—¡¿Qué?! —estalló Kate, cansada de la mirada escrutadora de Adrien sobre ella.
—Nada, solo espero —respondió el chico mientras guardaba en el coche unos botes de pintura que acababan de comprar.
Ella puso los ojos en blanco.
—Vale, ni siquiera sé por qué pregunto, pero… ¿a qué esperas?
Adrien adoptó su pose habitual de suficiencia. Se apoyó en el coche con los brazos cruzados y entornó los ojos.
—Estoy esperando que empieces a patalear y a quejarte porque has tenido que quedarte aquí, a mi cuidado. No sé… pero los dos sabemos que no te va el papel de princesa en la torre. —Se agachó y cogió otro par de cubos—. Y si soy sincero conmigo mismo, me preocupa que intentes jugármela, largándote durante algún (seguro que improbable) despiste por mi parte.
Kate se lo quedó mirando, dudando entre darle un puñetazo o echarse a reír. Se colocó el pelo tras las orejas y se acomodó a su lado.
—No tienes que preocuparte —dijo, dándole un empujón cariñoso con el codo—. No voy a ir a ningún lado. Sé que lo mejor que puedo hacer es quedarme aquí y rezar para que todo salga bien. Me mata no tener noticias, ni saber qué está pasando; pero me da más miedo ponerlos en peligro. No lo soportaría. —Lo miró de reojo y sonrió—. Me portaré bien, tranquilo.
—¿De verdad?
—De verdad —le aseguró—. Sé que no hay nada que pueda hacer para ayudar. Salvo quedarme aquí, a salvo, para que él no tenga que preocuparse por mí. ¡No pasa nada por ser de vez en cuando la princesa en la torre!
—Ya, y me lo creería si no supiera que te dan arcadas con solo pensarlo.
Kate soltó una carcajada. Adrien también rió y le rodeó los hombros con el brazo de forma protectora.
—Bueno. Ya tenemos la pintura, las herramientas y la madera. ¿Qué más necesitas?
—Nada más —respondió ella.
—Entonces, ¿nos vamos?
Kate sacudió la cabeza mientras rebuscaba en su bolso.
—No. Tengo que pasar por la oficina de correos y recoger unos paquetes para Rachel. Keyla y yo le prometimos que nos encargaríamos de la librería mientras ella estuviera fuera con los niños.
—No te preocupes, yo me encargo de eso. Si a cambio tú entras en Lou’s y me consigues una tarta de calabaza para Carter. Esa camarera, Mandy, me acosa cada vez que me ve —le dijo con un guiño travieso.
—¿Lo dices en serio?
—Y tan en serio. Intenta meterme mano en cuanto tiene ocasión.
Kate sacudió la cabeza, muerta de risa.
—Está bien. Yo compraré la tarta. Nos vemos aquí en cinco minutos —dijo mientras comprobaba que llevaba dinero—. ¡Eh! —llamó al chico, que comenzaba a alejarse—. Me gusta que empieces a llevarte bien con ellos. Me hace feliz.
Adrien se dio la vuelta sin dejar de caminar.
—¿Lo dices por los lobos? —preguntó.
—Y por William —aclaró ella.
—Mi familia necesita un lugar seguro, y yo haré lo que sea para que lo tenga. Si el precio es convertirme en un buen chico. —Se encogió de hombros con una sonrisa que dibujó hoyuelos en su cara. Vestido con unos tejanos desgastados y un jersey de lana gris, era imposible no contemplarlo.
Kate entendía perfectamente a Mandy.
—Aunque, si Carter sigue mirando a mi hermana como lo hace, voy a cortarle algo más que las piernas —añadió él alzando el dedo con un gesto de advertencia.
—¡¿Carter y Cecil?! —exclamó Kate sin dar crédito.
Adrien no contestó, se limitó a fruncir los labios con una mueca de disgusto. Dobló la esquina y se perdió de vista.
Kate alzó las cejas, alucinada. ¡Vaya, menuda sorpresa! Cruzó la calle y entró en el Café. Fue directamente a la barra. Lou se acercó en cuanto la vio, esbozando una sonrisa sincera. Nada que ver con las miradas fulminantes que le dirigieron Becca Hobb y sus amigas. El grupito de humanas se había dedicado a conciencia a extender rumores sobre Jill y ella, y el tipo de relaciones que mantenían con los chicos nuevos, a los que ya habían tildado de «raritos». Por suerte, nadie les hacía mucho caso y no habían intentado averiguar qué había de cierto en esos chismes.
Mientras esperaba a que Lou guardara en una caja la tarta. Kate echó un vistazo al local. Tenía la incómoda sensación de que alguien la estaba observando. Junto a la ventana, sentado a una mesa, un hombre de unos treinta años comía unas tortitas. Llamaba la atención porque llevaba el pelo de dos colores: una abundante cabellera de mechones rubios y negros. Tenía la piel dorada y unos ojos castaños que parecían absorber toda la luz. El hombre alzó su taza y la saludó con una inclinación de su barbilla. Kate frunció el ceño, por un momento pensó que no era a ella a quien se dirigía. Miró a su alrededor y, cuando clavó la vista de nuevo en la mesa, el tipo ya no estaba.
Cogió la tarta y salió de la cafetería con un nudo en el estómago. Adrien estaba al otro lado de la calle, guardando en el maletero dos paquetes de gran tamaño. Se esforzaba por fingir que pesaban mucho, y que no era una especie de superhéroe que podría levantarlos solo con el poder de su mente.
—¡Vaya, qué bien huele eso! —exclamó el chico. Tomó la tarta de las manos de Kate y acercó la nariz—. Cada vez disfruto más de la comida.
Kate no le prestó atención. Miraba fijamente un punto al otro lado de la calle. El hombre de la cafetería estaba de pie, junto al semáforo, y no apartaba sus ojos de ella.
—¿Habías visto antes a aquel tipo? —preguntó a Adrien.
—¿Qué tipo? —Escudriñó la calle.
—Allí. Junto al semáforo. Pantalón oscuro y cazadora gris.
—Yo no veo nada.
—¡¿Cómo que no?! ¡Si está ahí mismo! —Ladeó la cabeza un instante, para asegurarse de que Adrien miraba en la dirección correcta—. Allí… —Se quedó muda; el hombre había desaparecido.
—Kate, ahí no hay nadie —insistió el chico. Le puso una mano en el hombro—. ¿Estás bien? —Ella parpadeó y lo miró a los ojos. Se esforzó por sonreír, pero el gesto no llegó a sus ojos. Asintió—. Entonces sube al coche. Quiero regresar. No me gusta que mi hermana pase tanto tiempo con el chucho.
—Se llama Carter —le recordó Kate con tono reprobatorio.
—Sé cómo se llama —le hizo notar él con una sonrisa inocente que no disimuló la mala intención del comentario.
Kate puso los ojos en blanco y subió al coche. Apoyó la frente en la ventanilla mientras Adrien conducía. Estaba tan segura de haber visto a ese hombre; quizá su imaginación le había jugado una mala pasada. Se enderezó en el asiento a la velocidad del rayo. Allí estaba de nuevo, junto a la carretera, y la miraba. Si se movía unos centímetros más a la izquierda, le pasarían por encima. Alargó el brazo para señalarlo. Miró a Adrien, pero este seguía tamborileando sobre el volante al ritmo de la música y sin intención de frenar; como si allí no hubiera nadie. Y no lo había. Kate se dio la vuelta en el asiento y miró a través del cristal trasero. La carretera estaba desierta. Dios, ¿estaba teniendo alucinaciones?
—¡Eh, preciosa! ¿Seguro que te encuentras bien? Pareces enferma. —Kate sacudió la cabeza con un gesto afirmativo—. ¿Cuánto hace que no te alimentas?
—Un par de días —respondió. Se frotó los brazos, intentando deshacerse de los escalofríos que le recorrían la espalda. Volvió a mirar por encima de su hombro.
—Eso es mucho tiempo si solo bebes de conejitos —le hizo notar él con un guiño travieso. Se puso serio y bajó la voz—. Si lo necesitas… Yo podría… No me importaría, lo sabes. Y sería nuestro secreto.
Kate se puso tensa y su estómago se agitó. Él le estaba ofreciendo su sangre, y solo pensar en ello disparaba su sed a niveles estratosféricos. Ni siquiera iba a considerarlo. Carraspeó para aclararse la voz, que, de repente, se le había atascado en la garganta.
—Adrien, pasó una vez, una única vez, y no volverá a repetirse. No estaría bien.
—No lo entiendo, de verdad que no. ¿Qué tiene de malo que quiera cuidar de ti? Tienes hambre, puedo sentirlo. Y mi sangre te fortalece más que ninguna otra. —Sus ojos iban de la carretera a ella y de ella a la carretera—. No veas nada sucio en esto, Kate. No sé, podrías verlo como un padre que alimenta a su hija. Yo te creé y me siento en deuda contigo.
Kate se quedó boquiabierta. ¡¿Como un padre a su hija?! Le puso mala cara por recordarle lo ocurrido y la osadía de la propuesta. Aunque, durante un instante, se dejó llevar por la tentación. Había estado bebiendo de William hasta el punto de que casi se había convertido en su única fuente de alimento. Su sangre la saciaba de un modo que no conseguía ni la humana embotellada que tragaba; mucho menos la de un zorro o un… conejo. ¡Puaj! Recordaba el sabor de la sangre de Adrien, más picante, como a especias. Apartó la idea con una inspiración entrecortada.
—William lo sabe. Sabe lo que pasó —confesó ella—. Se lo tomó como si me hubiera acostado contigo.
Adrien lanzó un silbido y después resopló.
—Me sorprende que no haya intentado arrancarme la cabeza.
Kate contuvo la sonrisa que le tiraba de los labios.
—Créeme, tuve que recurrir a todo mi arsenal para que no lo hiciera —replicó con un atisbo de rubor en la voz.
Adrien la miró de reojo y sonrió. Meneó la cabeza y la sonrisa se convirtió en una risita silenciosa que sacudió su cuerpo. La adoraba, no podía evitarlo. Y ahora había una serie de imágenes que no podía quitarse de la cabeza.
—Es hora de irnos —dijo Robert desde la puerta.
William se puso de pie, irguiéndose con elegancia en toda su estatura. Vestido completamente de negro, la única nota de color la ponían sus ojos de color zafiro, que esa noche destellaban con un brillo mortífero y decidido.
Abandonó la habitación del hotel con Robert a su lado, escoltados por los vampiros que en los últimos días se habían convertido en su sombra: Cyrus abría la marcha; cuatro de sus mejores guerreros caminaban controlando los flancos; y Mihail y Mako vigilaban la retaguardia seguidos de otros dos hombres.
Para William había sido toda una sorpresa encontrar a la vampira formando parte de sus guardaespaldas. No porque tuviera dudas sobre sus capacidades (el hecho de que Mihail la hubiera elegido por encima de otros guerreros más viejos y con muchos más años de experiencia, demostraba que ella era un arma precisa y mortal), sino por que había decidido dejar de servir a los Arcanos por voluntad propia. Y después de su último encuentro, que no se sintiera incómoda estando cerca de él, le sorprendía bastante.
En la calle les esperaban tres GMC Yukon de color negro, aparcados en fila frente al hotel. William subió al que estaba estacionado en segundo lugar, su hermano se sentó a su lado y Cyrus en el asiento del copiloto. El resto subió a los otros vehículos; y se pusieron en marcha.
A través de los cristales tintados, William contempló la ciudad de San Diego. Allí se encontraba uno de los nidos más peligrosos de los que tenían conocimiento, y en breves minutos tendría a su líder frente a frente. Esperaba que estuviera tan dispuesto a colaborar, como lo habían estado los otros líderes. Y si no, no tenía ningún inconveniente en ser un poco persuasivo. Nunca lo había tenido. Por ese motivo su nombre siempre había sido temido entre los renegados.
Se frotó el pecho con los nudillos. Sentía un calor extraño en su interior. Se miró las manos y percibió en los dedos destellos de luz blanca. Cada vez le costaba más controlar las evidencias de su otra naturaleza. Mantener a raya al ángel era toda una demostración de autocontrol.
Los coches se detuvieron frente a un club nocturno.
—Aquí es —informó Robert—. ¿Estás listo?
William asintió con la cabeza mientras acomodaba un par de dagas bajo su chaqueta, y espero a que Cyrus le abriera la puerta. Odiaba la parafernalia que rodeaba a su nuevo estatus, pero era necesaria para darle credibilidad. Descendió del vehículo. Sus ojos recorrieron el entorno con precisión milimétrica. Había sombras observándoles desde todos los rincones. Se enderezó en toda su estatura y, con una tranquilidad estudiada, se dirigió a la puerta con su séquito armado pisándole los talones.
Entró en el club sin un ápice de duda. Se movía con la elegancia mortal del depredador que era, y el influjo que desprendía se extendió por la sala. A medida que se abría paso a través de las mesas, con sus anchos hombros balanceándose siguiendo los vaivenes de sus caderas, todos los ojos se alzaron para mirarle.
Entornó los párpados y sus labios se curvaron con una sonrisa siniestra. Logró el efecto que pretendía y muchos bajaron la vista, como si supieran que aquel vampiro podía matar a los presentes sin usar nada más que sus manos. Y no se equivocaban.
Al fondo del local, tras una pared de cristal, William localizó lo que parecía una zona vip. Sentados en un sofá de plástico rojo había varios renegados. En el centro, un vampiro de larga melena rubia se puso de pie nada más verle. Sonrió y unos colmillos quedaron a la vista tras sus labios, finos y pálidos.
—Bienvenido a mis dominios, señor Crain —dijo el vampiro en tono alegre, evitando de forma deliberada llamarle «rey». Le ofreció la mano con una actitud prepotente—. Soy Roland Trap.
William miró la mano y después a los ojos del vampiro. Había comenzado el juego de posiciones y William tenía que dejar muy clara cuál era la suya: rey, dueño y señor de cada vida vampira sobre la faz de la tierra. Hizo un gesto a Cyrus y este agarró por el cuello a un vampiro que estaba sentado en un sillón; lo levantó en peso antes de lanzarlo contra la barra. Sin inmutarse lo más mínimo, William se acomodó en el asiento libre y le pidió con una mirada a Roland que se sentara. Después sacó las dagas que llevaba a la espalda y las colocó sobre la mesa, con las empuñaduras apuntando en su dirección; una clara invitación a que intentara usarlas si tenía agallas.
Roland se quedó mirando las dagas. Después paseó la vista por los guerreros que lo acompañaban. Aquellos hombres y la mujer iban armados hasta los dientes, y parecían dispuestos a dar la vida por él. No había que ser muy observador para darse cuenta de que en un enfrentamiento provocarían muchas bajas antes de caer. El único que sonreía era Robert, pero era una sonrisa carente de humor; lo ponía de los nervios. Todo el mundo sabía que era un psicópata egocéntrico con habilidades de carnicero. Se sentó de nuevo, y la arrogancia dejó paso a la cautela.
—Cuando tu hermano contactó conmigo para concertar esta reunión, me aseguró que me interesaba mucho acceder a verte. Y no solo eso, me contó cosas bastante interesantes. ¿Es cierto lo que se dice? ¿Que has sido tú el que ha roto la maldición del sol? —preguntó Roland.
William asintió y esbozó una sonrisa burlona.
—¿Y por qué debería creerme eso? ¿Porque lo dices tú? —continuó el renegado.
—Háblale con respeto —intervino Cyrus. Rodeó con la mano la empuñadura de su espada bajo la chaqueta.
—Mi respeto ha de ganárselo. Hasta ahora, que yo sepa, lo único que ha hecho es asesinar a su propia especie. Ha ayudado a su padre a mutilarnos, reprimiendo por la fuerza nuestros instintos, nuestra naturaleza depredadora. A un vampiro no se le puede domesticar —escupió Roland.
Mihail dio un paso adelante desenfundando su arma. William alzó la mano y el guerrero se detuvo.
—Sí, he roto la maldición —respondió.
—¿Cómo?
—El modo no importa. Podía y lo he hecho. Acepta el regalo y no lo cuestiones —le sugirió con una mirada feroz.
En el rostro de Roland se visualizaba la confusión. Deambulaba alrededor de su cara como una sombra oscura, recelosa. No había fanfarronería en el nuevo rey, parecía sincero. Y no podía ignorar el hecho de que siempre había sido inmune al sol. Los más santones siempre habían creído que era una especie de elegido enviado a salvarles.
—Los rumores también dicen que has depuesto a tu padre, que ahora eres el rey. ¿Eso es cierto?
William se miró la mano donde lucía el anillo.
—Mi padre llevaba demasiado tiempo al mando, era hora de un cambio. El futuro necesita nuevas perspectivas.
—Debes haber sido muy persuasivo para que él y el Consejo hayan accedido sin más.
William dibujó una amplia sonrisa. Se inclinó hacia delante de modo que la luz dejó de iluminarle el rostro y quedó oculto en sombras. Sus ojos destellaron convertidos en rubíes. Su aspecto acobardaba, aunque intimidaba mucho más lo que no se veía pero podía sentirse latir bajo su piel.
—Consigo lo que quiero, Roland. Siempre. Y suelo enfadarme mucho cuando alguien intenta impedirlo. Mi padre goza ahora de unas merecidas vacaciones en un bonito lugar.
Roland sonrió y estudió a William durante dos largos segundos. Se moría por preguntar qué le había ocurrido al virtuoso traidor de Sebastian, pero no lo consideró prudente en aquel momento. Lo importante era que, por fin, parecía que el rey represor había dejado de ser un problema.
—Y bien, ¿qué te ha traído aquí exactamente? Robert no me explicó mucho y tengo verdadera curiosidad.
William se estiró en el sillón y unió las puntas de sus dedos a la altura de su boca, golpeando ligeramente sus labios con gesto pensativo.
—Tengo planes, grandes planes —empezó a decir—. Cada movimiento que hago es un paso más que me acerca a un fin: la maldición, el trono, mi presencia aquí… Me voy a encargar de que los vampiros vuelvan a estar arriba en la cadena alimenticia. De donde no debieron descender nunca.
—Eso suena muy bien —dijo Roland asintiendo con agrado.
William sonrió con suficiencia.
—Sí, y solo es cuestión de tiempo y paciencia lograrlo; y de no caer en el error de menospreciar al enemigo. Los humanos no son más que alimento, rebaños. Pero no soy idiota, esos rebaños son muy numerosos, y la masa cobra fuerza por sí sola. Un solo error y caerán sobre nosotros antes de que consiga controlarlos. Así que, no puedo permitir errores, ni que nada ni nadie ocasione esos errores. Voy a deshacerme de todos aquellos que puedan suponer un riesgo que amenace mis deseos. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Por supuesto que lo entiendo y creo que tienes toda la razón. E imagino por qué estás aquí. Así que, dime, ¿en qué puedo ayudarte?
William soltó una risita. Sus brillantes ojos estaban clavados en Roland. Suspiró desencantado.
—No lo has entendido. No tienes nada que yo necesite, ya lo tengo todo. Eres tú quien necesita algo de mí.
Roland frunció el ceño, contrariado. Miró a Robert; en su conversación telefónica las cosas parecían de otro modo. Un acceso de orgullo le hizo envararse.
—¿Me estás tomando el pelo? ¿Qué podría necesitar yo de ti? —le soltó con desprecio.
Cyrus gruñó y Robert se inclinó hacia delante, con el cuerpo tenso y listo para saltar sobre el renegado.
—Cuida tu lengua o dejará de pertenecerte —le dijo.
William posó una mano en el brazo de su hermano, y este se relajó.
—No he venido hasta aquí a negociar contigo, ni a hacer un trato. He venido a darte la posibilidad de que continúes con todo esto. —Hizo un gesto con el que abarcó el local—. A darte la oportunidad de que sigas vivo…
—¿Vivo? —repitió el renegado con un ligero temblor en la voz—. ¿Qué te hace pensar que podrías matarme? —Miró a sus hombres. En ese momento, en el club, había más de una veintena; doblaban en número a William y sus guerreros.
—Ni siquiera tendría que moverme para acabar contigo en este momento —dijo William.
Se inclinó hacia delante y envolvió con su mente el corazón de Roland. Una garra invisible lo apretó, clavándose en él. Roland abrió la boca con un resuello y se llevó las manos al pecho. El miedo se reflejó en sus ojos. «¿Puedes sentirlo?», le preguntó dentro de su cabeza.
—Vamos, Roland. Mírame —dijo en voz alta. Abrió los brazos, exhibiéndose, adoptando ese aire arrogante tan natural en él—. Estoy muy lejos de ser un vampiro… corriente. Nunca me ha afectado el sol y he liberado a la raza de su única debilidad. Soy rey y cientos de guerreros están dispuestos a matar y morir por mí. Soy el Mesías que ha venido a liberaros de todas vuestras cadenas —le hizo notar con un susurro amenazador—. Inténtalo, da la orden. Diles que me maten.
Roland negó con la cabeza, su confianza se estaba desmoronando con cada palabra, con cada mirada de William. Un instinto primario le advertía de que no jugara con él. William era mucho más de lo que parecía a simple vista. Ninguna de las habladurías sobre él le hacía justicia. Era letal y frío, poderoso, sin límites aparentes. ¿Y si no era palabrería? ¿Y si era algún tipo de Mesías? Siempre había sido escéptico, pero ahora…
—¿Y qué tendría que hacer para conseguir ese favor? —cedió al fin.
—Nada, eso es lo mejor de todo, que no tendrás que hacer absolutamente nada. No te moverás, hablarás o comerás sin que yo te lo ordene primero. Te limitarás a esperar hasta que yo te necesite, si es que te necesito. Y si haces todo eso, yo seré benevolente y un buen rey contigo.
Roland lo meditó un largo segundo.
—Está bien, acepto.
Un brillo de diversión apareció en los ojos de William.
—Me alegro de oírlo, pero voy a necesitar que repitas esas palabras en otro momento y en otro lugar.
El renegado asintió con la cabeza.
—Será como digas.
—Bien. Dentro de diez días, en Nueva Orleans. Irás con tu gente al lugar que yo te indique a rendirme pleitesía, y haréis un juramento —le informó William. Roland asintió—. Permanece a mi lado y te recompensaré. Suelo ser muy generoso.
William se puso de pie con el sabor de la victoria en su paladar. Estaba eufórico. La primera parte del plan había funcionado. Los tenía. Un solo golpe y acabaría con la mayor parte de ellos, los más peligrosos. Después de eso, el resto quedaría disperso, se escondería. Cazarlos no sería un problema, solo cuestión de tiempo, y el mundo quedaría libre de la plaga que eran.
—Espera —pidió Roland. Le hizo un gesto a uno de sus hombres. El vampiro desapareció con paso rápido tras una puerta—. Me gustaría hacerte una ofrenda. Un regalo.
La puerta volvió a abrirse y el vampiro regresó con una chica humana a la que sujetaba de un brazo y casi obligaba a caminar. La joven tenía los ojos muy abiertos, asustados y enrojecidos, como si hubiera estado llorando; parecía en estado de shock.
—Acéptala, por favor —pidió Roland—, como símbolo de mi lealtad hacia ti. —Se llevó la mano al pecho e inclinó la barbilla hacia delante—. Juro que lucharé por ti, que te protegeré con mi vida y que te alimentaré, mi señor. Acepta mi humilde sacrificio y el poder de su esencia.
William se quedó de piedra. Roland era más antiguo de lo que parecía y conocía las viejas tradiciones anteriores al pacto. Regalar una presa, con lo escasas que habían llegado a ser en otras épocas, era un gesto de generosidad y respeto que no se debía rechazar sin caer en la ofensa. Casi se le doblaron las rodillas. Miró a la chica. Era menuda, con unas mejillas sonrosadas en un rostro redondo y moreno. No tendría más de veinte años, puede que menos. La humana le devolvió la mirada y, poco a poco, su miedo dio paso a otra cosa; se quedó embelesada. No era la primera vez que le ocurría algo así con los humanos. Despertaba en ellos una incómoda fascinación, que había ido aumentando desde que su naturaleza de ángel se estaba haciendo con el control de su cuerpo y su mente. Maldijo para sí mismo, ni siquiera se había planteado que algo así pudiera ocurrir. Era un contratiempo, e importante.
—Si no es de tu agrado, puedo ofrecerte otra… —dijo Roland al ver que William no dejaba de mirar a la chica en silencio.
«¡Dios, esto no puede estar pasando! ¡No puedo hacerlo, no puedo hacerlo!», pensó.
Él luchaba para defender a los humanos. Se alimentaba de sangre animal y la humana solo la ingería de vez en cuando para recuperar fuerzas; siempre embotellada, fría para no sentirse tentado con los matices y el aroma que potenciaban el calor. Y bien sabía que no era lo suficientemente fuerte como para beber de un humano sin perder la cabeza. Ese riesgo era demasiado alto en su caso. Sin contar con que incumpliría el pacto que él mismo había firmado y jurado defender.
Pero si no lo hacía, el papel que estaba representando quedaría en entredicho.
Miró por encima de su hombro, buscando a su hermano. Robert parecía una estatua, inmóvil e impasible, solo sus ojos reflejaban el pánico que sentía. Y estaba pensando lo mismo que él. William asintió de forma imperceptible, y Robert le devolvió el gesto. No podían despertar sospechas, ni mostrar debilidad, no a esas alturas. Todas las batallas exigían sacrificios.
—Ya veo —continuó Roland—. Temes que haya puesto algo en su sangre. No confías en mí. Te juro que no es así. Te lo demostraré.
Roland tomó a la humana del brazo y, sin un atisbo de compasión, se llevó su muñeca a la boca. Clavó los dientes en ella y tomó un buen trago de sangre. La chica se estremeció y gimoteó, incapaz de apartar los ojos de la herida sangrante. El olor a vida penetró en el olfato de William. Sus fosas nasales se dilataron, capturando el aroma. Su estómago se agitó.
—Deliciosa —dijo Roland, relamiéndose. Colocó una mano en la espalda de la joven y la empujó contra William.
La chica tropezó y William la sostuvo por la cintura antes de que perdiera el equilibrio. La miró a los ojos, los suyos cambiaron de color hasta convertirse en fuego. Ella quedó atrapada en su mirada, demasiado impresionada para moverse o siquiera pensar. El olor de la sangre lo estaba trastornando. Se dijo que pararía antes de dejarla seca, dejaría que se convirtiera y después cuidaría de ella para compensarla. Mejor vampira que muerta para siempre.
La sangre lo llamaba de forma insistente. La imagen de Amelia apareció en su mente como un flash, la apartó con un gruñido. Entonces vio a Kate, caminando por el bosque con la garganta abierta. Si algo podía ayudarle en ese momento, era ella. Lentamente se inclinó sobre la chica, que permanecía quieta. Con suavidad le puso una mano en el cuello, le acarició la vena con el pulgar. Le palpitaba a un ritmo endemoniado, cargada de adrenalina; y con cada latido, la sangre goteaba más rápido contra el suelo desde su muñeca. El deseo se apoderó de él. Había fantaseado tantas veces con hacer algo así.
La mordió. Sus dientes se clavaron en la piel suave y el mundo se detuvo cuando la sangre inundó su boca. Bebió, y continuó bebiendo. Placer y dolor. Poder recorriéndole las venas. Cerró los ojos y el tiempo quedó parado en un éxtasis demoledor. El cuerpo de la chica se volvió lánguido entre sus brazos, los latidos se ralentizaron y el flujo disminuyó. William clavó los dientes con más fuerza y succionó con un gruñido, no quería que se acabara. Necesitaba más, mucho más. Volvió a gruñir, insatisfecho con aquel último sorbo; y entonces la sintió, pegándose a su lengua, deslizándose por su garganta, abriéndolo en canal de arriba abajo. La esencia vital de la chica se abrió paso hasta su corazón y, durante un instante, lo hizo latir. Palpitó de verdad.