

Los ojos de Kate se abrieron de par en par.

—¿Puedes ver el alma? ¿La de cualquiera?

—Sí, si quiero hacerlo, por supuesto. Aunque pocas despiertan mi interés —respondió como si nada.

A Kate le temblaron los labios. ¿Qué clase de ser podía ver el alma y leer en ella? «Un ángel», se dijo con un nudo en el estómago. Solo que no parecía uno.

—Y mi alma es una de esas pocas que despiertan tu interés —repuso despacio, casi sin habla.

Marak asintió y se quedó callado.

Kate se dio cuenta de que no iba a lograr sacarle nada más. Se fijó en el libro que tenía abierto sobre la mesa. Un tomo muy antiguo, escrito en latín y con unos grabados xilográficos en madera. Había recorrido cada pasillo de aquella biblioteca infinidad de veces, desde que era una niñita que ni siquiera sabía leer, conocía cada estante y no recordaba haber visto algo parecido allí antes.

—Infernum Canem. —Kate leyó en voz alta el título que figuraba sobre el dibujo de la página derecha. Miró a Marak a los ojos, unos ojos completamente humanos. Intentó ver en ellos algo más allá de lo que mostraban, pero nunca había sido muy buena interpretando a la gente—. ¿Perros del infierno? ¿Crees en estas cosas?

—Por supuesto. Si existen otras criaturas, criaturas como tú, por qué no habrían de existir ellos también.

—Porque si es verdad todo lo que se ha escrito sobre ellos. Unos seres tan malévolos no deberían existir.

Un brillo de diversión iluminó el rostro de Marak.

—Oh, querida. Ni el malo es tan malo, ni el bueno es tan bueno. Y sé de lo que hablo. —Giró el libro y lo empujó hacia ella—. ¿Por qué no te lo llevas? Verás que el mundo está lleno de extrañas criaturas y que todas fueron creadas para un fin.

Kate estudió el grabado. Representaba una manada de enormes perros de grandes fauces y mirada enloquecida. Lo aceptó sin saber muy bien por qué lo hacía. De repente tenía la necesidad de llevarse ese libro con ella. Al coger la tapa para cerrar el volumen, su mano se topó con la de Marak.

—¡Madre mía! —gritó. Dio un bote en la silla, empujándola hacia atrás, y a punto estuvo de caer de espaldas. Su mano había atravesado la de Marak como si esta fuera de humo. Lo miró de hito en hito—. ¡¿Eres un fantasma?!

Marak se echó a reír con ganas.

—Es una forma de verlo —comentó él.

Kate se relajó solo un poco. Que Marak fuese un fantasma era algo tranquilizador, comparado con todas las peligrosas posibilidades que había estado barajando; o eso esperaba. ¿De verdad existían los fantasmas?

—¿Estás atrapado aquí, en este lado? No es que sepa mucho sobre espectros, pero he visto esa serie, Cazadores de fantasmas. Dicen que sois espíritus que quedáis atrapados en este lado por cuentas pendientes, o porque simplemente no sabéis que estáis muertos. Estás muerto, ¿no?

Marak arqueó una ceja, muy divertido.

—Ya no. Tu presencia y tu sonrisa me han devuelto la vida.

Kate se quedó mirándolo. Le estaba tomando el pelo. Sabía que no podía ruborizarse y aun así notaba un calor intenso en las mejillas. Apartó la vista, cohibida.

—¡Eres tan inocente! —exclamó Marak bebiéndosela con los ojos—. Pura e inocente como el alma que no ha conocido el pecado.

—¡Kate! —la voz de Adrien se abrió paso en el silencio de la biblioteca como lo haría un proyectil. Alguien le chistó para que guardara silencio y él soltó una palabrota no apta para menores. Llegó hasta ella hecho un basilisco—. No lograba encontrarte. ¿No me oías llamarte? ¿Qué demonios haces?

—Hablando, ¿no lo ves? —le espetó ella sin pensar.

—¿Sola?

—¿Sola? —inquirió. Se giró hacia Marak y vio cómo este se desvanecía en sus narices—. No estaba sola. Había alguien… Estaba ahí hace un segundo…

Adrien alzó la cejas y la miró preocupado.

—Ahí no había nadie. Estabas hablando sola. Te he visto desde el otro extremo de la sala.

Kate abrió la boca para contestar, pero soltó un suspiro y guardó silencio. El día anterior Adrien tampoco había visto a Marak. ¿De verdad que solo ella podía verle? Se pasó una mano por el cuello y apretó los párpados un segundo. Lo más sensato era dejarlo estar y no insistir en algo que podría causarle problemas. Hablar sola no la hacía parecer muy cuerda.

—¿Por qué no dejas que te lleve a casa? Pareces cansada —sugirió él.

—Te ha enviado William, ¿verdad?

Adrien asintió. De nada servía negarlo, era la verdad. Aunque la habría seguido igual de no habérselo pedido. Preocuparse por ella formaba parte de su día a día, no podía evitarlo.

—Está preocupado por tu seguridad. Es normal, Kate. Yo también lo estoy. Eso es lo que pasa cuando alguien te importa y no quieres que le ocurra nada malo.

Ella puso mala cara.

—No está preocupado, está obsesionado —matizó mientras cogía el libro y lo abrazaba contra su pecho—. ¿Sabes por qué discutíamos esta mañana? —Adrien negó de forma imperceptible—. Quiere que me quede en casa mientras él considere que afuera hay peligro. ¿Sabes qué significa eso?, quiere encerrarme, quiere confinarme prácticamente de por vida. Porque los ángeles estarán ahí siempre. —Lo miró a los ojos.

Él le sostuvo la mirada, incómodo por verse envuelto en algo tan personal entre William y Kate.

—No sé qué decir. Puede que él…

—¿Puede qué? —inquirió incrédula por lo que parecía un intento de justificación. Alzó la voz—. ¿Estás de acuerdo con él? ¿En su lugar tú también me harías algo así?

Alguien siseó para que bajaran la voz. Adrien tomó a Kate por el codo y la guió hasta la salida.

—Mi primer impulso quizá fuera ese. No te lo voy a negar —confesó él, y añadió en tono vehemente—: Pero no, no lo haría. Aunque fueras mía, aunque me pertenecieras en cuerpo y alma, jamás tendría ese derecho sobre ti. Nadie lo tiene.

Kate dejó escapar un suspiro de alivio. Sus palabras le calentaron el pecho.

—Pues explícaselo a él. A mí no me escucha.

Adrien sacudió la cabeza mientras sostenía la puerta de salida.

—No pienso meterme en vuestros asuntos —replicó una vez en la calle.

—Ya estás metido. Estás aquí, vigilándome porque él te lo ha pedido.

—Te protejo, no te vigilo —matizó Adrien. Se detuvo frente al coche de Kate y extendió la mano para que le diera las llaves. Ella se las entregó—. Y sí, lo hago porque él me lo ha pedido; y el hecho de que empiece a confiar en mí significa mucho. Pero también porque quiero hacerlo.

—¿Y desde cuándo os entendéis tan bien como para confiar el uno en el otro? —preguntó ella con sarcasmo.

Adrien puso el coche en marcha y se incorporó al tráfico. La miró de reojo, sin saber muy bien cómo salir de aquel embrollo si hablar más de la cuenta.

—Kate, voy a darte un consejo: no tenses demasiado la cuerda con él. Entiendo lo que te ocurre, pero también entiendo todo por lo que él está pasando estos últimos días. Por favor, no fuerces las situaciones con William si después no vas a saber controlarlas.

—¿Y qué se supone que significa eso? —le espetó, atónita. ¿De parte de quién estaba? Sabía que era una reacción infantil, pero no podía evitar sentirse traicionada. Se cruzó de brazos, mirando por la ventanilla, enfurruñada.

Adrien apretó tanto los dientes que empezó a palpitarle un músculo del cuello. Solo necesitaba pronunciar unas palabras y todo podría cambiar para él. Alimentaría la semilla de la discordia que ya estaba arraigando entre William y Kate, y ella vendría directa a sus brazos. Pero no la quería así y, en cierto modo, ya se había resignado a tenerla solo como amiga. Desear lo que no puedes tener, es un veneno que te consume y te destruye.

—Significa que William está enfrentándose a demasiadas cosas —empezó a decir él—. La situación lo supera y trata de hacerlo lo mejor que puede. Pero si se le presiona demasiado… —Giró en el cruce, en dirección a la casa de huéspedes donde Kate había insistido que se instalaran Ariadna y Cecil—. ¿Recuerdas nuestra conversación en Roma? Lo que te expliqué sobre la oscuridad que crece dentro de nosotros —le recordó. Ella asintió y en sus ojos pudo ver que el enojo daba paso a la comprensión—. De eso es de lo que estoy hablando. Sé lo que digo. La presión puede llevarte a hacer cosas que no deseas y a creer que de verdad son necesarias. Y si se presionan los puntos equivocados, las consecuencias podrían ser desastrosas.

Kate pensó detenidamente en todo lo que Adrien había dicho. Se quedó mirando la mano que acababa de cubrir la suya con un cariño que le encogió el estómago. Él movió la cabeza hacia ella y en los labios se le formó una sonrisa tensa.

—¿Qué es lo que no me estás contando, Adrien?

Adrien retiró la mano y puso el intermitente antes de girar y tomar el sendero de tierra que conducía a la casa. Pisó el acelerador e ignoró la pregunta, consciente de que Kate no apartaba sus ojos de él. Por nada del mundo iba a contarle que William había tomado la esencia vital de un humano; y que ese humano, evidentemente, había muerto desangrado por él. No era tonta y conocía el peligro y las consecuencias de un acto así.

—No estaba hablando sola en la biblioteca —musitó Kate al darse cuenta de que Adrien no iba a decir nada más. No podía fingir que su encuentro con Marak no había sucedido—. Había alguien allí… Creo que es un fantasma…

Adrien ladeó la cabeza y la miró con los ojos como platos. En su rostro se adivinaba la lucha interna de pensamientos que estaba batallando, dividido entre creerla, o asumir que algo dentro de ella no estaba funcionando como debía. Síntomas de estrés o cualquier otra cosa similar.

—¡¿Qué?!

—Si dejas de mirarme como si estuviera loca, podría explicártelo.

Adrien sacudió la cabeza, dispuesto a escucharla.

—¿Me crees? —preguntó Kate cuando terminó de contarle lo que había sucedido en la biblioteca.

Adrien había frenado en medio del camino y la miraba fijamente. Se rascó el mentón, cubierto por una ligera sombra de barba. El silencio se alargó unos instantes en los que Kate empezó a ponerse de los nervios. Comenzaba a arrepentirse de haber abierto la boca. Adrien cruzó sus musculosos brazos sobre el pecho y asintió con la cabeza.

—Admito que es raro, pero… no tengo motivos para creer que no sea cierto —comentó mientras contemplaba el libro entre los brazos de Kate—. El mundo está lleno de seres sobrenaturales, ¡por qué no fantasmas! —Se encogió de hombros y añadió con tono severo—: Y por ese mismo motivo no quiero que vuelvas a acercarte a él. Algo en este asunto me da mala espina.

—Si hubiera querido hacerme daño, lo habría hecho. No sé, es posible que…

—Sin concesiones, Kate. Ni siquiera voy a darle el beneplácito de la duda. Si le ves, te alejas y vienes a buscarme, ¿de acuerdo?

Kate frunció los labios con una mueca de fastidio y se hundió en el asiento. Estaba cansada de recibir órdenes, como si fuera una niña pequeña y desamparada que necesitara atención constante. De repente, sintió un nudo en el estómago y miró a Adrien con cierta desconfianza.

—¿Vas a contárselo a William? Porque lo último que necesito es que se ponga paranoico con este asunto.

Adrien negó con un gesto y aceleró, poniendo en marcha el vehículo.

—No voy a contarle nada, por tu bien y por el suyo, pero esto se convierte en un acuerdo: yo mantengo la boca cerrada y tú no te acercas a ese… fantasma o lo que sea. ¿Trato hecho?

Kate musitó un sí y se dedicó a mirar por la ventanilla. No dijeron nada más durante el resto del trayecto.

Una sonrisa enorme se dibujó en la cara de Adrien cuando detuvo el coche frente a la casa. Cecil agitaba la mano desde el porche, saludándolos. Adoraba a su hermana. La sonrisa desapareció de inmediato. Carter Solomon asomó tras su ella, sin camiseta, cubierto de serrín y con un martillo enorme sobre el hombro.

—El chucho empieza a ponerme de los nervios —masculló—. Y alguien debería sugerirle que se vistiera un poco más.

—No veo qué tiene de malo su atuendo —bromeó Kate.